martes, 30 de agosto de 2011

La sociología como responsable de los dolores de cabeza del señor Darwin


No siento vergüenza alguna en afirmar que la teoría de la evolución de las especies propugnada originalmente por Charles Darwin (hay quien dice incluso que fue su padre el valedor original de la hipótesis de la selección natural del más apto) es una de mis teorías favoritas. La tengo en gran estima porque es solida, elegante, económica y fiable. Sin duda alguna los grandes avances en materia de conocimiento genético, molecular y biológico la han actualizado pero, en lo esencial, sigue siendo el paradigma de evolución biológica dominante y, en este sentido, soy uno del montón de admiradores de este esquema de percepción de la evolución de la vida en la tierra.

Dicho todo eso, tengo que decir que creo profundamente que la teoría de Darwin padece de una ironía trágica muy propia de las ciencias de su época (y de la nuestra): nació para explicar el funcionamiento de algo justo en el momento en que ese “algo” estaba dejando de funcionar según los parámetros de la teoría. Los siguientes párrafos no tienen otro objeto que intentar explicar esta sentencia temeraria.
En el contexto que vamos a describir el “momento” debe ser considerado, en realidad, según escalas antropológicas, y no meramente históricas. Es decir, debemos prepararnos para ver las cosas en rangos muy largos de tiempo, pero también muy acelerados en las últimas etapas de desarrollo.

Podemos plantear la cuestión de la siguiente manera: la teoría evolucionista de las especies expresa aproximadamente que en la competencia por seguir existiendo sobreviven aquellas especies cuyo desarrollo previo las hagan más adaptables a eventuales cambios en el entorno y más aptas para competir con otras especies en la lucha por la vida. La razón de esto es que cada especie, considerada como la agregación de sujetos que comparten similares determinaciones biológicas y formas de supervivencia, tiene una determinada serie de condiciones que la hacen apta para la vida, que consiste en la lucha entre sistemas biológicos (cada animalito o conjunto de animalitos –o plantitas u honguitos– frente a otros) instalados en un sistema general que no es biológico (cada animalito o conjunto de animalitos –o plantitas u honguitos–  frente a un espacio geográfico-climático del planeta).  La construcción que determina la composición de sistemas biológicos y topográficos que enfrenta una especie es lo que se suele denominar hábitat, que es el espacio en el cual se desarrolla la competencia por la supervivencia.  

Hoy sabemos que la duplicación imperfecta de la información genética de generación en generación durante el proceso reproductivo de cada especie provoca la aparición de un número indeterminado de mutaciones en el resultado final. Muchas de estas mutaciones son inocuas, pero otras pueden provocar una gradual incapacidad adaptativa de la especie y otras, por el contrario, puede permitir la adaptación ante eventuales cambios en el hábitat. Los cambios sobrevivientes considerados como sucesión y medidos en largas escalas de tiempo es lo que se llama “evolución” de una especie, y depende fundamentalmente del azaroso ciclo de continuidades y cambios en el hábitat, sea en el entorno climático y topográfico, sea en las especies competidoras. Lógicamente, los largos plazos de la evolución permiten anotar regularidades en la “competencia” que pueden inducir a pensar en un plan racional: al león le crecen dientes más largos, las gacelas se hacen más rápidas, los guepardos se hacen más rápidos todavía, los ñus desarrollan cuernos más largos, los leones aprenden a reconocer presas débiles, aumenta la natalidad de las gacelas y este tipo de secuencias que son frecuentes en los “relatos” de la evolución, pero que tienen como arquitecto principal al humilde azar.

Hay especies que presentan un esquema corporal y reproductivo tan simple que no han cambiado mucho desde su aparición, otro tienen un esquema tan eficiente que tampoco cambian demasiado; algunos desarrollos alcanzan el absurdo y la ironía, abundan los errores que sobreviven y aparentes éxitos que conllevan la extinción. Por eso no se trata de la supervivencia del más fuerte, sino tan solo del más afortunado o, en la jerga aceptada, del más apto. En muchas ocasiones no se trata de que los individuos sobrevivan, sino de que una condición de la especie la convierta en una competidora formidable en tanto especie.

Este paradigma, considerado de manera general, es apropiado e infalible en el larguísimo período que abarca desde la aparición de las formas más elementales de materia orgánica auto-reproducible hasta “casi” el momento presente.

¿Por qué “casi” hasta el momento presente? De hecho, puede decirse, la tesis es muy apropiada en el momento presente. Probablemente estoy equivocado, pero permítanme insistir un poco con algo que me molesta, y que convierte a la certidumbre de la teoría de evolución de las especies en una “casi” certidumbre.
Por un lado, puede decirse que incluso considerando la capacidad de las sociedades humanas para transformar su propio hábitat a través del aprendizaje cultural y simbólico (es decir, un mecanismo de transformación de los medios adaptativos de la especie que no depende de cambios fortuitos en la información genética de los individuos que componen la especie) para las especies en general esto no constituye sino un cambio en el entorno en el que viven, pues la naturaleza alterada por la cultura humana sigue siendo hábitat. En este sentido, no importa cuanto cambiemos el planeta, la ley de supervivencia del más apto se mantendrá vigente. También podría decirse que el espacio ocupado por la cultura humana es ínfimo en relación con la historia de la vida en el planeta, que los reyes de la vida siguen siendo los insectos, los moluscos, las bacterias y los seres unicelulares o proto-celulares.

Con todo respeto, creo que esto es hacer un poquito de trampa. Porque el factor humano (llamado “efecto antrópico”) no sigue las reglas de juego tradicionales en la lucha por la vida. La razón de esta afirmación es que la sociedad humana no constituye un caso típico de relación entre sistemas en conflicto. No solamente altera su entorno en su funcionamiento, introduciendo en este entorno el caos resultante de mantener su propia organización interna (y con ella la organización de muchos individuos que la componen y la mantienen activa). No. La sociedad humana y la cultura que ella implica alteran el orden externo, pero también crean un nuevo orden en muchas ocasiones.

Por supuesto, las reglas de la termodinámica no pueden ser violadas sin más: tarde o temprano el desorden reaparece, y en gran cantidad, y por ello toda mi prédica sociológica de los últimos cinco años se ha centrado en comprender el papel que juega la entropía en los sistemas sociales y sus alrededores. Sin embargo, no deja de ser aparentemente cierto que la sociedad humana en su funcionamiento cultural reordena espacios del medio ambiente y lo “libera” del azar especulativo de la competencia entre especies,  a la vez que reintroduce el desorden en otros hábitats.

Tampoco debo ocultar que el tema es espinoso: yo mismo suelo utilizar en mis clases una analogía algo inválida: que la cultura (y no la inteligencia, que es una derivación de la cultura) es el mecanismo adaptativo particular del que dispone el ser humano. El aprendizaje no-inherente de un conjunto masivo de informaciones dispersas de manera irregular pero coordinada en el cuerpo social (por medio de la división del trabajo, que es también división de la socialización y de la integración social, y de las relaciones de autoridad) ha resultado una herramienta de ofensiva biológica impresionante: no sólo promueve la multiplicación de los individuos de la especie, sino que multiplica las armas de defensa y de ataque (incluso contra enemigos biológicos indetectables por los sentidos humanos) y prolonga la vida media y la vida útil de los individuos humanos. Pero no por ello es una herramienta infalible de supervivencia a largo plazo. Por el contrario, como ocurrió con el gigantismo de algunos dinosaurios, es un mecanismo que puede volverse en contra muy abruptamente y precipitar un eventual colapso a niveles de extinción.

No obstante, en el trayecto que va desde la aparición de la cultura humana más reconocible (la agricultura, por ejemplo, no representaba un evento sustancial hasta hace doce o trece mil años apenas, un tiempo escaso en términos biológicos de competencia entre especies) han ocurrido cosas muy interesantes en términos de “problemas” para la evolución natural. Fundamentalmente, los últimos doscientos años (y contando) han sido tremendamente entretenidos para una crítica de esta perspectiva.

Veamos este ejemplo: la agricultura altera el hábitat de diversas especies en muchos sentidos, que enumeraré sin agotarlos y al azar. Provoca cambios topográficos por deforestación, por riego, por uso del terreno, por el trabajo de erado, siembra, cuidado y recolección y por el transporte del producto. Induce la selección de unas especies vegetales (e incluso de subespecies) según la preferencia de los agricultores, lo cual altera la libre reproducción de esas especies vegetales  y sus competidoras y cambia radicalmente el hábitat de animales, plantas y hongos circundantes, en algunos casos de manera deliberada y en otras de manera fortuita.

La ganadería (y la apicultura) es todavía más directa en cuanto a sus efectos, aunque no necesariamente es más importante en cuanto a su impacto total agregado: directamente incrementa la expectativa de vida de algunas especies y extermina a sus competidores y a sus depredadores no-humanos. Se promueve la supervivencia por cría de vacas, ovejas, caballos, cerdos, gallinas y pavos, por ejemplo, y se elimina a zorros, lobos, perros y gatos salvajes, especies de herbívoros no explotadas. Más aun, se selecciona a las especies “ganadoras” según sus utilidades para el ser humano, y no según sus condiciones para luchar libremente por la supervivencia.

El efecto es particularmente evidente en las especies depredadoras competidoras con las culturas humanas. En las últimas fases de la “prehistoria” (digamos: durante el neolítico superior) los osos, los grandes felinos, los restos de los grandes lagartos, los elefantes, los rinocerontes, los hipopótamos, los jabalíes, los grandes simios y los cánidos sociales (lobos y perros salvajes, por ejemplo) eran “reyes” en sus respectivos hábitats, mientras que hoy sobreviven por caridad, porque la cultura humana aprecia en alguna medida su belleza, aunque ya no les guarde miedo ni respeto en líneas generales. Son dioses caídos de los cuales guardamos imágenes vivientes, con fines decorativos.

Las capacidades tecnológicas crecientes han permitido a las culturas humanas colonizar espacios antes inaccesibles: ballenas, cachalotes, peces y otras especies marinas están pagando el precio mientras que otras, oportunistas, comienzan a medrar. Afortunadamente dos tercios del planeta están cubiertos por agua salada; de otra forma, los cambios serían ya más notables, y más rápidos. Otras explotaciones alteran otros ecosistemas: la deforestación aniquila especies animales, junto con los árboles y, aunque la tierra no quede muerta, la biodiversidad se empobrece. Las represas inundan zonas secas y la mala agricultura deseca zonas húmedas: en conjunto, el efecto antrópico debilita los ecosistemas basados en el agua dulce, simplemente porque consume unas cantidades increíbles de este elemento central en la vida terrestre: muchas especies sufren porque su acceso al agua potable se vuelve más incierto y más peligroso.

Desde hace unos seis o siete mil años las culturas humanas han empezado a devorarse entre sí, y casi siempre ha sobrevivido en la lucha aquella capaz de movilizar mayor cantidad de recursos y, con ellos, de alterar de manera más profunda y rápida el medio ambiente disponible. Al mismo tiempo, estas victorias encerraban una gran derrota, porque las grandes sociedades, al consumir rápidamente muchos recursos que no siempre podían reemplazar fácilmente, sufrieron en muchas oportunidades un colapso derivado de no ser ya capaces de sustentarse.

Y todo esto sin citar todavía el uso de la maquinaria agrícola que requiere para funcionar de ingentes cantidades de hidrocarburos, de los agroquímicos, de las alteraciones derivadas de la selección antrópica de especies domesticadas, sin que ello suponga la elección de características más compatibles con la lucha por la vida en condiciones “naturales” de competencia. Últimamente, la ingeniería genética y otros conocimientos aplicados han comenzado a introducir cambios mayores: híbridos estériles, vegetales y frutos con ventajas aparentes en tamaño, forma y color pero empobrecidos en contenido, semillas suicidas, aves sin plumas y otras fantásticas innovaciones que no dejan de integrarse de grandes dosis de ingenio y de resultados aberrantes.

En el radio de alcance de la acción cultural humana al menos, la naturaleza ya no se rige exclusivamente por la ley de supervivencia del más apto, sino que se impone la excepción: la regla de supervivencia del más adaptado al ambiente artificial humano, en el cual el conocimiento y el trabajo humano son agentes principales, aunque los componentes básicos de la vida sean los mismos y las energías básicas sean idénticas.

La ironía trágica consiste en que Darwin publicó su trabajo en el contexto de una sociedad que en sus estructuras básicas es la que actualmente predomina en la humanidad, pues el capitalismo como forma societaria ha crecido y ha engullido o asimilado a todas las demás grandes formas de asociación y, no por casualidad, se trata de la forma social que promueve más ampliamente el impacto del efecto antrópico sobre las condiciones y hábitats no-humanos. Es inútil decir ahora que el socialismo de estado también promovía este desarrollo porque en una perspectiva amplia no resultó más que una forma indirecta de ampliar las esferas de acción de sociedades basadas en la continua expansión de la división del trabajo y del consumo.

Durante varios milenios diversos factores mantuvieron relativamente estable a la población humana mundial, que era aproximadamente una octava parte de la actual. No sé cuanto habrá crecido respecto de la población de Homo Sapiens de hace cien mil años, pero hemos alcanzado cifras de humanos y de calorías consumidas de promedio por cada humano viviente que no pueden considerarse una pequeña excepción en las reglas de la evolución natural.

Para muchas especies (y cuanto más próximas a nosotros están, más amenazadas se encuentran) esta expansión humana ha resultado ya fatal y esa fatalidad será definitiva mientras los laboratorios genéticos no las resuciten.

Otra diferencia: en la tesis de Darwin no existe posibilidad alguna de intervenir en el proceso de manera racional, pues la selección natural es fortuita y arbitraria. En cambio, aunque no sea mucho, algo puede hacer la cultura humana para comprender, interpretar y, en ciertos casos, revertir una situación en términos de calidad del hábitat.  No soy optimista, pero tampoco tan pesimista: considero improbable que la humanidad extinga toda la vida del planeta antes de que sus grandes sociedades  se auto-aniquilen y lo que sobreviva a nuestra jornada de especie cultural no carecerá de su propia belleza. A fin de cuentas, un tigre es más hermoso que una medusa sólo en términos subjetivos.

Sí estas opiniones causan alguna molestia a biólogos o afines excesivamente convencidos de la superioridad de Darwin, sólo puedo repetir mi admiración por el cambio de paradigma introducido por él y declarar que mucho más daño ha hecho el darwinismo social, esa metáfora simplista en donde la sociedad replicaría los hábitats animales y representaría un campo de batalla para diversas subespecies humanas. Sé que estoy amonestando mis propios pedidos de disculpa, pero sólo se trata de aclarar que no estoy intentando trasponer las ideas de uno a otro campo científico, sino re-disponer los conocimientos a mano para comprender fenómenos de gran escala y enorme impacto, que al mismo tiempo gozan de nula apreciación por parte de muchos expertos en el arte sombrío del conocimiento social.  



Nota teológica fantástica y un poco terrorífica


La teoría opuesta al evolucionismo es el creacionismo, según el cual, en términos generales, las especies fueron creadas tal como son, todas a la vez y al servicio de la humanidad. En última instancia creacionismo y evolucionismo no son incompatibles: basta con postular que dios (masculino o femenino, singular o plural, concreto o abstracto) creó los gérmenes de la vida y guió la lucha por la misma según un plan maestro que parece fortuito sólo porque no lo conocemos y en cual los seres humanos ocuparíamos el lugar que merecemos. ¿Cuál es ese lugar? Mera especulación nos guiaría: aparecimos como seres culturales y como tales vamos cambiando la cara del mundo, creando un mundo futuro del cual nada sabemos, ni siquiera si estamos destinados a ser parte de él, aunque sí fuimos creados para la soberanía supondríamos que sí, que allí tendremos nuestro lugar. Pero, ¿qué condiciones tendrá ese mundo? ¿Será creado según las normas éticas, morales y estéticas de quién? No puede negarse que, aun en su estado actual, la lucha por la vida suele ser tremendamente cruel y completamente despiadada y que la vida cultural sólo parcialmente ha mejorada dicha sustancia. Me cuesta pensar que esa crueldad ha sido motivada sólo por el pecado del hombre y que el león y el buitre eran vegetarianos antes que el affaire de la fruta prohibida los destinara a la sangre y la carroña. Me hace pensar en la clase de juegos perversos que disfrutan los dioses. Quizá para ellos (sin importar su género y su número) el mundo es una inmensa riña de gallos, de perros, de hombres, y que esa guerra permanente que es la evolución sea su entretenimiento.   

No. Realmente eso me parece absurdo. Menos ridículo me parece creer en una serie de fenómenos fortuitos que, eventualmente, nuestra racionalidad social alcanza a interpretar con el lenguaje científico, y en donde eventualmente podemos operar según nuestros valores éticos, morales y estéticos.  Por otra parte, no me seduce la idea de un mundo poblado por zombis de innumerables animales y plantas, modificados para persistir en la existencia interminable de un nuevo y macabro jardín del Edén  en donde las Evas y los Adanes futuros reinen hasta que el sol se extinga. A ese paraíso de muertos vivientes no me inviten tampoco. 

viernes, 26 de agosto de 2011

Postales de Estambul

Viene el fin de semana y estoy bastante seguro de que no voy a trabajar nada de nada. Pero, para que no se aburran, les dejo el enlace de mi nuevo y flamante sitio, donde colgué una serie de viejas cosas, algunas que no habían visto la luz de Red y uno que otro experimento. Les recomiendo ahora "Postales de Estambul", en la página de "narrativa" que tiene fotos de Miriam Alazraki (muy maltratadas por la escasa calidad que pude subir), persona con la cual, según mi página de facebook, estoy casado, y un cuentito que, en realidad, relata nuestro paseo por una de las dos ciudades más hermosas que he visto. https://sites.google.com/site/soltonovich/home 

miércoles, 24 de agosto de 2011

Sólo para entendidos: ideología y política en la ficción de Tolkien o: Estudio sobre la verdadera naturaleza de los Hobbits.

¡Atención! Considerando el nuevo formato de sitio web, este ensayo puede encontrarse en el archivo de Ensayos siguiendo el vínculo:  https://sites.google.com/site/soltonovich/home/ensayos  En este espacio puede leerse en formato web o descargarse como PDF, para facilitar la lectura e impresión. ¡Gracias!

miércoles, 17 de agosto de 2011

Un poco de economía: sobre el dinero y el endeudamiento fiscal


La deuda pública constituye un  problema político probablemente desde que existen los estados complejos. Con esto me refiero a una tensión que existe entre dos aspectos económicos muy importantes: la producción de bienes y servicios y la gestión de su distribución. Tan habituados estamos a pensar la economía como algo basado en la circulación de dinero que con idéntica frecuencia tendemos a olvidar que el dinero es sólo una representación convencional de la posición social que ocupan las capacidades relativas de determinación política. Es decir: el dinero no posee valor real en sí mismo, sino que es una representación de la propiedad, que es, a su vez, una representación del poder relativo de los actores sociales para decidir sobre factores tan determinante como son la producción y la distribución de bienes y servicios.
El actor, particular o colectivo, que “posee” dinero (un dinero cuya capacidad de representación está siempre avalada por el estado y su capacidad coactiva, sin embargo) es capaz de decidir qué y cómo se produce y qué y cómo se distribuye la riqueza social. La posibilidad de decidir qué mercancía se compra para consumo particular (que en la vida cotidiana es la forma más usual de ver e interpretar el dinero para la mayor parte de la gente) es sólo una consecuencia subsidiaria de la necesidad de este medio representativo y convencional en el contexto de sociedades complejas, en las cuales las relaciones sociales, y en particular las económicas, están muy mediatizadas y distanciadas entre sí para reproducir la sociedad de una forma más mecánica y directa, por lo cual el dinero es uno de los hechos sociales que con mayor fuerza destacan el estado de desarrollo de la solidaridad orgánica en una sociedad determinada.
Considerando el volumen de las sociedades capitalistas (y del capitalismo global en su conjunto) no puede extrañar que casi todo lo que ocurre sea medido y considerado en términos de dinero, pues suele ser el único parámetro viable para interpretar el estado de las relaciones entre personas, organizaciones, estados u organismos internacionales, por ejemplo. Quién lo tiene, a quién pertenece, quién le debe dinero a quién, son las principales vías para captar el estado de una situación determinada en términos de economía de escala (y también privada).
Hace ya casi un siglo y medio Karl Marx advirtió del carácter fetichista del dinero, pues el fetiche que oculta es el elemento que impide apreciar las relaciones sociales realmente implicadas en la producción y en la distribución, siempre mediadas por la propiedad de “capital” que es, en última instancia, representación del trabajo social acumulado en determinados factores de producción o bienes y servicios de consumo. Mi abuelo lo resumía con una de sus clásicas muestras de perspicacia sociológica:   “Donde existe el dinero, no pueden existir ateos”. Varios siglos antes, el lúcido, terrible (y reaccionario) Francisco de Quevedo y Villegas mostraba patentemente esta inversión de la realidad que da al dinero esa apariencia antropomórfica en cuanto a su capacidad de decisión, en una etapa temprana del capitalismo, como era el siglo XVII: “Madre, yo al oro me humillo / él es mi amante y mi amado /pues de puro enamorado / anda continuo amarillo. /Que por doblón o sencillo / hace todo cuanto quiero: / Poderoso caballero / es don Dinero”. Lo que se oculta detrás de estos versos es que el “Poderoso caballero” no es el dinero en sí mismo, sino quien lo posee como capital y es capaz de alterar el estado de las relaciones sociales existentes simplemente orientando la distribución de este capital. El dinero que se transfiere no sólo adquiere factores de producción, activa el proceso de incorporación de trabajo humano como valor agregado y distribuye el producto en los mercados; también puede desviar o comprar decisiones políticas, legislativas y judiciales de todo nivel (sin excluir las sindicales), puede interferir simbólicamente a través de la publicidad y la propaganda, puede adquirir servicios de presión política, individual  y coactiva. Por eso sostengo que la propiedad del dinero es, antes que nada, una representación de la distribución real de la capacidad política, que redunda en una distribución de la capacidad económica.
Este es el espacio, en realidad, en el que existe auténticamente una economía política (cuya crítica y análisis es subtítulo y “espíritu” de “El capital” de Marx). En consecuencia, el análisis de la relación entre el estado y el dinero (si lo posee, si le pertenece, si lo debe a alguien) es también una cuestión central, pero muy problemática. Porque el estado no es un actor cualquiera en términos de la política económica.
En primer lugar, es el garante último de la validez del dinero como representante del valor. Todo poseedor privado de dinero depende, en última instancia, de que el estado convalide jurídicamente la representación dineraria. No obstante, la globalización económica ha cambiado los parámetros de esta validación, pues casi todos los estados validan no sólo sus propias monedas, sino la de terceros países o regiones (en los niveles menos complejos de interacción económica) y son prestamistas o deudores de organizaciones  complejas que no funcionan con una única referencia dineraria, sino en relación con “canastas” que incluyen valores relativos de otros elementos que adquieren valor dinerario (el oro, el petróleo, la estimación del valor de las empresas de un determinado país). Sin estados que convaliden esta validez (de la que depende a su vez su propio funcionamiento) la estructura financiera colapsaría casi de inmediato.
En segundo lugar, el estado es uno de los principales agentes de distribución en muchas áreas y regiones del capitalismo global, y consume recursos indispensables para la regulación de las relaciones sociales de todo tipo cuya función no puede ser reemplazada totalmente por mecanismos de inversión privada, sea porque no son interesantes como mecanismo de reproducción ampliada del capital, sea porque es socialmente inadmisible (en términos de la imposibilidad de que exista una regulación adecuada) que partes privadas administren determinadas áreas y recursos.
En tercer lugar, el estado es el ámbito de protección y regulación del sistema contra sus propias tendencias destructivas. Sin un estado que contenga la acumulación excesiva, el capital tiende a destruir rápidamente su propio sustrato de producción de valor aniquilando al productor como consumidor en virtud de la explotación excesiva. ¡Sorpresa! La normativa laboral no sólo protege al trabajador de la codicia del capitalista, también protege al capitalista de su propia codicia, estimulada por la competencia.
Además de estos espacios de relación particular entre el dinero como forma del valor y el estado, el estado en sí mismo constituye una excepción en el contexto de las relaciones sociales, porque se articula como único poseedor de la fuerza coactiva legítima... excepto cuando el propio dinero es utilizado como fuerza coactiva. Un estado endeudado puede ser manipulado políticamente para la defensa de intereses particulares, puede ser cooptado, puede ser anulado o incapacitado para que deje de responder a ciertas necesidades de regulación.
En la década del noventa del siglo pasado, luego del proceso híper-inflacionario (que justamente refleja la desconfianza de los poseedores de capital en cuanto a la capacidad del estado de sostener el valor del dinero como representante de la riqueza social) la Argentina (como muchos otros países) experimentó un fuerte retroceso del estado como regulador de las tensiones sociales, precisamente porque el endeudamiento permitía a diferentes intereses imponer al estado condiciones para su funcionamiento. El estado estaba en quiebra, no tenía dinero propio, sino que lo tomaba prestado y esta situación daba al prestamista poder político. Por supuesto, el estado tenía una fuente de sustentación básica, que es la exacción impositiva.
Los impuestos representan recursos privados que pasan al estado no sólo por la capacidad coactiva que éste concentra, sino porque librados a sí mismos no contienen todas las tensiones sociales necesarias para mantener el funcionamiento de la vida social y asegurar (en su mayor parte) la supervivencia individual. La sensación subjetiva de que el estado “quita” el dinero a los contribuyentes es tanto una imposición ideológica como una observación práctica, porque puede significar la queja de los sectores que concentran el capital, que se proyecta ideológicamente a los sectores subordinados, al mismo tiempo que una constatación del mal (e incluso criminal) uso público de esos recursos.
La ausencia de dinero público genera dos consecuencias apreciables: por un lado, el estado pierde capacidad de desarrollar políticas públicas de desarrollo social, producción y distribución; por otro lado, el estado pierde control sobre la agenda de prioridades de la acción pública. Es por esta razón que, en momentos de mayor crisis, el estado se ve obligado a salvar bancos antes que atender a las necesidades alimentarias de la población. La agenda pública, en momentos de crisis fiscal, escapa de las manos de los políticos que controlan la gestión pública y recae en los poseedores de capital. Como una crisis económica tiende a reducir también la capacidad de conseguir dinero por vía impositiva y reduce el valor total del dinero (porque se reduce el valor agregado de la economía a la que este dinero hace referencia) el terror de las clases poseedoras de capital (y sus administradores, consultores, asesores –que viven del resultado de la ganancia, etc.) es que el estado fije en ellas sus objetivos de sustentación: no hay medio que se ahorren para impedir esto, es cuestión de vida o muerte que el estado resuelva sus problemas financieros sin disminuir la riqueza concentrada en el capital privado. Lógicamente, la mejor defensa suele ser un buen ataque, y la financiación privada de la política, tanto legal como ilegal, suele asegurar la existencia de un sector político ya previamente cooptado, concientizado de la necesidad de resolver los problemas fiscales de otra manera. Por esta razón, en Europa y los EUA también los estados y los organismos internacionales promueven políticas públicas  basadas en el ajuste fiscal y la reducción de la intervención pública en la economía. Se trata de estrategias que, ya lo he dicho, pueden fracasar en cuanto a la solución de la crisis como problema social, pero que suelen también triunfar en el aspecto de defender a los grandes poseedores de capital.
La amenaza de la deuda pública  es interpretada siempre como amenaza para la acumulación y reproducción ampliada de capital y la amenaza, mucho más concreta, que representa para las condiciones de vida de la inmensa mayoría de la población termina siendo algo secundario, que se gestiona mediante el abandono y, en caso de ser necesario, la represión.
Por todo esto no es extraño que la derecha europea y norteamericana pretenda alterar las constituciones para que los estados no puedan endeudarse: temen que los estados no puedan responder y su precioso dinero (invertido en la gestión pública de manera usuraria) pierda valor y capacidad de ampliarse. La mala prensa que tiene el concepto de déficit fiscal confunde el funcionamiento del estado con el de una empresa privada, precisamente porque impide apreciar que la “deuda” es, en realidad, una transferencia de riqueza que en ocasiones es necesaria para regular el funcionamiento del sistema.
Sin embargo, fortalecer a nivel constitucional el interés de las clases poseedoras de capital, restringiendo en el espacio más protegido el endeudamiento público, puede ser un arma de doble filo: si bien puede evitarse el riesgo de quiebra (default) de los estados, también terminaría por volverlos incapaces de responder a las tensiones sociales generadas por la crisis, de tal manera que la única respuesta remanente sería una extremada extensión de la violencia en las relaciones sociales. En Latinoamérica la hemos pasado muy mal con los resultados de esta política económica y la resistencia suele ser la única opción.
No he hablado aquí del estado como espacio democrático y popular para la gestión de la riqueza pública: no es casualidad.

jueves, 11 de agosto de 2011

El capitalismo central en la picota: encorsetados con alambre de púas


Visto lo visto y quizá lo que está por verse, en la izquierda latinoamericana debemos admitir que estábamos un poco confundidos. Cuando en la última década del siglo pasado la pesada mano de “los mercados” escondida en el blando guante del fondo monetario y el banco mundial nos exigía un brutal achicamiento del estado empresario y distribuidor (no así del estado represivo, por otra parte, aunque no se estimuló graciosamente la metodología del golpe de estado, como ocurriera un par de décadas antes) creímos ver allí la negra garra del imperialismo de los países centrales  enel capitalismo. Y nos confundimos. Una cosa resulta ser el gran capital, y otra cosa los estados centrales.
Digo esto atendiendo a que “los mercados”, especialmente los de valores, son en realidad el sensor de los miedos inveterados del gran capital, que ve esfumarse y disolverse la facilidad de las grandes ganancias. No temen caer en la miseria (¡una monedita para este pobre jugador de golf!), temen no poder igualar las ganancias del año anterior, incluso en ocasiones del trimestre anterior. Cientos de gerentes y asesores neuróticos a sueldo trabajan para comprender e impedir esta situación (¡una línea de coca para este pobre asesor financiero, por el amor de dios!). Con cierta sorpresa, vemos ahora que, a partir de la crisis desatada en el año 2008 (aunque había que ser un bicho unicelular del fondo de una fosa abisal en el océano Pacífico para no verla venir), “los mercados” chillan ante cualquier señal de estancamiento en las grandes economías capitalistas (descontando por ahora a los denominados “países emergentes”). Y chillan una cosa perfectamente entendible: “No sabemos cómo mantener la tasa de ganancia, así que: achiquen el estado, cobren menos  impuestos a los ricos, permítannos extender la jornada laboral, pagar menos indemnizaciones, recortar plantillas, cercenar sueldos, podar beneficios sociales. En el nombre del crecimiento económico ¡Permítannos explotar más!”. La sorpresa es que, dadas las actuales condiciones del mercado mundial, no pueden exigir (no tienen el poder para exigir) estas condiciones en las economías periféricas, de modo que desatan su furia en casita... y parecen estar ganando, porque las tijeras del déficit público, manejadas por los evaluadores de las enormes deudas fiscales, trabajan en todos lados.
Y los estados, en general, han ido cediendo ante la presión. Gobiernos de centro-izquierda, como en España, pero también gobiernos de derecha, como en Italia o Francia, ceden a la presión de los mercados, porque las economías no crecen al ritmo considerado aceptable por un capital que pocas veces ha mostrado con tanta fiereza su cara monopolista, su concentración de poder económico y social. No me molesto en señalar lo que ocurre en la periferia europea, Irlanda, Grecia, Portugal. Hablo de lo que ocurre en estos países y los EUA, donde un presidente que ¡al fin! Venía a cambiar las cosas, se ve obligado a configurar un estado más reducido que en la época de los Bushes, más anémico que en la era Reagan.  Y todo esto mientras todavía no se enteran de qué se trata una verdadera crisis económica, que existe cuando el tejido social, comprimido por la violencia y la miseria, amenaza con descomponerse. No. Todavía no han llegado a “nuestro” nivel habitual de crisis, que es algo que cualquiera con una mínima vocación humanista debe no desearle a nadie (aunque se lo haya buscado con su apatía, su condescendencia, su auto-complacencia y su conformismo).
Saldrán los agoreros a decir nuevamente que, esta sí, es la crisis definitiva del capitalismo mundial. Me permito dudar de esta revelación apocalíptica (una redundancia para los entendidos) porque no está amenazado el modo general de organización de la sociedad global.  Puede achicarse, puede reconfigurarse, pueden cambiar los países con roles protagónicos: después de perder dos guerras mundiales el siglo pasado y de haber estado dividida por cuarenta años, Alemania parece amanecer en este escenario como el país capitalista tradicional más sólido.
Claro que el crecimiento económico en América del Sur registrado en la última década es endeble, todavía de recuperación y no de auto-generación capitalista, claro que en un lustro o menos podemos recaer en las amenazas del FMI y el BM. Pero ahora están con la boca llena de problemas más grandes para ellos y, como si estuvieran desesperados, aplican las recetas que “fallaron” en toda la periferia capitalista durante treinta años.
Algunos economistas de primer nivel consideran que se trata de un error. Se equivocan o son cómplices. No es ningún error: el gran capital consiguió durante mucho tiempo enormes ganancias extraordinarias y países y gobiernos dóciles a los gentiles requerimientos de los inversionistas. Sí yo fuera ellos, sí los de ellos fueran mis intereses, también repetiría la fórmula. El error de base consiste en creer que la crisis económica es igualmente mala para todos. Puede ser mala para todos sólo si es una crisis orgánica, terminal. En otro caso, no resultará mala para todos, sino sólo para el ochenta y ocho por ciento de la población. Quienes mantengan la capacidad de producir ganancias, aunque sean menores que en el pasado, ampliarán la brecha entre ellos y el resto de las personas, serán relativamente más ricos, incluso aunque los números absolutos de sus riquezas parezcan reducirse, porque lo que les quede será más capaz de producir futuras ganancias (insisto, si la crisis no es terminal).
Las fórmulas de ajuste económico suponen recortar los derechos de los trabajadores frente al capital, ¿por qué no se llega nunca a un acuerdo para reducir los beneficios netos? Me refiero a uno verdadero porque, aunque bajen los números aparentes de las grandes empresas transnacionales y los grandes capitales, sí se les permite ampliar la tasa de explotación (bajo la excusa de que así podrán generar más empleos, por ganarse en competitividad) en última instancia saldrán ganando, porque se quedarán con una porción mayor de la torta de la riqueza social. ¡Uf! Todavía estamos digiriendo el último plato de “competitividad” que nos hicieron tragar: la educación, la salud, la justicia y las políticas públicas redistributivas destrozadas, anémicas, voluntariosas pero limitadísimas en el mejor de los casos.
Señora europea, señor gringo, no se dejen engañar como indios, o como chinos, o como sudacas... o como quienes sea que han engañado sus países y sus capitalistas en el pasado: los ajustes no son un “esfuerzo nacional”, sino una adecuación brutal de las personas a las necesidades del gran capital, que implican que ustedes tengan menos pan para llevarles a sus hijos. Menos pan, menos juguetes, menos ropa, menos aparatitos tecnológicos... si sus hijos no pasan hambre, la crisis del hambre la pagarán otros, llegado el momento. Afortunadamente, la recesión global abarata el petróleo, y con él el precio de los alimentos de consumo híper-masivo. Al menos en teoría... no todas podían ser malas noticias.
Me preguntaron el otro día si el mundo se estaba yendo a la mierda... contesté que sí, pero... hay que agregar que el mundo empezó a irse a la mierda en algún punto entre el siglo XVII y el XVIII, cuando se hizo visible que el proceso de continua expansión de la división del trabajo y la productividad media inherentes al capitalismo se había convertido en una tendencia consolidada e irreversible de no mediar un drástico cambio de consciencia global (que el diablo sabrá cómo podría producirse con la gente cada vez más idiotizada con las compras y el fútbol)). Las crisis que soporte el capitalismo a lo largo del resto de su historia (¿alguien cree que esto puede durar mucho?) serán comentarios de este proceso de auto-aniquilación.
En algún lado tengo las cuentas de cuanto puede llegar a perderse en términos de vidas humanas (en cantidad y en calidad) si este proceso de crisis continúa hasta que coincida con una crisis de aumento del precio del petróleo (calculé, a precios del año 2000, una recesión moderada como esta con un barril de crudo a 175 dólares). Yo me tomo muy en serio esos números... y a veces el exponente tan alto me marea (sí, tengo que contar en notación científica, en potencias de diez para no llenar la página de ceros), me marea en el sentido que descompone ver un cadáver bastante putrefacto de lo que antes era un chiquito de tres años, una cosa así. ¿Les da “asquito” la imagen? Vean las últimas noticias de África oriental, amiguitos.
Hace unos años, la posición del pensamiento crítico del tercer mundo frente al capitalismo global era que “otro mundo es posible”: hermanitos europeos, hermanitas yanquis, expoliadores nuestros del siglo pasado... espero que empiecen a darse cuenta que, para ustedes también, otro mundo no es posible... es necesario. No confío demasiado en ustedes (ni mucho menos en nosotros), la verdad. El capitalismo, con toda probabilidad, superará esta crisis, volverán los estados benefactores, y ustedes volverán a sus casas, a sus iglesias, a votar una vez cada dos años y a sentir que “eso” es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo... ¡Che! Háganme creer por lo menos que estoy equivocado, que cuando pase la tormenta no dirán “no fue para tanto”, y vuelvan a mirarnos por encima del hombro y a preguntarse si estamos preparados para la democracia con nuestros populismos corporativistas y nuestros revuelos sociales cotidianos.
Lo más triste para mí: en los buenos tiempos de mi inocencia sociológica yo creía también que después de toda esta porquería capitalista vendría un comunismo del bueno, un comunismo de los pueblos, y no de los estados ni de los ejércitos. Ni esa esperanza me han dejado en mi experiencia, váyanse todos a la puta que los parió.

lunes, 1 de agosto de 2011

Nota sobre el olvido de la “Saga de Obedaurio”, realizada por Clodio Hiubuscus, y la daga de la muerte de los dioses

Quizá la más pertinente de todas, en una galaxia de respuestas en donde imperan la especulación y las conjeturas, sea la proposición de Alfredo Benamaral (1984): el relato de Clodio Hiubuscus fue rechazado sencillamente por su patente verosimilitud.
Ni un Hércules bactriano ni un Perseo, ni siquiera un Odiseo, Obedaurio cumplió también con sus pruebas antes de ser coronado rey de su ciudad natal. Clodio comprueba que fueron siete las dificultades que venció. Pero Maslah-Sanka, la amanuense de Imena la vieja, nombra doce; Dernio Lano, tres; Honorio de Cólumen, ridículamente, asevera que fueron cuatro. De las hazañas de Obedaurio según Clodio, el asesinato de la Hechicera del Lago Spertis figura en quinto lugar; es la cuarta y última según Honorio; la segunda en el salmo de Maslah-Sanka; Dernio Lano la desconoce.
Descontando ciertas similitudes, sólo el relato de Clodio reúne las fuentes reconocidas y discute con ventaja las contradicciones en la mitología original. Reconoce la sorpresiva exigencia del Órdagon de Mithra de matar a la Hechicera del Spertis, una tarea menor y casi banal en la dura saga guerrera de Obedaurio; reconoce la incongruencia de que sea un colegio como el Órdagon quien decidiera en nombre de un oráculo (el del monte Siká) tan lejano de su zona de influencia religiosa y política, reconoce también la escasez de material adicional sobre esta aventura en particular. Clodio es imparcial incluso con su ignorancia: reconoce que no puede colectar pruebas de la situación temporal de la aventura: sólo responde que los textos (mal llamados) de la segunda pirámide de Bactria y la biblioteca de Prosegamos coinciden en situar el asesinato de la hechicera entre el desplazamiento del monte Siká (para el cual Obedaurio habrái reunido a ciento cincuenta mil trabajadores) y la ruina del castillo de Hannuman, antesala a su entrada triunfal en Bactria. El asesinato del impostor Arumennis no es considerado una auténtica prueba, sino la consagración sacramental de Obedaurio como rey sagrado.
Con la muerte de Arumennis en Bactria y la unción de Obedaurio coinciden en terminar todas las sagas, excepto la de Clodio Hiubiscus. Benamaral (p.4) observa que, de haber terminado ésta última también aquí, ninguna duda existiría acerca de su superioridad. Por estilo, por claridad, por calidad de la información, la saga narrada por Clodio es superior. Tanto Honorio como Maslah-Sanka informan de la existencia del relato de Clodio como referencia y como inspiración. Nermo de Cirne y el inflexible Capsucanis, que no se ocupan de la historia de Obedaurio, lo reconocen como única fuente válida en la materia.
Sin embargo, el resto de los relatos prosperaron, todos son citados por críticos posteriores, todos son reproducidos en todo o en parte en los registros imperiales de Bactria, de Cirne, de Siká o de Prosegamos. No obstante, el tenaz empeño de Clodio no puede callar lo que sigue. Una nota aclaratoria, producto de décadas de problemática investigación en el contexto de las Guerras del Pábilo (en medio de la conmoción causada por las conquistas macedónicas): “... pues aún sí se dudara de la demanda del Órdagon de Mithra, la muerte de la Hechicera Blanca del Lago Spertis es portal de la nueva era, que no soportan los dioses del mundo ni los dioses secretos...”.
Clodio relata, con imparcial sequedad y frialdad de profeta, cómo la muerte de la hechicera produce el cambio de era. Sólo esa terca aptitud para la responsabilidad como relator, cercana a una obcecada necedad, le permite, le obliga en realidad, a continuar. Porque la hechicera madre no sería otra que la vieja Gran Madre, y con  su muerte se apresura el fin del imperio de los dioses secretos. La influencia de éstos en el mundo se disipa, y los dioses del mundo se confunden con la naturaleza. Benamaral sonríe ante la perspectiva, porque pregunta retóricamente (p.15): “¿Qué sacerdocio podría aceptar la doctrina que surge de la comprobación histórica de Clodio?”.
La declaración de Clodio es concluyente, en este sentido, y los sacerdotes, de Himeria a Jerusalén, comprueban en su propia experiencia la verdad que yace en el crimen de Obedaurio. Después de la muerte de la bruja de Spertis ningún milagro vuelve a producirse, ninguna plegaria es respondida con certeza: los portentos sagrados y la magia maligna desaparecen por igual de las historias que cuentan los viajantes. Sólo aquellas religiones que poseen registros sagrados resisten la prueba, pues sus dioses quedan protegidos (y también encerrados) en el pasado. A este pasado se aferran príncipes y sacerdotes, confundidos por la ausencia de los dioses. Es casi un apartado de secuencia lógica la deducción de Clodio: la ruina de Hannuman es prometida y facilitada por la desaparición de los dioses: ¿de qué otro medio podría haberse valido Obedaurio para capturar el castillo del aire de Hannuman?
Clodio Hiubuscus y Honorio coinciden en que la daga con la que Obedaurio mató a la hechicera estaba hecha con una de sus propias costillas, en donde se hallaba tallado el nombre de esa vieja “Madre de todos los vivientes”. La historia no termina de descansar en paz. Iojanán de Jamnia, cuatrocientos años después de la muerte de Clodio, llevó desde Bactria una “costilla sagrada” a Qyriat-Arbá, por orden de Gamliel de Hamma. Tres siglos más tarde la costilla es hurtada por orden del exilarca de Babilonia y el nombre de Gamliel de Hamma es borrado de los registros talmúdicos, y sólo reaparece en la Geniza de Boz Dag, cerca de Esmirna, junto con la locación de la costilla en una escuela rabínica del Monte de la Rosa, en Sicilia.
Pero la costilla ya no estaba allí. En el siglo décimo, Arnaudo de Moravia, al mando de la flota de los caballeros rosacruces, saquea la “nueva escuela”, situada en el predio que hoy ocupa la Casa Circondariale en Marsala y lleva el cofre de la costilla a Lisboa, en cuya iglesia de santa Clara, muy cerca de la Alfama, es expuesta como reliquia, sin permiso de Roma  y con abierta ironía: la costilla de San Clodio. El conclave de Alderigo, durante el pontificado de Bonifacio VIII (1295-1303) y en el contexto de la resolución del conflicto siciliano, admitía que la historia de la costilla negaba los milagros paganos, pero igualmente negaría los milagros de Jesucristo.
En consecuencia la reliquia es unánimemente considerada falsa,aunque permanece en la diócesis de Lisboa hasta que es adquirida en 1756 por Abraham Bausqué, sabio y riquísimo comerciante de Amsterdam, quien la remite en un buque mercante a Puerto Príncipe, pues la consideraba maldita y responsable de los males de los judíos en Europa, en lo que se conoce como la “Maldición de Gamliel”. Bausqué anota en su diario, publicado por el mismo editor que intentó adquirir todos los manuscritos de Baruj Espinoza para destruirlos, que cualquier comunidad judía próxima a la costilla estaba destinada a desaparecer.  
 Muchas veces ocurre, la historia más próxima no es la más fácil de desentrañar. De alguna manera, la costilla llegó a principios del siglo veinte en su cofre original y en una mudanza, desde Santa Cruz de la Sierra hasta el Río de la Plata. La retuvo desde la década de 1980 un anticuario de la calle Cerrito, en Montevideo, en donde la compramos (a mi esposa le gustó la cajita) por menos de cincuenta dólares americanos, a finales del año 2008. Reconocí vagamente los caracteres cuneiformes de la inscripción en la daga: pero el anticuario nos juró que era de auténtico “cuerno de elefante”.
La nota de envío con la firma de Abraham Bausqué guardada (no escondida) dentro de la tapa es todavía fácilmente legible, pero no la encontramos sino hasta hace un año, el veintiséis de julio del año 2010, mientras guardábamos las cosas para la reconstrucción de la casa. La tengo guardada en una bolsita plástica con cierre, porque no sé a qué museo le pudiera interesar algo así. Esto es todo lo que pude encontrar hasta ahora sobre la historia de este objeto que subsiste en algún lugar entre las cajas de libros. Agradeceré cualquier información adicional que alguien pueda darme.