lunes, 5 de octubre de 2009

A Joaquín Herrera Flores, in memoriam

En este cinco de octubre lluvioso de Buenos Aires he recibido la noticia de la muerte de Joaquín Herrera Flores. La mayor parte de la humanidad no lo conoce, como ocurre con la vida de casi todos nosotros. Fue profesor y filósofo y narrador de buenas historias y un ser entrañable y capaz de brindarse a los demás con verdadero amor, porque no rehuía el desprecio y hasta el odio por aquellas acciones que merecen ser repudiadas y combatidas sí se quiere mejorar la vida humana. Y él quería.

Tan cargado de proyectos estaba que a su muerte deja la sensación de haber hecho mucho, pero también de haber dejado mucho por hacer. Como todas las muertes, la de Joaquín impacta de manera diferente en cada uno de quienes lo conocimos: a algunos les causa indescriptible dolor; a algunos, pena; a mí, a mí me empuja a escribir estas palabras. No me cuesta nada recordar su impronta, su calidez, incluso su rostro me resulta todavía conocido. Pero sé que con el tiempo incluso lo que nos es querido se va borrando, empujado por las urgencias cotidianas, amontonadas sin orden, por la degradación de la memoria, por el carácter inhumano de nuestras propias horas humanas.

Joaquín conocía muchas de las amenazas que rodean lo humano, pero no sé si comprendía como yo sus circunstancias, lo más elemental en términos filosóficos: esto de ser humanos y existir y ser y perdurar es algo que en general no hablamos ni siquiera con aquellos que tenemos más cerca. O tal vez lo hablamos y discutimos en horas olvidadas de la infancia o de la juventud y recibimos respuestas inexactas porque no somos capaces de comprenderlas y porque aquellos que nos transmiten su sabiduría al respecto no desean enfrentarse a estos enigmas y transferirnos sus preocupaciones.

En una ocasión visité su casa-biblioteca en Sevilla y le entregué un mínimo presente: era una mano de arcilla, no recuerdo el diseño de la palma, en el dorso inscribí un deseo: que le fuera concedida la curación de su mal. Aunque lo sabíamos incurable, queríamos igual que sanara. Ahora pienso en lo hecho y me interpelo: “¿Qué fuimos los demás para él?” y entiendo que, ahora que no está, somos un poco menos, que somos algo menos cada vez que dejamos de pensar en los valiosos otros (porque no podemos, porque nuestras capacidades humanas son valiosas, pero siempre enormemente limitadas).

La ausencia de Joaquín, que lo reintegra un poco más en mi memoria, al menos en esta hora, nos resta, sin embargo, algo irrecuperable de nosotros mismos. Y es triste que sea nada menos que la muerte lo que nos empuja a recordarlo. Aunque estoy disminuido, Joaquín, en este momento en el que tu ausencia te hace tan presente, me despido de ti como un amigo y te agradezco la riqueza humana que sembraste en el mundo.

lunes, 28 de septiembre de 2009

El ser humano como fractal

El caso Scuzzo: avatar.

a) Presentación: del avatar en general

Voy a hablarles hoy de un ser que existe en el símbolo y en la interacción, que posee inteligencia y creatividad, preferencias, que padece de incorruptible humanidad. No obstante, no se trata de un ser humano, sino de un avatar.
Alejada de sus orígenes simbólico-religiosos indostánicos, la expresión “avatar” refleja una trasposición de la noción de “emanación anímica” articulada con la de “presencia”, entendida esta última como una capacidad activa derivada. El avatar es algo que “está aquí” pero representando un aspecto, o una serie de aspectos, de una totalidad que se encuentra, presuntamente, en otro plano de existencia. Es, también, una conjunción del maná (o medida de la carga simbólica) personal con la posibilidad de ocultamiento. Un humano (no una deidad) crea su avatar, se expone a una parte del universo como avatar, pero también se sumerge en esta representación y, en ocasiones, se oculta en ella, sin perder nada de sí mismo.
El humano se elige a sí mismo como representación para satisfacer determinadas necesidades y permanece, por así decirlo, completamente ligado al principio de realidad: nada hay de psicótico en el comportamiento del avatar, nada hay verdaderamente de extraño, no es una forma de personalidad múltiple ni de impostación del yo. Se trata de un comportamiento cotidiano que la imaginación sociológica permite revelar. El juez que se reviste de la autoridad para juzgar no es el ser humano que juzga, sino su avatar que actúa en una parte específica del mundo de la vida en función de ese objeto integrado socialmente que es su humano de referencia. El representante (por ejemplo: un diputado) se pretende avatar de una parte del pueblo, pero no lo es, porque la representación es impostada y completamente imperfecta. El avatar no es mera representación: es proyección y emanación de esa parte de la memoria sistémica que es parte substancial de la personalidad individual.
El avatar no es simplemente un “alias”, un pseudónimo ni un nombre artístico, es algo más, es una dimensión compleja del ser que interactúa con una porción discreta pero compleja de la realidad. En este contexto, la tecnología audiovisual de intercambio de datos que es Internet le ha dado al concepto y a las prácticas del avatar una nueva presencia en la realidad cotidiana de una fracción de la humanidad.

b) Continuación: del avatar en particular

Lo visual tiene una gran importancia en esta presentación, porque el avatar que la protagoniza es un ente fundamentalmente visual, que nos presenta la labor de un ser humano. Su nombre es Scuzzo, es el avatar de un ilustrador o artista gráfico y su tarea puede rastrearse con facilidad en la red, para lo cual doy al final referencias suficientes. Omito por el momento toda consideración estética (para la cual no estoy realmente capacitado), porque no es todavía relevante.
Ocurre que Scuzzo representa para mí una oportunidad única: una vez conocí al ser humano que lo creó y, muchos años después, veo algunas de las dimensiones de ese ser humano, perfectamente reconocibles, en Scuzzo. Ha representado cierto esfuerzo concentrar la atención en el avatar, porque los recuerdos pujan por parecer reales e inmediatos. Esta es una característica de nuestra neurótica cultura cuando se transfiere como nuestras propias tensiones particulares: nos fuerza creer en una totalidad integrada que es cualquier cosa menos evidente. Objetivamente, como eventos psíquicos, los recuerdos son fantasías reconstruidas a partir de experiencias y se encuentran completamente mediatizadas por la carga psíquica subjetiva que es la experiencia anterior y la experiencia posterior.
El avatar puede omitir limpiamente algo que los humanos no hacemos: el cambio debido al paso del tiempo en la experiencia, la experiencia pasada y la antepasada. No se trata de una capacidad mágica, sino del resultado de una abstracción que hace el observador. Por ejemplo, ¿Qué significa “ver un cuadro de Goya” si Goya lleva siglos muerto? Significa que en el cuadro contemplamos una dimensión de eso que fue el Goya humano, pero que ya no puede volver a representarse en el mundo. Por el contrario, el avatar cambia, evoluciona, a veces es eliminado y reemplazado por otro, o por ninguno. No se aleja tanto de la vida humana. No obstante, el observador de Scuzzo ve una dimensión viva de un ser humano real, nunca lo duda. Podría, tal vez, tratarse de un avatar plural, colectivo, que reuniera diversas personalidades bajo una común denominación, pero el elemento humano es inextirpable de la condición de avatar.
Inevitablemente, el avatar transfiere la experiencia de aquel humano que conocí una vez (experiencia que desconozco casi por completo, es decir, que desconozco más allá de lo que el avatar revela). Me sorprende descubrir que incluso la presencia, en mi experiencia, de las personas que están más cerca también tiene mucho de avatar, están incompletas. Mi propia consciencia (eso que selecciona recuerdos y experiencias y presenta al mundo mi personalidad de diversas formas) también personifica algo incompleto: de nosotros mismos apenas contemplamos una serie limitada y necesariamente incompleta de dimensiones. Nuestra experiencia consciente se confunde con esa totalidad inasible sólo porque le damos el mismo nombre y las consideramos como una realidad integral. Y sin duda son aspectos que poseen una íntima relación, pero sólo se integran como auténtica totalidad en un plano que es ajeno a la consciencia.
Esta perspectiva existencialista encubre el verdadero argumento, que es esencialmente estructuralista. Es inevitable, porque no puedo dejar de pensar lo humano individual como parte de un sistema social, ni dejo de pensar al avatar como parte de ese sistema, que expresa una forma de integración y funcionalidad. En cualquier caso, revela que el fraccionamiento de la personalidad según sus aspectos somáticos, conscientes o inconscientes es todavía incompleta: la dimensión fragmentaria de la interacción de la memoria del sistema subjetivada en los organismos humanos es tan relevante como los aspectos mencionados.

c) El avatar en acción: ser artístico y ser personal

Lo atractivo y admirable de Scuzzo es que, con mucha frecuencia, transfiere palpables sombras de cultura rioplatense, esa actitud filosófica (que es urticantemente política, aunque el avatar y el humano renieguen de esa dimensión social) de ser lo que está por fuera de las reglas sociales de la presencia y del éxito, es una funcionalidad social basada en lo íntimo y en la derrota, que el avatar expresa como una costumbre: que su trabajo sea rechazado y que su presencia sea, paradójicamente, palpable con claridad en ese submundo de la ilustración.
En este sentido, el espacio social de la ilustración comunicada a través de la red, que es el espacio de operación de Scuzzo, integra perfectamente las características del avatar como los clubs y pubs antiguamente (allá por el siglo XX) integraban las bandas de música de diversa especie que no conseguían o se resistían a convertirse en mercancías. La pertenencia definía espacios de integración (o limitación) que son todavía perfectamente reconocibles en las relaciones que establece el avatar.
La parte principal de lo que Scuzzo muestra expresa con colores fríos una calidez basada en la luz y en el volumen, contra una temática que no quiero encasillar (porque sería injusto) pero que se envuelve permanentemente en una macabra ternura, donde la muerte (o sus subrogados eróticos) es un lugar para estar cómodo y despertar la ironía y la risa. Es una obra llena de diálogos con la cultura y con los compañeros de viaje, con el pasado y con el presente, porque muestra una erudición notoria en un terreno que es la apoteosis de los suburbios de la cultura plástica y, también, de la cultura narrativa: el comic, las películas clase “B”, las series de televisión y la órbita resistente de la ciencia ficción y la fantasía heroica.
El artista que hay detrás y alrededor de Scuzzo selecciona las fotografías de esas realidades y les imprime un sesgo irónico que muchas veces de empapa de una ternura esencial. Más que carcajadas intelectuales (casi escribo “intelectualoides”), la ilustración de Scuzzo provoca una sonrisa sorprendida y ladeada. Sus capacidades no omiten el erotismo ni el horror en estado puro, pero casi siempre en esos planos de desasosiego que producen las expresiones ligadas a los más inmediatos miedos inconscientes: los asesinos sobrenaturales con armas punzocortantes que persiguen desde ultratumba a los pasajeros de una pesadilla que, sin embargo, siempre resulta simpática y comprensible.
Los personajes flotan en un espacio que no integran realmente, como suele ocurrir en la ilustración y el humor gráfico, pero eso no deja de ser una característica política e ideológica: es una expresión de un deseo imposible, concentrado en la idea, generalmente inconsciente, de que somos capaces de controlar y manipular el contexto hasta que sólo importa lo que hacemos con sus elementos y lo que expresamos de nuestra experiencia, de tal modo que el contexto, realmente, llega a carecer de otra importancia que la de ser un fondo, una bruma coloreada. Esta es la fase de ilusión de control que domina la existencia del avatar. En el sentido del Anticristo, luchar contra la materia visual toma el resultado de una burla de la muerte y la derrota que, en última instancia, tiene por objeto controlarlas.
No importa la crítica sociológica, importa el impacto estético: personajes ajenos a la historia y llenos de volumen y claridad invaden el espacio de la realidad hasta dominarlo por completo. En las ilustraciones de Scuzzo son escasas las interacciones entre personajes (porque la interacción es el personaje en sí mismo, que es una concentración de interacciones) y el espacio libre es casi siempre escaso, el entorno se encuentra dominado por la figura en primer plano. De allí la dificultad de darles un guión a la vida de esos personajes, porque la historia se encuentra dentro de las figuras y de los meta-relatos que las integran.
Cada figura es una carta de Tarot, cargada de significación, pero que no dice gran cosa del futuro, excepto de la incómoda y vana presencia de la muerte, aunque dice mucho al presente sobre la gracia y la resistencia de los derrotados que, al final, somos todos los seres humanos, obligados por nuestra pueril mortalidad. El artista no parce completado por su obra, parece transferido a ella, con placidez, también con notable claridad conceptual y mucha elegancia, como si el trabajo no fuera trabajo y estuviera destinado a ser, pero no destinado a ser útil ni necesario sino, esencialmente, una réplica burlona del trabajo alienante.
Este avatar Scuzzo me da problemas, no sé si ha logrado revertir la alienación sin proponérselo o si se ha sumergido en ella con complaciente dignidad, maltratando a los impostores, como corresponde, al éxito y al fracaso, exactamente igual. No sé (ni me interesa realmente) si veo al avatar que es o reintegro esos recuerdos fragmentarios que hacen a lo poco que solemos registrar de la personalidad de los demás, recuerdos gastados por el desuso y la indiferencia de nuestros días.

Ayúdenme a resolver el problema visitando a Scuzzo en:

http://scuzzoblog.blogspot.com/

Vean algunas cosas que se dicen y se muestran de él en:

http://www.tintadehistorieta.com.ar/2009/02/las-tapas-ineditas-de-fierro-hoy-scuzzo.html
http://www3.rosario3.com/blogs/todoloqueveo/?p=672
http://fanzinebarricada.blogspot.com/2009/06/le-grand-scuzzo.html
http://www.siempre-historietas.com/2009/07/patoruzu-por-scuzzo.html

Brevísima introducción a la morfología y la dialéctica de lo simbólico como espacio de transferencia y resolución de tensiones.

Por Alejandro Soltonovich

Nota clínica
Sinceramente, el dolor de la espalda no me está dejando trabajar. Ahora mismo estoy arrodillado sobre un almohadón garabateando estas líneas para no perder el hilo de algunas ideas que vengo rumiando ansiosamente acerca de la morfología y la dialéctica de lo simbólico. Además de homenajear casi plagiariamente a Mircea Eliade, estoy contradiciendo a Emile Durkheim. No me hago responsable por mis pensamientos, porque están inducidos por mi región lumbar...

Límites
El criterio clásico de demarcación que hace visible e identifica al hecho social de naturaleza religiosa es la separación entre lo sagrado y lo profano (Durkheim, 1982). Sin embargo, si se acerca la mirada a la praxis histórica, “sagrado” no significa algo realmente opuesto a “profano”. Por el contrario, lo sagrado es lo profano (ideas e ideogramas, objetos, eventos, procesos) cuando se encuentra cargado de significación simbólica, es decir, de una significación simbólica que diferencia a la entidad referida del universo de identidades que interactúan para formar la trama simbólico-material de la sociedad (Geertz, 1997). La razón básica de la existencia de lo sagrado es la presencia en las relaciones sociales de tensiones que no pueden ser reguladas exclusivamente con la satisfacción de las necesidades orgánicas (Freud, 1913 y 1993; Soltonovich, 2009). En este sentido, lo que en las formas elementales de la vida religiosa aparece como una distinción fundamental pierde eficacia cuando se comprueba que existen innumerables eventos de transferencia simbólica que “cargan” de ideología y emotividad los eventos y fenómenos más cotidianos, prestándoles una “sacralidad” que poco tiene que ver con la institucionalización y organización de un cuerpo de actividades y tradiciones sociales reconocibles como una serie de prácticas religiosas.
No niego que la distinción entre lo sagrado y lo profano sea útil, sólo digo que encubre la naturaleza simbólica, vinculada a la regulación de determinadas tensiones, de una variedad enorme de actividades, relaciones e interacciones sociales. Para el chico que patalea porque no lo dejan usar la cristalería de la abuela como juguete, esa cristalería está cargada de significación, de necesidad de dominio, de “voluntad de poder” como diría Adler y, al mismo tiempo, se carga de la significación opuesta para el adulto que prohíbe y socializa, que disciplina cargando de significación opuesta a la cristalería: para el niño, es lo que debe ser tocado para satisfacer el principio del placer, para el adulto, es lo que debe prohibirse para satisfacer la voluntad de poder, y también, al mismo tiempo, viceversa. En esa interacción, la cristalería tiene socialmente (y siempre en términos simbólicos) una significación ajena a su valor de uso, a las relaciones sociales de producción que le dieron origen e incluso, posiblemente, al valor simbólico que inicialmente se le haya otorgado como pieza del mobiliario doméstico.
En estas tensiones expuestas, casi cualquier entidad socialmente involucrada es tan profana como sagrada. En alguna medida, esto es lo que se esconde detrás de la idea Lockeana de “propiedad”: la sacralización de parte del mundo como parte del “yo sagrado” (el individuo apropiador). Sin embargo, la mayor parte de nosotros mostraríamos cierta reticencia a considerar que cada conflicto o tensión expuesta en torno a los eventos sociales más diversos tiene una fase o, incluso, una naturaleza religiosa.
Lógicamente, mi interés aquí es mostrar la tensión paradójica que resulta de la deficiencia conceptual del criterio de demarcación de lo sagrado (Popper, 1962). Por eso la referencia a Eliade (1981) y la misma crítica: la concentración en el fenómeno religioso (que es siempre simbólico-ideológico, pero también institucional y organizacional) bloquea la información que esta distinción ofrece para la interpretación sociológica de otros eventos sociales de orden simbólico-práctico (Althusser, 1988).
¿Cómo denominar a esa cualidad adicional que tienen las entidades cargadas de significación simbólica? Una posibilidad es considerar esa proyección simbólica como una antropomorfización de la entidad, diciendo que se carga de un grado variable de “carisma”. La importancia agregada es aquí análoga al potencial de poder agregado que tiene el carisma para las relaciones de autoridad (Weber, 1992). La entidad así enriquecida o fortalecida debe protegerse o alejarse de la realidad mundana: es tabú. A todos los efectos prácticos, la cristalería es tabú para el niño. Pero, al mismo tiempo, el objeto integra la tensión social establecida entre la voluntad de poder y el principio de placer de una parte y otra de la relación de poder-autoridad, establece los límites y las normas que rigen la resolución del conflicto y la descarga de la tensión: la cristalería es tótem. En la institucionalización religiosa, es relativamente fácil distinguir el tótem del tabú, y es fácil creer que se trata de funciones sociales diferentes. Sin embargo, en la experiencia simbólica cotidiana casi todo lo que es objeto de atención de una relación social es tótem y tabú a la vez, en una dialéctica vinculada a las relaciones de autoridad formal y de poder real, siempre ligadas a relaciones sociales con significación productiva o reguladora (en todo caso, socialmente reproductiva). Esa oscilación dinámica es la verdadera arena de la transferencia simbólica y el espacio religioso es una derivación institucional y organizacional de este mecanismo básico de transferencia de tensiones. El mundo y sus aspectos parciales se cargan y descargan de transferencias simbólicas que los sujetos hacen en sus relaciones para regular los vínculos de autoridad y poder: esa es la base relacional de la integración y la limitación.
Por supuesto, no todas las entidades gozan de la misma capacidad fetichista de cargarse de significación simbólica (que se presenta como una diferencia de “importancia”, independiente en cierta medida del valor-trabajo involucrado en su producción social) (Castoriadis, 1998). Esta diferencia no puede realmente medirse, pero puede evaluarse en términos comparativos y evolutivos, de modo que, nuevamente a efectos prácticos, si pueden establecerse proporciones correlativas de esa capacidad de proyectar o contener significación simbólica: he aquí el Maná que empapa y se proyecta de las entidades más diversas (Eliade, 1981). Recordemos que las entidades pueden ser ídolos materiales especialmente realizados a tal efecto: el amuleto, el talismán, el ídolo, la efigie, el mausoleo; pero también puede ser cualquier lugar o no-lugar que involucre socialmente a la materia, el tiempo o el espacio: un sitio, un recuerdo, un relato (la base del mito), un libro, son entidades perfectamente capaces de adquirir grandes proporciones relativas de Maná.
De esta manera, estas categorías son útiles para interpretar mucho más que las formas elementales de la religión, sino que es posible aplicarlas a la interpretación de la morfología y la dialéctica de lo simbólico como espacio de transferencia y resolución de tensiones (Soltonovich, 2009). La presencia o ausencia de significación atribuida constituye la morfología de lo simbólico, directamente vinculado a la proporción relativa de significación, que deviene en una aplicación diferenciada de voluntad de poder y de reacción emotiva en términos de placer-displacer. Así, en los espacios cotidianos de gestión de las tensiones lo sagrado y lo profano están presentes cargando y descargando de significación simbólica a la proyección de las relaciones sociales al mundo social que es su entorno y su vía de realización material y social, hacia el cual está orientada la persona humana por efectos de la disciplina y la socialización. Sin embargo, esta imagen debe complementarse con la dialéctica que da origen y continuidad a la carga simbólica: la relación entre los limites y las capacidades de esa proyección, vale decir, la interacción entre la capacidad de prohibición, aglutinación y proyección de la carga simbólica: el tabú, el tótem y el maná respectivamente.
Recordemos que la proyección de la carga simbólica no se realiza en realidad desde el objeto, sino desde las fracciones de la memoria sistémica subjetivada que interactúan en un espacio social y con una meta social específica. Esto significa que ni siquiera el aislamiento de la experiencia simbólica excluye la interacción simbólica internalizada en cada sujeto: el ámbito subjetivo actúa como mecanismo de transmisión de las cargas simbólicas (intelectuales y emotivas) socialmente significadas. Incluso el fanático ermitaño que vive en una cueva dedicado a la meditación lo hace transfiriendo e interpretando (con diverso grado de creatividad) contenidos simbólicos que tienen su origen en series de relaciones sociales concretas.
En condiciones normales, el aislamiento ni siquiera existe, y la experiencia simbólica es consistentemente social (en el sentido de realizarse comunitariamente). La razón de esta característica es precisamente que la carga simbólica transfiere tensiones sociales y subjetivas, pero es siempre también un mecanismo para asegurar una interacción y coordinación adecuada entre los sujetos, en términos de aspectos concretos de la reproducción social.
La relación social que posee metas reproductivas o reguladoras (es decir, la inmensa mayoría de las relaciones sociales posibles) remiten en términos interaccionistas a la necesidad de establecer vínculos simbólicos en el mundo, de tal manera que la trama de significaciones que configuran la realidad parecen ser la realidad y permiten la interacción hacia el propio mundo. Es difícil sobreestimar la importancia social de este proceso, porque toda vinculación de reproducción material dependerá en última instancia de que ciertos espacios se carguen por transferencia de significación simbólica.
En consecuencia, en la dinámica y la morfología de lo simbólico no se encuentra únicamente la posibilidad de comprender en forma social e individual el espacio de la reproducción material, sino la posibilidad misma de su reproducción, en una perspectiva que reúne los tópicos materiales y simbólicos de las relaciones sociales.


Bibliografía citada y relacionada:

ALTHUSSER, LOUIS (1988), Ideología y aparatos ideológicos del estado, Nueva Visión, Bs. As.
CASTORIADIS, CORNELIUS (1998), Psiquis y sociedad, Ed. Ensayo y error, UPTC, Tunja.
CHOMSKY, NOAM (1982), Ensayos sobre forma e interpretación, Cátedra, Madrid, Tr.P. Calvo y J. A. Millán.
CHOMSKY, NOAM (1983), The psychology of language and thought, Plenum of dialogues of the psychology of language and thought (interview by R.W. Rieber).
DURKHEIM, EMILE (1982), Formas elementales de la vida religiosa, Ed. Akal. Madrid, Tr. R. Ramos.
ELIADE, MIRCEA (1981), Tratado de historia de las religiones: morfología y dinámica de lo sagrado, Cristiandad, Madrid, Tr. A. Medinaveitia.
FESTINGER, LEON (1957), A theory of cognitive dissonance, Stanford University Press, CA.
FREUD, SIGMUND (1993), Más allá del principio del placer, en Psicología de las masas, 14º ed., Alianza, Madrid, Tr. C López Ballesteros y de Torres.
SIGMUND FREUD (1913), Tótem y tabú: algunos aspectos comunes entre la vida mental del hombre primitivo y los neuróticos, librodot. NT.
GEERTZ, CLIFFORD (1997), La Interpretación de las Culturas. Ed. Gedisa, Barcelona.
HABERMAS, JÜRGEN (1987), Teoría de la acción comunicativa, Taurus, Madrid. 2 vols.
MANNHEIM, KARL (1987), Ideología y utopía, Fondo De Cultura Económica, 2da ed., México, estudio preliminar de Louis Smith, Tr. Salvador Echavarría.
MARCUSE, HERBERT (1968), Eros y civilización, Seix Barral, Barcelona, Tr. Juan García Ponce.
POPPER, KARL R. (1962), La lógica de la investigación científica, Tecnos, Col. Estructura y función, Nº8, Madrid, Tr. V. Sánchez De Zavala.
SOLTONOVICH, ALEJANDRO (2009), De la entropía a la regulación: un examen de la teoría sociológica para una teoría de la regulación social, mimeo.
WEBER, MAX (1992), Economía y Sociedad. Fondo de Cultura Económica. México.
WEBER, MAX (1994), La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo. Ed. Coyoacán, México.

jueves, 30 de julio de 2009

Que nadie entre aquí si no sabe por qué 2 manzanas no son 6.2831853 manzanas

Una Aproximación Sociológica a las Matemáticas

“Qué nadie entre aquí si no es geómetra”. Así, se dice, advertía un cartel frente a la Academia de Platón. Dicho de otra forma, este mito asegura que el conocimiento de la geometría, tal como se la comprendía entonces, era condición necesaria para cualquier desarrollo posterior del saber filosófico.
No debe sorprender que la perfección geométrica sedujera a los filósofos entre los griegos de las ciudades–estado, para quienes la apreciación estética era parte misma del buen hacer social e intelectual. Más interesante es, quizá, lo que no está dicho con tanta claridad: que la abstracción del mundo sensible, la capacidad de reducirlo discursivamente a un conjunto manejable de elementos depurados, es decir, privando a la realidad sensible de todo elemento que supusiera una imperfección en las formas ideales y puras que moraban en el cielo más alto de la filosofía platónica, fuera una precondición del saber en general. Dicha capacidad de abstracción, y también ese gusto por lo puro –es decir, lo depurado a través del meta-discurso abstractivo–, puede considerarse incluso como una expresión de unas clases dominantes ávidas de justificar su posición social y de alejarse lo más posible de las masas a las que oprimían y de las cuales, en última instancia, dependían.
Pero no nos apresuremos. Antes de avanzar en el análisis de las matemáticas desde un punto de vista sociológico debemos precisar a qué nos referimos y cómo lo definiremos. De esta forma, algunas cuestiones evidentes (pero todavía opinables) y otras, que no lo son tanto y estarán siempre sujetas a una crítica posterior, deberán enunciarse para continuar.
En primer lugar, hay que destacar que las matemáticas constituyen una actividad humana, es decir, son algo que ciertas personas hacen en un ámbito social dado y, en alguna medida, es algo que todas las personas hacen. Es decir: resulta difícil pensar que un ser humano llegue a la vejez sin haber realizado siquiera una operación aritmética simple. En segundo lugar, esta actividad se compone de una serie indeterminada de operaciones intelectuales, ligadas a un marco ideológico preparado por las generaciones precedentes. De este modo, se trata de una actividad con historia, inmersa en la historia, sujeta a la historia. Reuniendo estos dos primeros elementos, tenemos que las matemáticas no constituyen una entidad abstracta en sí misma, separada de alguna manera del mundo humano, flotando por encima de las ideas más terrestres y comunes, sino que se trata de un hecho por demás cotidiano y que responde y se corresponde con otras actividades que los seres humanos realizan en un ambiente social y en el contexto de un desarrollo histórico. En tercer lugar, y de aquí la frecuente confusión en relación con los puntos anteriores, toda operación matemática precisa de una condición previa: es necesario que sus elementos sean el resultado de un ejercicio de abstracción, resultando así separados, recortados de toda vinculación con el mundo físico. Así, se ha llegado a decir que: “Ya desde Aristóteles (por lo menos) se sabe que toda ciencia está basada en lo que podría llamarse el “principio del conocimiento voluntariamente incompleto”: abstraer o generalizar significa precisamente que se prescinde de manera sistemática de ciertos aspectos de los entes considerados. El método axiomático en Matemática no es otra cosa que una aplicación de este principio, el cual únicamente se distingue de los otros métodos porque se tiene el cuidado de enumerar en forma exhaustiva las propiedades que se quieren admitir referentes a los entes estudiados (los “axiomas”) y porque inmediatamente se prohíbe recurrir a cualquier cosa que no sean estas propiedades y las reglas de la lógica” .
Se ha sostenido también que antes de Tales, alrededor del siglo VI a.C., no existía la abstracción, y entonces debiera ser cierto también que con éste filósofo comienza la era de las matemáticas . No obstante, tal apreciación no es correcta: grandes civilizaciones, por lo menos, han contado con instrumentos matemáticos con bastante anterioridad , aún cuando se los considere hoy rudimentarios –y no lo eran–.
Aventuraremos incluso la siguiente hipótesis: es probable que el desarrollo mismo de los lenguajes humanos haya sido acompañado por un incremento de la capacidad de abstraer, pues la referencia lingüística a cosas, tiempos y personas no presentes constituye un elemento fundamental de cualquier lenguaje desarrollado y, a la vez, un caso análogo a la abstracción matemática, pues la realidad inmediata (material, espacial y temporal) ha sido despojada de la ausencia de la entidad referenciada, mediante el uso del lenguaje, en dónde aparece como referencia. La capacidad de abstracción, siendo necesaria para el lenguaje, debe contabilizarse entre las condiciones mínimas necesarias para hablar de inteligencia, de modo tal que no es cierto que seamos capaces de realizar abstracciones útiles porque somos inteligentes. Más bien al contrario: podemos considerarnos inteligentes a partir de haber desarrollado la capacidad de abstraernos de la inmediatez. La auto-percepción –la conciencia–, sólo es posible en momentos de abstracción de la inmediatez fisiológica y ambiental y constituye más bien la excepción que la regla en las prácticas humanas cotidianas. Dicho más fácilmente: para pensar en nosotros mismos debemos recurrir ya a nuestra capacidad de abstracción. En relación con las características del pensamiento estrictamente matemático, puede suponerse un estado pretérito en el que aún no se encontraban diferenciados el polo puramente lingüístico del puramente matemático, y es bastante claro que en las prácticas cotidianas de la mayor parte de la humanidad ambos polos conviven sin mayores inconvenientes.
Por último, en el plano estructural del metalenguaje matemático, toda operación matemática debe estar referida a un sistema de símbolos, axiomas y reglas conocidas y aceptadas, a los efectos de que los resultados de las operaciones puedan ser validados por un interlocutor y replicados eficazmente por cualquier operador posterior. Este conjunto de reglas constituye la “gramática” de las matemáticas, así como sus símbolos equivalen a los ideogramas que, en conjunto, garantizan la intercambiabilidad y la interacción de las ideas. De hecho, en principio, la aceptación de los símbolos y las reglas son una condición suficiente para establecer un lenguaje matemático pues, a diferencia de los lenguajes referenciales, que predominan en las prácticas humanas, el metalenguaje matemático ha vaciado de determinaciones concretas a sus símbolos, manteniendo sólo la relación con las reglas establecidas, de modo tal que no precisan otro referente, ya sea empírico o procedimental, para valerse como mecanismo de interacción. De otra forma: los símbolos matemáticos no sirven de referencia a entidad alguna, sino que existen para dar forma a un conjunto preciso de reglas, que incluyen a los axiomas primarios que organizan los símbolos utilizados. No obstante, en una primera instancia histórica sí se habrá hecho abstracción de un “algo”. Peces, manzanas, espigas, cualquier cosa habrá bastado para establecer las primeras reglas aritméticas.
Si las operaciones más sencillas pueden interpretarse como parte de la aritmética, en este ensayo se incluyen el álgebra y la geometría bajo el manto general de las matemáticas, ya que no sólo se comprenderá el manejo de expresiones numéricas, sino también el alcance temporal y espacial de esta disciplina peculiar. Dos razones justifican esta aproximación: En primer lugar, las relaciones conceptuales que estableceremos en el trabajo lo ligarán por igual el discurso aritmético con el algebraico y el geométrico, pues, como se comprenderá, pueden conformar un universo metalingüístico conjunto; en segundo lugar, en las prácticas sociales ligadas a este universo dicha asociación ya se encuentra establecida y es ciertamente necesaria para el desenvolvimiento de los actores sociales que lo utilizan, al menos en muchas de sus aplicaciones más sofisticadas. En el desarrollo del ensayo, sin embargo, esperamos que se aclare cualquier duda que pueda haber en forma apriorística sobre el acierto de esta conjunción.
¿Se habrá comenzado, en la olvidada infancia humana, abstrayendo las entidades de las necesidades concretas de operar con sus cantidades, sus extensiones o sus situaciones? Por ejemplo: para repartir equitativamente dos manzanas entre dos recolectores, habrá sido necesario abstraer la condición de las manzanas; para describir la distancia hasta un arroyo, habrá sido necesario omitir la calidad del terreno, asignando, por ejemplo, una mayor importancia a la cantidad de pasos (o saltos, o tiros de piedra) necesarios para alcanzar un objetivo en una dirección determinada.
La abstracción es indispensable para la descripción de nuevos fenómenos ¿Cómo describir al fuego por primera vez? Efectuando comparaciones a partir de abstracciones de entidades ya conocidas: “Caliente como el sol (pero no alto, no móvil)”, “Danzante como el agua (pero no fría, no potable)”, “Hiriente como un filo (pero no es sólido, no hace sangrar)”, y así hasta conjugar la selección de elementos que permiten reunir a determinados fenómenos bajo la categoría general del “fuego”, que alguna vez habrá sido un neologismo, un nuevo símbolo.
Pero en las matemáticas estos objetos últimos no tienen otro valor que el de permitir las operaciones recíprocas entre los símbolos: carecen, en principio, de referencia alguna que sea externa a las reglas mismas: el “2” sólo tiene sentido según las relaciones que mantiene con el “1”, el “0” o el “3”, por ejemplo. Se trata de una evolución de la abstracción lingüística, que llega no a la descripción, sino al puro procedimiento. Las matemáticas constituyen un metalenguaje específico de las operaciones intelectuales ligadas a la determinación abstracta, siendo esta determinación la operación de un agregado de cualidades normativas (sujetas a las reglas de las matemáticas) a elementos llevados previamente al máximo grado de abstracción, dónde las entidades mismas han sido reducidas a espacios simbólico-ideológicos de significación ontológica casi nula: las cifras o las unidades algebraicas.
En el universo físico, que no puede ser abstraído por completo, “1” es siempre y necesariamente la cualidad de algo, así como un punto lo es siempre en alguna coordenada, y un plano en algún cuerpo. Por esto las matemáticas parecen convertirse en un universo propio y apartado: el grado extremo de abstracción de las entidades (véase la “purificación” a las que son sometidas las entidades en la geometría, sea euclidiana o no) y su incorporación a un “universo” de reglas preestablecidas les da ese carácter único y específico.
La utilidad más inmediata de esta operación es la relocalización de las entidades en el espacio ideológico de un discurso más apto para el establecimiento de relaciones recíprocas de diversa índole, al precio de regular al máximo dichas relaciones y mantenerlas aisladas de las entidades que representan en una primera instancia. La abstracción completa (la reducción a la cifra) es una operación necesaria para el establecimiento de reglas generales y para las relaciones entre entidades de diferente naturaleza.
Ahora bien, estas relaciones, en el plano de la historia (que es el primer espacio de dónde deben las entidades ser abstraídas, pues dos manzanas deben ser siempre dos, ni más verdes, ni más maduras, ni más dulces, ni más pesadas, ni de mayor tamaño) son las relaciones entre los sujetos concretos y su universo material de referencia y, en última instancia, de las relaciones sociales implicadas en el proceso de reproducción de la vida de los sujetos concretos.
Una total abstracción de la historia, por otra parte, no es posible para el conjunto del lenguaje matemático. Porque cuánto más fragmentadas estén las relaciones sociales y cuánto más desarrollada esté la división del trabajo social, más aspectos de la existencia deberán ser relacionados mediante instrumentos de tipo matemático, pues habrá más necesidad de abstracciones para mantener las diferencias existentes dentro de un conjunto operativo. El despliegue de las matemáticas a todos los ámbitos de la vida es la relación más estrecha entre la esfera económica y la científica en el capitalismo y de allí también el continuo incremento de la necesidad de las matemáticas en el desarrollo de la vida cotidiana, tanto en los niveles más elementales como en los más elevados sitiales de la ciencia.
La mayor complejidad en las relaciones entre sujetos supone también la necesidad de extender el campo de la abstracción, de tal modo que determinados elementos que tenían sólo una significación concreta pasan a ser tratados como abstracciones aptas para el manejo matemático, y también el de la simplificación, pues no hay que olvidar la extrema complejidad del universo en el que se desarrolla la abstracción y, por último, también debe extenderse el campo de las asociaciones y re-asociaciones comprendidas en el universo de las relaciones matemáticas.
En este despliegue histórico radica el desenvolvimiento de las matemáticas como metalenguaje. A su vez, la extensión de los campos del pensamiento (tanto por su multiplicación como por su aislamiento [hecho que acompaña al desarrollo de la filosofía]) supone e implicará una necesidad creciente en el avance de la abstracción y en la asociación de conjuntos (de hecho, casi todos los desarrollos matemáticos modernos y contemporáneos trabajan sobre conjuntos, porque cada conjunto expresa un sub-universo de reglas específicas). El lenguaje matemático no es, por tanto, diferente de otros lenguajes, sino en que con él se ha desarrollado a ultranza la simplicidad (la voluntad de abstraer a las entidades de casi cualquier aspecto concreto) y la capacidad de asociación.
Debe atenderse al tipo específico de determinación que en el lenguaje matemático se da a las entidades numéricas o algebraicas, se trate de un espacio ocupado, de una magnitud, de una relación ordinal o de un salto en una frecuencia, e incluso en la resolución de una incongruencia manifiesta. Cada “avance” matemático (cada ampliación, cada nuevo campo del lenguaje matemático) debería encontrar su lugar como respuesta a necesidades prácticas presentes en las relaciones sociales, aún cuando se trate simplemente de las relaciones existentes entre dos matemáticos o entre dos comunidades científicas, relaciones de las que, potencialmente, surgirán las mayores modificaciones del metalenguaje matemático.
Si existe una asociación entre el desarrollo de las matemáticas y el proceso de creciente complejidad de las sociedades humanas será porque existe una relación entre el desarrollo de las matemáticas y la capacidad de interactuar y transformar el mundo físico. No sólo están vinculadas las matemáticas, entonces, con las capacidades lingüísticas, sino también con el proceso de aplicación del trabajo humano en la reproducción de sus condiciones de vida. Las matemáticas se vuelven cada vez más complejas, y abarcan nuevos espacios, porque han aparecido nuevos territorios físicos para comprender, conquistar y utilizar y esto a su vez porque, en general, los sistemas sociales se han vuelto gradualmente más complejos en el plano interno, lo cual no puede dejar de redundar en una mayor necesidad de interactuar con el mundo físico, a los efectos de conseguir que el propio sistema siga existiendo.
Por otra parte, el proceso de diferenciación social ha contribuido no solo al desarrollo de las matemáticas, sino también –como condición previa a este desarrollo– a la aparición de los matemáticos. Al habilitarse, en las sociedades humanas, la posibilidad de que una determinada fracción de sus individuos no dependiera de su propio trabajo manual para subsistir, se dio la posibilidad de que estas personas se dedicaran con mayor intensidad al desarrollo de disciplinas abstractas, que sólo posteriormente producirían mecanismos operativos para transformar la realidad. En forma paralela, ésta mayor libertad contribuyó a que existiera una mayor capacidad de explicar fenómenos conocidos aplicando las nuevas herramientas. Así, por ejemplo, la nueva ciencia explica la palanca pero, indudablemente, no la inventa. En cualquier caso, aunque la imagen de unos sabios griegos creando las matemáticas es poco más que una ficción etnocentrista, es probable que a los griegos debamos la figura del geómetra como filósofo dedicado no sólo a abstraer, sino, sobre todo, a trabajar en las relaciones entre las abstracciones.
Al igual que otros lenguajes, al aparecer o al crearse nuevas entidades, ya sea por un procedimiento artificial o por simple casualidad, el lenguaje matemático ha crecido con el paso del tiempo, a medida que debía ocuparse de nuevos territorios intelectuales. Poco sabemos de la prehistoria de las matemáticas, pero podemos intuir con bastante certeza que incluso las formas más primitivas de seres humanos contaban con algunos elementos matemáticos. No debemos olvidar al respecto que el mero hecho de señalar la dirección en la que se encuentra un arroyo o un peligro expresa tanto un mensaje como una rudimentaria –aunque suficiente– percepción espacial que, con el paso del tiempo y la depuración intelectual, se convertirá en un elemento de la geometría. Podemos imaginar una distribución de alimentos, la cuenta del paso de los días (el establecimiento de las semanas es una forma de dividir matemáticamente el tiempo), un ejercicio de caza o una búsqueda de agua en donde algún elemento que hoy llamaríamos “matemático” podría encontrarse. La construcción de edificios, la distribución de calles o de canales de riego, el control del comercio y los impuestos suponen que cualquier sociedad humana que supere el grado de organización de la horda contará entre sus cualidades un cierto número de herramientas y procedimientos claramente matemáticos.
Nadie, excepto los defensores a ultranza de la originalidad de los griegos clásicos, supondría que en la construcción de las pirámides egipcias no intervinieron decisiones guiadas por procedimientos matemáticos. Las piedras y ladrillos no sólo debían ser cortadas, sino que debían serlo de acuerdo a ciertas medidas. Los lados de una mastaba –su superficie, su inclinación– se encontraban ya en la mente del diseñador, medidos y equilibrados. El espacio original de la obra ya se encontraba situado en una abstracción.
Pero incluso sin recurrir a la aritmética el pensamiento matemático se encuentra presente en las obras humanas. Cualquier albañil sabe a ciencia cierta, sin recurrir a cálculo alguno, qué pared ofrece mayor resistencia, qué ángulo puede darse a una cobertura de yeso sin que éste se desprenda. Por supuesto, esperamos mejores resultados cuando la resistencia de los materiales y su prueba metódica ha sido evaluada y cuantificada (y estos conocimientos son, en general, obtenidos mediante pruebas físicas) y sin duda es la posibilidad de establecer probabilidades uno de los mayores servicios que las matemáticas nos ofrecen. Sin embargo, no en todas las circunstancias sociales son indispensables y, al fin y al cabo, las probabilidades no están exentas de un altísimo grado de abstracción, pues son casi siempre establecidas cœteris paribus, es decir, que se advierte que debe hacerse abstracción de los imprevistos por venir, pues “mantener estables las restantes condiciones” es mucho pedir considerando que toda una eternidad yace por delante. Dicho de otra forma, considerando una previsión probabilística, la variable “tiempo” siempre tendrá escondida en la manga una escala mayor que convierta en poca cosa a la probabilidad establecida (en otros casos, puede ser la variable “espacio” o la “aceleración”, las encargadas de destrozar las previsiones). No es extraño que, precisamente, el tiempo sea uno de los elementos de la realidad que más se resiste a las abstracciones y sin duda no ha dejado de proponerse como el elemento más capaz de aparecer como una constante universal. Lamentablemente, que uno desee con todas sus fuerzas que un elemento tan importante se mantenga constante no es importante para ese elemento. La revolución introducida por la física contemporánea no es menor, ya que ha debido pensarlo todo en unos nuevos parámetros, dónde el tiempo es una variable más.
Pero no es el tiempo el primer problema matemático con el que se enfrenta la humanidad. Ya las relaciones entre el radio y la circunferencia de los círculos han dado innumerables quebraderos de cabeza, pues la constante que domina dichas relaciones, encontrada en primer lugar por un ejercicio de intuición y prueba, no es un simpático número entero, sino un valor inesperado y poco razonable. En efecto, el valor pi no sólo no es un número entero, digamos, un “3”, sino que ni siquiera es una fracción muy común –22/7– la que más se aproxima a su cálculo.

Por supuesto, en la indeterminación del valor de pi ha tenido una decisiva influencia el desarrollo anterior de las matemáticas. Las unidades de medida y capacidad (e incluso otras más complejas) preexistían como procedimientos establecidos mucho antes de que se planteara el problema. De haberse querido –en realidad, de haber sido útil–, podría haberse asignado a esta relación geométrica un valor entero y perfecto, un símil “1”, pero ello hubiera obligado a alterar todas las reglas del juego de las matemáticas existentes. Es decir, podrían haberse creado sistemas en base pi, pero el costo en materia de complejidad no vale, indudablemente, la pena de conservar la perfección geométrica del círculo. Simplemente, los números enteros en el sistema decimal son en general suficientes para las operaciones más usuales en una sociedad cuya base económica era relativamente simple y lo son todavía en la actualidad. Dos manzanas –en el sistema usual– parecen, en cualquier caso, asunto de menor importancia (e, intuitivamente, menos manzanas) que 6,2831853 manzanas en un supuesto “sistema pi”. Por otro lado, el carácter irracional del valor de pi no haría más que complicar todos y cada uno de estos cálculos. A todas luces, decir “una docena de huevos” es una expresión más sencilla y manejable que “37,7 huevos pi”.
No obstante, con el desarrollo tecnológico, más tarde o más temprano, éste y otros problemas debieron ser enfrentados, pues diferencias mínimas para ciertas escalas no lo son para otras, y la distancia entre expresar a pi como 22/7 y el valor 3,1415926535897932384626433832795, puede ser importante, digamos, para el desarrollo de la nano-tecnología o el cálculo preciso de trayectorias en grandes distancias. Y el cálculo de pi no es sino un problema menor a estas alturas del desarrollo científico, pues nuevas y peores complicaciones han surgido, al punto tal que el sistema en base 10, surgido probablemente de la posibilidad de contar hasta 10 con los dedos de las manos, no se ha sostenido en todos los campos: el sistema sexagesimal, el binario y el octagesimal han ocupado unos puestos que no han abandonado en la cartografía y la informática, por ejemplo. Pero, aún sin salir de la base históricamente predominante, la complicación de los cálculos ha dado lugar a la aparición de contradicciones e inconvenientes imprevistos, hasta modificar la propia base de cálculo, pues originalmente se contaba, para establecer la base, del 1 al 10, mientras que ahora se cuenta del 0 al 9, lo cual incluye con mayor precisión los símbolos de la base alterada por la introducción del 0 en el sistema numérico medieval. Los números extraordinariamente grandes, necesarios para los cálculos en química, por ejemplo, dieron lugar a la aparición de la notación científica, en donde los valores aparecen discriminando el producto de las potencias de 10, resultando que 23.000.000 es igual a 23 x 106. Por su parte, la necesidad de responder a preguntas surgidas del propio desarrollo de las matemáticas ha dado lugar a tremendos problemas: ¿Qué número resulta de dividir cualquier cantidad por “0” o por “Infinito”? Así han aparecido números que “tienden a infinito” o que “tienden a 0”, los cuales sin duda alguna no eran útiles ni necesarios (y quizás no lo sean nunca) pero que plantean problemas reales en términos de abstracción matemática. Recordemos que lo que nunca puede hacerse –y lo que, invariablemente, termina por hacerse–, en un lenguaje eminentemente procedimental, es, precisamente, alterar los procedimientos y las relaciones entre los símbolos en función de necesidades instrumentales y pasajeras, lo cual es perfectamente posible en un lenguaje corriente. Así, aparecen flagrantes indeterminaciones que quedan a la espera de respuesta. Pero ¿puede ocurrir que se presenten indeterminaciones en problemas que necesitan respuestas sí o sí? No sólo puede ocurrir, sino que ya ha ocurrido. En esos casos, no ha quedado más remedio que recurrir a la imaginación, incluso en forma completamente literal. Por ejemplo, para responder al problema de intentar resolver raíces pares de números negativos –del tipo (√-4)– no ha quedado otro remedio que crear los números imaginarios, que resultan de una operación imposible: el producto de un número por la raíz cuadrada de –1, [x(-1)], dónde esta raíz imposible se anota “i” y resultando números del tipo 4i, es decir, el conjunto de los números imaginarios, que abre a su vez el campo de los números complejos (del tipo 3 + 4i). Buena parte de las teorías más desarrolladas acerca de cómo es “realmente” nuestro universo –digamos, la física cuántica– y, en un campo más práctico, la tecnología electrónica, dependen de estos mecanismos metalingüísticos, que se combinan ya con el álgebra hasta el punto de volverla predominante allí en donde la posibilidad de realizar contrastes empíricos se retrasa. De este modo, incluso estos mecanismos sofisticados se apoyan en un cierto y, en general, controlado espectro de indeterminaciones, que denotan, no obstante, ciertas imperfecciones incluso en el terreno de lo absolutamente abstracto y formal.
Más evidente para el público en general que ésta continua introducción de elementos novedosos (pues los últimos tres siglos han resultado enormemente prolíficos en la producción de reglas, signos y símbolos matemáticos) es el reemplazo de antiguos sistemas de notación general de los símbolos por otros más aptos. En este sentido, es notable la superioridad operativa del sistema arábigo, que todavía es hegemónica en las prácticas aritméticas más usuales, frente al sistema de numeración romano, por ejemplo. La raíz de esta superioridad no es misteriosa y no responde únicamente a la existencia del cero: para la misma base matemática (“10”), el sistema romano sólo cuenta con tres símbolos que deben reutilizarse para completar el recuento de una decena, de modo que, para enumerar del 1 al 10, el sistema arábigo sólo repite una vez el símbolo “1”. Mientras que el romano utiliza dos veces el símbolo “X”, tres el “V” y nada menos que catorce veces el “I”. Para la mayor parte de las operaciones aritméticas, esto supone una complicación considerable, y la agregación tardía de nuevos símbolos (“L”, “C”, “D” o “M”), no simplifican el panorama sino parcialmente . Por otro lado, que las relaciones entre símbolos se simplifiquen al multiplicar éstos será útil hasta cierto punto (dónde se verifica una vez más el alcance del problema de las escalas que se utilizan). Un sistema de 100 símbolos, digamos, del “0” al “Pablito”, donde “Pablito” es igual a 9910 , sería prácticamente imposible de manejar, mientras que para algunos campos del conocimiento y de la técnica, el uso del sistema binario, de apenas dos símbolos (“0” y “1”), es sumamente práctico y esclarecedor. La geometría tampoco es ajena a estos problemas, pues nuevos usos del espacio han deparado la introducción del sistema sexagesimal para una multitud de operaciones útiles, mientras que el espacio mismo debe ser tratado a menudo como un ámbito no-euclidiano.
Asombrosamente, la enorme complejidad de los desarrollos matemáticos contemporáneos, casi todos ellos por completo alejados del conocimiento y las prácticas usuales de las personas, continúan representando en buena medida la necesidad de simplificar situaciones demasiado complejas para ser tratadas por el lenguaje ordinario, precisamente porque dicha complejidad, para mantener su coherencia interna, precisa ser incorporada a reglas que la hagan manejable, reglas que, por su parte, son también el resultado de una continua práctica de la abstracción. Dicho de otra forma, las matemáticas no se vuelven “más abstractas” o “más difíciles” en su desarrollo histórico, pero sí se complican los usos de las abstracciones propias de las matemáticas, pues a menudo deben crearse herramientas que son útiles, pero que se encuentran limitadas por las inflexibles reglas precedentes, o que deben erigirse sobre axiomas revolucionarios, casi siempre incompatibles con las matemáticas convencionales. Por supuesto, dicha complejidad creciente requiere para su comprensión no sólo de un profundo conocimiento de elementos precedentemente desarrollados, sino también de una continua práctica de los nuevos procesos creados por las nuevas “normas”. La formación de un matemático requiere, entonces, de muchos años de trabajo, aún en el caso de un matemático “puro”, que se ocupa de los problemas sin que le importen, en principio, sus posibles o probables aplicaciones prácticas –bueno, las probables sí, si se trata de un experto en cálculo probabilístico–. Incluso los “aplicadores” concretos de esta disciplina, en los campos más diversos de las actividades humanas, deben ocupar buena parte de su formación en incorporar una u otra rama de las matemáticas en forma consistente y suficiente. Para la mayor parte de las aplicaciones más especializadas, incluso los ordenadores son incapaces de suplir una falta de conocimientos matemáticos.
Con la continua revolución de los instrumentos analíticos y operativos, y la necesidad de una gran profundidad y complejidad, no sorprende que incluso para muchos matemáticos resulte invisible el carácter socialmente determinado de sus trabajos y conocimientos. En dos pilares se basa la gran confianza puesta por los matemáticos en su disciplina. Por un lado, hallamos el enorme prestigio que el conocimiento de intrincadas fórmulas ofrece a su poseedor, pues para la gente común una formula cualquiera es poco menos que un acto de magia, sólo que resulta más difícil saber cuándo hay que aplaudir, pues los conejos que se sacan de esas galeras suelen tener un aspecto poco seductor. Por otro lado, debe destacarse la increíble ductilidad de las matemáticas y su reconocida aportación al desarrollo de casi todas las ciencias. Prácticamente, puede decirse que la desagregación de la filosofía en la edad moderna y contemporánea vino acompañada, relacionándose en forma dialéctica, con la aplicación de una u otra herramienta matemática a cada campo del conocimiento empírico.
Este proceso pareciera darle la razón a Platón, pues también así la base de todo conocimiento es la matemática, sólo que ahora cada disciplina, en virtud de su creciente complejidad interna, se apropia de algunas ramas específicas de las matemáticas que le resulten útiles. No obstante, los matemáticos no encontrarán en ello ninguna razón para vanagloriarse, pues de ser la esencia misma de la filosofía, su disciplina se encuentra reducida, como casi todo, a una herramienta más de la razón instrumental.
Hay por lo menos, no obstante, dos campos del conocimiento humano en los que todavía predominan otros mecanismos de interacción con la realidad. Uno de ellos es el amplio campo de las ciencias sociales (crecientemente colonizadas por los estadísticos, sin embargo). El otro campo es, curiosamente, la filosofía misma, que continua concediéndole a la lógica su espacio, pero cuyos avances más significativos continúan recurriendo al tradicional lenguaje narrativo.
En el caso de las ciencias sociales, puede pensarse que el enorme número de variables con las que debe trabajarse para tratar casi cualquier asunto es una de las razones que frenan el avance de las matemáticas, pues resulta a veces insoportable para los marcos teóricos existentes hacer abstracción de algunas de ellas, impidiendo el desarrollo de fórmulas en las que dichas variables se encuentren artificialmente controladas. Pero pueden buscarse igualmente otras razones, de fondo teórico y hasta ideológico. Es necesario señalar también el enorme impacto que las transformaciones sociales han tenido sobre las matemáticas mismas. Como hemos visto, la necesidad de aplicar a nuevos campos empíricos las viejas reglas ha llevado a la necesidad de resolver, en forma no siempre satisfactoria, antiguos problemas cuya solución no tenía una aplicación práctica. Esto es decir que, si la filosofía se ha fragmentado, con las matemáticas, pese a una continua interacción entre sub-campos que indudablemente le pertenecen, también ha sufrido un desarrollo análogo. Como ocurre en medicina, o en ingeniería, un especialista en el desarrollo e investigación de una parte de las matemáticas puede no ser apto para el uso eficiente de otra rama, aunque se encuentre, indudablemente, en mejores condiciones para interpretarla que un lego.
Sólo las innovaciones de los últimos dos siglos bastarían para establecer una relación intuitiva entre el despliegue socio-económico de las sociedades capitalistas y el desarrollo de las matemáticas. La razón esencial de este despliegue coordinado radica en la cantidad de problemas planteados a los operadores sociales por las situaciones constantemente renovadas en todos los aspectos de la vida, de modo que, cada vez más, fue necesario buscar nuevas herramientas analíticas para situaciones que debían resolverse, o al menos investigarse. Por otra parte, una de las características intrínsecas de la ciencia moderna, ligadas a las ideologías positivistas y desarrollistas que dominaron el siglo XIX y el XX, es intentar buscar al menos una solución plausible para todo problema planteado. De otro modo: la ciencia en la actualidad no se resigna con facilidad a transparentar la ignorancia sobre uno u otro aspecto de la realidad, y los modelos matemáticos a menudo permiten formular esquemas plausibles de funcionamiento para introducir vías de explicación para casi cualquier fenómeno. Estas aproximaciones distan mucho de ser inútiles, pues a menudo permiten, gracias a la solidez habitual de los axiomas matemáticos, establecer un modo ordenado de eliminar hipótesis temerarias y de formular vías futuras de investigación empírica. Las matemáticas se han convertido, junto con el lenguaje, en la principal herramienta intelectual con que cuenta la especie humana para garantizar su predominio en el planeta. Es bastante probable que mucho tengan para decir ante la eventual conquista de nuevos mundos o universos todavía ignorados. Eventualmente, si no son guiadas con cuidado por otros aspectos del pensamiento, podrán ser también instrumentos para nuestra destrucción.

martes, 21 de julio de 2009

Superación conjetural del complejo de Saturno (¡Ahora en un libro!)

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El texto completo (e igualmente gratuito y de libre difusión) de esta conjetura puede leerse en https://sites.google.com/site/soltonovich/home/ensayos, porque salió publicado en mi libro: Diez demonios danzan: ensayos filosóficos que necesitan un exorcismo con el sello de Entalpía. Mi agradecimiento a todos los lectores, porque este texto ha tenido una sorprendente difusión y me ha brindado tanto estímulo para seguir publicando como problemas de reflexión adicionales.
¡Muchas Gracias!

miércoles, 13 de mayo de 2009

Sociología y sistema: ese tema parte dos


La sociedad como sistema real muy complejo (más de lo que usted cree) y su vínculo con los demás sistemas

 

Que dejen ya mismo de leer estas líneas aquéllas personas que no comprendan que hay cosas que no pueden exponerse llanamente y de una vez. Abandonen toda esperanza de simplicidad los que entren aquí.

 

Decíamos que la sociedad humana hace algo en el mundo y que, en base a nuestra definición de que un sistema real se encuentra si algo (cualquier cosa) hace algo en el mundo real (cualquier cosa también), si definimos que significa “hacer algo” la idea de un sistema real en abstracto se verá más clara. Por supuesto, no necesitamos que “hacer algo” signifique “hacer algo de manera consciente”, sino simplemente que exista una acción que podamos percibir y describir por algún medio. Por ejemplo, la marea alta hace algo cuando sube: ocupa más playa. Para eso, lo que hizo la marea alta (lo que es la marea en nuestra percepción más inmediata) es desplazar temporalmente agua de mar unos metros más adentro del continente. Otro ejemplo, las alas del cóndor, cuando se agitan, impulsan al ave gracias a la resistencia del aire y, como contrapartida, contienen su caída cuando las extiende, planeando gracias a que esa extensión de las alas ofrece más resistencia al aire, retrasando así el efecto de la gravedad terrestre.

 

En estos, como en cualquier ejemplo de cosas que hacen cosas en el universo, hay al menos dos dimensiones que no pueden faltar: el movimiento y el tiempo. La relación entre tiempo y movimiento es absolutamente compleja, pero a nosotros aquí nos alcanzará con comprender que si algo se mueve establece una sucesión reconocible en el tiempo cuando establece un contacto con otra cosa, que actúa como referencia, incluso sin tocarse (pero especialmente cuando el contacto existe). Si algo está en el espacio vacío, sin ninguna referencia, podemos decir que se mueve a velocidades infinitas o que no se mueve en lo absoluto: para esta entidad no existe el tiempo. Así, el tiempo no es abstracto solamente, sino que son cosas pasando en relación con cosas. Al mismo tiempo, las cosas no son cosas solamente, son tiempo que va pasando.

 

Ahora bien, el otro elemento, que de ahora en más tendremos como aspecto dominante, porque ya incluye el tiempo (incluso cuando no somos conscientes de ello) es el movimiento. Todo sistema real, entonces, es algo con movimiento relativo entre partes identificadas como diferentes (aunque sean dos partículas idénticas, una ocupa una situación en el tiempo-espacio y la segunda otra, siendo cada situación relativa a la situación de la otra, y que se verifica como sistema cuando esta situación relativa cambia). Lentamente, vamos llegando al corazón de la cuestión.

 

Si una entidad se mueve, es porque su masa puede expresarse como una acumulación de energía situada en el tiempo-espacio con relación a otra masa u objeto. Entonces, todo sistema real es, en última instancia, una relación energética más o menos compleja, según sea el número y el tipo de las unidades que en él se identifiquen. No debemos olvidar que todo esto no sirve en el vacío absoluto, sino cuando nos es útil para intentar comprender las cosas. Si todo sistema real es una relación energética, podemos decir también que están vinculados (obligados, por así decirlos) con dos principios que son las dos leyes naturales más firmes que se conocen (es decir, que parecen tener menos contradicciones en la observación de la realidad). No son principios perfectos, ni eternos. Son, nada más (y nada menos) los más firmes que tenemos hoy. Estos principios son los siguientes:

 

En primer lugar, la ley de la conservación de la energía, que postula que la masa total de la energía que existe en el universo es constante, es decir, que la energía no se crea ni se destruye: cambia de lugar (por eso la importancia del movimiento), cambia de aspecto (la materia es un aspecto de la energía), a veces se esconde (en los objetos que parecen quietos e inermes. Pero no hay nada conocido que “produzca más energía”: podemos hacerla circular más rápido o concentrarla en un espacio y con un uso, pero no se “genera” más energía. Tampoco podemos hacerla desaparecer.

 

En segundo lugar, tenemos la entropía. El principio dice que la masa total de la entropía en el universo es tan constante como la masa total de energía, siendo entonces la entropía la tendencia del universo a disgregar sus componentes en elementos más básicos o, en otras palabras, los sistemas reales tienden a desaparecer. En lo que a nosotros nos interesa ahora esto implica lo siguiente: ningún sistema puede funcionar eternamente sin renovar su carga de energía, pues siempre desperdicia en su funcionamiento al menos una parte mínima de energía. Si no lo hace, tampoco puede contener más energía.

 

Como los sistemas reales son entidades que hacen cosas, en ese hacer se mueven y, al moverse, gastan energía que deben renovar o, de lo contrario, terminan por no poder seguir funcionando. Recordemos de paso que los sistemas que no son reales (las ideas, los lenguajes, la aritmética) no están sujetos directamente a las leyes de las que hablamos aquí, pero sí indirectamente, porque no existen (hasta lo que sabemos) si no son incluidos en sistemas u objetos reales (cerebros humanos, calculadoras, libros, tablas de arcilla).

 

Considerando estas características y las consecuencias de los dos principios fundamentales de los que hablamos, podemos decir que hay dos tipos de sistemas reales: aquellos que tienen su propia carga de energía y que no interactúan con otros sistemas y aquellos que sí lo hacen. Los primeros son llamados Sistemas cerrados y los segundo (alarde de imaginación científica) sistemas abiertos. Debido a la entropía, un sistema real cerrado no puede funcionar indefinidamente, tarde o temprano disipará su energía disponible y dejará de funcionar. En cambio, un sistema real abierto puede, de manera casual o no, tomar de otros sistemas energía adicional, lo cual le permite prolongar su funcionamiento (aunque si toma demasiada –en relación con su funcionamiento interno- puede terminar no controlando sus propias condiciones de circulación de energía y descomponerse). Hay sistemas reales abiertos que reciben energía de afuera pero que no pueden alterar sus condiciones internas para redirigir esa energía. Son sistemas rígidos, que aceptan o rechazan su relación con el entorno (que es siempre otro sistema o masa de energía).

 

En cambio, y esto es muy importante, hay sistemas que no sólo son capaces de recibir y asimilar la energía de la manera que es mejor para continuar su funcionamiento, sino que incluso pueden alterar sus condiciones internas para renovar su energía interna de acuerdo a la información que pueden incorporar desde el entorno. Este es uno de los tipos más complejos de sistemas (de hecho, sólo hay dos tipos más complejos todavía y de ambos deberemos tratar aquí) y, por su capacidad de auto-mantenerse y adaptarse para conseguir este mantenimiento, se los llama sistemas reales abiertos adaptables. Hay sistemas reales abiertos adaptables que se replican, es decir, hacen copias más o menos exactas de sí mismos y luego desaparecen o perviven en esa condición de replica: estos son los organismos vivientes, desde el virus más simple hasta el ser humano. Por último, hay organismos que, para vivir, combinan diferentes sistemas. Y hay al menos un sistema conocido que es capaz de crear sistemas y recrear otros organismos para perpetuar su funcionamiento.

 

Nada hay más complejo que este último sistema, porque está compuesto por los organismos más complejos y, ya lo sabrán ustedes, este sistema real abierto, auto-sustentable, adaptable y capaz de generar sistemas compuestos por sistemas reales, abiertos, auto-sustentables, adaptables, orgánicos y capaces de crear sistemas, es la sociedad humana.

 

¿Puede sorprender entonces que la relación entre la sociología y el sistema sea un maldito gran tema? El párrafo anterior da vértigo, nos sumerge en la complejidad, nos impide librarnos de ella. Para entenderlo debemos utilizar sistemas no-reales como el lenguaje, la ciencia y la lógica que sólo están disponibles en el universo en el contexto de las sociedades humanas. ¿Cómo sabemos que no es todo un invento? La respuesta es que no lo sabremos hasta que interactuemos con la realidad y veamos si estas ideas nos sirven realmente para explicarla (o construirla de manera inteligible) para interactuar con ella. Porque aquí está la fastidiosa condición de la ciencia social: es un sistema conceptual complejo creado para intentar comprender sistemas reales complejos que contienen sistemas otros sistemas conceptuales complejos, todo sobre bases de un sistema real más complejo todavía.

 

Si quieren saber cómo se comunican los sistemas sociales (¡por lo menos tenemos una definición!) con los organismos humanos... habrá que esperar la próxima entrega.

 

A. Soltonovich

viernes, 10 de abril de 2009

Sociología y sistema: ese maldito tema (parte uno)

Sistema, sistematización, sistema social: una aproximación aproximada a su sentido y existencia

Una de las palabras más utilizadas en ciencias sociales es “sistema”. En algunas teorías y autores, es una expresión central y su correcta definición y aplicación aparece como una preocupación constante y casi obsesiva. Por otro lado, sorprendentemente (o no tanto) hay teorías y autores en donde “sistema” aparece como un sinónimo general de “organización” y en donde “sistema social” se comprende como equivalente elegante de “sociedad”.

Sería agotador y, como digo muchas veces en estos casos, probablemente inútil intentar comprender las razones históricas o filosóficas de estas diferencias, aunque sean tan importantes y mucho más agotador e inútil intentar dar una respuesta “definitiva” a esta cuestión. En las ciencias sociales hay infinidad de “arenas de combate”, “Zonas de lucha”, mentales, ideológicas, científicas. Pero hay muy pocos vencidos, y casi nunca hay un claro vencedor. Como decía Max Planck, no es que triunfe una teoría, sino que los defensores de las teorías rivales se van muriendo, y a veces no llegan otros para reemplazarlos.

Si extendemos nuestra mirada filosóficamente (otra palabra que se usa mucho sin que sea demasiado definida), veremos con claridad que esta cuestión acerca del “sistema” se extiende no sólo a todas las ciencias sociales, sino a todas las ciencias y campos científico-tecnológicos. Cómo casi siempre hay alguien que se ocupa de intentar comprender estos usos y costumbres, existen “teorías generales de sistemas”, es decir, discursos filosóficos o científicos que adoptan la forma de libros y en donde se intenta clarificar y definir “correctamente” de qué se trata cuando se habla de “sistemas”.

Sin embargo, la aplicación de la palabra es tan amplia que a pesar de muchas graves y eruditas definiciones, responder a la pregunta: “¿Qué quiere decir “exactamente” la palabra sistema?”, suele ser tan fácil como responder a la pregunta: “¿Cuál es el sentido de la existencia?”. Y el problema se va al infinito cuando vemos los problemas filosóficos que existen para definir “sentido” o “existencia”. Por eso el título de este artículo es una broma un poco cruel.

A pesar de todo, la palabra sistema persiste e insiste en aparecer en nuestros discursos sin que nadie nos detenga a cada rato a preguntarnos: “Cuándo usted habla de sistema social, ¿Qué quiere decir?, ¿Qué la sociedad es algo naturalmente organizado o que tenemos una organización mental o discursiva para crear ese espacio que llamamos sociedad humana?”. Lo hemos comprobado en la práctica, esta pregunta casi nunca aparece, porque hablar de “sistema social” parece ser naturalmente lógico (aunque ya sabíamos que lo social no es natural). Y acaso que la pregunta no aparezca sea lo mejor, porque la respuesta más honesta sea probablemente: “Las dos cosas, y es posible que ninguna”.

Sí se mira con algo de cuidado el universo de discursos en el cual se utiliza la palabra “sistema”, a pesar de los gruesos volúmenes escritos para intentar “resolver” el problema, veremos que este uso a la vez constante e impreciso se repite. Al mismo tiempo, veremos que si tomamos dos elementos cualesquiera del universo, reales o materiales, imaginarios o abstractos, y conseguimos articularlos en una expresión lingüística que parezca tener sentido, tendremos allí un sistema o, al menos, un comienzo para la comprensión de un sistema.

Por ejemplo, si tenemos la palabra “tranquilidad” y la palabra “tigre”, podemos articular incontables sistemas, a partir de innumerables ideas que vinculen ambos conceptos: “la tranquilidad del tigre cuando acecha a su presa es aterradora”, “ver al tigre enjaulado me da tranquilidad”, “Tranquilidad y Tigre, en castellano, comienzan con la misma letra”, son todas expresiones con sentido muy diferente y, para comprenderlas, las situamos en contextos discursivos: viendo un documental en televisión, visitando un zoológico o explicando el abecedario serían contextos posibles para cada una de las expresiones anteriores, respectivamente. Nadie diría, por otra parte, que la tranquilidad y el tigre forman un sistema inseparable o único: la palabra tranquilidad se asocia de hecho y en potencia con infinidad de otras cosas, situaciones o procesos que no tienen que ver con tigres, y que incluso entrarían en contradicción con éstos: “La tranquilidad de esta isla es maravillosa” es una expresión con sentido que no necesita para nada de un tigre o de otra palabra que comience con la letra “T”. Por otra parte, “La tranquilidad de esta isla es maravillosa, lástima que alguien soltó un tigre en ella”, expresa dos ideas unidas, dos “sistemas”: 1) la isla que es maravillosamente tranquila y 2) la isla que ha dejado de serlo por la presencia del tigre, porque 3) este tigre niega la tranquilidad de aquella isla. Sin embargo, en la tercera proposición el conjunto tiene nuevamente sentido, el relato es lógico: la tranquilidad existente y la tranquilidad negada por el tigre se expresan razonablemente, podemos entender el relato con facilidad.

Parece que el “sistema tranquilidad-tigre” insistiera en volver a expresarse, pero no niega la existencia de todos los demás sistemas que existen en el universo. De la misma manera, cuando hablamos de “sistema tierra-luna” para explicar, por ejemplo, el tránsito de las mareas en nuestro planeta, un eclipse o una película vieja de ciencia-ficción, no estamos negando el “sistema solar”, el “sistema galáctico” ni el “sistema atómico”. Simplemente, estamos concentrando nuestra atención en un aspecto de la realidad, en donde las relaciones que construimos intelectualmente construyen el sistema. El sistema tierra-luna, actualmente, tiene un sentido muy diferente al mismo sistema entendido en la antigüedad, en donde las relaciones “técnicas” entre ambos espacios eran muy diferentes, por ejemplo, si se pensaba en una tierra plana y a la luna como un dios en un carro.

Si nos descuidamos y nos perdemos en estas cuestiones, veremos que el concepto de sistema confunde más de lo que aclara. No obstante, persisten su importancia y utilidad. Para dar alguna respuesta, podríamos decir que esta importancia y la utilidad tienen como base la necesidad de establecer relaciones entre conceptos y, también, contextos en los cuales las relaciones tengan sentido. Esos son los auténticos “sistemas”: las relaciones que establecemos entre cosas (que pueden ser a su vez sistemas”) y los contextos en los cuales las relaciones se establecen y actúan. El “sistema” es un concepto confuso y difícil de definir porque es las dos cosas a la vez: las relaciones que se postulan, y los contextos de las relaciones que se analizan.

Pudiera parecer que esto es una singularidad del concepto, pero pasa con innumerables cosas, si se las mira con atención: política, religión, música, y muchísimos otros vocablos expresan esta misma dualidad, sólo que “sistema” tiene un uso muy general y extendido, y podemos hablar de “sistema político”, “sistema religioso” o “sistema musical” sin ningún problema. No lo dudemos, si tanta gente inteligente (y tantísimos idiotas con licencia) usan la palabra sistema, para algo debe servir: algo expresa, algo comunica, algo nos permite hacer. Si yo tengo una teoría que, como sistema de ideas, sugiere que las cosas son “sistemas de átomos”, puedo hacer cosas que no puedo hacer si mi teoría dice que las cosas son “sistemas de caramelos”. La primera idea parece más “cierta” e inteligente, y nos permite hacer cosas, como construir centrales de energía nuclear, radio-isótopos para tratamientos médicos (y bombas termonucleares), algo que la “teoría de los caramelos” nunca podría hacer.

Wittgenstein nos decía que los límites de nuestro lenguaje (nuestro lenguaje es un sistema) son los límites de nuestro mundo, porque lo que no puede ser identificado por el lenguaje, no puede ser interpretado, concebido, entendido y, en última instancia, no podemos interactuar con eso de manera constante y metódica. Más ampliamente, nosotros diríamos que los límites de nuestro universo son los sistemas (relaciones-contextos) que tenemos para comprenderlo. Pero la noción de límite e interacción nos acercó un elemento fundamental que, asociado al concepto de sistema, explica la utilidad de éste.

Este elemento es el “método”, la manera “sistemática” con la cual interactuamos con la realidad, el orden y la forma que le imponemos (a través de nuestros sistemas) para obtener de ella lo que queremos, necesitamos o podemos. “Método científico” y “Sistema científico” no son sinónimos, ni mucho menos, pero están perpetuamente vinculados. El sistema organiza nuestra interpretación de la realidad, pero sólo el método nos asegura una interacción organizada con ella.

De esta manera, si nuestras teorías sociológicas no nos presentan relaciones-contextos útiles, no podremos tener un método para estudiar la sociedad, identificar sus “problemas” (a través de nuestros sistemas éticos o morales) e inventar soluciones. Es por eso que puede sostenerse que los “métodos” para investigar no están tan lejos de las “teorías”. Lo que vincula al método y al sistema es, fundamentalmente, la capacidad de organizar la información (para conseguirla y para procesarla, es decir, para convertirla en “dato útil”). En una palabra, el sistema nos permite sistematizar nuestro conocimiento. Por eso el positivismo ortodoxo consideraba que las teorías eran en sí mismas sistemas de postulados, axiomas y corolarios. Con más amplitud, supondremos aquí que, al menos en las ciencias sociales, las teorías son discursos que presentan relaciones-contextos para pensar la realidad social, que nos permiten sistematizar y organizar su estudio.

Tenemos entonces que pensar en función de sistemas tiene una utilidad práctica inmediata: La sistematización de nuestras ideas acerca de la realidad. Por eso libros fundamentales en sociología que tratan del método sociológico como Las reglas del método sociológico de Emilio Durkheim, verbigracia, son también obras fundamentales de teoría y pensamiento sociológicos: el método es cómo pensar lo que se piensa de la manera más adecuada que sea posible, en el contexto de un sistema que, históricamente, terminará por ser negado y cambiado por el ejercicio del propio método que postula. Es triste, pero las teorías científicas, si son científicas, son sistemas suicidas: crean las condiciones para su propia anulación. Claro, que una nueva teoría de la relación entre la tierra y la luna rechace las creencias y los postulados precedentes, no significa que la tierra y la luna cambien “realmente”, aunque finalmente cambie lo que podamos hacer con esa relación. Con la teoría de que la tierra es plana y la luna es un queso gruyere no se nos ocurriría hacer un cohete para alunizar en el queso. Para eso hizo falta una teoría más compleja y sofisticada, que explicara el sistema de los movimientos de la luna y la tierra, que permitiera calcular distancias, velocidades, masas (gravitatorias, no de confitería) y otras muchas variables.

Y aquí tenemos una de las cosas más terribles vinculadas a la idea de “sistema”, la sensación de que una cosa es el “sistema real” y otra cosa es el “sistema ideal” que se utiliza para comprender el sistema real, nuestra peligrosa pregunta del principio: ¿La sociedad es algo naturalmente organizado o tenemos una organización mental o discursiva para crear ese espacio que llamamos sociedad humana?”. Con su insidiosa respuesta: “Las dos cosas, y es posible que ninguna”.

Para intentar resolver esta situación (y otros problemas de los cuáles no trataremos aquí), quienes hablan de las teorías generales de los sistemas eligen hacer esta distinción: Por un lado, tenemos los sistemas ideales o conceptuales (que vendrían a ser los que nosotros creamos para entender la realidad y que tienen reglas internas que nosotros les imponemos: las matemáticas, la gramática, la filosofía, la ciencia –y sus teorías para cada campo–); Por otro lado, tenemos los sistemas reales, que están allí con independencia de que los pensemos o no y que funcionan con reglas y estructuras internas que podemos conocer o ignorar. Existen campos intermedios, por supuesto, como el tecnológico, donde los sistemas reales (las radios, las computadoras, los automóviles) son creaciones en toda regla. Pero son también sistemas totalmente reales, porque funcionan en la realidad y no sólo en espacios ideales abstractos (aquí hay otra manera “fácil” de definir un “sistema”, en especial a un “sistema real”: un sistema es toda aquella entidad que hace algo, cualquier cosa, pero hace algo).

Pero, ¿Qué pasa con la sociedad humana? ¿Es o no es un sistema? Respondamos: La sociedad (cada sociedad en particular) hace algo en la realidad. ¿Sería el mundo lo mismo sin sociedades humanas? No, no sería lo mismo. Entonces la sociedad (cada sociedad) es un sistema real al cual intentamos comprender y sistematizar con la ayuda de sistemas conceptuales. Por esa razón, a cada sistema real le pueden corresponder varios sistemas ideales o ninguno (aunque en este último caso, no sabríamos de su existencia, lo cual no constituye obstáculo alguno para dicha existencia, por otra parte). Los sistemas reales e ideales no son conjuntos idénticos, ni con equivalencias constantes entre sus elementos.

Particularmente, a esos sistemas reales que son las sociedades humanas (claro, porque, además, es una definición amplia de muchas organizaciones humanas muy diferentes entre sí) les corresponden muchas teorías explicativas, muchos sistemas conceptuales. Si alguien les dijo que la cuestión era sencilla, en nuestra opinión se equivocó o les mintió (seguramente para dejarlos tranquilos por problemas sin solución o para evitar cuestiones molestas). ¿Hay más problemas? Muchísimos: cada sociedad humana tiene internamente muchos contextos y relaciones, sistemas (reales y conceptuales) dentro de sistemas.

¿Podemos hacer algo para reducir la complejidad? No demasiado, en realidad, salvo enfrentar esa complejidad con coraje, prudencia, paciencia e inteligencia. Si ustedes, queridos lectores, no son gente preocupada por la ciencia y sus problemas, créanme si les digo que muchas veces a los científicos nos gustaría volver a creer que la luna está hecha de queso. Pero, por otra parte, la dificultad y la complejidad hace que cada tema científico sea amplio y divertido (los biólogos no entenderán que sea divertido pasarse el día haciendo dibujitos extraños para discutir sobre partículas cuánticas, ni los físicos teóricos entenderán que sea divertido desmenuzar y estudiar el sistema reproductivo de las ranas, pero cada uno se divierte con lo suyo). Además, cada uno tiene la posibilidad de “descubrir” o “hacer” algo bueno para el mundo, lo cual es estimulante.

Cuantos más problemas haya en los sistemas reales que nos afectan (y las sociedades humanas tienen problemas para todos los gustos) más estimulante es para el sociólogo su ocupación (si se acuerda de vez en cuando para qué estudio sociología). Como en todo, existen desacuerdos y conflictos, colisiones entre diferentes soluciones propuestas, pero, insisto, nadie dijo que la cosa era sencilla.
En la segunda parte de este artículo: "Ese maldito tema: una solución que nos trae nuevos problemas"