Por Alejandro Soltonovich
Nota clínica
Sinceramente, el dolor de la espalda no me está dejando trabajar. Ahora mismo estoy arrodillado sobre un almohadón garabateando estas líneas para no perder el hilo de algunas ideas que vengo rumiando ansiosamente acerca de la morfología y la dialéctica de lo simbólico. Además de homenajear casi plagiariamente a Mircea Eliade, estoy contradiciendo a Emile Durkheim. No me hago responsable por mis pensamientos, porque están inducidos por mi región lumbar...
Límites
El criterio clásico de demarcación que hace visible e identifica al hecho social de naturaleza religiosa es la separación entre lo sagrado y lo profano (Durkheim, 1982). Sin embargo, si se acerca la mirada a la praxis histórica, “sagrado” no significa algo realmente opuesto a “profano”. Por el contrario, lo sagrado es lo profano (ideas e ideogramas, objetos, eventos, procesos) cuando se encuentra cargado de significación simbólica, es decir, de una significación simbólica que diferencia a la entidad referida del universo de identidades que interactúan para formar la trama simbólico-material de la sociedad (Geertz, 1997). La razón básica de la existencia de lo sagrado es la presencia en las relaciones sociales de tensiones que no pueden ser reguladas exclusivamente con la satisfacción de las necesidades orgánicas (Freud, 1913 y 1993; Soltonovich, 2009). En este sentido, lo que en las formas elementales de la vida religiosa aparece como una distinción fundamental pierde eficacia cuando se comprueba que existen innumerables eventos de transferencia simbólica que “cargan” de ideología y emotividad los eventos y fenómenos más cotidianos, prestándoles una “sacralidad” que poco tiene que ver con la institucionalización y organización de un cuerpo de actividades y tradiciones sociales reconocibles como una serie de prácticas religiosas.
No niego que la distinción entre lo sagrado y lo profano sea útil, sólo digo que encubre la naturaleza simbólica, vinculada a la regulación de determinadas tensiones, de una variedad enorme de actividades, relaciones e interacciones sociales. Para el chico que patalea porque no lo dejan usar la cristalería de la abuela como juguete, esa cristalería está cargada de significación, de necesidad de dominio, de “voluntad de poder” como diría Adler y, al mismo tiempo, se carga de la significación opuesta para el adulto que prohíbe y socializa, que disciplina cargando de significación opuesta a la cristalería: para el niño, es lo que debe ser tocado para satisfacer el principio del placer, para el adulto, es lo que debe prohibirse para satisfacer la voluntad de poder, y también, al mismo tiempo, viceversa. En esa interacción, la cristalería tiene socialmente (y siempre en términos simbólicos) una significación ajena a su valor de uso, a las relaciones sociales de producción que le dieron origen e incluso, posiblemente, al valor simbólico que inicialmente se le haya otorgado como pieza del mobiliario doméstico.
En estas tensiones expuestas, casi cualquier entidad socialmente involucrada es tan profana como sagrada. En alguna medida, esto es lo que se esconde detrás de la idea Lockeana de “propiedad”: la sacralización de parte del mundo como parte del “yo sagrado” (el individuo apropiador). Sin embargo, la mayor parte de nosotros mostraríamos cierta reticencia a considerar que cada conflicto o tensión expuesta en torno a los eventos sociales más diversos tiene una fase o, incluso, una naturaleza religiosa.
Lógicamente, mi interés aquí es mostrar la tensión paradójica que resulta de la deficiencia conceptual del criterio de demarcación de lo sagrado (Popper, 1962). Por eso la referencia a Eliade (1981) y la misma crítica: la concentración en el fenómeno religioso (que es siempre simbólico-ideológico, pero también institucional y organizacional) bloquea la información que esta distinción ofrece para la interpretación sociológica de otros eventos sociales de orden simbólico-práctico (Althusser, 1988).
¿Cómo denominar a esa cualidad adicional que tienen las entidades cargadas de significación simbólica? Una posibilidad es considerar esa proyección simbólica como una antropomorfización de la entidad, diciendo que se carga de un grado variable de “carisma”. La importancia agregada es aquí análoga al potencial de poder agregado que tiene el carisma para las relaciones de autoridad (Weber, 1992). La entidad así enriquecida o fortalecida debe protegerse o alejarse de la realidad mundana: es tabú. A todos los efectos prácticos, la cristalería es tabú para el niño. Pero, al mismo tiempo, el objeto integra la tensión social establecida entre la voluntad de poder y el principio de placer de una parte y otra de la relación de poder-autoridad, establece los límites y las normas que rigen la resolución del conflicto y la descarga de la tensión: la cristalería es tótem. En la institucionalización religiosa, es relativamente fácil distinguir el tótem del tabú, y es fácil creer que se trata de funciones sociales diferentes. Sin embargo, en la experiencia simbólica cotidiana casi todo lo que es objeto de atención de una relación social es tótem y tabú a la vez, en una dialéctica vinculada a las relaciones de autoridad formal y de poder real, siempre ligadas a relaciones sociales con significación productiva o reguladora (en todo caso, socialmente reproductiva). Esa oscilación dinámica es la verdadera arena de la transferencia simbólica y el espacio religioso es una derivación institucional y organizacional de este mecanismo básico de transferencia de tensiones. El mundo y sus aspectos parciales se cargan y descargan de transferencias simbólicas que los sujetos hacen en sus relaciones para regular los vínculos de autoridad y poder: esa es la base relacional de la integración y la limitación.
Por supuesto, no todas las entidades gozan de la misma capacidad fetichista de cargarse de significación simbólica (que se presenta como una diferencia de “importancia”, independiente en cierta medida del valor-trabajo involucrado en su producción social) (Castoriadis, 1998). Esta diferencia no puede realmente medirse, pero puede evaluarse en términos comparativos y evolutivos, de modo que, nuevamente a efectos prácticos, si pueden establecerse proporciones correlativas de esa capacidad de proyectar o contener significación simbólica: he aquí el Maná que empapa y se proyecta de las entidades más diversas (Eliade, 1981). Recordemos que las entidades pueden ser ídolos materiales especialmente realizados a tal efecto: el amuleto, el talismán, el ídolo, la efigie, el mausoleo; pero también puede ser cualquier lugar o no-lugar que involucre socialmente a la materia, el tiempo o el espacio: un sitio, un recuerdo, un relato (la base del mito), un libro, son entidades perfectamente capaces de adquirir grandes proporciones relativas de Maná.
De esta manera, estas categorías son útiles para interpretar mucho más que las formas elementales de la religión, sino que es posible aplicarlas a la interpretación de la morfología y la dialéctica de lo simbólico como espacio de transferencia y resolución de tensiones (Soltonovich, 2009). La presencia o ausencia de significación atribuida constituye la morfología de lo simbólico, directamente vinculado a la proporción relativa de significación, que deviene en una aplicación diferenciada de voluntad de poder y de reacción emotiva en términos de placer-displacer. Así, en los espacios cotidianos de gestión de las tensiones lo sagrado y lo profano están presentes cargando y descargando de significación simbólica a la proyección de las relaciones sociales al mundo social que es su entorno y su vía de realización material y social, hacia el cual está orientada la persona humana por efectos de la disciplina y la socialización. Sin embargo, esta imagen debe complementarse con la dialéctica que da origen y continuidad a la carga simbólica: la relación entre los limites y las capacidades de esa proyección, vale decir, la interacción entre la capacidad de prohibición, aglutinación y proyección de la carga simbólica: el tabú, el tótem y el maná respectivamente.
Recordemos que la proyección de la carga simbólica no se realiza en realidad desde el objeto, sino desde las fracciones de la memoria sistémica subjetivada que interactúan en un espacio social y con una meta social específica. Esto significa que ni siquiera el aislamiento de la experiencia simbólica excluye la interacción simbólica internalizada en cada sujeto: el ámbito subjetivo actúa como mecanismo de transmisión de las cargas simbólicas (intelectuales y emotivas) socialmente significadas. Incluso el fanático ermitaño que vive en una cueva dedicado a la meditación lo hace transfiriendo e interpretando (con diverso grado de creatividad) contenidos simbólicos que tienen su origen en series de relaciones sociales concretas.
En condiciones normales, el aislamiento ni siquiera existe, y la experiencia simbólica es consistentemente social (en el sentido de realizarse comunitariamente). La razón de esta característica es precisamente que la carga simbólica transfiere tensiones sociales y subjetivas, pero es siempre también un mecanismo para asegurar una interacción y coordinación adecuada entre los sujetos, en términos de aspectos concretos de la reproducción social.
La relación social que posee metas reproductivas o reguladoras (es decir, la inmensa mayoría de las relaciones sociales posibles) remiten en términos interaccionistas a la necesidad de establecer vínculos simbólicos en el mundo, de tal manera que la trama de significaciones que configuran la realidad parecen ser la realidad y permiten la interacción hacia el propio mundo. Es difícil sobreestimar la importancia social de este proceso, porque toda vinculación de reproducción material dependerá en última instancia de que ciertos espacios se carguen por transferencia de significación simbólica.
En consecuencia, en la dinámica y la morfología de lo simbólico no se encuentra únicamente la posibilidad de comprender en forma social e individual el espacio de la reproducción material, sino la posibilidad misma de su reproducción, en una perspectiva que reúne los tópicos materiales y simbólicos de las relaciones sociales.
Bibliografía citada y relacionada:
ALTHUSSER, LOUIS (1988), Ideología y aparatos ideológicos del estado, Nueva Visión, Bs. As.
CASTORIADIS, CORNELIUS (1998), Psiquis y sociedad, Ed. Ensayo y error, UPTC, Tunja.
CHOMSKY, NOAM (1982), Ensayos sobre forma e interpretación, Cátedra, Madrid, Tr.P. Calvo y J. A. Millán.
CHOMSKY, NOAM (1983), The psychology of language and thought, Plenum of dialogues of the psychology of language and thought (interview by R.W. Rieber).
DURKHEIM, EMILE (1982), Formas elementales de la vida religiosa, Ed. Akal. Madrid, Tr. R. Ramos.
ELIADE, MIRCEA (1981), Tratado de historia de las religiones: morfología y dinámica de lo sagrado, Cristiandad, Madrid, Tr. A. Medinaveitia.
FESTINGER, LEON (1957), A theory of cognitive dissonance, Stanford University Press, CA.
FREUD, SIGMUND (1993), Más allá del principio del placer, en Psicología de las masas, 14º ed., Alianza, Madrid, Tr. C López Ballesteros y de Torres.
SIGMUND FREUD (1913), Tótem y tabú: algunos aspectos comunes entre la vida mental del hombre primitivo y los neuróticos, librodot. NT.
GEERTZ, CLIFFORD (1997), La Interpretación de las Culturas. Ed. Gedisa, Barcelona.
HABERMAS, JÜRGEN (1987), Teoría de la acción comunicativa, Taurus, Madrid. 2 vols.
MANNHEIM, KARL (1987), Ideología y utopía, Fondo De Cultura Económica, 2da ed., México, estudio preliminar de Louis Smith, Tr. Salvador Echavarría.
MARCUSE, HERBERT (1968), Eros y civilización, Seix Barral, Barcelona, Tr. Juan García Ponce.
POPPER, KARL R. (1962), La lógica de la investigación científica, Tecnos, Col. Estructura y función, Nº8, Madrid, Tr. V. Sánchez De Zavala.
SOLTONOVICH, ALEJANDRO (2009), De la entropía a la regulación: un examen de la teoría sociológica para una teoría de la regulación social, mimeo.
WEBER, MAX (1992), Economía y Sociedad. Fondo de Cultura Económica. México.
WEBER, MAX (1994), La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo. Ed. Coyoacán, México.