Repasando las ideas de mi anterior y homónima entrada he notado que pasé por alto un tema polémico. No me duele dejar pasar un tema importante, ni siquiera un tema fundamental... pero dejar pasar un asunto urticante es algo que atenta contra la mínima decencia de cualquier incendiario intelectual. Es casi como tener la antorcha y encender unos papeles secos, dejando pasar el charco de combustible.
Uno de los grandes espacios de discusión en torno al auge de los partidos islamistas es el temor a los contenidos materiales de las políticas públicas que potencialmente podrían llegar a desarrollar. Específicamente, se deja correr la sospecha de que el islamismo es intrínsecamente incompatible con el respeto a los derechos humanos.
Se sospecha (creo que no siempre sin razón) por el estatus de la mujer en la mayor parte de los sentidos jurídico-políticos que afectan a la condición de género. Se sospecha de la jerarquía religiosa de los imames y de su influencia asimétrica en las masas (algo que también se hace con el “populismo” latinoamericano). Se sospecha de la vocación pacifista, generalmente ante la pésima y muy interesadamente distorsionada comprensión del concepto de "Jihad”, traducido como “Guerra santa”, lo cual lo equipara con las cruzadas, poco más o menos. Se sospecha de un totalitarismo ideológico incompatible con la tolerancia política, el debate parlamentario, la equidad jurídica y la alternancia democrática. Se sospecha, en última instancia de lo que se asume como específico del campo religioso: la inflexibilidad ideológica y el conservadurismo radical.
No es mi tarea (sería necesario un libro para ello) desmontar estos argumentos. Mucho más gratificante: no es necesario. Alcanza con decir que estas sospechas son igualmente aplicables a muchas características de las democracias occidentales más avanzadas, aunque a menudo sean otras minorías de poder las afectadas, otros los espacios negados a la tolerancia, otras las modalidades de la agresión que resultan promovidas, otros los mecanismos de restricción y anulación práctica de la voluntad popular. En última instancia, el capitalismo siempre resulta, a mediano plazo al menos, incompatible con los derechos humanos. Sea por momentos en que se acentúan sus características más nocivas, sea porque encuentra uno de sus muy frecuentes períodos de crisis, el sistema capitalista siempre termina por encontrar la forma de hacer mermar los derechos de las mayorías sociales en beneficio de las minorías de poder, en ocasiones de maneras tan crudas y concretas que, mientras una élite se enriquece, amplias capas de la población comienzan a sufrir su existencia cotidiana, hasta llegar a ser asesinados en un entorno de violencia social o a morirse de hambre, en casos extremos pero no infrecuentes.
Además, se debe considerar el impacto de la mundialización económica en los términos ideológicos y políticos. En buena medida, las democracias de los países centrales desde la segunda mitad del siglo XX al menos podían perfeccionarse y hacer campear los derechos humanos en su territorio porque conseguían exportar las miserias del sistema económico fuera de sus fronteras.
El mundo árabe fue, precisamente, uno de los espacios en los que recayó la carga del capitalismo salvaje durante su último apogeo. La edad de oro para los países centrales fue la edad de plomo para el tercer mundo (denominación que vino a nacer... con Nasser, en Egipto, a partir del movimiento de los no-alineados). También esta circunstancia explica por qué los sistemas políticos del norte de África y el Oriente Medio no actualizaron sus formas políticas sino hasta ahora y por qué el Islam como fuente de integración social se transformó en fuente de resistencia política, antes que en religión de estado. Las monarquías y oligarquías de estas regiones, así como sus dictaduras militares, estuvieron siempre muy lejos de ser democracias pero estuvieron también siempre muy lejos de ser estados musulmanes. Desde la caída del imperio otomano en la primera guerra mundial no se ha repetido, en realidad, la posibilidad de un gobierno con base ideológica islámica. Ciertamente, la experiencia reciente de países como Turquía no es realmente significativa, pues se trata de un país con un capitalismo y un sistema político muy desarrollado, descontando que no puede ser tratado como un “país árabe”, de la misma forma que tal denominación no se aplica a Irán por razones culturales y religiosas.
Como soy vástago del Occidente Ilustrado arrastro conmigo mis “verdades” éticas y morales y en un lugar relevante de mi consciencia me preocupan algunas de las sospechas anotadas. En este sentido, mi falta de indulgencia respecto de los males del capitalismo y los sistemas políticos occidentales no debe entenderse como indulgencia frente a los problemas que existen también con los contenidos materiales de este proceso de cambio político en el mundo árabe. Simplemente se trata de poner la mirada en una perspectiva más amplia, cuyo foco esté puesto en los problemas estructurales del sistema mundial y no en las diferencias que permiten mantener unas asimetrías injustas y promover políticas mortíferas desde el centro del poder a la periferia.