martes, 2 de octubre de 2012

Letras a las letras, polvo al polvo


Un súbito atasco en el funcionamiento de la computadora me impidió, afortunadamente, escribir el título que tenía pensado para este artículo. Era horrible y más desconcertante que de costumbre. La cosa es peor. Ustedes no podrán notarlo (¿cómo podrían?), pero presionar las teclas plásticas es ahora mismo para mí una tarea complicada, porque estuve trabajando en casa con cemento y cal, que son muy astringentes, y mis manos están bastante impedidas en su movilidad y velocidad habituales para este ejercicio de la escritura, que en una época fue para mí casi cotidiano, y que intento con cierta desesperación recuperar. A pesar de haber redactado varias tesis y artículos para otros auditorios, y a pesar también de las letras volcadas a Internet a través de los blogs, lo cierto es que la mayor parte de mi producción permanece encerrada en casa, por así decirlo, y no tengo grandes intenciones de que eso cambie.
Me cuesta mucho terminar una novela, incluso una corta, y nunca las reescribo menos de cuatro veces. Tengo un par terminadas y otras dos promediadas. No es un género para el que me considere apto: la ejecución de una trama me es incómoda y la profundidad psicológica de mis personajes tiende a ser nula, lo cual se suma a que parezco incapaz de atar mis escenarios a una imagen prolongada de verosimilitud. Tengo unos cuantos cuentos que, creo, serían publicables en un par de volúmenes no muy extensos y muchos ensayos (que es lo que más me he dedicado a difundir por fuera de los ámbitos académicos) que oscilan entre la crítica y la sátira. He reunido en un único volumen toda mi producción poética que me atrevo a releer, pues el resto me da asco, y aun así no son menos de quinientas páginas que incluyen nanas, octavillas satíricas, sonetos, verso libre y experimentos poéticos de diversa índole. Cerca de cuatro docenas de poemas los he escrito mentalmente acompañados de una melodía más o menos original (pero siempre pobre, no tengo aptitudes musicales, ya sean instrumentales o vocales) y de vez en cuando tomo la guitarra (en la cual solo puedo rasgar unos cuantos acordes sencillos) y las repaso como quien le quita el polvo a viejos adornos en las estanterías con un trapo igualmente mugriento.
No es necesario señalar que, en estas condiciones, la enorme cantidad de horas dedicadas a la escritura no me reporta ningún beneficio económico, de donde surge la pregunta (teñida por la ideología mercantilista de nuestra triste era) de para qué hacerlo.
He notado que cuando estoy físicamente incómodo tiendo a apurar la redacción de los textos, y ya he indicado que esa es, precisamente, mi condición actual, de modo que la pregunta debe responderse sin gran elucubración y aceptando la complicidad del auditorio en algún punto.
Como casi toda otra actividad, supongo que este oficio de escribir puede compararse con el sexo. Se puede dilucidar que la evolución eligió el placer erótico como un mecanismo accesorio a la mera actividad sexual con un objeto bien determinado: que los humanos tuviéramos sexo y así consiguiéramos tener descendencia. Sin embargo, no sé si lo habrán notado, la mayor parte de la humanidad tiene sexo con más frecuencia por el placer que por el resultado y, de hecho, muchas veces el resultado ocasiona problemas derivados de no haber pospuesto la compulsión al placer. Haciendo un cálculo mental como burlesca elucubración, algo menos del uno por ciento de la humanidad está fornicando o se está masturbando mientras escribo estas líneas, y la inmensa mayoría de ella está orientando su acción al placer y no a la reproducción (pese a lo cual el mundo está a punto de reventar por la cantidad de resultados positivos, desde el punto de vista del “plan” natural original). Pero el otro noventa y nueve por ciento está haciendo otras cosas: algo menos de un tercio estará durmiendo, pero dos terceras partes de la humanidad están, por placer o por obligación, haciendo otras cosas. En nuestro mundo, la demanda de la vida laboral es coercitiva, pero el placer es siempre también el resultado de una exigente demanda interna (ya lo he asociado a la expresión compulsión, que supone una irreprimible tendencia orgánica) y es en este aspecto en el cual se revela la propia “humanidad” como categoría sustancial, en esos aspectos que nos alejan de nuestra fisiología animal como consecuencia de nuestra inserción en el mundo cultural. Porque lo que hacemos por “placer” no es sino desplazar nuestras pulsiones fisiológicas hacia formas culturalmente establecidas (en mi caso, a la producción discursiva, sea técnica o literaria). El mecanismo último de estas decisiones es esa tensión básica a la que está sometida nuestro organismo, que busca a la vez y en conflicto conservar su energía y seguir viviendo y descargarla para reposar, mientras que necesita, al mismo tiempo, utilizarla para reproducir al menos sus condiciones de vida.
Basta de Freud (en su versión de dedos con problemas cementicios de movilidad). El mundo cultural (compuesto de fuerzas vivas y materiales, además de complejos aparatos simbólicos) nos fuerza a desplazar nuestras pulsiones básicas hacia aspectos diferentes de actividad productiva. Pero otra cosa son los resultados. Porque en esto escribir también es como el sexo: una cosa es su realización y otra cosa su resultado o, mejor dicho, la percepción de su resultado. A veces se termina con una gran felicidad, con una sensación de vacío, de incompletitud, de insatisfacción, de incertidumbre y, la mayor parte de las veces, con esa idea de haber terminado con algo que se estaba haciendo y de ser momento de pasar a otra cosa. Ya está: acabé por esta vez. Un gusto haber estado con ustedes. No me llamen, yo los llamo.