domingo, 31 de marzo de 2013

Lecciones para mis vacaciones del “Pompeyo” de Aulio Menecio Agripa


“What a delightful, lazy, languid time we had whilst we were thus gliding along! There was nothing to be done; a circumstance that happily suited our disinclination to do anything”.
Herman Melville, Typee (1846)


Sí algo sé, en el contexto de la historia que voy a narrar a continuación, es que Aulio Menecio Agripa no sabía cuánta razón tenía al decir, por la boca de su Pompeyo, que sus mayores éxitos serían sus grandes derrotas.
Con su estilo preciso y satírico, tan alejado de Virgilio como de Tito Livio, intentó revisitar su presente sin pretender vergonzosamente lamer las plantas de Augusto. Menecio fue uno de los pocos ciudadanos romanos que se opuso a viva voz y en presencia del césar Octaviano a la concesión del divino título, descortesía que fue pagada con una inextinguible amistad pese a la aparente indiferencia oficial, resultado de la razón de estado que convertía al mandatario en autócrata. A través del tardío y forzoso matrimonio con Ulpiano Nero, Augusto sostuvo en forma vitalicia a la viuda de Menecio y dos décadas después Tiberio intentó ya sin ambages reponer sus obrasen Roma, sin lograr siquiera una mediana repercusión pública.
A pesar de estos favores imperiales tanto los dramas “Pompeyo”, “César en las Galias” y “Antonio” como los largos poemas épicos (que no se conservan sino por referencias de Cretonio Manso, según Owens) sobre las guerras de Julio César y las Guerras Civiles pasaron desapercibidos o, mejor dicho, fueron despreciados por los auditorios de medio imperio.
Las causas de estos fracasos no deberían ser misteriosas. Entonces, como hoy, el público era supersticioso por transferencia neurótica –lo que en el pensamiento antiguo se interpretaba como magia simpática- y prefería que la tragedia se resolviera en el pasado o en la distancia, y no en el espacio-tiempo presente. Las obras de Menecio no dejaban de ser entretenidas, pero eran invariablemente admonitorias e infaustas y, de hecho, resultaban sumamente atemorizantes porque daban a entender con excesiva claridad y crudeza que el drama era real, que era forma de realidad, que impregnaba inevitablemente la realidad cotidiana que los artistas exitosos proponen con frecuencia evadir.
El fracaso en los grandes escenarios empujó a su Pompeyo, al igual que al héroe epónimo, hacia las ciudades orientales del Imperio.En una de ellas se archivó y fue redescubierta mil novecientos años más tarde por Henriette Christiensen (notable historiadora danesa que acabó con sus días en la pequeña biblioteca del manicomio de Nordsgadstaät en 1928) mientras corría la primera guerra mundial y ella buceaba en Alepo en busca de la genealogía perdida de la familia de David, que ella creía vinculada a los exilarcas sirios del clan Bar-Nathan. Christiensen probó al menos que la influencia de dicho clan se extendió desde el reinado de Artajerjes Aqueménida hasta el califato de Abdelrahmán III. Lo menciono por la tangible coincidencia de la decadencia: la familia de mi madre es, también, Barnatán.
Pero Menecio amaba a su emperador y a la alta idea de Roma como patria de la civilización, y escribía pensando en ellos. Porque nunca, ni ante las puertas de la muerte en el ostracismo y la ruina pública, dejó de considerarse a su servicio. Cuando quedó incapacitado para combatir por causa de una herida en el muslo que un berserk de Arminio le infirió con su azagaya durante la ofensiva del año 17 a.e.c. se dedicó a esta otra pasión de la dramaturgia y la poética. Con sorna y admiración escribió Tiberio en su panegírico (Livia le prohibió asistirlo en vida, pero Tiberio la desobedeció ante la muerte de su viejo camarada de armas) que Menecio Agripa era igual en el arte que en la guerra: nunca sabía cuándo retirarse. Habían combatido juntos en el sitio de Oblaga (Aelia Ferracum) que terminó curiosamente en una amplia batalla campal (hay pormenores en las zalameras Crónicas de Cánico Secundus). Tiberio tuvo que arrastrar a Menecio y su cohorte fuera del campo para que no obstruyera la carga decisiva de la decimoquinta legión, de modo que no hablaba solo en sentido figurado. Más de dos meses tardó el viejo soldado en recuperarse del disgusto por aquella humillación: exigió alejarse del mando de Tiberio y eso lo llevó a la ofensiva del Bajo Rin y a la azagaya del berserk.
El feliz hallazgo de Christiensen fue documentado por Owens (Decadence of Dramatic Arts in Rome, Vol. I, First Empire, Terence Cargill, Boldham, 1957), pero hubo que aguardar quince años más una versión inglesa íntegra del Pompeyo (Vera Bonderski, Durban, 1973) que me esperó a su vez cuarenta años hasta que la primavera pasada la encontré buscando un Typee de Melville en la minúscula sección de habla inglesa de una mala librería de segunda mano en Buenos Aires. Su precio era mínimo y me fue descontado de la cuenta total.
Allí conocí al vigoroso esquema del gran general trastocado en filósofo de la historia de Roma, estoico y feroz. Frío en la derrota final, anticipa en ella el hundimiento de todo el imperio. Advierte en las guerras de César una compulsión a la conquista propia de un imperio tributario que nunca podría contener su avance aun cuando ello acercase y acelerase su extinción, cuando “sobre la larga espada de sus altas victorias Roma se precipite, vehemente, y la sangre romana lave al fin la sal de la púnica maldición”. Porque Menecio percibía que, a diferencia de Persia, cuando Roma conquistaba copiaba a Roma –sus virtudes, su gloria- en los pueblos sometidos por amor a la civilización y al Hombre, y aproximaba así el agotamiento del mundo: “nada será jamás mayor que Roma, cuando Roma ya no crezca, nada será”.
La pregunta retórica de la que Menecio alardea (por simple repetición), destaca con eficacia el principio rector y material de su lógica: “¿Acaso la loba afortunada devorará el reino de los tres grandes y al engordar aumentará su hambre y ya sin alimento se morderá a sí misma?”. Revisten algún interés literario el oxímoron emocional contenido en el calificativo “afortunada”, que revela el sarcástico desprecio conque el derrotado acepta (y, tal vez, justifica) su derrota, y la elaborada perífrasis de tono mitológico con que destaca la totalidad de la tierra, hasta agotarla: los tres grandes son Júpiter, Neptuno y Plutón, quienes compartían la tierra (la humanidad) luego de repartirse cielos, mares e inframundos. No parece necesario insistir en que la composición en sí es correcta, pero apenas aceptable para las difusas pretensiones de Menecio.
Y es que la indecisa traducción de Bonderski es fiel reflejo de la irresolución del texto: en ella se delata la auténtica tragedia de un hombre decidido y muy valiente: Menecio no pudo continuar siendo soldado, no buscó siquiera ser político, despreciaba su capacidad como filósofo y no podía imaginarse profeta ni artesano del conocimiento, de modo que eligió creerse dramaturgo. Un destino impreciso y triste expresado en sus tristes y precisas conclusiones.
Entre los cielos cuajados de Agua de Oro y Los Reartes termino la alegoría del peligro inminente: inventar a Menecio, ser Aulio Menecio Agripa.
Loc. Cit., Córdoba, marzo de 2013