sábado, 17 de diciembre de 2011

¡Es mi cumpleaños! Pero el “regalo” te lo hago yo. ¡Emoción! ¡Aventura! ¡Sociología!


Ya salió el Anuario de mi Blog 2010/2011 en PDF. Casi todos los artículos publicados en http://soltonovich.blogspot.com/ durante el último año, en un formato de fácil lectura (en términos relativos) y listo para imprimir. Para descargarlo sólo hay que buscarlo en:


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Espero que lo disfruten,
Ale

lunes, 5 de diciembre de 2011

El islamismo político en auge (anexo): el problema de los contenidos ético-morales


Repasando las ideas de mi anterior y homónima entrada he notado que pasé por alto un tema polémico. No me duele dejar pasar un tema importante, ni siquiera un tema fundamental... pero dejar pasar un asunto urticante es algo que atenta contra la mínima decencia de cualquier incendiario intelectual. Es casi como tener la antorcha y encender unos papeles secos, dejando pasar el charco de combustible.
Uno de los grandes espacios de discusión en torno al auge de los partidos islamistas es el temor a los contenidos materiales de las políticas públicas que potencialmente podrían llegar a desarrollar. Específicamente, se deja correr la sospecha de que el islamismo es intrínsecamente incompatible con el respeto a los derechos humanos.
Se sospecha (creo que no siempre sin razón) por el estatus de la mujer en la mayor parte de los sentidos jurídico-políticos que afectan a la condición de género. Se sospecha de la jerarquía religiosa de los imames y de su influencia asimétrica en las masas (algo que también se hace con el “populismo” latinoamericano). Se sospecha de la vocación pacifista, generalmente ante la pésima y muy interesadamente distorsionada comprensión del concepto de "Jihad”, traducido como “Guerra santa”, lo cual lo equipara con las cruzadas, poco más o menos.  Se sospecha de un totalitarismo ideológico incompatible con la tolerancia política, el debate parlamentario, la equidad jurídica y la alternancia democrática. Se sospecha, en última instancia de lo que se asume como específico del campo religioso: la inflexibilidad ideológica y el conservadurismo radical.
No es mi tarea (sería necesario un libro para ello) desmontar estos argumentos. Mucho más gratificante: no es necesario. Alcanza con decir que estas sospechas son igualmente aplicables a muchas características de las democracias occidentales más avanzadas, aunque a menudo sean otras minorías de poder las afectadas, otros los espacios negados a la tolerancia, otras las modalidades de la agresión que resultan promovidas, otros los mecanismos de restricción y anulación práctica de la voluntad popular. En última instancia, el capitalismo siempre resulta, a mediano plazo al menos, incompatible con los derechos humanos. Sea por momentos en que se acentúan sus características más nocivas, sea porque encuentra uno de sus muy frecuentes períodos de crisis, el sistema capitalista siempre termina por encontrar la forma de hacer mermar los derechos de las mayorías sociales en beneficio de las minorías de poder, en ocasiones de maneras tan crudas y concretas que, mientras una élite se enriquece, amplias capas de la población comienzan a sufrir su existencia cotidiana, hasta llegar a ser asesinados en un entorno de violencia social o a morirse de hambre, en casos extremos pero no infrecuentes.
Además, se debe considerar el impacto de la mundialización económica en los términos ideológicos y políticos. En buena medida, las democracias de los países centrales desde la segunda mitad del siglo XX al menos podían perfeccionarse y hacer campear los derechos humanos en su territorio porque conseguían exportar las miserias del sistema económico fuera de sus fronteras.
El mundo árabe fue, precisamente, uno de los espacios en los que recayó la carga del capitalismo salvaje durante su último apogeo. La edad de oro para los países centrales fue la edad de plomo para el tercer mundo (denominación que vino a nacer... con Nasser, en Egipto, a partir del movimiento de los no-alineados). También esta circunstancia explica por qué los sistemas políticos del norte de África y el Oriente Medio no actualizaron sus formas políticas sino hasta ahora y por qué el Islam como fuente de integración social se transformó en fuente de resistencia política, antes que en religión de estado. Las monarquías y oligarquías de estas regiones, así como sus dictaduras militares, estuvieron siempre muy lejos de ser democracias pero estuvieron también siempre muy lejos de ser estados musulmanes. Desde la caída del imperio otomano en la primera guerra mundial no se ha repetido, en realidad, la posibilidad de un gobierno con base ideológica islámica. Ciertamente, la experiencia reciente de países como Turquía no es realmente significativa, pues se trata de un país con un capitalismo y un sistema político muy desarrollado, descontando que no puede ser tratado como un “país árabe”, de la misma forma que tal denominación no  se aplica a Irán por razones culturales y religiosas.
Como soy vástago del Occidente Ilustrado arrastro conmigo mis “verdades” éticas y morales y en un lugar relevante de mi consciencia me preocupan algunas de las sospechas anotadas. En este sentido, mi falta de indulgencia respecto de los males del capitalismo y los sistemas políticos occidentales no debe entenderse como indulgencia frente a los problemas que existen también con los contenidos materiales de este proceso de cambio político en el mundo árabe. Simplemente se trata de poner la mirada en una perspectiva más amplia, cuyo foco esté puesto en los problemas estructurales del sistema mundial y no en las diferencias que permiten mantener unas asimetrías injustas y promover políticas mortíferas desde el centro del poder a la periferia. 

El islamismo político en auge: una nueva discusión en la relación estado-iglesia


Uno: la relación entre la religión y el estado considerada en forma general


No voy a destapar ninguna nueva olla si digo que la tensión entre el estado nacional como modo de organización política y la religión institucionalizada es tan antigua como el propio modelo político: los estados nacionales europeos surgen en contextos de lucha política con y contra las instituciones religiosas pos-feudales, con referencia fundamental al catolicismo apostólico romano. Sin embargo, si se considera más ampliamente al estado, es decir, algo al margen del desarrollo del estado nacional capitalista o cuasi-capitalista moderno, esta tensión ha sido históricamente bastante menos clara, a tal punto que esta lucha que se señala es más bien la excepción que la regla en las relaciones entre el poder político y el poder religioso.
Una mirada sociológica puede explicar bastante bien esta regla y también la excepción. Veamos.
En el contexto de sociedades complejas, tanto el poder político como el poder religioso deben ser capaces de articular regularidades muy extensas e indirectas en el entramado social, de tal manera que no puede producirse una tensión tan fuerte entre ambos términos que lleguen a desarticular los principales mecanismos de regulación de la reproducción material y simbólica de la sociedad. En caso contrario, el poder religioso debe debilitarse lo bastante como para que su presencia no interrumpa el desarrollo y la reproducción  de las regularidades sociales fundamentales para la reproducción social. La alternativa, lógicamente, es que toda la estructura política, administrativa, legislativa y judicial se revista de carácter religioso y subsuma los elementos aportados desde la teología en su entramado funcional.
Sociológicamente, causa algo de gracia la idea de que la religión pueda imponerse a la política porque, en términos ideológicos, ocurren dos procesos fundamentales que siempre debemos tener en consideración para analizar estos elementos.
En primer lugar, en tanto construcciones amplias de sentido ideológico, desde que constituyen cosmovisiones de lo social y de lo humano, las religiones tienen siempre y sin excepción contenido político. Se trate de lo “espiritual”, de lo “etéreo” o de lo “divino”, en tanto tiene consecuencias prácticas y materiales, por cuanto afecta a las relaciones entre las personas y a la percepción que las personas tienen de las relaciones sociales en las que se encuentran involucradas, la religión es materia política.
En segundo lugar, e igualmente importante, toda ideología secular o no religiosa comporta elementos cuyas características sociológicas los asemejan al fenómeno reconocido como “religión”. Desde una aproximación sociológica clásica, lo que distingue al fenómeno religioso no es la creencia en un determinado tipo de cosmología asociada a un ser o a una serie de seres supremos, ni siquiera a una jerarquía de lo terrenal y lo divino. No. Lo que define a lo religioso es la capacidad de distinguir lo sagrado de lo profano y de construir los límites de la integración social en términos de lo obligado y lo prohibido (el Tótem y el Tabú), lo que cada sujeto, según su integración social particular, debe hacer o debe evitar hacer, lo cual define a su vez los límites de lo correcto y lo incorrecto, lo bueno (hacer lo debido y no hacer lo prohibido) y lo malo (no hacer lo debido y hacer lo prohibido).
Ahora bien, sin importar que se utilice un lenguaje con referencias teológicas o no, estas funciones de la integración social deben estar necesariamente presentes en la organización jurídico-política de una sociedad. No importa que lo llamemos pecado, delito o crimen, las trasgresiones que afecten a la integración social deben motivar una reacción de los poderes públicos (incluso cuando agentes privados actúan teniendo como referencia lo público, el interés común o general). Tampoco importa que lo llamemos virtud, derecho o humanidad, las acciones que contribuyen a la cohesión social deben enseñarse y socializarse, además de incorporarse en los nuevos sujetos. Por supuesto, aquí no podemos hablar más que dentro de los límites de la reproducción social efectiva, que en las sociedades complejas admiten una serie de excepciones y contraejemplos bastante importantes.
Sin embargo, la lógica de lo social continúa funcionando, a tal punto que incluso puede decirse que el laicismo político es una forma de religión: al defender que las instituciones públicas deben separarse de discursos y prácticas religiosas (definidas siempre en un contexto histórico específico) se convierte al espacio público en “sagrado” para el discurso laico y, en consecuencia, en tabú para el discurso religioso particular. El problema aparece cuando el sentido común se refiere a lo “religioso” de acuerdo a cierta experiencia histórica particular, que no puede universalizarse sin caerse en graves defectos de reflexión sociológica.
El estado nacional capitalista moderno no nace combatiendo al discurso religioso en general. Esa es quizá una convicción ideológica del laicismo moderno, pero es errónea. El estado nacional capitalista moderno nace combatiendo las reglas de funcionamiento de la sociedad feudal, que se sustentaba en una serie definida y particular de discursos teológico-políticos y transfiere ideológicamente su oposición a la ideología religiosa y política feudal al conjunto del discursos que caben en su idea particular de lo que es “religioso”.
Este tipo particular de transferencia es muy usual. Tanto que tiene nombre propio: etnocentrismo. El etnocentrismo es un producto ideológico cuya característica discursiva es profundamente “religiosa”.  Porque el etnocentrismo distingue lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto en unos términos fáciles de comprender: nuestro modo de hacer determinada cosa es el correcto y el bueno, el de los otros es incorrecto y malo. No hay área del mundo de la vida que escape potencialmente a esta caracterización. Cuando la diferencia se acepta, sin ser adoptada como propia, hablaremos de tolerancia, cuando se adopta la costumbre foránea hablaremos de transculturación.
Cuando el capitalismo y sus formas híbridas de incremento de la producción de excedentes (como el socialismo de estado) se expandieron a escala global, se extendieron también los dispositivos y organizaciones jurídico-políticas capaces de regular el cambio y el sustentamiento de las relaciones sociales, que es lo que conocemos como estado-nacional. No obstante, si bien esto implicó exportar determinados modos de funcionamiento, no todas las luchas que se debieron librar para su institución en Europa eran análogas en los nuevos espacios que el capitalismo colonizaba, de modo que los conflictos sociales tomaron nuevas formas discursivas, incluyendo a aquellos que, incluso apreciando el progreso material que suponía el capitalismo, no tenían la misma experiencia ideológica frente al fenómeno religioso.
El resultado fue una extensa serie de posibilidades, incluso en países vecinos. Mientras que, durante el proceso de formación del estado, en los EUA el estado y la religión mantuvieron el statu quo, verdaderas guerras religiosas tuvieron lugar en México.  Incluso en Europa las situaciones fueron de lo más variadas:, lo cual se correspondió con las diferentes respuestas históricas que se plantearon frente a la tensión iglesia-estado. En Inglaterra el estado laico se constituyó bajo la cobertura ideológica de una monarquía que encabezaba la iglesia, creándose una alianza muy estable entre ambos términos. En Francia, por el contrario, el republicanismo se extendió sobre el terreno religioso, hasta ser él mismo una forma de religión pública. En Alemania, por ejemplo, el corporativismo del nacionalsocialismo se revistió a sí mismo con todos los elementos teológicos. En España, por el contrario, la misma etapa convulsa de la primera mitad del siglo XX se sostuvo en un nacional-catolicismo que provocó una reacción fuerte a favor del laicismo cuando se construyó la actual monarquía constitucional. A pesar de la influencia religiosa en algunos momentos de la historia argentina, en especial en su vinculación con el autoritarismo militar y clasista, los momentos de más descarnada conflictividad política se alejaron, en líneas generales, de los discursos propiamente religiosos. En Israel, que es un caso curioso, la fundación originalmente laica del estado ha visto como el discurso religioso ha avanzado en la constitución de lo político.
Todas estas figuras son ejemplos de cómo se han articulado los discursos políticos, lo cual en ningún caso puede lograrse sin confrontación. Esto, sin embargo, es una condición formal de la democracia representativa, en donde el régimen de partidos presupone la confrontación legislativa, así como la articulación social presupone un  cierto grado de confrontación judicial, todo lo cual compone un sistema de regulación social que es (y no tiene más opción que ser) variable y dinámico, dadas las características espectacularmente dinámicas de las sociedades capitalistas que les corresponden regular.
En este sentido, lo que se opone con más fuerza a una relación estrecha entre la iglesia y el estado no es la naturaleza libertaria u opresora del discurso religiosa (que, como todo discurso y práctica política, suele ser ambas a la vez, en distinto grado). La verdadera oposición es estructural. Porque el capitalismo requiere para regular sus diferentes regímenes de acumulación de una sostenida flexibilidad jurídico-política, mientras que los discursos religiosos, al menos los tradicionales, suelen ser más conservadores y, por ello mismo, a largo plazo son en todo o en parte incompatibles con el sistema capitalista, ya que tarde o temprano el conservadurismo que los caracteriza entrará en conflicto con alguna de sus versiones.        
Este fenómeno, sin embargo, es más una contingencia histórica que una necesidad social o lógica. Porque el caso es que incluso los discursos religiosos más tradicionalistas pueden adaptarse para caber en la amplia mano del credo capitalista: mientras se respete la posibilidad de obtener ganancias crecientes, la propiedad privada de los medios de producción, la libertad de contratación y la satisfacción crecientemente expandida de las “necesidades” crecientemente promovidas por el mercado, todo discurso religioso es admisible una vez superados los grandes tabúes primarios que debe tener cualquier sociedad compleja: el tabú del homicidio (que incluye el infanticidio), el tabú de la violación y el tabú del incesto. El moderno sistema de derechos contiene estos mismos elementos en otra forma: la de los derechos individuales: derecho a la vida y la integridad física, derecho a la propiedad y libertad de consciencia (que incluye la libertad de culto).


Dos: la relación entre la religión y el estado considerada en forma particular en los actuales procesos de cambio político en los países árabes


Para muchos intelectuales occidentales el actual proceso de cambio político en los países árabes es visto con una mezcla de esperanza y temor, en donde predomina el temor. Sí bien no puede sorprender a ningún observador medianamente informado el avance de las formaciones políticas islamistas, hablar de Marea Verde e invocar el espíritu del “Choque de civilizaciones” es bastante insensato. Y es insensato por la sencilla razón de que no existen ya diferentes “civilizaciones”, sino formas diferenciadas de capitalismo articuladas en formas diferenciadas de organización política, las cuales dependen de la trayectoria económica y cultural de cada sociedad involucrada.
Para decirlo con claridad, si no fuera por las reservas de hidrocarburos, lo que ocurre con la “Primavera Árabe” sería un comentario en una nota al pie de página de los acontecimientos cotidianos. Incluso con esta cuestión estratégica en el tablero los titulares se ocupan más de la relación entre los jefes de estado europeos y la relación de Rusia y China con el conflicto entre Occidente e Irán que de la evolución de los movimientos políticos norte-africanos y meso-orientales. La razón es sencilla y transparente: aquellos son los problemas centrales del capitalismo actual y éstos son eventos secundarios.
Las masas árabes no claman contra sus viejos gobiernos por no imponer la Sharia (la legislación religiosa musulmana, de la cual hay numerosas versiones). Incluso hay que decir que gobiernos islamistas moderados harían mucho bien (según los cánones occidentales) respecto de la aplicación de la normativa religiosa en algunos países que todavía (y por razones petrolíferamente estratégicas) son de los mejores amigos de Occidente. Las masas árabes claman en realidad por apropiarse de la parte de las promesas del capitalismo que les corresponde: es un reclamo por trabajo estable y seguro, que es en realidad un reclamo por consumo estable y seguro. La democracia que persiguen es la democracia del mercado, y en eso son iguales a los demás. Sí el camino es el islamismo, bien; sí es otro, también bien. El islamismo, estructuralmente, no puede apoderarse del capitalismo, porque el capitalismo ya lo ha colonizado. En mi opinión, esa era la función social e histórica que cumplieron los regímenes autoritarios de la región en las últimas décadas, y lo han hecho tan bien que han caído bajo el peso de su éxito.
La represión de los movimientos islamistas los ha convertido en mártires ideológicos (canales de expresión del descontento popular) y en conductos políticos válidos para una nueva etapa, pero no son conductos políticos hacia una revolución civilizatoria, sino tan sólo para una evolución puntual hacia unas nuevas formas capitalistas en donde el consumo ampliado satisfaga la sed de las masas. Las masas árabes luchan,  precisamente, para incorporarse a las filas de la cultura de masas, y muy mal la pasará un gobierno islamista, por un religioso y espiritual que sea, que intente poner frenos a esa ambición.
Para la mirada occidental, sin embargo, la amenaza islámica alentada por la tragicomedia teatral que ha constituido la imagen del “islamismo radical terrorista” esta situación continúa siendo invisible. Por supuesto que no habré de negar la existencia de extremismos religiosos vinculados a este proceso, pero lo mismo ocurre con una fracción del protestantismo norteamericano, con una fracción del judaísmo israelí, con una fracción del catolicismo español y así. Estamos tratando con sociedades relativamente más pobres y absolutamente más castigadas por el autoritarismo político (en formas generalmente laicas, por cierto), de modo que extremismos reactivos no pueden sorprender a nadie.
A pesar de todo, no siento una verdadera desconfianza a largo plazo por los gobiernos islamistas que puedan surgir en los próximos años. Porque tengo una sólida confianza en la capacidad de las ideologías asociadas al capitalismo de arrasar con las diferencias en un sentido absolutamente literal.
Claro que en los tumultos de El Cairo se han producido atrocidades con contenido religioso, pero en Libia y en Siria se han producido guerras civiles con contenido laico y miles de muertos. No está de más recordar la tradicional tolerancia del Islam frente a confesiones religiosas afines (a diferencia de la experiencia general de la cristiandad proselitista, por ejemplo) y hay que agregar que su Paraíso Prometido al musulmán (androcéntrico como es) resulta más adecuado para la lógica capitalista de la vida cotidiana, pues es una orgía de consumo infinito, donde no existe la incomodidad ni la saciedad.
De manera adicional, no sobra explicitar que el auge del islamismo se debe en buena medida a la represión a la que fueron sometidos tanto como a las funciones sociales supletorias que supieron mantener durante décadas de dictaduras toleradas y estimuladas por Occidente.
En mi opinión, cualquier gobierno islamista deberá en primera instancia consensuar la política económica que desarrolle, lo cual redundará en un consenso necesario sobre la política ideológica. Por otra parte, debería recordarse también que junto con el respeto de los derechos individuales la democracia se sustenta en la soberanía popular (y ambos términos conviven en una permanente e irresoluble tensión) de tal manera que Occidente puede pretender que las nuevas democracias islamistas respeten los derechos humanos, incluyendo la libertad de consciencia. No obstante, no pueden pretender también que las sociedades árabes pasen a creer de manera general lo que la cultura occidental cree de manera general y, sí la imagen de un partido islamista triunfador le cae antipática, debería tolerarlo con el mismo espíritu de rabia contenida que sufre el votante cuyo candidato elegido es vergonzantemente  derrotado en las elecciones presidenciales.
Decir que las potencias occidentales tendrían derecho a intervenir en las democracias dirigidas  por movimientos políticos de signo islamista equivale a decir que los votantes de un partido laico derrotado tienen derecho a dar un golpe de estado al partido adversario vencedor.
No me lean con cara de pocos amigos porque al parecer soy un judío laico alienado que defiende el islamismo político. Todo lo que intento es correr la cortina ideológica que impide ver que en el contexto del capitalismo no hay, en primer lugar, espacio para el verdadero gobierno del pueblo ni tampoco hay, en segundo lugar, espacio para movimientos políticos que contradigan sus pautas de funcionamiento de manera extendida en el tiempo, por muy radicales que sean o parezcan ser. Yo no creo que el islamismo político sea la clave para la democratización de los países árabes, sencillamente porque tal democratización depende, en términos reales y no simplemente nominales o formales, de un cambio civilizatorio que, a pesar de la crisis, no parece próximo a producirse y, en caso de acontecer, más probablemente se llevaría por delante las formas políticas conocidas y legitimadas antes que implementar una auténtica democracia política y económica. Yo no hago el mundo, sólo intento interpretarlo con  las mejores herramientas analíticas de las cuales dispongo.
En cuanto a mis amigos y conocidos judíos y sionistas, sólo les recordaré que el estado de Israel fue fundado bajo la (ideo)lógica de escapar de la persecución y la discriminación en países no solamente no-musulmanes, sino incluso conducidos por una teología política no confesional: el patriotismo francés o el nacionalismo alemán, por ejemplo, dado que la verdadera persecución religiosa contra los judíos comenzó no con la edad feudal, sino cuando ésta comenzó a decaer y las funciones sociales que cumplían los judíos como pueblo-clase o pueblo-casta fueron anuladas o transferidas a otros colectivos, mientras que en el imperio musulmán muchos judíos ocuparon altísimos cargos. Hertzl abogaba por mantener abierto el diálogo con “su majestad el sultán” como medio diplomático para conseguir el acceso a la tierra, antes de que el imperialismo inglés abriera otra puerta a la construcción nacional judía.
Intento mantener cierto grado de coherencia: las mismas razones por las que desconfío de la verdadera amenaza que constituye  “peligro verde” de los partidos islamistas es la que me llevó a hacer una crítica del sionismo como estrategia de supervivencia cultural (véase mi libro: El polvo del santuario: un ensayo sobre la experiencia sionista y su influencia en el judaísmo, Ed. Entalpía, Bs. As., 2010). El estado nacional capitalista moderno sólo es compatible con la defensa de determinadas características étnicas y culturales sólo sí estas no se contraponen a los principios de funcionamiento del sistema. En caso de existir esta oposición, antes o después las pretensiones culturales cederán a las necesidades estructurales.