jueves, 26 de mayo de 2011

La muerte de los hijos del sol: un relato no convencional


Recientemente ha tenido lugar una serie de importantes descubrimientos en materia antropológica que no resisto la tentación de compartir. Inevitablemente terminé por desvirtuar su contenido con una perspectiva historicista y política, pero creo que vale la pena intentar cierta difusión de los principales contenidos.  

Desde el IS&CA de Oxford (y gracias a la enorme generosidad de Elizabeth Rajman, quien tenía noticias de mi interés en la materia) me ha llegado el sumario de una serie de investigaciones realizadas en los últimos quince años en Sudamérica, cuya principal característica es el haber asociado el conocimiento derivado de la antropología biológica (principalmente desarrollado en el IAR de Zagreb) con la perspectiva cultural tradicional del IS&CA británico.

La dirección de E. Eward imprimió un sello particular al desarrollo y resultado, que no me toca juzgar a mí, pero he aquí los principales puntos de interés en origen.

En primer lugar, el estudio recorre las principales características de dos poblaciones de la amazonia venezolana (en el área del río y los altos de Camaina, cerca de la frontera con Guayana) bien diferenciadas culturalmente, los Huanos y los Cayaomis (o Sariaomis, según L. Santo-Granero del STRI) una de las cuales sobrevivió hasta finales de la década de 1970, y se centra en el muy particular vínculo entre ambas.

En segundo lugar, el rastreo genético y morfológico derivado de los estudios de Zagreb ha revelado que se trata de poblaciones muy emparentadas y, con casi 13500 años de presencia en América, constituyen en conjunto la población con más antigua presencia en el continente, al menos de lo que se ha probado fehacientemente hasta el momento.

En tercer lugar, ambas poblaciones se caracterizan por confirmar ampliamente la hipótesis de la migración trans-pacífica, pues la comparación fenotípica da cuenta de una probabilidad muy escasa de parentesco con las migraciones nórdicas a través del estrecho de Bering, aunque casi coinciden en términos cronológicos,  y muy alta respecto de las poblaciones oceánicas que también aprovecharon los pasos terrestres abiertos por la Glaciación de Wisconsin y han sorprendido con sus habilidades de navegación.

Por último, la narrativa recuperada por Lovell y Frantze de los últimos sobrevivientes huanos conocidos, sobre grabaciones hechas en el terreno por Dalberto Campos y Leónidas Freidos, da cuenta de la muy particular relación entre ambos pueblos, que da origen a esta singular historia. Para esta presentación he omitido todos los datos técnicos y he articulado la narración a partir de las propias leyendas huaníes recobradas en la investigación hasta los datos históricos más recientes.

“Huane y Saria eran hijas de Shamta e Impal, la tierra madre y el sol caliente, pero no crecieron como hermana y hermano. Saria trepó para estar cerca del pequeño Impal, su padre, quien le enseñó a procrear con la tierra seca de la montaña, y de esa unión nacieron todos los cayaomis. Pero Huane se quedó más cerca de Shamta y la Madre la desposó con el río y todos los huanos nacieron de esa unión. Por eso se llama a los cayaomis gente de la tierra-seca y a los huanos gente del lodo, y no hubo amor entre ellos.
Porque los huanos se burlaban de los cayaomis llamándolos con nombres feroces  dado que eran hijos del hermano más débil y pequeño. Durante mucho tiempo los hijos de Saria no hablaron con los hijos de Huane, y sus lenguas se separaron. Los cayaomis alabaron al sol sobre ninguna otra cosa bajo el Mar del Aire, y los huanos sólo guardaron plegarias y canciones para Shamta, la grande, dadora de todo lo que podía comerse y de todo lo que cura. Pero un día Shamta se enfureció con los cayaomis porque no le tenían respeto, e hizo que el propio Impal los castigara. Mientras los cayaomis se encontraban reunidos en el altar más alto y miraban alrededor la tierra seca que habían trabajado con sus manos, Impal se acercó tanto a ellos que los quemó y les oscureció la piel, y quemó la tierra trabajada y secó los pozos de agua y mató a todos los niños cayaomi, y las madres perdieron la razón por el dolor y se dieron muerte comiendo durante días sólo tierra seca. Los hombres cayaomi descendieron de la montaña y pidieron consejo a sus hermanos, los hijos de Huane y el río. Los huanos se burlaron de ellos, pues consideraban justo el castigo de Shamta.
Pero a Impal no le gustó la burla de los huanos, y escondió su cara brillante durante muchos meses, hasta que el miedo los obligó a pedir consejo a la Gran Madre. Shamta volvió a hablar con Impal y le exigió que devolviera la luz a todos sus hijos. Sin embargo, Impal le respondió que por su pedido había matado a todos los niños cayaomi y las mujeres se habían ido tras ellos, así que pronto no quedaría nadie que le dirigiera palabras amables, e Impal necesitaba ese amor para brillar. De modo que Shamta llegó a un acuerdo con Impal: los huanos darían a los cayaomis a algunas de sus hijas más jóvenes, para que la gente de la tierra seca no desapareciera y el amor hiciera a Impal arder.
Llenos de miedo, los huanos dieron a sus jóvenes mujeres a los hombres cayaomi y pronto Impal se levantó nuevamente. Desde entonces, y a pesar de que los cayaomis volvieron a tener hijos e hijas, cada cierto tiempo exigían nuevas jóvenes a los huanos. Finalmente estos se cansaron y hubo guerra entre ambos pueblos...”

En este punto la leyenda se funde con el relato histórico, y da lugar a un resultado que es el verdadero motivo de esta narración.

La guerra entre Huanos y Cayaomis se volvió secular, aunque intermitente. Hubo comercio entre ambos, porque los huanos apreciaban la alfarería cayaomi y la intercambiaban por frutos, raíces medicinales y algunas carnes delicadas que la agricultura y la ganadería cayaomi, más desarrolladas, no podía producir. Antropológicamente hablando, la relación es extraordinaria: por la necesidad impuesta desde el árido medioambiente montañoso, los cayaomis desarrollaron tecnologías del neolítico, mientras que los huanos, ocupantes de la fértil jungla inferior, no tuvieron inconveniente en preservar sus características del paleolítico superior, marcadas por la caza y la recolección; curiosamente, esta divergencia resultó conveniente para ambos pueblos.

Sin embargo, los cayaomis parecían considerar que el intercambio no era del todo justo, ya que la tierra fértil inferior les daba a los huanos una elevada y fácil productividad, de modo que siguieron exigiendo tributos adicionales, en forma de servicios sexuales, que los huanos estaban intermitentemente dispuestos a pagar. El temor a la ira de la Madre Tierra era grande todavía entre los cayaomis, hasta tal punto que en épocas de malas cosechas no exigían esos tributos (lo cual contribuía a controlar el crecimiento de su propia población). La mayor población absoluta de los huanos  era equilibrada por la mejor tecnología de los cayaomis, de modo que el sistema comercial-tributario, aun basado en una oposición simbólica, terminó por estabilizarse.

Pero desde mediados del siglo XVI el contacto con los adelantados españoles, cuyo primer contacto fue probablemente a través de Gonzalo Ruiz de Carvajal, hombre de Francisco de Orellana en la exploración que perseguía el descubrimiento de El Dorado, este equilibrio se rompió.

Los cayaomis encontraron en los conquistadores unos aliados inesperados. En apariencia, su culto solar era más adaptable que el de la madre tierra a las creencias trascendentales cristianas y su apariencia general era, para la mirada europea, menos salvaje que la de la “gente del lodo”.  A la vez, la tecnología cayaomi se aproximaba más a la europea en materia de cultivo de la tierra (a pesar de que desconocían la metalurgia casi completamente y de que se encontraban muy atrasados en materia de medicina respecto de los expertos herbolarios huanos) y existía alguna base para el comercio, aunque pobre.

Quizá es por estas razones que aceptaron el padrinazgo y consejo de Faruán-Ordán (Fray Juán Jordán). Éste les prometió una nueva vida de prosperidad bajo el imperio del gran dios del cielo, lo cual consiguió unificando a Impal con Jesucristo, en un típico movimiento sincrético, siempre y cuando renunciaran “al gobierno de la hembra y la serpiente que habita en el fango” (la cita es de una exasperada carta de Fray Luis León, en un relato de su apostolado entre tribus matriarcales caribeñas, quien acompañó a Luis Jordán en su travesía a América y compartía con él el furor misionero necesario –del Registro de Audiencias, documento catalogado AZA689–).

Los cayaomis se organizaron, bajaron de las montañas armados y enardecidos por la nueva fe. Luego de trece mil años en América, los huanos fueron exterminados en unas pocas semanas de campaña.  No obstante esta prueba de fe, la relación entre los cayaomis  y los conquistadores no prosperó: su región estaba muy aislada en la jungla, acceder a ella era imposible la mayor parte del año. Fueron olvidados por los conquistadores, por los colonizadores, por los embajadores imperiales y por los divulgadores de la nueva fe.    

Pero la gente de la tierra seca no olvidó la matanza, no encontró el paraíso prometido. Sin la medicina de los huanos, la enfermedad los marcó y los atrapó.  A principios del siglo XVIII, una epidemia de sífilis les confirmó que la furia de la Madre Tierra los había alcanzado. Fue entonces que el pueblo cayaomi tomó la decisión más impresionante en la historia de los registros antropológicos y culturales. Toda la razón de este relato se concentra en esa decisión.

Los cayaomis mataron a sus propios hijos pequeños, destruyeron sus cultivos, quemaron sus casas y abandonaron las tierras altas. Bajaron de la montaña y se dedicaron a la caza,  a la pesca y la recolección. Tuvieron nuevos hijos y a ellos les contaron leyendas de los pueblos enemigos de la Madre Tierra, los hijos de Saria, el malo, que habían hechizado las montañas. Se cubrieron el pelo con lodo al cumplir la mayoría de edad, y lo mantenían así, porque no se consideraban dignos de que el antiguo sol les acariciara la cabeza. Si alguno de sus jóvenes dudaba de las leyendas, lo enviaban a trepar las laderas ya ver las ruinas de la civilización cayaomi. Les prohibían tocar nada ni llevar nada de esas alturas malditas. Los jóvenes subían, veían las ruinas y creían. Un siglo pasó, y ningún cayaomi quedaba con vida, pues habían tomado el nombre de sus antiguos hermanos y enemigos.

Cuando la minería del siglo XX ocupó sus tierras y capacidades a la fuerza, sólo quedaban relatos difusos de la época en la que  Faruán-Ordán había militado en las montañas, la gente del lodo se llamaban a sí mismos Huanos, y se consideraban hijos del río y de Shamta, la Madre Tierra que cuida de todos los seres vivientes que moran en ella y la respetan.

El profesor Ewart relata con emoción en una nota al pie de página que en 1987, cuando intentó recuperar en el campo algunos huecos en los relatos recopilados  por Lovell y Frantze, no pudo encontrar a ningún huano. No ha perdido la esperanza de que algunos se encuentren todavía ocultos en las regiones más impenetrables de la selva. Como conozco algo más que él acerca de las costumbres de las elites locales respecto de los pueblos originarios americanos, no me permito tener una esperanza semejante.




[Nota importante: todo lo que han leído más arriba es una invención. Los institutos antropológicos de Oxford, Zagreb y el Smithsonian existen realmente y he alterado los nombres de algunos de sus investigadores. Véase: http://www.isca.ox.ac.uk/ , http://www.inantro.hr/ y  http://www.stri.si.edu/. El documento del Fray Luis León (AZA689), se corresponde con la matrícula de un Chevrolet Corsa de 1996. Sin embargo, todo parecido con la realidad no es ninguna coincidencia. Hace poco me han reclamado que ya no escribo ficción. Acá tienen un poco].