jueves, 27 de septiembre de 2012

¿Cuánto pesaba la lanza de Aquiles?


Apolónides Licio dedujo de una cita del Cinabarsis (hoy perdido) que la lanza de Peleo de los mirmidones, la cual solo su hijo Aquiles podía manejar, pesaba “no menos que el mascarón de proa del Argo”. No muestra la impúdica incompetencia de Silonides Acqve, quien por elevarse frente a Tiberio en Rodas tuvo que asegurar que la lanza estaba hecha con el propio mascarón (que era mágico y parlante, consagrado a la diosa Hera): hay una evidente incongruencia en cuanto al tipo de madera, ya que la lanza fue hecha por Hefestos de fresno, mientras que Argos construyó su nave de roble (es un tema que se reiterará). Tiberio no era tonto ni ignorante, y sabía ser cruel. Con otra suerte, autorizado por Apolónides y secundado por Lamprio, Timónides Cario (Dimotikía, parágrafo 73) cifra el peso en “no menos de ciento setenta silas” (unos ciento cuarenta y tres kilogramos). Tiberio le promete un premio por tal hallazgo, jamás cumple su promesa.

Tampoco Platón dejó escapar la importancia de este tema aparentemente irrelevante, pero lo hizo con mayor dignidad e inteligencia. Tengo en este mismo momento una edición –barata y triste– del Fedón frente a mis ojos, en cuya página ciento veintidós Sócrates discute –lo cual equivale a decir que Platón considera capital, pues nunca hace hablar a Sócrates de lo que no es esencial– la importancia de la rareza de los extremos. El peso de la lanza de Aquiles es un extremo en la historia mítica, como lo es la tensión del arco de Odiseo.

Es Timoleón el viejo, el general de Corinto que liberó finalmente a Siracusa de la tiranía de Hicetas y de Dionisio II, el que instala el problema en su legado y testamento, dictado a Téramo entre las ruinas de la isla Ortigia, la mayor fortaleza de su tiempo. Timoleón, revertido en filósofo en sus últimos y gloriosos años, triunfa donde fracasaron Platón, Espéusipo y Dión, pues comprende que la extensión de lo grande, por inmensa que sea, y la dimensión de lo primero o lo mayor, por notoria que sea la diferencia con lo segundo o con lo menor, no deben confundirse con el infinito, esto es, con la perfección. No hay lanza (no hay falo, traduciría Freud) más pesada que la de Aquiles, pero es sólo una lanza y será siempre no más que una lanza. También la virtud y su fase práctica, la buena vida política (de la cual la lanza es símbolo) será entonces un atributo grande o mayor, pero siempre ligada al límite imperfecto de lo humano, aunque éste se alce al borde de lo divino (de lo cual el símbolo es Aquiles mismo). Téramo lleva el “testamento” de Timoleón, a quien la edad ha cegado, a la Academia de Atenas el año en que Alejandro de Macedonia cumple quince años de edad. Otros quince y será el amo del mundo conocido, y su reinado durará menos de un lustro. Mientras tanto, Aristóteles es su tutor.

Obsesionado por refutar a Timoleón (ya anónimo y confundido con Policarpo de Esmirna) y fundar una iglesia sobre sí mismo que se elevara y se separara esencialmente de la suciedad del mundo, Justiniano (Sub Hypozomata Hyperbos, 15:8) recurre a la sugerencia de Ireneo Hierapolitano: la lanza de Aquiles pesaba exactamente lo mismo que la cruz de Cristo;  su punta de bronce, lo mismo que los clavos férreos que atravesaron la carne del redentor; el brazo de Aquiles, agigantado, pesaba lo mismo que el cuerpo lacerado de dios. No está tan mal: Dragatsis (1917) calculó que en madera de olivo la cruz pesaría entre ciento diez y ciento cuarenta kilogramos; Whilheim Grotte (1973) concuerda con él.

El de Justiniano es un ejercicio de magia simpática en donde lo semejante no imita, sino que demuestra, lo semejante, con el simple recurso de negar la casualidad y establecer una identidad trascendental. Ambos elementos estéticos son entrañables. 

Justiniano se anticipa al renacimiento en este aspecto, aunque de un modo totalmente aislado, casual: a fin de cuentas, el discurso de un emperador bizantino no debía su fuerza a la verificabilidad de sus sentencias, ni siquiera a la correcta estructuración de sus contenidos.

Para el pensamiento abstracto que se sitúa junto al poder absoluto, casi siempre ha sido suficiente lo que Mouffsignant (Quelques mots: sur l'omniprésence du sens, Duveille, Serrailler, 1969) llamara “el aura de verosimilitud (...) la cual se consigue, sobre todo, con elegancia y magnificencia, antes que con difíciles hipótesis y comprobaciones lógicas”. El ideario de Justiniano es pre-ideológico, es el sueño que pretende encontrar alguna vez la sombra de la ideología.

El problema del peso de la lanza de Aquiles (que es ya una metonimia de la santa cruz y de la iglesia militante) se reproduce pero también se retuerce: el milenarismo incinera literalmente a los apóstatas Aquilinos, que insinuaron que la Ilíada era un anticipo de los evangelios, una alternativa a las viejas escrituras hebraicas. Los Aquilinos vieron en el héroe heleno la primera venida de Cristo; en su cólera, la ira de dios; vieron en Troya condenada a la Jerusalén terrestre, en manos de los infieles y a la que solamente la sangre y el fuego podían redimir. Entre los ejecutores templarios y la demencia de las cruzadas, cuyas huellas macabras no llegó a borrar la Muerte Negra en el siglo XI, la tesis apenas sobrevivió en un monasterio de madera de aliso situado relativamente cerca del túmulo de Aquiles, próximo a donde hoy se alza Küçük Çamlíca, en Uskudar, Estambul.

"La storia non è ciò che gli uomini fanno, ma un vecchio pezzo di legno che va errando attraverso le generazioni. Quando il fuoco ha consumato il legno, sarà la fine del mondo."
(La historia no es lo que hacen los hombres, sino una vieja pieza de madera que va errando de generación en generación. Cuando el fuego la haya consumido, será el fin del mundo).

¿En qué pensaba Serafino Ubicce cuando escribió esta sentencia, que tiene el inconfundible sabor clásico de los grandes mitos griegos en la imagen de Meleagro y Altea? No quiere mantenerlo en secreto: unas páginas antes, su Ufficio dei Serpenti cita con falso desprecio la Dimotikia del defraudado Timónides; unas líneas después designa ostensiblemente a un bibliotecario ciego “Orlando Greco”, homónimo del último líder de los Aquilinos y mítico fundador del monasterio de Uskudar. Para quien sospeche una confusión argentina, ni Groussac ni Borges tienen algo que ver (Nadie rebaje a lágrima o reproche / Esta declaración de la maestría / De Dios, que con magnífica ironía / Me dio a la vez los libros y la noche... –Borges, el hacedor, 1960–... dos famosos bibliotecarios alcanzados, como Timoleón, por la ceguera): Ubicce y su espíritu jacobino mueren en 1847, su viuda consigue publicar el “Ufficio” en 1863, pero no encuentra acogida hasta que Benedetto Croce no lo saluda en un ensayo de 1933, disminuido y publicado como artículo antifascista dos años más tarde, “Serpenti de Ubicce”, bajo el seudónimo de Giambattista Labriola en Tribuno popolare nº2 (y último), Napoli, febbraio 1935.

Ubicce sostiene que el “pezzo di legno” es de fresno, como el Yiggdrassil, el árbol del mundo de la mitología nórdica; Robert Graves, en su King Jesus, dice que el madero transversal de la cruz era de terebinto. Supongo que Graves se equivoca: el terebinto es débil para ese uso y la madera disponible para cruces en Judea era de olivo, algo en lo que insisten con pruebas Dragatsis y Grotte; la lanza de Peleo era, sin dudas, de fresno también; el Argo, ya lo dije, fue construido con roble.

Me atrae este recuerdo de los Aquilinos: la imagen de un dios encarnado en cólera, en una ira que proviene del amor, un dios terrenal, celoso de lo suyo. Tal como se lo propuso Homero (ícono epónimo de quien o quienes fuera) mi sentimiento siempre estuvo con Héctor y mi desprecio con Agamenón. El resto de Troya estaba maldita y condenada, en Criseida, en Hécuba, en Casandra, en la fría pasión que encendía Helena en sus hombres. Sin embargo, del enojo de Aquiles, en realidad, de los juegos en honor a Patroclo al funeral de Héctor hay poco para construir las bases de una teofanía sólida, especialmente una monoteísta. Hay demasiada mezquindad divina y humana, demasiada vanidad y orgullo, demasiada ostentación de sórdido coraje en ese trayecto que terminará con una deificación difícil de entender.

Los Aquilinos dan el gran salto. Un milenio después, dios deja las armas y baja a la tierra a un establo y a una carpintería. Aquiles es ahora un maestro, un pastor de hombres, un erudito y un manso, pues ha aprendido que su gloria no es de este mundo. Es un dios que busca opciones como lo hace un hombre mortal que aprende de sus errores y que invariablemente se equivoca. Aquiles, Alejandro de Macedonia y Jesús mueren pronto, y el oráculo no les ha mentido: por esa breve vida han ganado fama perdurable.

Lo sé. Es una fábula débil. Insuficiente. El lenguaje mágico y pre-ideológico de Justiniano es más claro, pero igualmente intrascendente (como Teodora nunca cesó de remarcar en cada oportunidad) porque quiere la deificación sin osar a compararse con dios, y para ello lo rebaja a un ser menor, un cuco de los cuentos antiguos, un mercenario armado con un tremendo falo. Teodora ha sido víctima de abusos, bailarina, prostituta, hetaira: conoce de los falos y de las relaciones de los hombres con ellos todo lo que es posible saber. Pero no le interesan ellos ni sus vínculos con la filosofía, sólo quiere el poder terrenal, el gobierno de los hombres.

Cuántos números y nombres, cuántos libros y referencias inútiles, mayoritariamente falaces, porque me pesa el mundo en esta noche sin luna:

La historia que he narrado aunque fingida,
Bien puede figurar el maleficio
De cuantos ejercemos el oficio
De cambiar en palabras nuestra vida.
                     
Nuevamente, Borges, El hacedor, nuevamente.

viernes, 21 de septiembre de 2012

¿Qué es la voz de los que no tienen voz?


No creo que pueda decirse que soy un campeón de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Ciertamente, como no creo en la existencia del alma sino en la construcción social y progresiva de la consciencia, la penalización directa o indirecta del aborto me parece incorrecta, siendo que no puede calificarse de delito y es restrictiva de las libertades individuales. Por otra parte, esto no implica falta de respeto por aquellos que sí parecen creer en la existencia de esa chispa divina que anda espiritualmente por ahí, sino sólo defender una posición distinta, siempre discutible, siempre ideológica. También he visto vidas arruinadas por malas decisiones en este sentido, y no parece que se trate de un método anticonceptivo deseable, habiendo otros. Tampoco es el mecanismo que elegiría para contener la explosión demográfica, por otra parte.
Sin embargo, como casi siempre sostengo: ante la duda debe respetarse el libre albedrío y garantizarse los derechos para ejercerlo. Opino que el aborto no debe ser penado ni obstruido por mecanismos legales, lo cual incluye la tarea de la salud pública, que debiera garantizar los medios para ejercer el libre albedrío en esta materia. En materia de libertades individuales, brilla por aquí una exhalación de liberalismo que no es, en realidad, tan sorprendente: nunca he defendido que el estado (ni siquiera en sus versiones cuasi-socialistas), ese monstruo institucional programado por protocolos recurrentes e intereses mezquinos, deba intervenir contra la voluntad de quienes deseen definir su propia vida, trazar sus planes. En todo caso, si puedo pedirle algo luego de tratarlo de monstruo mezquino, debe defender los derechos conseguidos por otros, cuando el plan de vida propio los intervenga y los vulnere.
En este punto el debate por la interrupción voluntaria del embarazo como figura punible se pone interesante. Porque uno de los hilos discursivos más frecuentes de quienes sostienen la ilegalidad de esta práctica, en oposición de la libertad de la mujer para hacer con su cuerpo (y con el resto de su vida) lo que considere correcto, es precisamente que una parte damnificada, el nonato considerado como persona jurídica, no tiene “voz” para pelear por su derecho a la vida. En esta perspectiva, la voz de la mujer que desea interrumpir el embarazo o la del personal sanitario que vaya a realizar la tarea, parece alzarse contra la de su vástago que quiere nacer.
Mi vocación sociológica se siente intrigada e irritada por esta expresión. Es una metáfora, ciertamente, ya que nadie espera que un par de células, un cigoto, un embrión o un feto “hablen” (la más sólida muestra de que carecen de contenidos sociales, si bien son indudablemente organismos vivos), aun cuando encierren un alma por ahí. La cuestión es: ¿Es una metáfora de qué? La respuesta no es difícil, y permite repensar el tema: En esta estructura de sentido, “Voz” significa, en realidad, “Poder”.
¿La voz de los que no tiene voz es el poder de los que no tienen poder, entonces? No totalmente, porque los que no tienen voz no ganan poder, sino que los que sí lo tienen quieren ejercerlo a través de la metáfora. Porque la metáfora permite esa transición de sentido: parece que los nonatos ganan poder cuando otros hablan por ellos, pero eso es imposible: siguen siendo incapaces de elaborar un discurso propio. Porque yo pudiera hacerles decir (a su voz imaginaria) otras cosas además de “¡No me maten!”, cosas muy diferentes, incluso cosas contradictorias. Por ejemplo, podrían decir: “Tráiganme al mundo cuando valga la pena, porque estadísticamente va a tocarme una familia pobre, sin capacidad de acción política para defender sus derechos básicos, sin perspectivas de ascenso social en un mundo superpoblado y cada vez menos agradable en cuanto al hábitat se refiere. Mientras tanto, mi alma puede seguir esperando junto a Dios”. Sí. Cuando uno toma la “voz de los que no tienen voz” puede hacerles decir lo que uno quiera. Nadie aceptaría un argumento del tipo: “Mi embrión me pidió que matara a mi marido, ya que no es su padre” o “Mi feto quiere más vodka en el desayuno” aunque, a fin de cuentas, nadie está más cerca que la madre que lo gesta para escuchar lo que el embrión tenga para decir.
En consecuencia, alzarse con la voz de los que no la tienen es siempre un interés motivado por un registro ideológico diferente. Lo mismo ocurre con los intelectuales de izquierda que hablan por los excluidos del sistema o por los incluidos en él en pésimas condiciones: imprimen a esas existencias su propia vocación ideológica, su propia representación de los asuntos de otros. La diferencia aquí es que los que “no tienen voz” indudablemente deberían tenerla. De hecho, mirando la realidad humana en términos políticos, la inmensa mayoría de la población mundial carece de voz propia, sencillamente porque no acceden a una cuota mayor de poder social. Esta mayoría está vinculada por series de autoridad que la subordinan a los discursos predominantes y, evidentemente, también a las prácticas predominantes. Por otra parte, tenemos el reemplazo legitimado de unas voces (centenas de miles, millones) por otras (unas pocas), en el conocido discurso de la democracia representativa: “Usted vóteme y yo hablaré por usted y por otras ciento cuarenta mil personas durante los próximos dos, tres, cuatro, seis, ocho o nueve años, los que sean”.
La cosa empeora: la mayor parte de los que se alzan con la voz de los demás son personas con vocación política lo cual, en los sistemas existentes, equivale a decir que cuentan con una dosis importante de vocación de poder. Toman la voz de los demás porque quieren oír sonar la propia más fuerte, pero carecen en general del conocimiento autocrítico mínimo primero, para reconocer esa situación y, segundo, para construir el poder a través de un conocimiento más apto para interpelar a la realidad. Por eso creo que el “realismo” político es una de las más nocivas estructuras ideológicas del presente, quizá también de todos los tiempos, porque es el realismo de los más ignorantes y de los más prepotentes a la vez.
Porque el realismo es rendirse a lo “evidente”, a lo “ya sabido”, al sentido común, a lo inevitable, de tal manera que anula toda salida creativa, toda perspectiva realmente nueva para la organización de las sociedades: querríamos ser justos en materia de distribución de la riqueza, nos dicen, pero debemos ser realistas y obedecer al mercado; querríamos cuidar del medioambiente, pero debemos ser realistas y sostener el modelo económico; querríamos profundizar la democracia, pero debemos ser realistas y aceptar la desigualdad; querríamos desarrollar políticas públicas socialmente progresivas, pero debemos ser realistas y continuar beneficiando a los más ricos; querríamos llegar a un acuerdo de paz, pero debemos ser realistas y aceptar que la guerra es un buen negocio. Esta política realista muestra en realidad (perdón por la redundancia) el imperio de unos determinados intereses ideológicos, los conservadores, los que no necesitan que el mundo cambie porque se sienten a gusto en él (y no tendrían por qué no sentirse a gusto, si su idea de estar en la naturaleza es pasear por un campo de Golf). Pero esta es una postura que sólo puede permitirse, tal vez, el uno o el dos por ciento de la población mundial, el resto pagamos las consecuencias de ese pomposo realismo que es, en realidad, una muestra de hegemonía ideológico-política.
Sostener la voz de las que no la tienen es, entonces, un asunto de máxima prioridad, sencillamente porque es un dispositivo discursivo poderoso para la creación de poder con apariencia de saber. En alguna medida, esta idea subvierte la lógica de Foucault, en la cual el saber habilita el poder. En vez de saber-poder, tenemos aquí poder-saber y, por supuesto, contrapoder-contrasaber. Porque no es solamente que un conocimiento específico habilite una práctica material o simbólica frente al cuerpo y la mente de otros, sino que el poder dispone a su vez del discurso del saber según otro saber, el del interés.
Un ejemplo actual. La troika “sabe” lo que es bueno para el pueblo griego, el portugués, el irlandés, el español, aunque éstos deban sufrir horriblemente en la persecución de esos presuntos beneficios futuros, cuando en realidad es el interés del capitalismo regional el recrear unas condiciones locales para la reproducción ampliada del capital. Lo mismo nos han dicho durante un par de milenios sobre nuestra alma inmortal, siempre han sido otros los que sabían lo que era bueno para ella y para que alcanzase el paraíso, aunque ninguno de los que decían conocer el camino había estado allí.
Tremenda lección, compañeros (y, especialmente, compañeras). Que nadie sea nuestra voz ni nuestra palabra, porque es un poder que luego no podremos recuperar.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

El algoritmo del fin del mundo


“La policía nunca descubrirá que no ha sido el parabrisas lo que ha cortado la cabeza a Chittum, ¿comprendes? Ha sido la probabilidad la que ha permitido a tus dientes hacerlo.”
J. Williamson, Darker than you think


En los textos que publico en este espacio rara vez me he molestado en distinguir claramente entre ficción y realidad. La razón es bien simple: la ficción existe, la realidad no. Desde el momento en que la imaginación sociológica reconoce que “lo real” es un conjunto de construcciones discursivas articuladas para permitir la supervivencia de unas determinadas e históricamente contextualizadas relaciones sociales, ni siquiera el discurso científico escapa a su espesura ideológica, a su densidad de relato sobre el mundo que, precisamente por ser relato, no es el mundo y no es, en consecuencia, la realidad. Por el contrario, esta misma reflexión sirve para (de)mostrar que la ficción es real, pues sin ella no habría posibilidad de representar la realidad objetiva, aún cuando se considere que ésta última es, finalmente, incognoscible. Mucho de Kant y Hegel sobrevive en este párrafo, pero también mucho de Marx.

A pesar de todo ello, la ciencia insiste en pretender ser discurso sobre la realidad, y por esa razón omite de manera concienzuda y obsesiva la especulación y la conjetura, excepto en una notable excepción (debe notarse y anotarse cuantas veces en la historia del pensamiento humano la excepción lo es prácticamente todo). Esta excepción es la probabilidad. Reconocemos mecanismos lógicos para llegar a obtener una probabilidad de algo y hablamos de la realidad probable (un notorio oxímoron) con completa consciencia de estar haciendo referencia a algo que no existe (que no podemos probar que existe) pero que es probable que exista, que haya existido o que vaya a existir alguna vez, siquiera en su negación. La probabilidad encierra este divertido contrasentido lógico en materia de ciencia, en especial en las ciencias naturales, donde se trata la probabilidad con una seriedad comprensible y alarmante, en la medida en que no se considera que buena parte de ella consiste en negar la realidad probable, es decir, que al hablar de probabilidad no sólo hablamos de nuestra ignorancia sobre lo que es, sino también de nuestro desconocimiento de lo que no es. Decir que es probable que dios no exista es, considerado como fórmula lógica, tan cierto como decir que es probable que algo así como dios exista. Es una forma económica (cuando no escolástica) de decir “No sé, no tengo elementos teóricos ni empíricos para refutar la tesis opuesta, sólo puedo aproximar argumentos para consolidar lo que es, en última instancia, una creencia que sostengo como aproximación, como conjetura, como especulación, en fin, como probabilidad”.

Personalmente, me encuentro cómodo con el caos resultante y la incertidumbre, y me entretiene enormemente que este caos y esa incertidumbre encuentren formas matemáticas y algebraicas para sostenerse en la realidad. El momento de la relajación llega cuando se comprende lo que dije al principio: el relato de ficción existe, la realidad no. La probabilidad sostiene la posibilidad de tomar la mejor decisión posible incluso ante lo desconocido, sobre todo, reconociendo nuestra profunda e infatigable ignorancia. ¿Cómo decidir ante lo desconocido? Optando por lo que consideramos más probable.

La sociología, mi disciplina favorita, es campeona en el arte de reconocer la probabilidad. A diferencia de otras disciplinas (y omito puntillosamente la deriva política), no solemos pretender cambiar (discursivamente) la realidad para comprenderla, tal como se refleja en la vieja broma de los físicos, al enfrentarse al cálculo del volumen de una vaca: “Supongamos que la vaca es esférica y homogénea”. En el terreno de las matemáticas, los fractales llevaron la sentencia al terreno de lo infinitesimal y no olvidemos que en términos cuánticos nuestra propia existencia es una probabilidad. Más todavía, para la sociología, la probabilidad no sólo afecta al presente (se da por descontado que el futuro es sólo y puro ser probable) sino también al pasado. No sufrimos tan agudamente el trastorno obsesivo-compulsivo de la historia o la arqueología de encontrar pruebas documentales para pensar el pasado con precisión (sólo para que el vecino interprete el mismo hallazgo en sentido contrario) ni mucho menos sufrimos como la antropología, a quien cada nuevo hueso o comportamiento observado sacude las bases mismas de la comprensión de su cosmos. Los sociólogos vivimos alegremente decretando que es probable que el doctor Pirulo gane las próximas elecciones por un margen del tres por ciento y también que es probable que las clases medias se representen a sí mismas como progresistas cuando son (también probablemente) conservadoras y hasta reaccionarias. También diremos que pertenecer a las clases medias es, antes que un hecho, apenas una probabilidad.

Atentos a este fenómeno curiosísimo permítanme defender que este rango de incertidumbre es un síntoma de nuestra buena salud científica. Cuando no es olvidado y naturalizado, es decir, cuando el sociólogo olvida expresar claramente que sólo habla de probabilidades (¡Véase que hilarante es nuestro uso de las estadísticas! ¡No! ¡No controle las “cuentas”! ¡Ríase de la construcción previa!), cuando es aceptado, el mundo se precipita en la claridad. Usted y yo, mi querido o querida, somos, sociológicamente, apenas una probabilidad. Puede que nadie lea nunca este texto además de su autor, puede que sólo lo lea alguien cuando yo esté muerto y mi nombre olvidado, o le sea atribuido a un amigo que ya no me habla o a un amante que no he tenido todavía (y que probablemente no tendré).

Sí. Yo era feliz con estas ideas porque, repito, me siento cómodo con la indeterminación. Sólo que en la práctica de mi arte sociológica tropecé con una rigurosa verdad probabilística, que puede probarse por medios físicos, modelarse en forma abstracta y empírica, testearse y falsearse. Me pasó lo más triste que puede pasarle a un sociólogo: descubrí una certeza y un mecanismo para probarla. Una vez planteado el problema, la fórmula algebraica que se aplica para resolverlo es tan sencilla como vergonzosa y no esperen verla reflejada aquí, sobre todo porque ocupa un capítulo entero de mi tesis doctoral, la segunda, la que todavía no reescribí ni publiqué. Debido a su simpleza cubre todas las alternativas posibles y el resultado es siempre el mismo, es una constante (aunque una constante indeterminada en el tiempo y el espacio). Una verdad tan consistente está condenada por fuerza a ser banal, pero debe atenderse que a la ciencia no le importa que algo sea “evidente”, sino que pueda ser probado. Considerado ese resultado y la posibilidad de establecer una forma aplicable a cualquier universo posible en el que aparezca un sistema histórico (y no solamente una sociedad humana, pues el conjunto debe ser por fuerza mayor al de éstas formaciones históricas particulares) no he tenido tampoco que utilizar demasiado la imaginación para encontrarle un nombre con “gancho”: he descubierto el algoritmo del fin del mundo. ¿Por qué estoy tan seguro de su eficacia? Porque funciona para dos supuestos generales contradictorios: si el universo es finito y su energía total no aumenta el algoritmo predice el fin de la sociedad humana; sí, por el contrario, los principios validados de la termodinámica son sólo un fenómeno local, la energía aumenta en algún lugar y de alguna forma y el universo es infinito, el algoritmo predice también el fin de la sociedad humana. La causa última es que el sistema histórico sobrevive no sólo evadiendo la entropía (como hace cualquier ser vivo hasta que fracasa y muere), sino incrementándola para evadirla y, al incrementarla, modifica su estructura interna para estabilizarse o para crecer, de tal modo que siempre alcanzará su punto de desequilibrio, ya sea por exceso de entropía controlable o por exceso de energía procesable y volverá inviable la comunicación interna que habilita la adaptación en un contexto que es modificado y que obliga entonces a la adaptación de la comunicación interna a las nuevas condiciones generadas por ella misma. El algoritmo predice un numerito negativo para el primer caso (el colapso implosivo de una masa incontrolable de entropía sin regular al punto en que las relaciones sociales se vuelven inviables) o positivo (el explosivo incremento de la masa de energía circulante que no puede ser disipada sin destruir la comunicación interna ni disminuir sin tener el mismo efecto). La segunda muerte de la sociedad humana es mucho más interesante y me complace decir que, de todos los sistemas históricos humanos conocidos que alguna vez han sido, sólo nuestro amado capitalismo puede conducirnos a ella.

La penita consiste en que su pregunta primera y lógica, es decir “¿cuándo?”, no puede ser respondida sino como probabilidad (es probable que “pronto”, en términos relativos) y la segunda “¿cómo?”... bueno... no creo que nadie quiera realmente que le arruine la sorpresa. Sólo voy a dejar una pista: ceteris paribus y a números de la población humana calculada actualmente, es decir, 7 X 109 personas (anote) 2,9 X 109. Sin embargo, hay que añadir que, en sociología, pedir que las restantes condiciones no varíen no se hace, sencillamente porque es pedir que la vaca sea esférica y homogénea. En consecuencia y, por otra parte, como suele ocurrir, el algoritmo no permite introducir al mismo tiempo dos variables definidas, por lo cual la co-variación no modifica el resultado probabilístico, pues el algoritmo no le refleja: sólo digo que en cualquier caso el resultado probabilístico es el mismo: la sociedad humana va a desaparecer por sus propias condiciones de desarrollo interno, que impondrán tarde o temprano límites a su capacidad interna de regular su régimen energético.

Marx creyo que con el fin de las contradicciones de clase las contradicciones estructurales (la tensión económica entre sectores sociales opuestos, interdependientes y definidos por el desarrollo de las fuerzas productivas y el tipo de división del trabajo) cederían paso a una especie de paraíso terrenal comunista. También creyó que ese día llegaría inevitablemente. Yo amaba ese sueño, lo amaba patéticamente más de lo que podría amar a una persona. Y voy y estudio para saber en qué nos equivocamos, a ver qué podíamos hacer para que Marx tuviera razón y estableciéramos una nueva política hacia el reino de la libertad... y entonces me tropiezo con el algoritmo del fin del mundo. Es como el teólogo que intenta descubrir cómo evitar el pecado y llegar al paraíso celestial y encuentra por casualidad la fórmula que demuestra que dios no existe. 

¿Ficción o realidad? A fin de cuentas, no es eso lo que importa. No interesa saber cuándo ni cómo el mundo va a terminar, sino si es posible hacer de la vida humano algo digno de ser experimentado por todos y cada uno de los seres humanos que viven o vivirán. De esta cuestión ética el algoritmo del fin del mundo nada dice. O sí, sí dice algo. No obliga a decir ni a creer que la injusticia, el abuso de poder, la explotación, la expoliación sean eventos inevitables en la vida humana. por el contrario, asegura que, alguna vez, dejarán de existir. Sí es en la experiencia conflictiva de los vivos o en la paz de los muertos, eso es en lo que nos toca intervenir.

Y en todo caso, lo más probable es que esté completamente equivocado.