miércoles, 25 de julio de 2012

Del imperio y el Dominion: léalo si ha perdido la felicidad


(Nota: Diversos temas y varios recuerdos atípicos se entrecruzan en este texto. Sin embargo, el tema central me resulta claro, al menos como proyecto: la dificultad de la felicidad, de la realización personal, de la satisfacción con el propio ser en estos tiempos de gloria ex machina. Creo que no es filosofía; sé que no es ficción).

Mientras el reloj filosófico de Erasmo adelantaba un par de siglos al redactar apresuradamente su “Elogio de la estupidez”, otro tanto y algo más atrasaba el de Inazio Forli, sacerdote católico originario de Tredozio que por sus malos modales en Roma llegó, en 1486 y con treinta y siete años de edad, a ser pastor espiritual de la villa de Trollhättan, en la que es actualmente la provincia sueca de Västra Götaland. Ni el río ni la calmada decepción de la villa amortiguaron su actitud agria y soberbia, de tal modo que la soledad se convirtió en su vida cotidiana y a través de ese cristal contempló el mundo. En 1491 decidió poner por escrito el resultado intelectual de estas contemplaciones, para lo cual no estaba capacitado. Así fraguó y sorprendentemente imprimió su Deus et Imperii, cuyo subtítulo me llamó la atención porque “Scriptum in Dominion”, excedía mis capacidades en latín, incluso en el tardío y comprensible de Inazio. Mientras el texto no se resistía, el vocablo irregular Dominion, era inexplicable para mí. Peor aún, porque es el objeto central del breve escrito, que no abarca más de ocho folios en prensa menor. Lógicamente, pensé en primera instancia en una mala transcripción de dominium, incluso de dominico. Pero la respuesta era más simple (y que debo y agradezco a Amande Bartolè): Inazio Forli reinterpretó el término de una lengua galorromance, el picardo (en base a textos carlovingios tardíos), en el cual la expresión Dominion se hallaba presente y es equivalente ético del universo, es decir, el tiempo y el espacio como reino de dios. A partir de esta incorporación terminológica Inazio Forli desarrolla su amarga respuesta a los poderes eclesiásticos que lo habían exiliado a Trollhättan, oponiendo pacientemente la relación entre Dios y el imperio, que termina por comprender como el espacio de poder de todos los seres que no son el único y auténtico soberano universal. La claridad y el método no distinguen al tredoziesi, tampoco el estilo. Hay huecos sospechosos, huecos de los que hacemos en el texto para aliviarlo de contradicciones u ocultar a nuestra propia mirada errores importantes. Lo que sigue es apenas mi interpretación y si la transcribo aquí es porque derivó en algunas reflexiones que quiero compartir.
Inazio Forli plantea una tesis en la cual nos ordena aceptar sus premisas: el imperio legítimo sólo se deriva del Dominion. Esa es la relación preexistente entre Dios y su vicario en Roma: en abierta y desapercibida herejía, entiende que los edictos y mandatos que se oponen al Dominion (entendido de súbito como única y verdadera justicia) anulan el propio imperio, de lo cual deduce que no hay estado sin dios. En este sentido, el imperio es el ejercicio del poder, mientras que el Dominion es la fuente de su legitimidad. Idéntica relación establece como continuidad entre el poder espiritual y el poder temporal: éste es legítimo sólo si se deriva de aquél. Esta sustentación medieval del imperio político pone al papa por encima de cualquier emperador, pues de su palabra como vice regente del Señor depende la legitimidad en última instancia. El estado cristiano y el imperio apostólico son, por lo tanto, las únicas alternativas políticas legítimas para el mundo. Forli es un retrógrado intelectual que anticipa la reacción radical a la modernidad pero, al mismo tiempo, sienta las bases para la actitud revolucionaria (y conservadora) del protestantismo. Porque alcanza con proclamar que la iglesia (cualquier iglesia) se aleja del Dominion por el camino del Imperio para declarar su ilegitimidad. Así, el Dominion es un terreno filosófico que, como cualquier dogma, sirve a quien lo sostiene y, en última instancia, es siempre sostenido por el más fuerte. Una categoría más introduce el exiliado: el modo de funcionamiento de la realidad, lo que permite alejarse tanto del Dominio de Dios al mundo (político, filosófico, social, la confusión de Inazio es absoluta). En su concepción, Dios es inextricable del Dominion, pero Satanás tiene el Imperio. Por eso el mundo anda tan mal para él (y desde su fortaleza solitaria: para todos). Dios tiene el poder verdadero, pero Satanás lo ejerce por la sencilla razón de que los continuamente renovados pecados del hombre así lo quieren, así lo mandan. Dios resigna el imperio porque su intervención no permitiría que el hombre por sí mismo salve su alma. De este modo, entiende que sólo retornando al Dominion (ahora reconvertido en una categoría moral) puede el hombre construir el imperio legítimo (universalmente cristiano pero también universalmente eclesiástico y estatal) sobre el mundo y expulsar al falso soberano (lo cual implica combatir a todos los falsos soberanos del mundo: al papa que lo expulsa, al emperador que lo permite, a ese frío río de Götaland que lo atormenta con su paso constante). Sin remisión, también sin condena, Inazio Forli muere en las cercanías de Velanda en 1532. Su tumba se ha perdido, pero queda anotado que no se hallaba lejos de la piedra que con sus runas sostiene la memoria de Ôgmundr.
¿Qué es lo que busco en esta sátira de teología política? Un enfoque diferente para un problema actual. Es que veo mucha gente infeliz. Y no me refiero a ese ochenta por ciento de la población mundial que tiene auténticas razones para sentirse infeliz. No. Veo mucha gente infeliz, insatisfecha consigo misma, gente que se siente incapaz de realizarse a pesar de que las pruebas objetivas indican que ha alcanzado sus metas vitales. Y cuando digo “mucha” quiero encuadrar en la indeterminación de la palabra una regularidad, una constancia en la realidad plural que despierta mi curiosidad sociológica. Sin embargo, ya me harté de repetir (aunque lo haré) que es la cultura de masas y la sobreexposición al consumo y al trabajo, ambos alienados, la que nos oprime a escala subjetiva y nos convierte en componentes del sistema que no pueden autodefinirse. Busco, repito, una nueva perspectiva. Para explicar la infelicidad de los presuntamente felices, entonces, me parece útil reubicar las categorías de Imperio y Dominion.  
Una de las razones es que quiero tomar por caminos que eludan parcialmente el lenguaje ordinario, al mismo tiempo que no se entrometa con el lenguaje científico o seudo-científico. No quiero delinear un  discurso psicologista, al mismo tiempo que quiero alejarme de esa perspectiva estructuralista que en sociología es tan cómoda como absorbente. Prefiero el riesgo (casi gratuito aquí, por otra parte) de enfrentarnos con la realidad con otras herramientas discursivas lo cual, en definitiva, al menos puede proveernos de algún entretenimiento.
Partiré de la idea de que todos tenemos, al mismo tiempo, cuotas de Imperio y de Dominion. La diferencia esencial es que, como se escribe más arriba, el imperio se da en la relación con otros, es poder, mientras que el Dominion es una cualidad inherente al sujeto. Sin duda es resultado de una construcción situada tanto en lo histórico como en lo ideológico, pero es Dominion en tanto se expresa como la capacidad individualmente desplegada de relacionarse con el mundo. Para el Dominion no existe un otro que ponga límites a nuestra felicidad, ya sea en el sentido del no desear-no hacer (afín al Nirvana) como en el sentido del hacer para vencer una oposición. Aunque sea situado en un contexto histórico y producido por él, si soy capaz de realizar una resta, hacer un dibujo, componer un verso o tararear una canción, todo ello pertenece a mi Dominion. Distinto será si la resta se realiza en el trabajo, o en un examen, si el dibujo competirá con otros, si el verso es parte de una poema que pretende algo de alguien o si la canción que se tararea quiere venderse en el mercado de la música: en todas estas operaciones ya hay otros y el resultado dependerá del poder relativo, de la relación de fuerzas, del imperio resultante. Por el contrario, satisfacción en sí y para sí es lo que reclama el Dominion, incluso cuando esa satisfacción es masoquista. En este sentido, el Dominion es intransferible, aunque puede ser compartido, mientras que el imperio reclama una transferencia de fuerza y, con ella, de tensiones.
El caso es que la estructura de nuestro mundo impide vivir en el puro Dominion, ya que dependemos de la socialización de la producción y el consumo para vivir, y el problema consiste en que precisamente los que alcanzan un auténtico imperio (de conocimiento y de poder sobre otros) tienden a desprenderse del Dominion que han conseguido, para convertirlo en poder. Detrás del conocimiento y del poder hay cualidades humanamente instaladas, pero en cuanto se ponen en juego en un campo social cualquiera, con sus objetivos particulares, sus reglas internas y sus jerarquías, son ya materia del imperio, del ser fuera del ser en sí y para sí; es ya de los otros y más, en nuestro caso, ya no es de nadie en particular: es del sistema, del mercado, del universo de las cosas que es puro imperio, sin Dominion. Tristemente, la ideología hace inclusive que nos comparemos y compitamos con nosotros mismos. Y solemos perder, porque ya no seremos más jóvenes, ni más rápidos, ni más audaces. Solemos perder porque tenemos ya demasiado para perder: nuestro pequeño y casi sin excepción mezquino imperio. Compartir y solidarizarse se hace difícil, porque en vez de sentirse como una expansión del Dominion se percibe como una restricción del imperio. Al abandonar nuestro Dominion para perseguir el imperio, abandonamos la gran cualidad de la infancia que es disfrutar de los juegos que creamos de manera parcialmente autónoma. Y sin esos juegos, en donde la realidad sintoniza con el deseo, la felicidad es un horizonte en permanente escape.
En esta perspectiva me resulta más fácil comprender fenómenos como la ambición y la codicia, que son formas imperiales de perseguir el Dominion perdido. Porque, insisto, detrás de cada éxito hay cualidades que se asientan en los sujetos. No se trata simplemente de que al perder dominio sobre nosotros mismos perseguimos el dominio sobre otros, en forma de poder, sino principalmente de identificar el mecanismo de la insatisfacción estructural que promueve relaciones imperialistas con los demás, toda vez que el juego satisfactorio con las cualidades adquiridas queda interrumpido.
Pienso en un caso concreto. Acaba de fallecer en Asturias el ex rector de la universidad Carlos III de Madrid, Gregorio Peces-Barba, persona que no gozaba de mi afecto (y a quien esto no le importaba en lo más mínimo) que dirigía la universidad como si fuera su imperio mientras cursé en ella mis años de doctorando. Era un hombre, quizá como todos, tan dotado de cualidades como de contradicciones. En su campo, sin duda, fue un hombre exitoso: ponente constitucional (de la constitución española de 1978), diputado por el PSOE, catedrático de derecho, rector, rodeado de personas de diferente categoría (del zángano al discípulo) que le rendían culto hipócrita o le ofrendaban sincera lealtad. Era también un hombre autoritario que se proclamaba campeón de la democracia, un aristócrata del conocimiento que clamaba por la igualdad, un déspota ilustrado que llamaba a la libertad, un liberal con piel de socialista. Sé más, pero no lo digo. Un hombre real, fue lo que no fue Inazio Forli (que está inspirado en él, sin embargo): un sujeto con una cuota de poder muy grande en comparación con la mayoría de nosotros, los de la clase media llana. Sin embargo, tal era su imperio y su modo de ejercerlo que su Dominion se hallaba disminuido. Más de cuatro veces no conversé con él, nunca estuvimos a solas. En el culto a sí mismo que divulgaba frente a los estudiantes (considerados como una especie de acólitos menores, ínfimos) traslucía permanentemente dos sensaciones: insatisfacción y tristeza. La primera se disfrazaba de una altanería muy señorial, la segunda, con una insaciable sed de pleitesía de sus subordinados. Sí pudiera pensarlo entonces como ahora habría dicho: “He aquí un emperador sin dominio”.
Pero es un caso extremo, también. Todos los días veo profesionales sin nombre en los periódicos que no disfrutan de haber alcanzado puestos o sueldos más altos, niveles de consumo superiores, más tiempo libre (al margen de la contradicción), veo académicos que pugnan por más prestigio o más espacios, científicos que sufren por no ser capaces de imponer sus paradigmas, filósofos que se pierden porque los demás no comprenden sus discursos tan sobrecargados de espíritu lacaniano que dicen cualquier cosa que uno se atreva a leer. Veo empresarios arruinados no por la economía, sino por su ambición, que los hace sentirse arruinados sin importar cuánto hayan acumulado. Veo la permanente persecución del imperio y el constante vaciamiento del Dominion. Esto, por supuesto, es lo que significa la alienación, del extrañamiento del propio ser. El imperio nos convierte, a nuestro propio entender, en sujetos de poder, y no de juego.
No debemos ser ingenuos: en todo proceso biográfico hay también dialéctica histórica. El Dominion, al ser sustrato del poder, se convierte fácilmente en tentación para establecer un imperio. Pero aquí también está la ventana de la oportunidad: el imperio puede revertirse en Dominion en la medida en que contengamos el impulso y la ilusión de imponerlo a otros. ¡Qué cosa tan terrible estoy obligado a escribir! Si quiere vivir más feliz, más realizado, renuncie usted al poder y a la riqueza, siquiera en forma parcial, para retornar a ese terreno donde la lucha no es contra otros, en donde es usted vencedor o víctima de sus propios impulsos lúdicos. Reconstruya su Dominion antes de que su propio imperio lo aplaste. Empiece a perder el tiempo antes de que ganarlo lo extermine.
Será en la imposibilidad de retornar a nuestros dominios donde se registrará esa doble cadena estructural y psicológica del deseo vinculado a la mercancía, al consumo, al prestigio, a la necesidad de mostrar el ser, en otras palabras, al mundo exterior en donde, aun cuando lo gobernemos, no podemos realmente ser.
Una larga ausencia de este querido espacio de escribir ensayos, que es mi Dominion predilecto, no podía hacerse sin problemas. Disfrutaré de las críticas, sí las hay, tanto como me permitiré olvidarlas, que esas son las reglas de este divertimento.