domingo, 23 de diciembre de 2012

Para saludar en estas fiestas: Idea Peregrina con muchos vínculos.


La idea es la siguiente: es hora de que los judíos empecemos a festejar abiertamente la navidad.
Nuestros hijos (recl) aman a Papá Noel casi tanto como sus padres han amado a Mamá Nuela, los arbolitos son simpáticos y no hay manera de esquivar la realidad que nos muestra Hollywood (que significaría Santo Madero si se escribirá Holy-wood): la gente sólo está dispuesta a hacer algo por este mundo y sus habitantes y a creer en los milagros entre el 23 y el 26 de diciembre ¡lástima que son feriados!
Nuestra festividad más cargada de milagros es Pesaj, así que deberíamos moverla apenas tres o cuatro meses para atrás, porque la patética idea de convertir el árbol en un candelabro con un candil supernumerario en Jánuca (http://simjaonline.com.ar/486-januca-historia-y-conceptos),  puesto al servicio de una triste estirpe monárquica (la Asmonea) y la casta oligárquico-sacerdotal que aprovecharon con oportunismo sin par (a la altura de un José Fouché –lean a Zweig, carajo- http://libros.literaturalibre.com/jose-fouche-el-genio-tenebroso/) una insurrección popular (la Macabea) ha fracasado y es un auténtico aborto conceptual desde el punto de vista del pensamiento simbólico.
Sí queremos conservar Pesaj en su fecha, para incrementar el número de comilonas oficiales no importa. Así como hay muchas maneras de celebrar Pesaj (yo mismo edité una Hagadá: https://sites.google.com/site/elpartisanocultural/home/materiales-y-complementos que se ha utilizado en varios lugares) también podemos encontrar la manera judía de celebrar la Navidad, al punto que casi no se noten las diferencias doctrinarias.
Recordemos que (en realidad, me parece a mí que) el punto central de la Navidad es el nacimiento del Niño-dios. Cierto que eso del dios hecho carne nos puede traer algún problema ético (a mi no, en realidad, porque igual soy un triste ateo que terminará en el Limbo de Dante –que es donde va la gente interesante, por otra parte- en el mejor de los casos). Pero la persecución y matanza de los niños de Belén ya la conocíamos desde el nacimiento de Moisés (¡caramba, qué coincidencia!)  e incluso hay una cantiga sefardí archiconocida (Abraham Avinu) que retoma la navidad para aplicarla al nacimiento de Abraham, con su estrella y todo, excepto que Teraj es José, Nimrod es Herodes y el establo Betlehemita es reemplazado por una cueva en Caldea (aunque Teraj no era carpintero –muy honroso-, sino un triste oficial de la guardia de Nemrod –el mismo que quiso construir la torre de Babel-). Vean esta versión, muy completa aunque de mala métrica: http://es.wikipedia.org/wiki/Quando_el_Rey_Nimrod
A ver, entonces: si no tenemos preferencia por los infanticidios nada nos impide celebrar el nacimiento de Jesús Niño y su salvación (recuerden que el Talmud cuenta que Dios lloró cuando vio morir a los egipcios en el Mar Rojo, imagínense como quedó con la décima plaga, en Pesaj nos tapamos el rostro cuando la recordamos). La historia es conmovedora y llena de buenos momentos dramáticos, permite versiones narrativas de una gran belleza: ahí tenemos la “Peregrinación” http://www.youtube.com/watch?v=tGZXxHirN9Y en la muy autóctona Misa Criolla de Ariel Ramírez, que tiene estrofas entrañables (yo lloro a veces cuando la escucho), mientras que el remate “A la huella, a la huella, José y María... Con un dios escondido... nadie sabía” es tan bueno (si se omite la blasfemia desde el punto de vista judío dogmático) que es digno de Francisco de Asís (el del lobo bueno y los hombres malos, otra excelente historia).  Recomiendo el enlace de esta parte de la Misa Criolla especialmente a los cristianos que no la conozcan. Aunque el papa Benedicto XVI recientemente obliteró al buey y al burro de la historia (¡Ay burrito del campo, Ay buey barcino, mi niño está viniendo, háganle sitio!) 
¿Dónde estaba? Ah, sí. La cosa es como sigue: a nivel medio, el conocimiento de la historia judía por parte de los judíos es tan, pero tan pobre que incluso nos puede venir bien festejar la navidad sin sentimientos religiosos para recordar un período tan importante. A pesar del silencio de Flavio Josefo sobre la figura de Jesús, incluso como metáfora de los conflictos judíos de la época la leyenda es muy importante. Es importante recordar las tensiones entre fariseos y saduceos, es importante recordar las luchas por el poder en torno a un trono que era apenas una cortesía del imperio romano, es importante recordar la lucha por la libertad de consciencia y por la auto-determinación ideológica y cultural de un pueblo cuando las facciones lo dividen. Recordemos los muchos episodios de la vida de este niño que se vinculan con las tradiciones y los sentimientos judíos y lo mucho que pueden valorarse sus enseñanzas más humanitarias desde la ética judía. Realmente, integrar algunos elementos al canon judaico no reviste ningún problema.
Siempre persistirá el problema de la “naturaleza” de Jesús, pero también podremos recordar que esta cuestión fue resuelta en el propio cristianismo después de muchas luchas (y ciertamente después de varios siglos de ocurridos los hechos) y nos basta recordar su figura a la manera de muchos buenos e inteligentes cristianos que impusieron los valores éticos por sobre las construcciones teológicas que con frecuencia no son más que trampas del poder (y de esta crítica no escapa nadie). En cualquier caso, no seríamos los judíos unos buenos “hermanos mayores en la fe”, como nos llamara Juan Pablo II si solo negáramos la existencia de los hermanos menores (se entiende que en edad cronológica, no en jerarquía)
http://juanpablo2do.blogspot.com.ar/2009/02/nuestros-hermanos-mayores.html. En las familias se festejan los cumpleaños de todos los hermanos, y todos pueden comer de la torta de todos...
Juegos aparte, mientras navegaba en Internet con estos temas en la cabeza encontré páginas interesantes que me recordaron mucho a León Bloy: esa alma torturada, cuya escritura era admirada por Borges, vivía en la tensión entre el odio hacia el Israel retratado por el poder de la iglesia como asesino de Cristo y el amor hacia ese Israel que es la patria de Jesús. Idéntica tensión persiste hoy en muchos campos intelectuales, religiosos y políticos, donde la tolerancia no es parte del reconocimiento recíproco. Principalmente, la tensión se incrementa cada año en el campo cultural, en donde todas las tradiciones, todos los manifiestos éticos y morales, todas las buenas intenciones son convertidas en tristes mercancías: también Jánuca, también la Navidad... recordemos que Santa Klaus vestía de azul, rojo y verde y que una compañía de gaseosas lo convirtió en lo que es... hace pensar en las remeras con el rostro del Che...
La nena se levanta de la siesta, mi tiempo se acabó, muchas felicidades a casi todo el mundo y si no escribo nada más que tengan casi TODOS y casi TODAS un feliz año 2013. ¿Por qué “casi”? Porque algunos siguen prefiriendo las ganancias a la justicia, la codicia a la solidaridad, el interés egocéntrico a la tolerancia y el prejuicio a la reflexión... a ellos les deseo un cambio de consciencia... pero eso duele y no hace feliz, de modo que desearles felicidad es un contrasentido, me parece.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Artilugios de almíbar y alambre (el Spot):

Nadie lo estaba esperando. 
Pero llegó. 
No quiero rogar, pero imaginen a quien les escribe sentadito y con carita de ilusión, esperando que ustedes lo ayuden a cumplir con un pequeño sueño... y es Gratis. 
Tómense un ratito y vean el Spot de Artilugios de almíbar y alambre. 
¿Qué es? No les quiero arruinar la sorpresa. Está hecho en casa (y se nota).
La presentación dura un minuto apenas y espera convencerlos para que compartan ese sueño conmigo y que me ayuden a compartirlo con otros, otras y otres... 
Visiten:


Descarguen la presentación y listo, ya se van a enterar de todo... y si no... ya van a ver... ¡ustedes se lo pierden!

lunes, 5 de noviembre de 2012

Cosas de no creer: la sociología te ayuda a escribir tu poema de amor


Probablemente porque en mis clases tiendo a exagerar los alcances de la disciplina que amo –como le ocurre a todo enamorado que describe las virtudes del sujeto/objeto de su amor– recibí una consulta de  J. L. M., estudiante que piensa arruinar su existencia futura estudiando derecho; esta consulta que me dejó cierta inquietud.
En la película Yo Robot, dirigida por Alex Proyas, protagonizada por Will Smith y basada en un relato de Isaac Asimov, el protagonista humano interpela a su partenaire robótico con aspereza (el contexto es adecuado, pues implica un presunto homicidio): “–¿Puede un robot hacer una hermosa obra de arte?”. La respuesta del robot es igualmente dura, y tiene como objeto situar todo el relato en la tensión que existe porque existe la duda del lugar en donde se esconde el genio humano, el duende, el misterio de la creatividad: “–¿Puede hacerla usted?”.
Comprometidos emocionalmente (sí, ese robot demuestra poseer emociones, o algo muy parecido a ellas) ambos protagonistas confunden la pregunta. Porque la cuestión no es quien puede crear una obra de arte, sino quien puede apreciar (en el amplio sentido de percibir y sentir) la realidad, recortar parte de la realidad y sentir el impacto que produce en el propio ser en tanto hecho no solamente material, sino comunicativo a la vez, sin que tenga importancia en este caso (al contrario de lo que ocurre con las ideas) la claridad y la distinción del fenómeno. En este sentido, el hecho o proceso estético no es claro ni distinto, aun cuando su producción lo sea. Terrible dato que nos acecha cuando recordamos que el sentimiento moral es principalmente un hecho estético, y no meramente ético.
Con ese pensamiento enfrenté la consulta de si la sociología es capaz de ayudar a componer un poema de amor. En la consulta original se denomina al poema como “canción”, pero el caso es que se refiere al texto, al componente verbal y no a la entidad musical. Tiendo a asumir en ocasiones que incluso la gente que canta canciones en la ducha y llora con una letra muy querida mientras aniquila atonalmente la melodía aleja de sí el término poesía. Muy bien, ese es su problema, aquí no debemos temerle a las palabras, aunque sin duda la palabra”poema” debe ser de las más peligrosas o temibles de la lengua castellana.
Tal vez la poesía como objeto de pensamiento todavía se guarde del mundo tras un manto de sacralidad que pocas ideas tienen, y la gente se sienta “profana” en su presencia, y descargue su nerviosismo con una sonrisa torcida o una risita algo tonta, para no profanar precisamente la sacralidad percibida en el concepto algo vago de poesía. Ciertamente que esa vaguedad es constitutiva de las cosas sagradas, pues de lo contrario se apegan demasiado al ser-aquí del mundo, a su tosca materialidad, quedando des-encantadas e inútiles como espacios trascendentales. Si algo puede ser precisamente definido por un hablante, puede tenerse la seguridad de que ya no es considerado sagrado por el locutor, ya que la precisión del acto de habla lo delata: el miedo y el desconcierto han sido matados por la literalidad y la exhaustividad.
Porque una siempre mata lo que ama” aseguraba Wilde con razón en su Balada de la Prisión de Reading debo ingresar en ese terreno que es sagrado también para mí, es decir, que en el terreno psicológico encierra los terrores del tabú y las promesas del tótem: el miedo a la castración (la muerte en vida, o muerte con consciencia) y el desplazamiento del placer sexual (la realización del goce que, inmediatamente, se reconvierte en displacer, en agudo y agresivo displacer). Yo no me engaño al escribir: cada texto escrito es una serie de miedos desplazados y de coitos postergados. No hay vergüenza en ello, pues lo mismo puede decirse de buena parte de las actividades humanas, y al menos el poema se reviste del esfuerzo necesario para intentar la trascendencia que, lamento reconocerlo, nunca logrará en el sujeto que lo trae a la realidad, pues este ser subjetivo es en el poema sujeto de la ideología, de su tiempo, de su contexto histórico, de ese entorno que ha conferido forma a sus pensamientos en un espacio (el comunicativo) en el cual la forma es prácticamente más que el contenido.
En efecto: la forma del discurso representa socialmente mucho más que el mero gasto energético dispensado en su creación. En esto no hay misterio ni sorpresa, pues el acto discursivo es trabajo humano y no mero cumplimiento del primer principio de la termodinámica. Carl Sagan decía en su obra televisiva Cosmos que somos materia estelar. Lo decía poéticamente, como si los miserables humanos debiéramos sentirnos agradecidos por ser polvo de estrellas. Su ciencia de la naturaleza lo confundía: en todo caso, las estrellas debieran agradecer que su materia pudiera en el azar cósmico alcanzar esta complejidad propia únicamente de los componentes autoconscientes de sistemas históricos. Las estrellas no pueden componer poemas; nosotros (y quizás nuestros robots futuros) podemos, en cambio, percibirlas poéticamente, hacerlas discurso poético. Y podemos hacerlo porque somos parte de una serie histórica de capacidades sociales subjetivamente incorporadas. Así E quindi uscimmo a riveder le stelle (Dante, Comedia, Infierno, Canto XXXIV, verso 139), salimos para redescubrir las estrellas desde nuestro empotramiento histórico y las hacemos brillar en nuestro discurso.
No hay problema, entonces, en este contexto: la sociología puede ayudarnos a comprender los poemas de amor. ¡Un momento! No era esa la pregunta. La consulta era otra: ¿la sociología es capaz de ayudar a componer un poema de amor? Sí, el problema es otro, el problema no es explicar la aparición del poema, el problema es responder acerca de su objeto, de su meta, y de la capacidad de los conceptos sociológicos para aumentar la eficacia en la construcción de los elementos internos del poema para que éste sea eficaz.
Es lo mismo que preguntar si la sociología puede ayudar a construir un dios. La respuesta es la misma para la poesía y para dios: sí, la sociología puede ayudar a construirlos, pero sus elementos no pueden, por si mismos, asegurar su eficacia. La sociología más elemental nos dirá, por ejemplo, que el discurso teológico no puede adolecer de infinitas contradicciones en cada página de cada texto sagrado porque debe cumplir con eficacia su tarea en la integración y la cohesión social. Pero, al mismo tiempo, sabemos que ciertas contradicciones serán inevitables y necesarias. Serán necesarias para que el dios resultante sea sagrado, y no un mero primer motor (L´amor che move il sole e le altri stelle) explicable como una maquinaria celeste; serán inevitables porque serán resultado de procesos sociales de lucha y conflicto. Como descubrimiento anexo habrá que destacar la inevitable aproximación de la teología a la poética, pues sólo en este ámbito es posible construir conceptos potencialmente dinámicos.
Otro problema consiste en descubrir el verdadero objetivo del poema: consiste en hacer algo hermoso por sí mismo o, en el caso de un poema de amor (no romántico, de amor), una especie de conjuro capaz de enamorar. O ambos, quizá. No prejuzguemos. Sería fácil decir que el poema no sirve para enamorar, pero a eso podría responderse que no se ha probado con poemas suficientemente buenos, o que han fallado otros elementos del contexto.
En cualquier caso, retomaremos una de nuestras ideas del inicio. Si la sociología es útil para la creación poética, lo será porque es capaz de habilitar la incorporación de elementos que conviertan al objeto/sujeto del amor declarado en un auditorio positivamente receptivo del contenido del poema. Es decir, si hay un campo en el cual la sociología es capaz de contribuir a incrementar la eficacia del poema este es en el aspecto de permitir crear un perfil de la persona-auditorio. Para ello contamos con las herramientas más sencillas del reconocimiento del sujeto a través de su posición en la estructura social, que indicarán probabilísticamente sus gustos y preferencias.
En otro aspecto, la sociología puede aproximar elementos argumentativos al poema, tendientes a conseguir un objetivo. Repasemos, por ejemplo, fragmentos del excelente “To his coy mistress” de Marvell. Comienza diciendo en primera persona a su pretendida que: “Si hubiera mundo y tiempo suficientes tu esquivez, mi señora, aceptaría” hasta tal punto que la eternidad pasaría lenta junto a un monumento quieto de ese amor pues sostiene que “te amaría desde diez años antes del Diluvio y, si quisieras, podrías rechazarme hasta la conversión de los judíos”. Sin embargo, la evidencia de la muerte no permite estos devaneos, esta esquivez que es explícitamente sexual porque “A mis espaldas oigo siempre el carro alado del tiempo que se acerca de prisa” y, en consecuencia, “la tumba es un lugar íntimo y bueno, pero creo que allí nadie se abraza”. Por lo tanto (el romanticismo de Marvell es clásicamente racionalista): “mientras sea tu piel joven, y viva en ella un matinal rocío” debemos “devorar el tiempo como amorosas aves de presa” y nunca “languidecer entre sus lentas fauces”. El remate del poema es tan bueno que no pienso destrozarlo aquí.
Astutamente, Marvell recurre a la razón pero, más profundamente, a lo inevitablemente sexual de la condición humana. Aun más profundamente todavía, no intenta seducir con el obvio placer sexual inmediato, sino con el miedo a la muerte y a sus hermanas menores: la vejez, la desdicha, la soledad, el desamor. No tengo idea de si esta esquiva dama finalmente rodó con él en una sola esfera con toda su dulzura y toda su fuerza, pero sí sé que el resultado de los deseos de Andrew constituye una joya literaria.
Hay quienes recurren a sentimientos más próximos, más cotidianos, y sus poemas terminan siendo declaraciones amorosas teñidas de lástima: “Pero yo, siendo humilde, sólo tengo mis sueños y he dejado esos sueños tendidos a tus pies. Camina suavemente: cuando pisas, vas pisando mis sueños”. El auditorio auténtico tal vez no desearía amar a un hombre que se arrastra a sus pies (y es una habilidad sociológica registrar el contexto) pero la ejecución de Yeats (Cloths of heaven) es tan buena que la idea casi se desvanece. Algo similar ocurre con el poema de amor que encuentra su inspiración última en el abandono, en el rencor, en el fin del amor: “Pero mudo y absorto y de rodillas, como se adora a Dios ante su altar, como yo te he querido... ¡Desengáñate! ¡Así no te querrán!”. A nuestros oídos contemporáneos, la idea de “soy lo menos malo para ti” no es muy convincente tal vez. No obstante, el tríptico de difíciles madrigales desencadenantes que dibuja Becquer con sus nostálgicas (oscuras) golondrinas es una obra maestra para aquel a quien solo le queda el goce de estar triste (v. Borges “1964” en El otro, el mismo). Las golondrinas tienen el lomo oscuro, es cierto, pero el pecho oscila entre el blanco y el amarillo y, de hecho, cuando vuelan tienden a verse claras. En mi opinión, sin embargo, la fuerza expresiva de este poema está en su estrofa central, cuando habla nuevamente con nostalgia, de las madreselvas “cuyas gotas mirábamos temblar y caer como lágrimas del día”.
La razón ocupa un espacio que, a pesar de confundirse en primera instancia con el terreno psicológico, es eminentemente sociológico. La referencia como recuerdo compartido (“mirábamos temblar”) es más importante que el símil “como lágrimas del día”. Es algo más, es acción social; es una amortiguada esperanza de reacción a partir de la nostalgia del otro y genera lo que considero es el elemento más importante en un poema de amor: la sensación de intimidad.
La intimidad no es solamente la memoria de la desvergüenza ante la desnudez que acostumbra seguir a un satisfactorio encuentro sexual: Oh Mía!, ¡oh Mía! Tu sexo fundiste
con mi sexo fuerte, fundiendo dos bronces. Yo, triste; tú triste... ¿No has de ser, entonces, Mía hasta la muerte?” (R. Darío, Mía) (hay mucho de eso, pero no es todo); la intimidad es la posibilidad de crear empatía y la posibilidad de una vida compartida. La intimidad es el referente social del amor porque es el único antídoto inventado por la humanidad (la humanidad, digo, no el hombre) contra la soledad (otra forma de muerte en vida, como la castración). Esta idea tiene también reflejos religiosos (“No estás sólo si dios anda contigo”) y en esto no hay nada sorprendente. La intimidad crea un espacio sagrado en donde el yo aislado deja de existir para ser un yo compartido con otro (en un mundo menos grotesco que el nuestro, tal vez con varios, incluso con muchos). La intimidad puede ser homicida, pero es indispensable. Como expresó Storni en su Romance de la Venganza (Ocre, 1925): “Lo até con mi cabellera Y dominé su furor. Ya maniatado le dije: –Pájaros matasteis vos, Y voy a tomar venganza Ahora que mío sois... Más no lo maté con armas, Le di una muerte peor: ¡Lo besé tan dulcemente Que le partí el corazón!”. Puede ser retratada de las más diversas maneras, incluso explotando el aspecto meramente físico, ya que nunca será, en realidad, meramente físico: “A veces cierro mis ojos y toco leve tu mano, leve toque que comprueba su forma, que tienta su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso insobornable, el triste hueso adonde no llega nunca el amor. Oh carne dulce, que sí se empapa del amor hermoso.” (Aleixandre, Mano entregada). Como nota al margen: la edad nos cambia. No me causaba placer ninguno leer a Aleixandre, hoy no entinedo la poesía sin “La destrucción o el amor”, qué cosa.
Otro ejemplo. Hay un verso de Borges que, al mismo tiempo, admiro y detesto: “Virgen milagrosamente otra vez por la virtud absolutoria del sueño”. Creo que fácilmente se me perdonará la contradicción. ¡Qué tensión ética!  (Para Borges, no para mí, la virginidad no es una virtud en mi aparato ideológico, esperemos a ver qué pasa cuando crezca mi hija): la intimidad en este texto está dada por la consumación del acto sexual, pero inmediatamente esa pequeña muerte que es el sueño debe reparar el daño pecaminoso hecho por el sexo, es una intimidad necesariamente triste.  En otras ocasiones, la intimidad puede mostrarse como un conocimiento exhaustivo del otro, un agotamiento descriptivo que va bien con la enumeración y el verso explosivo y creativo: “Mi mujer de nalgas de espalda de cisne/ Mi mujer de nalgas de primavera / De sexo gladiolo / Mi mujer de sexo de yacimiento aurífero y de ornitorrinco / Mi mujer de sexo de alga y de bombones antiguos / Mi mujer de sexo de espejo / Mi mujer de ojos llenos de lágrimas” (A. Bretón, Unión libre). Esta intimidad es más querible, más agridulce, mucho más cotidiana y realista, aunque la enumeración no es narrativa.
Las expectativas recíprocas y la comunidad en la persecución de un objetivo, eso es lo que muestra la intimidad como evento poético, y eso es lo que debe mostrar el poema de amor. La gran pregunta es si es posible crear el poema ex ante, una promesa de intimidad satisfactoria, incluso necesaria. El poema de Marvell sugiere que es una vía legítima para intentar escabullirse en la cama de la persona amada, pero no seremos tan tontos como para confundir enamoramiento con amor. En este sentido, el poema sólo será útil ex post o, en el mejor de los casos, en la etapa de transición entre el enamoramiento (una experiencia subjetiva) y el amor como experiencia compartida.
Pero queda un matiz más. El más importante. El poema como expresión del ser fuera del ser. Ah, sí. Cuando se ha terminado de escribir honestamente un poema no hay mejor medio de auto-conocimiento, si se lo analiza correctamente, inmisericordemente, respecto del amor. Porque todo poema es el resumen conceptual de un momento anímico, precisamente porque depende del doble contexto social y psíquico que aqueja a todo ser humano.  Ahí quedamos, en un plural mayestático válido: expuestas las tripas de nuestros sentimientos.
De modo que aquí está la verdadera piedra filosofal, es decir, la roca sociological del poema de amor. No creo que sea posible para el común de los mortales conquistar un ser amado solo por efecto de una pulida escritura (es más probable espantarlo, a menos que ese otro tenga una imagen muy positiva ya formada). Pero si es posible reconocerse en el propio texto, verificar si existe en el concepto de amor que estamos viviendo (oh, sí, amiguitos, los poemas son expresiones de conceptos que se viven, resultados del doble proceso psico-social) el principio de creación de intimidad, como comunión, como compañerismo, como combate contra la soledad y la tristeza que nos da el ser-aquí ante la necesidad última del no-ser-en –ninguna-parte.
Si escribimos un poema de amor y solo somos capaces de describir ojos como el cielo y pensamientos como nubes, estamos acabados (y nos quedaremos sin acabar): la intimidad requiere tener más a mano un pene o una teta, aunque nada nos obliga a tratar con falta de delicadeza la situación. Aprendamos: “Desnuda y adherida a tu desnudez. Mis pechos como hielos recién cortados, en el agua plana de tu pecho. Mis hombros abiertos bajo tus hombros. Y tú, flotante en mi desnudez.” (Carmen Conde, Hallazgo) o, si no, “Te esperaré desnuda. Seis túnicas de luz resbalando ante ti deshojarán el ámbar moreno de mis hombros.”(Ernestina de Champourcin). No las conozco y no puedo imaginarme que no sean hermosas.
Al escribir un poema, como al pensar un argumento o construir una conjetura científica, no debemos (en el fondo no podemos) aniquilar el deseo: debemos procesarlo como parte de nuestra condición humana y transmitirlo como un compromiso con la intimidad. Nada es gratis: no podemos mentir. Sea que escribamos nuestros propios versos o usemos los de otros si los necesitamos (véase la película “il postino”) para reflejar lo que nos ocurre o muy pronto las furias se alzarán en nuestra contra.
Alguien podrá destacar con acierto que las reflexiones previas son falaces en su propio recorrido: también la intimidad depende del contexto histórico y social en el que se desarrollen las relaciones humanas. No tengo que decir que esto es verdad. Es verdad. Pero es igualmente cierto que me han preguntado si la sociología puede ayudar a escribir una canción de amor, y este es un problema de este contexto, de este tiempo. Es bastante evidente que no habría tenido sentido planteárselo a Garcilaso de Vega cuando escribió el Soneto V...
No obstante, comparemos. En ese soneto Garcilaso esconde su amor (”tan solo que aun de vos me guardo en esto”) pero conserva la relación de intimidad: “Escrito está en mi alma vuestro gesto, y cuanto yo escribir de vos deseo; vos sola lo escribisteis, yo lo leo...”. En cambio, el justamente célebre soneto de Quevedo “Amor constante más allá de la muerte” carece de este atributo. Y es que es diferente: este segundo, cuya ejecución es tan destacable, no es un poema de amor, es un poema sobre el amor, propio de una época en la cual la poesía era todavía vehículo aceptado para la filosofía.  Pero, ¿puede un poema ser ambas cosas? Creo que en un texto más largo es perfectamente posible, como ocurre en las Coplas a la muerte de su padre, de Manrique, o en la Oda a Francisco de Salinas, de Fray Luis de León. ¿Qué estos no son poemas de amor? ¡Ay, por favor!

martes, 16 de octubre de 2012

Si eres ateo... Dios te ama


–Che, tengo una duda.
Así le dije a Dios la mañana del primer día del año nuevo judío 5773, muy temprano, cuando me raptó para tomar unos mates.
Sin ningún tipo de preaviso, me veo parado en el borde de un precipicio y con un tipo muy parecido a mí sentado al lado. Las piernas colgando, la panza peluda al viento y chupando de una bombilla de caña. Sin mirarme, estiró el brazo para ofrecerme el mate y diciendo:
–No necesita recargar el agua, la yerba no se lava, la bombilla no se tapa. Lo llamo el “Mate Milagroso”.
–Me parece que “Mate Mágico” suena mejor para el mercadeo y la publicidad estática.
–Cosa terrible sería que los milagros se convirtieran también en mercancía.
Nos reímos amargamente los dos para adentro de cada uno, porque sabemos muy bien que eso de que los milagros se convierten en mercancías ya pasó hace rato y sigue pasando. Me sentí bien con esa risa interior, porque sé que provenía de mi mismo, y no de Dios, ocupado en disfrutar la suya.
–Es como dice el turco Pamuk, ¿no? –Le comenté unos segundos después– La amargura es uno de los males más creativos y dispuestos para el disfrute.
Eso nos provocó una nueva risa interior, porque la relación imperdible se establecía por la homonimia entre esa sensación creadora y disfrutable de la amargura, como sensación y como construcción sensible, y el sabor del mate que sustenta sus cualidades en el sabor amargo característico. Así que disfrutamos un momento de ese milagro que es la compañía de un amigo y terminé por sentarme a su lado, sabiendo que era lo que los dos necesitábamos. Parece increíble que lo que menos me llamara la atención fuera el paisaje espléndido de la cordillera de los Andes, en un punto que, podía suponer por la relación altura-temperatura, se hallaría entre Ecuador y Colombia. Todo era nubes grises y fulgor de nieve bajo un cielo de plomo y dientes irregulares de granito. Nosotros vislumbrábamos el espacio desde una escarpadura inaccesible. Recordé a Borges en una de sus famosas citas falsas ideadas para mostrar un sutil oxímoron: “los considerables recursos que la Omnipotencia puede ofrecer”, que atribuye al igualmente ficticio Nils Rüneberg, académico de la innegable Lund. Hacía frío. Yo sentía el frío. Pero todo estaba dispuesto para que ese frío no me dañara y que yo disfrutara la sensación. Dios no reprimió su satisfacción por mi satisfacción contenida.
–No te podés quejar, te traje a un lugar con aire fresco y puro...
–Y escaso de oxígeno... estamos a...
–Cinco mil setecientos setenta y tres metros sobre el nivel del mar.
Lo he dicho muchas veces, la pasarán muy mal aquellos que crean que Dios no tiene sentido del humor. Todo chiste de Dios es una invitación para la reflexión. Porque viniendo de él esa ruptura forzada simbólicamente con la realidad es una vocación de reajuste de todo el cosmos, perversa o no, como puede muy bien leerse en Freud (aunque también puede leerse muy bien otra cosa). Así que nos pasamos unos mates y, finalmente, le dije:
–Che, tengo una duda.
–Contame.
–Como ateo que soy, elijo una de dos opciones: vos existís o no existís. Mejor dicho, elijo pensar que existís no como una fuerza preternatural sino como una respuesta cultural a problemas humanos planteados en el campo simbólico e ideológico...
–Ustedes los sociólogos son unos hijos de puta...
–Bueno. Te digo: elijo esa opción, que te niega en el espacio del creyente.
–Sí ¿Y?
–Suponé por un momento que estoy equivocado.
–Me estás pidiendo que suponga “por un momento” que yo mismo existo.
–Eso mismo. Sí, ya sé como suena, pero seguime la corriente.
–Dale.
–Una vez planteada la suposición de la real existencia de Dios, hay dos alternativas: o yo soy producto emergente de una serie fortuita de acontecimientos en el cosmos, acontecimientos que pueden ser independientes de tu existencia, adyacentes a vos, por decirlo así o, por el contrario, existo por tu voluntad, al igual que el resto del cosmos y, en este sentido, soy parte de un diseño, de un plan, de un proyecto y, considerados “los considerables recursos que la Omnipotencia puede ofrecer” es poco probable que yo pueda ser un imprevisto dentro de un plan.
–Pude haber hecho un diseño con componentes aleatorios, como divertimento emergente.
–Es el viejo dilema sin solución: ¿puede un ser omnipotente reducir voluntariamente su omnipotencia?
–Sí. Admito que es un caso difícil de pensar.
–Claro. Admitiendo la lógica formal, lo cual no es indispensable en lo absoluto.
–Estás hablando de...
–... la fe, por supuesto. Puede existir la simple fe, dispuesta a aceptar todo tipo de contradicciones con las normas conocidas y aceptadas en nombre de la omnipotencia divina: lógica que falla, viajes instantáneos, atmósferas condicionadas al gusto particular del huésped, yerba que no se lava nunca...
–Te sigo.
–Bueno. El hecho es que la primera opción es poco probable también. Es difícil pensar un universo adyacente a un ser omnipotente, un universo en el cual Dios (en número y género variables) fuera sólo una tangente.
–Sí, también es difícil.
–Por lo tanto, en este juego, se me presenta la duda. Dentro de la probabilidad más grande, es decir, en donde soy parte de un diseño cósmico: ¿Por qué Dios –incluso un Dios que creara dioses y universos con dioses– proyectaría la existencia de los ateos? Es decir, tampoco es evidente por qué proyectaría la existencia de los creyentes, si no es porque Dios es un ególatra precisado de alabanzas sin fin en el cielo y en la tierra. Pero, una vez que se verifica la existencia de los creyentes, no se comprende la existencia de los ateos.
–Está la cuestión del libre albedrío...
–Sí, pero en cualquier caso las opciones “libres” debieron ser previstas por el diseñador omnisciente. En el mejor de los casos, si soy un agente libre, lo soy dentro de un plan con opciones limitadas en este sentido, y en donde el diseñador sabría de antemano que opción tomaría yo en particular. Y me fue permitida la opción de no creer en su existencia, de carecer de fe. Dios elige diseñar un mundo en el cual no está presente de manera evidente para todos, un mundo en donde la duda no es imposible, en la medida en que no es ilógica, lo cual me lleva a plantearme el problema central: ¿Para qué fuimos creados los ateos? ¿Qué función cumplimos en el diseño cósmico?
–Sí que parece un problema difícil, sí.
–Así que tengo esta duda.
–Y querés que yo te de mi respuesta, vos, un simple humano poco agraciado, querés que te devele el más recóndito secreto de la divinidad.
–Si no es mucha molestia, por favor.
–No, no hay problema. Dame un segundo.
Acomodó sus patitas para balancearlas cómodamente y entonces Dios me dijo así:
–La cuestión está en la adecuación del hombre a la historia. Sí el diseño fuera simbólicamente estático, como en los universos donde no hay seres conscientes de sí, sino relaciones de causalidad a partir de un primer motor –ese soy yo– y de unas estructuras sin capacidad de adaptación simbólica y de reformulación del entorno y de sí mismos –esos son ustedes, las personas– entonces no harían falta creyentes o ateos. Sin embargo, el movimiento previsto en la historia, el cambio en las sociedades humanas, requería tanto de elementos conservadores como de elementos críticos y renovadores, como para mantener una tensión entre lo que debe continuar y lo que finalmente debe cambiar. Aun incorporando tesis como la reencarnación progresiva, las relaciones ideológicas y políticas en el mundo debían gestionarse de alguna manera, y eso no funciona bien si no hay quien ponga a prueba las concepciones aceptadas y establecidas.
–Parece un tema de Platón, o de la trinidad hindú.
–Es que Trimurti es una de las mejores respuestas a la cuestión, como entrevió Nietzsche: Si hay un Brahma histórico creador, necesariamente hay un Shiva destructor y un Visnú conservador-restaurador.
–Dejando al margen la  perturbadora imagen de un Dios nietzschiano, ¿Por qué no fundar la renovación dentro de la creencia?  
–Vos mismo lo respondiste cuando empezaste esta conversación: el secreto está en la duda, en la capacidad de dudar de la creencia. En este diseño evolutivo, la imperfección de la fe es una necesidad.
–¿Y esto por qué? Eso hace un mundo simbólico y afectivo inestable, siempre imperfecto.
Dios suspiró. Su panza con petequias similares a las mías subió y bajó un par de veces, luego subió y bajo con otro ritmo. Sin señalar me mostró el espacio circundante, en donde no había nada humano y, para mis capacidades de observación, tampoco nada artificial, nada animal, nada vegetal.
–Te gusta.
–Claro que me gusta.
–A mí también me gusta, me gustan estos mundos... pero no puedo amarlos de la misma manera que amo el mundo histórico que ustedes crean con sus contradicciones, en las cuales las dudas de los ateos tienen un papel previsto, pero no menos indispensable. Todo  creyente puede dudar de mí, incluso odiarme por mi malevolencia o mi injusticia –aunque odiarme es creer en mí–, pero solamente ustedes, mis amados ateos, son los defensores de última instancia del proyecto, los que dan movimiento y vida al plan con su duda absoluta: la creencia de que no existe el plan. El creyente es el lugar en donde Dios vive; el ateo es el lugar en donde dios se esconde, en donde descansa, en donde crea los cambios del mundo... el ateo es donde dios no es solo un planificador, sino también un artista.
–No debemos estar haciéndolo muy bien, considerando el estado de la historia y del mundo.
Estiró una vez más el brazo en mi dirección, como demostración de que la conversación había terminado:
–¡Bebe de mi Mate Mágico y vivirás para siempre!
–No. Gracias. Estoy bien Así.
–¿Te aclaré tu duda?
–La verdad...no.
–Pero sabes que te quiero a pesar de ser un condenado apóstata...
–No soy creyente, no hay apostasía en mí: no reniego de tu existencia, simplemente la niego.
–¡Pero si es por eso que los quiero tanto!
–Habrá entonces un paraíso para aquellos fieles ateos, espero...
Le dije esta última frase mirando con atención su cara mal afeitada de mirada soñadora. No puedo decir que su expresión me haya dejado demasiado tranquilo... pero por lo menos aceptó la sugerencia de que "Mate Milagroso" no era bueno para la publicidad.

martes, 2 de octubre de 2012

Letras a las letras, polvo al polvo


Un súbito atasco en el funcionamiento de la computadora me impidió, afortunadamente, escribir el título que tenía pensado para este artículo. Era horrible y más desconcertante que de costumbre. La cosa es peor. Ustedes no podrán notarlo (¿cómo podrían?), pero presionar las teclas plásticas es ahora mismo para mí una tarea complicada, porque estuve trabajando en casa con cemento y cal, que son muy astringentes, y mis manos están bastante impedidas en su movilidad y velocidad habituales para este ejercicio de la escritura, que en una época fue para mí casi cotidiano, y que intento con cierta desesperación recuperar. A pesar de haber redactado varias tesis y artículos para otros auditorios, y a pesar también de las letras volcadas a Internet a través de los blogs, lo cierto es que la mayor parte de mi producción permanece encerrada en casa, por así decirlo, y no tengo grandes intenciones de que eso cambie.
Me cuesta mucho terminar una novela, incluso una corta, y nunca las reescribo menos de cuatro veces. Tengo un par terminadas y otras dos promediadas. No es un género para el que me considere apto: la ejecución de una trama me es incómoda y la profundidad psicológica de mis personajes tiende a ser nula, lo cual se suma a que parezco incapaz de atar mis escenarios a una imagen prolongada de verosimilitud. Tengo unos cuantos cuentos que, creo, serían publicables en un par de volúmenes no muy extensos y muchos ensayos (que es lo que más me he dedicado a difundir por fuera de los ámbitos académicos) que oscilan entre la crítica y la sátira. He reunido en un único volumen toda mi producción poética que me atrevo a releer, pues el resto me da asco, y aun así no son menos de quinientas páginas que incluyen nanas, octavillas satíricas, sonetos, verso libre y experimentos poéticos de diversa índole. Cerca de cuatro docenas de poemas los he escrito mentalmente acompañados de una melodía más o menos original (pero siempre pobre, no tengo aptitudes musicales, ya sean instrumentales o vocales) y de vez en cuando tomo la guitarra (en la cual solo puedo rasgar unos cuantos acordes sencillos) y las repaso como quien le quita el polvo a viejos adornos en las estanterías con un trapo igualmente mugriento.
No es necesario señalar que, en estas condiciones, la enorme cantidad de horas dedicadas a la escritura no me reporta ningún beneficio económico, de donde surge la pregunta (teñida por la ideología mercantilista de nuestra triste era) de para qué hacerlo.
He notado que cuando estoy físicamente incómodo tiendo a apurar la redacción de los textos, y ya he indicado que esa es, precisamente, mi condición actual, de modo que la pregunta debe responderse sin gran elucubración y aceptando la complicidad del auditorio en algún punto.
Como casi toda otra actividad, supongo que este oficio de escribir puede compararse con el sexo. Se puede dilucidar que la evolución eligió el placer erótico como un mecanismo accesorio a la mera actividad sexual con un objeto bien determinado: que los humanos tuviéramos sexo y así consiguiéramos tener descendencia. Sin embargo, no sé si lo habrán notado, la mayor parte de la humanidad tiene sexo con más frecuencia por el placer que por el resultado y, de hecho, muchas veces el resultado ocasiona problemas derivados de no haber pospuesto la compulsión al placer. Haciendo un cálculo mental como burlesca elucubración, algo menos del uno por ciento de la humanidad está fornicando o se está masturbando mientras escribo estas líneas, y la inmensa mayoría de ella está orientando su acción al placer y no a la reproducción (pese a lo cual el mundo está a punto de reventar por la cantidad de resultados positivos, desde el punto de vista del “plan” natural original). Pero el otro noventa y nueve por ciento está haciendo otras cosas: algo menos de un tercio estará durmiendo, pero dos terceras partes de la humanidad están, por placer o por obligación, haciendo otras cosas. En nuestro mundo, la demanda de la vida laboral es coercitiva, pero el placer es siempre también el resultado de una exigente demanda interna (ya lo he asociado a la expresión compulsión, que supone una irreprimible tendencia orgánica) y es en este aspecto en el cual se revela la propia “humanidad” como categoría sustancial, en esos aspectos que nos alejan de nuestra fisiología animal como consecuencia de nuestra inserción en el mundo cultural. Porque lo que hacemos por “placer” no es sino desplazar nuestras pulsiones fisiológicas hacia formas culturalmente establecidas (en mi caso, a la producción discursiva, sea técnica o literaria). El mecanismo último de estas decisiones es esa tensión básica a la que está sometida nuestro organismo, que busca a la vez y en conflicto conservar su energía y seguir viviendo y descargarla para reposar, mientras que necesita, al mismo tiempo, utilizarla para reproducir al menos sus condiciones de vida.
Basta de Freud (en su versión de dedos con problemas cementicios de movilidad). El mundo cultural (compuesto de fuerzas vivas y materiales, además de complejos aparatos simbólicos) nos fuerza a desplazar nuestras pulsiones básicas hacia aspectos diferentes de actividad productiva. Pero otra cosa son los resultados. Porque en esto escribir también es como el sexo: una cosa es su realización y otra cosa su resultado o, mejor dicho, la percepción de su resultado. A veces se termina con una gran felicidad, con una sensación de vacío, de incompletitud, de insatisfacción, de incertidumbre y, la mayor parte de las veces, con esa idea de haber terminado con algo que se estaba haciendo y de ser momento de pasar a otra cosa. Ya está: acabé por esta vez. Un gusto haber estado con ustedes. No me llamen, yo los llamo.

lunes, 1 de octubre de 2012

La importancia de la historia (homenaje a Eric Hobsbawm)


La muerte de Eric Hobsbawm es de esas que no son fáciles de lamentar, pues es difícil creer que la suya ha sido una vida no vivida en plenitud. Ya que ha muerto a una edad en la que lo normal es estar ya muerto, nada hay que objetar en tanto pérdida para los demás tampoco, pues ha dejado mucho. Estas palabras, claro, se refieren al conocimiento que puede tenerse de un hombre que solo ha sido vivido como referencia y no como experiencia personal. Quienes lo hayan conocido y querido se ocuparán de ese otro espacio. Sin embargo, también la suya ha sido una de esas vidas que se han ganado la Fama, en el sentido clásico de la extensión del ser y de la memoria colectiva a través de sus obras. A diferencia de otras muchas experiencias vitales extendidas a través de la comunicación social, creo que en su caso la Fama es justificada, que realmente clama por su memoria por lo que su memoria vale, y no por lo que la mercadotecnia intente imponer.
En lo personal, le debo a este historiador algo más que conocimiento histórico: le debo la importancia del descubrimiento, como experiencia personal de mis años de estudiante, de la diferencia entre el mero conocimiento de la historia y su comprensión. Entiéndase bien: el marxismo, a mí como a él, ya me había demostrado la importancia del conocimiento histórico, y más aún lo había hecho en mi caso la sociología de Max Weber. Pero Hobsbawm me enseñó que sólo la comprensión de los relatos históricos que tenemos y que usamos como contexto de nuestras hipótesis, con las que encaramos, a su vez, la construcción de nuestros datos empíricos, nos permite criticar ese contexto, de tal manera que seamos capaces de construir nuestro propio relato histórico-analítico sobre la realidad que nos circunda y nos conforma. Adicionalmente, sin esta capacidad no existe posibilidad de construir un discurso utópico-emancipador.
Se señala permanentemente, se señalará mucho en los próximos días y semanas de recuerdos y homenajes, su filiación marxista. No obstante, él ha sido fiel a esa enseñanza de la cual les hablo ahora: ha respetado el método marxista y ciertos principios analíticos, pero no ha renunciado a la crítica ni ha construido un relato de la historia a la medida del marxismo. Por el contrario, aceptadas unas premisas teóricas, ha intentado generalmente (y así se refleja en su gran tetralogía sobre el desarrollo de la sociedad capitalista) profundizar y recomponer en ciertos aspectos la historiografía marxista, tan llena de conclusiones apresuradas y de sobre-imposiciones teóricas por sobre la documentación de los contextos analizados y las situaciones referenciadas. También su trabajo me permitió reconocer con mayor claridad la diferencia entre la historia y sus métodos y la sociología y los suyos.
No voy a repetir sus advertencias lapidarias acerca de los peligros de olvidar el conocimiento histórico, y eso dicho sin lugares comunes: su trabajo es también testigo y profeta de la necesidad de retornar al conocimiento comprensivo (y comprehensivo) de la historia para la coordinación de una acción colectiva capaz de alterar el funcionamiento de las deficiencias de la vida social presente. Su obra, al menos, es el recordatorio permanente de que entre las guerras mundiales y el desarrollo del capitalismo ha existido una fuerte relación, pues la comprensión de la historia supone no solo el conocimiento de unos hechos, sino principalmente de unas relaciones lógicas entre fenómenos y procesos que no deben ser considerados abstractos ni aislados, sino fuertemente inter-determinados y prácticos.
Nada más aquí. Tal vez, apenas, mi despedida de un lejano e indirecto maestro; sin duda alguna, mi agradecimiento.

jueves, 27 de septiembre de 2012

¿Cuánto pesaba la lanza de Aquiles?


Apolónides Licio dedujo de una cita del Cinabarsis (hoy perdido) que la lanza de Peleo de los mirmidones, la cual solo su hijo Aquiles podía manejar, pesaba “no menos que el mascarón de proa del Argo”. No muestra la impúdica incompetencia de Silonides Acqve, quien por elevarse frente a Tiberio en Rodas tuvo que asegurar que la lanza estaba hecha con el propio mascarón (que era mágico y parlante, consagrado a la diosa Hera): hay una evidente incongruencia en cuanto al tipo de madera, ya que la lanza fue hecha por Hefestos de fresno, mientras que Argos construyó su nave de roble (es un tema que se reiterará). Tiberio no era tonto ni ignorante, y sabía ser cruel. Con otra suerte, autorizado por Apolónides y secundado por Lamprio, Timónides Cario (Dimotikía, parágrafo 73) cifra el peso en “no menos de ciento setenta silas” (unos ciento cuarenta y tres kilogramos). Tiberio le promete un premio por tal hallazgo, jamás cumple su promesa.

Tampoco Platón dejó escapar la importancia de este tema aparentemente irrelevante, pero lo hizo con mayor dignidad e inteligencia. Tengo en este mismo momento una edición –barata y triste– del Fedón frente a mis ojos, en cuya página ciento veintidós Sócrates discute –lo cual equivale a decir que Platón considera capital, pues nunca hace hablar a Sócrates de lo que no es esencial– la importancia de la rareza de los extremos. El peso de la lanza de Aquiles es un extremo en la historia mítica, como lo es la tensión del arco de Odiseo.

Es Timoleón el viejo, el general de Corinto que liberó finalmente a Siracusa de la tiranía de Hicetas y de Dionisio II, el que instala el problema en su legado y testamento, dictado a Téramo entre las ruinas de la isla Ortigia, la mayor fortaleza de su tiempo. Timoleón, revertido en filósofo en sus últimos y gloriosos años, triunfa donde fracasaron Platón, Espéusipo y Dión, pues comprende que la extensión de lo grande, por inmensa que sea, y la dimensión de lo primero o lo mayor, por notoria que sea la diferencia con lo segundo o con lo menor, no deben confundirse con el infinito, esto es, con la perfección. No hay lanza (no hay falo, traduciría Freud) más pesada que la de Aquiles, pero es sólo una lanza y será siempre no más que una lanza. También la virtud y su fase práctica, la buena vida política (de la cual la lanza es símbolo) será entonces un atributo grande o mayor, pero siempre ligada al límite imperfecto de lo humano, aunque éste se alce al borde de lo divino (de lo cual el símbolo es Aquiles mismo). Téramo lleva el “testamento” de Timoleón, a quien la edad ha cegado, a la Academia de Atenas el año en que Alejandro de Macedonia cumple quince años de edad. Otros quince y será el amo del mundo conocido, y su reinado durará menos de un lustro. Mientras tanto, Aristóteles es su tutor.

Obsesionado por refutar a Timoleón (ya anónimo y confundido con Policarpo de Esmirna) y fundar una iglesia sobre sí mismo que se elevara y se separara esencialmente de la suciedad del mundo, Justiniano (Sub Hypozomata Hyperbos, 15:8) recurre a la sugerencia de Ireneo Hierapolitano: la lanza de Aquiles pesaba exactamente lo mismo que la cruz de Cristo;  su punta de bronce, lo mismo que los clavos férreos que atravesaron la carne del redentor; el brazo de Aquiles, agigantado, pesaba lo mismo que el cuerpo lacerado de dios. No está tan mal: Dragatsis (1917) calculó que en madera de olivo la cruz pesaría entre ciento diez y ciento cuarenta kilogramos; Whilheim Grotte (1973) concuerda con él.

El de Justiniano es un ejercicio de magia simpática en donde lo semejante no imita, sino que demuestra, lo semejante, con el simple recurso de negar la casualidad y establecer una identidad trascendental. Ambos elementos estéticos son entrañables. 

Justiniano se anticipa al renacimiento en este aspecto, aunque de un modo totalmente aislado, casual: a fin de cuentas, el discurso de un emperador bizantino no debía su fuerza a la verificabilidad de sus sentencias, ni siquiera a la correcta estructuración de sus contenidos.

Para el pensamiento abstracto que se sitúa junto al poder absoluto, casi siempre ha sido suficiente lo que Mouffsignant (Quelques mots: sur l'omniprésence du sens, Duveille, Serrailler, 1969) llamara “el aura de verosimilitud (...) la cual se consigue, sobre todo, con elegancia y magnificencia, antes que con difíciles hipótesis y comprobaciones lógicas”. El ideario de Justiniano es pre-ideológico, es el sueño que pretende encontrar alguna vez la sombra de la ideología.

El problema del peso de la lanza de Aquiles (que es ya una metonimia de la santa cruz y de la iglesia militante) se reproduce pero también se retuerce: el milenarismo incinera literalmente a los apóstatas Aquilinos, que insinuaron que la Ilíada era un anticipo de los evangelios, una alternativa a las viejas escrituras hebraicas. Los Aquilinos vieron en el héroe heleno la primera venida de Cristo; en su cólera, la ira de dios; vieron en Troya condenada a la Jerusalén terrestre, en manos de los infieles y a la que solamente la sangre y el fuego podían redimir. Entre los ejecutores templarios y la demencia de las cruzadas, cuyas huellas macabras no llegó a borrar la Muerte Negra en el siglo XI, la tesis apenas sobrevivió en un monasterio de madera de aliso situado relativamente cerca del túmulo de Aquiles, próximo a donde hoy se alza Küçük Çamlíca, en Uskudar, Estambul.

"La storia non è ciò che gli uomini fanno, ma un vecchio pezzo di legno che va errando attraverso le generazioni. Quando il fuoco ha consumato il legno, sarà la fine del mondo."
(La historia no es lo que hacen los hombres, sino una vieja pieza de madera que va errando de generación en generación. Cuando el fuego la haya consumido, será el fin del mundo).

¿En qué pensaba Serafino Ubicce cuando escribió esta sentencia, que tiene el inconfundible sabor clásico de los grandes mitos griegos en la imagen de Meleagro y Altea? No quiere mantenerlo en secreto: unas páginas antes, su Ufficio dei Serpenti cita con falso desprecio la Dimotikia del defraudado Timónides; unas líneas después designa ostensiblemente a un bibliotecario ciego “Orlando Greco”, homónimo del último líder de los Aquilinos y mítico fundador del monasterio de Uskudar. Para quien sospeche una confusión argentina, ni Groussac ni Borges tienen algo que ver (Nadie rebaje a lágrima o reproche / Esta declaración de la maestría / De Dios, que con magnífica ironía / Me dio a la vez los libros y la noche... –Borges, el hacedor, 1960–... dos famosos bibliotecarios alcanzados, como Timoleón, por la ceguera): Ubicce y su espíritu jacobino mueren en 1847, su viuda consigue publicar el “Ufficio” en 1863, pero no encuentra acogida hasta que Benedetto Croce no lo saluda en un ensayo de 1933, disminuido y publicado como artículo antifascista dos años más tarde, “Serpenti de Ubicce”, bajo el seudónimo de Giambattista Labriola en Tribuno popolare nº2 (y último), Napoli, febbraio 1935.

Ubicce sostiene que el “pezzo di legno” es de fresno, como el Yiggdrassil, el árbol del mundo de la mitología nórdica; Robert Graves, en su King Jesus, dice que el madero transversal de la cruz era de terebinto. Supongo que Graves se equivoca: el terebinto es débil para ese uso y la madera disponible para cruces en Judea era de olivo, algo en lo que insisten con pruebas Dragatsis y Grotte; la lanza de Peleo era, sin dudas, de fresno también; el Argo, ya lo dije, fue construido con roble.

Me atrae este recuerdo de los Aquilinos: la imagen de un dios encarnado en cólera, en una ira que proviene del amor, un dios terrenal, celoso de lo suyo. Tal como se lo propuso Homero (ícono epónimo de quien o quienes fuera) mi sentimiento siempre estuvo con Héctor y mi desprecio con Agamenón. El resto de Troya estaba maldita y condenada, en Criseida, en Hécuba, en Casandra, en la fría pasión que encendía Helena en sus hombres. Sin embargo, del enojo de Aquiles, en realidad, de los juegos en honor a Patroclo al funeral de Héctor hay poco para construir las bases de una teofanía sólida, especialmente una monoteísta. Hay demasiada mezquindad divina y humana, demasiada vanidad y orgullo, demasiada ostentación de sórdido coraje en ese trayecto que terminará con una deificación difícil de entender.

Los Aquilinos dan el gran salto. Un milenio después, dios deja las armas y baja a la tierra a un establo y a una carpintería. Aquiles es ahora un maestro, un pastor de hombres, un erudito y un manso, pues ha aprendido que su gloria no es de este mundo. Es un dios que busca opciones como lo hace un hombre mortal que aprende de sus errores y que invariablemente se equivoca. Aquiles, Alejandro de Macedonia y Jesús mueren pronto, y el oráculo no les ha mentido: por esa breve vida han ganado fama perdurable.

Lo sé. Es una fábula débil. Insuficiente. El lenguaje mágico y pre-ideológico de Justiniano es más claro, pero igualmente intrascendente (como Teodora nunca cesó de remarcar en cada oportunidad) porque quiere la deificación sin osar a compararse con dios, y para ello lo rebaja a un ser menor, un cuco de los cuentos antiguos, un mercenario armado con un tremendo falo. Teodora ha sido víctima de abusos, bailarina, prostituta, hetaira: conoce de los falos y de las relaciones de los hombres con ellos todo lo que es posible saber. Pero no le interesan ellos ni sus vínculos con la filosofía, sólo quiere el poder terrenal, el gobierno de los hombres.

Cuántos números y nombres, cuántos libros y referencias inútiles, mayoritariamente falaces, porque me pesa el mundo en esta noche sin luna:

La historia que he narrado aunque fingida,
Bien puede figurar el maleficio
De cuantos ejercemos el oficio
De cambiar en palabras nuestra vida.
                     
Nuevamente, Borges, El hacedor, nuevamente.

viernes, 21 de septiembre de 2012

¿Qué es la voz de los que no tienen voz?


No creo que pueda decirse que soy un campeón de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Ciertamente, como no creo en la existencia del alma sino en la construcción social y progresiva de la consciencia, la penalización directa o indirecta del aborto me parece incorrecta, siendo que no puede calificarse de delito y es restrictiva de las libertades individuales. Por otra parte, esto no implica falta de respeto por aquellos que sí parecen creer en la existencia de esa chispa divina que anda espiritualmente por ahí, sino sólo defender una posición distinta, siempre discutible, siempre ideológica. También he visto vidas arruinadas por malas decisiones en este sentido, y no parece que se trate de un método anticonceptivo deseable, habiendo otros. Tampoco es el mecanismo que elegiría para contener la explosión demográfica, por otra parte.
Sin embargo, como casi siempre sostengo: ante la duda debe respetarse el libre albedrío y garantizarse los derechos para ejercerlo. Opino que el aborto no debe ser penado ni obstruido por mecanismos legales, lo cual incluye la tarea de la salud pública, que debiera garantizar los medios para ejercer el libre albedrío en esta materia. En materia de libertades individuales, brilla por aquí una exhalación de liberalismo que no es, en realidad, tan sorprendente: nunca he defendido que el estado (ni siquiera en sus versiones cuasi-socialistas), ese monstruo institucional programado por protocolos recurrentes e intereses mezquinos, deba intervenir contra la voluntad de quienes deseen definir su propia vida, trazar sus planes. En todo caso, si puedo pedirle algo luego de tratarlo de monstruo mezquino, debe defender los derechos conseguidos por otros, cuando el plan de vida propio los intervenga y los vulnere.
En este punto el debate por la interrupción voluntaria del embarazo como figura punible se pone interesante. Porque uno de los hilos discursivos más frecuentes de quienes sostienen la ilegalidad de esta práctica, en oposición de la libertad de la mujer para hacer con su cuerpo (y con el resto de su vida) lo que considere correcto, es precisamente que una parte damnificada, el nonato considerado como persona jurídica, no tiene “voz” para pelear por su derecho a la vida. En esta perspectiva, la voz de la mujer que desea interrumpir el embarazo o la del personal sanitario que vaya a realizar la tarea, parece alzarse contra la de su vástago que quiere nacer.
Mi vocación sociológica se siente intrigada e irritada por esta expresión. Es una metáfora, ciertamente, ya que nadie espera que un par de células, un cigoto, un embrión o un feto “hablen” (la más sólida muestra de que carecen de contenidos sociales, si bien son indudablemente organismos vivos), aun cuando encierren un alma por ahí. La cuestión es: ¿Es una metáfora de qué? La respuesta no es difícil, y permite repensar el tema: En esta estructura de sentido, “Voz” significa, en realidad, “Poder”.
¿La voz de los que no tiene voz es el poder de los que no tienen poder, entonces? No totalmente, porque los que no tienen voz no ganan poder, sino que los que sí lo tienen quieren ejercerlo a través de la metáfora. Porque la metáfora permite esa transición de sentido: parece que los nonatos ganan poder cuando otros hablan por ellos, pero eso es imposible: siguen siendo incapaces de elaborar un discurso propio. Porque yo pudiera hacerles decir (a su voz imaginaria) otras cosas además de “¡No me maten!”, cosas muy diferentes, incluso cosas contradictorias. Por ejemplo, podrían decir: “Tráiganme al mundo cuando valga la pena, porque estadísticamente va a tocarme una familia pobre, sin capacidad de acción política para defender sus derechos básicos, sin perspectivas de ascenso social en un mundo superpoblado y cada vez menos agradable en cuanto al hábitat se refiere. Mientras tanto, mi alma puede seguir esperando junto a Dios”. Sí. Cuando uno toma la “voz de los que no tienen voz” puede hacerles decir lo que uno quiera. Nadie aceptaría un argumento del tipo: “Mi embrión me pidió que matara a mi marido, ya que no es su padre” o “Mi feto quiere más vodka en el desayuno” aunque, a fin de cuentas, nadie está más cerca que la madre que lo gesta para escuchar lo que el embrión tenga para decir.
En consecuencia, alzarse con la voz de los que no la tienen es siempre un interés motivado por un registro ideológico diferente. Lo mismo ocurre con los intelectuales de izquierda que hablan por los excluidos del sistema o por los incluidos en él en pésimas condiciones: imprimen a esas existencias su propia vocación ideológica, su propia representación de los asuntos de otros. La diferencia aquí es que los que “no tienen voz” indudablemente deberían tenerla. De hecho, mirando la realidad humana en términos políticos, la inmensa mayoría de la población mundial carece de voz propia, sencillamente porque no acceden a una cuota mayor de poder social. Esta mayoría está vinculada por series de autoridad que la subordinan a los discursos predominantes y, evidentemente, también a las prácticas predominantes. Por otra parte, tenemos el reemplazo legitimado de unas voces (centenas de miles, millones) por otras (unas pocas), en el conocido discurso de la democracia representativa: “Usted vóteme y yo hablaré por usted y por otras ciento cuarenta mil personas durante los próximos dos, tres, cuatro, seis, ocho o nueve años, los que sean”.
La cosa empeora: la mayor parte de los que se alzan con la voz de los demás son personas con vocación política lo cual, en los sistemas existentes, equivale a decir que cuentan con una dosis importante de vocación de poder. Toman la voz de los demás porque quieren oír sonar la propia más fuerte, pero carecen en general del conocimiento autocrítico mínimo primero, para reconocer esa situación y, segundo, para construir el poder a través de un conocimiento más apto para interpelar a la realidad. Por eso creo que el “realismo” político es una de las más nocivas estructuras ideológicas del presente, quizá también de todos los tiempos, porque es el realismo de los más ignorantes y de los más prepotentes a la vez.
Porque el realismo es rendirse a lo “evidente”, a lo “ya sabido”, al sentido común, a lo inevitable, de tal manera que anula toda salida creativa, toda perspectiva realmente nueva para la organización de las sociedades: querríamos ser justos en materia de distribución de la riqueza, nos dicen, pero debemos ser realistas y obedecer al mercado; querríamos cuidar del medioambiente, pero debemos ser realistas y sostener el modelo económico; querríamos profundizar la democracia, pero debemos ser realistas y aceptar la desigualdad; querríamos desarrollar políticas públicas socialmente progresivas, pero debemos ser realistas y continuar beneficiando a los más ricos; querríamos llegar a un acuerdo de paz, pero debemos ser realistas y aceptar que la guerra es un buen negocio. Esta política realista muestra en realidad (perdón por la redundancia) el imperio de unos determinados intereses ideológicos, los conservadores, los que no necesitan que el mundo cambie porque se sienten a gusto en él (y no tendrían por qué no sentirse a gusto, si su idea de estar en la naturaleza es pasear por un campo de Golf). Pero esta es una postura que sólo puede permitirse, tal vez, el uno o el dos por ciento de la población mundial, el resto pagamos las consecuencias de ese pomposo realismo que es, en realidad, una muestra de hegemonía ideológico-política.
Sostener la voz de las que no la tienen es, entonces, un asunto de máxima prioridad, sencillamente porque es un dispositivo discursivo poderoso para la creación de poder con apariencia de saber. En alguna medida, esta idea subvierte la lógica de Foucault, en la cual el saber habilita el poder. En vez de saber-poder, tenemos aquí poder-saber y, por supuesto, contrapoder-contrasaber. Porque no es solamente que un conocimiento específico habilite una práctica material o simbólica frente al cuerpo y la mente de otros, sino que el poder dispone a su vez del discurso del saber según otro saber, el del interés.
Un ejemplo actual. La troika “sabe” lo que es bueno para el pueblo griego, el portugués, el irlandés, el español, aunque éstos deban sufrir horriblemente en la persecución de esos presuntos beneficios futuros, cuando en realidad es el interés del capitalismo regional el recrear unas condiciones locales para la reproducción ampliada del capital. Lo mismo nos han dicho durante un par de milenios sobre nuestra alma inmortal, siempre han sido otros los que sabían lo que era bueno para ella y para que alcanzase el paraíso, aunque ninguno de los que decían conocer el camino había estado allí.
Tremenda lección, compañeros (y, especialmente, compañeras). Que nadie sea nuestra voz ni nuestra palabra, porque es un poder que luego no podremos recuperar.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

El algoritmo del fin del mundo


“La policía nunca descubrirá que no ha sido el parabrisas lo que ha cortado la cabeza a Chittum, ¿comprendes? Ha sido la probabilidad la que ha permitido a tus dientes hacerlo.”
J. Williamson, Darker than you think


En los textos que publico en este espacio rara vez me he molestado en distinguir claramente entre ficción y realidad. La razón es bien simple: la ficción existe, la realidad no. Desde el momento en que la imaginación sociológica reconoce que “lo real” es un conjunto de construcciones discursivas articuladas para permitir la supervivencia de unas determinadas e históricamente contextualizadas relaciones sociales, ni siquiera el discurso científico escapa a su espesura ideológica, a su densidad de relato sobre el mundo que, precisamente por ser relato, no es el mundo y no es, en consecuencia, la realidad. Por el contrario, esta misma reflexión sirve para (de)mostrar que la ficción es real, pues sin ella no habría posibilidad de representar la realidad objetiva, aún cuando se considere que ésta última es, finalmente, incognoscible. Mucho de Kant y Hegel sobrevive en este párrafo, pero también mucho de Marx.

A pesar de todo ello, la ciencia insiste en pretender ser discurso sobre la realidad, y por esa razón omite de manera concienzuda y obsesiva la especulación y la conjetura, excepto en una notable excepción (debe notarse y anotarse cuantas veces en la historia del pensamiento humano la excepción lo es prácticamente todo). Esta excepción es la probabilidad. Reconocemos mecanismos lógicos para llegar a obtener una probabilidad de algo y hablamos de la realidad probable (un notorio oxímoron) con completa consciencia de estar haciendo referencia a algo que no existe (que no podemos probar que existe) pero que es probable que exista, que haya existido o que vaya a existir alguna vez, siquiera en su negación. La probabilidad encierra este divertido contrasentido lógico en materia de ciencia, en especial en las ciencias naturales, donde se trata la probabilidad con una seriedad comprensible y alarmante, en la medida en que no se considera que buena parte de ella consiste en negar la realidad probable, es decir, que al hablar de probabilidad no sólo hablamos de nuestra ignorancia sobre lo que es, sino también de nuestro desconocimiento de lo que no es. Decir que es probable que dios no exista es, considerado como fórmula lógica, tan cierto como decir que es probable que algo así como dios exista. Es una forma económica (cuando no escolástica) de decir “No sé, no tengo elementos teóricos ni empíricos para refutar la tesis opuesta, sólo puedo aproximar argumentos para consolidar lo que es, en última instancia, una creencia que sostengo como aproximación, como conjetura, como especulación, en fin, como probabilidad”.

Personalmente, me encuentro cómodo con el caos resultante y la incertidumbre, y me entretiene enormemente que este caos y esa incertidumbre encuentren formas matemáticas y algebraicas para sostenerse en la realidad. El momento de la relajación llega cuando se comprende lo que dije al principio: el relato de ficción existe, la realidad no. La probabilidad sostiene la posibilidad de tomar la mejor decisión posible incluso ante lo desconocido, sobre todo, reconociendo nuestra profunda e infatigable ignorancia. ¿Cómo decidir ante lo desconocido? Optando por lo que consideramos más probable.

La sociología, mi disciplina favorita, es campeona en el arte de reconocer la probabilidad. A diferencia de otras disciplinas (y omito puntillosamente la deriva política), no solemos pretender cambiar (discursivamente) la realidad para comprenderla, tal como se refleja en la vieja broma de los físicos, al enfrentarse al cálculo del volumen de una vaca: “Supongamos que la vaca es esférica y homogénea”. En el terreno de las matemáticas, los fractales llevaron la sentencia al terreno de lo infinitesimal y no olvidemos que en términos cuánticos nuestra propia existencia es una probabilidad. Más todavía, para la sociología, la probabilidad no sólo afecta al presente (se da por descontado que el futuro es sólo y puro ser probable) sino también al pasado. No sufrimos tan agudamente el trastorno obsesivo-compulsivo de la historia o la arqueología de encontrar pruebas documentales para pensar el pasado con precisión (sólo para que el vecino interprete el mismo hallazgo en sentido contrario) ni mucho menos sufrimos como la antropología, a quien cada nuevo hueso o comportamiento observado sacude las bases mismas de la comprensión de su cosmos. Los sociólogos vivimos alegremente decretando que es probable que el doctor Pirulo gane las próximas elecciones por un margen del tres por ciento y también que es probable que las clases medias se representen a sí mismas como progresistas cuando son (también probablemente) conservadoras y hasta reaccionarias. También diremos que pertenecer a las clases medias es, antes que un hecho, apenas una probabilidad.

Atentos a este fenómeno curiosísimo permítanme defender que este rango de incertidumbre es un síntoma de nuestra buena salud científica. Cuando no es olvidado y naturalizado, es decir, cuando el sociólogo olvida expresar claramente que sólo habla de probabilidades (¡Véase que hilarante es nuestro uso de las estadísticas! ¡No! ¡No controle las “cuentas”! ¡Ríase de la construcción previa!), cuando es aceptado, el mundo se precipita en la claridad. Usted y yo, mi querido o querida, somos, sociológicamente, apenas una probabilidad. Puede que nadie lea nunca este texto además de su autor, puede que sólo lo lea alguien cuando yo esté muerto y mi nombre olvidado, o le sea atribuido a un amigo que ya no me habla o a un amante que no he tenido todavía (y que probablemente no tendré).

Sí. Yo era feliz con estas ideas porque, repito, me siento cómodo con la indeterminación. Sólo que en la práctica de mi arte sociológica tropecé con una rigurosa verdad probabilística, que puede probarse por medios físicos, modelarse en forma abstracta y empírica, testearse y falsearse. Me pasó lo más triste que puede pasarle a un sociólogo: descubrí una certeza y un mecanismo para probarla. Una vez planteado el problema, la fórmula algebraica que se aplica para resolverlo es tan sencilla como vergonzosa y no esperen verla reflejada aquí, sobre todo porque ocupa un capítulo entero de mi tesis doctoral, la segunda, la que todavía no reescribí ni publiqué. Debido a su simpleza cubre todas las alternativas posibles y el resultado es siempre el mismo, es una constante (aunque una constante indeterminada en el tiempo y el espacio). Una verdad tan consistente está condenada por fuerza a ser banal, pero debe atenderse que a la ciencia no le importa que algo sea “evidente”, sino que pueda ser probado. Considerado ese resultado y la posibilidad de establecer una forma aplicable a cualquier universo posible en el que aparezca un sistema histórico (y no solamente una sociedad humana, pues el conjunto debe ser por fuerza mayor al de éstas formaciones históricas particulares) no he tenido tampoco que utilizar demasiado la imaginación para encontrarle un nombre con “gancho”: he descubierto el algoritmo del fin del mundo. ¿Por qué estoy tan seguro de su eficacia? Porque funciona para dos supuestos generales contradictorios: si el universo es finito y su energía total no aumenta el algoritmo predice el fin de la sociedad humana; sí, por el contrario, los principios validados de la termodinámica son sólo un fenómeno local, la energía aumenta en algún lugar y de alguna forma y el universo es infinito, el algoritmo predice también el fin de la sociedad humana. La causa última es que el sistema histórico sobrevive no sólo evadiendo la entropía (como hace cualquier ser vivo hasta que fracasa y muere), sino incrementándola para evadirla y, al incrementarla, modifica su estructura interna para estabilizarse o para crecer, de tal modo que siempre alcanzará su punto de desequilibrio, ya sea por exceso de entropía controlable o por exceso de energía procesable y volverá inviable la comunicación interna que habilita la adaptación en un contexto que es modificado y que obliga entonces a la adaptación de la comunicación interna a las nuevas condiciones generadas por ella misma. El algoritmo predice un numerito negativo para el primer caso (el colapso implosivo de una masa incontrolable de entropía sin regular al punto en que las relaciones sociales se vuelven inviables) o positivo (el explosivo incremento de la masa de energía circulante que no puede ser disipada sin destruir la comunicación interna ni disminuir sin tener el mismo efecto). La segunda muerte de la sociedad humana es mucho más interesante y me complace decir que, de todos los sistemas históricos humanos conocidos que alguna vez han sido, sólo nuestro amado capitalismo puede conducirnos a ella.

La penita consiste en que su pregunta primera y lógica, es decir “¿cuándo?”, no puede ser respondida sino como probabilidad (es probable que “pronto”, en términos relativos) y la segunda “¿cómo?”... bueno... no creo que nadie quiera realmente que le arruine la sorpresa. Sólo voy a dejar una pista: ceteris paribus y a números de la población humana calculada actualmente, es decir, 7 X 109 personas (anote) 2,9 X 109. Sin embargo, hay que añadir que, en sociología, pedir que las restantes condiciones no varíen no se hace, sencillamente porque es pedir que la vaca sea esférica y homogénea. En consecuencia y, por otra parte, como suele ocurrir, el algoritmo no permite introducir al mismo tiempo dos variables definidas, por lo cual la co-variación no modifica el resultado probabilístico, pues el algoritmo no le refleja: sólo digo que en cualquier caso el resultado probabilístico es el mismo: la sociedad humana va a desaparecer por sus propias condiciones de desarrollo interno, que impondrán tarde o temprano límites a su capacidad interna de regular su régimen energético.

Marx creyo que con el fin de las contradicciones de clase las contradicciones estructurales (la tensión económica entre sectores sociales opuestos, interdependientes y definidos por el desarrollo de las fuerzas productivas y el tipo de división del trabajo) cederían paso a una especie de paraíso terrenal comunista. También creyó que ese día llegaría inevitablemente. Yo amaba ese sueño, lo amaba patéticamente más de lo que podría amar a una persona. Y voy y estudio para saber en qué nos equivocamos, a ver qué podíamos hacer para que Marx tuviera razón y estableciéramos una nueva política hacia el reino de la libertad... y entonces me tropiezo con el algoritmo del fin del mundo. Es como el teólogo que intenta descubrir cómo evitar el pecado y llegar al paraíso celestial y encuentra por casualidad la fórmula que demuestra que dios no existe. 

¿Ficción o realidad? A fin de cuentas, no es eso lo que importa. No interesa saber cuándo ni cómo el mundo va a terminar, sino si es posible hacer de la vida humano algo digno de ser experimentado por todos y cada uno de los seres humanos que viven o vivirán. De esta cuestión ética el algoritmo del fin del mundo nada dice. O sí, sí dice algo. No obliga a decir ni a creer que la injusticia, el abuso de poder, la explotación, la expoliación sean eventos inevitables en la vida humana. por el contrario, asegura que, alguna vez, dejarán de existir. Sí es en la experiencia conflictiva de los vivos o en la paz de los muertos, eso es en lo que nos toca intervenir.

Y en todo caso, lo más probable es que esté completamente equivocado.