Un súbito atasco en el funcionamiento de la computadora me
impidió, afortunadamente, escribir el título que tenía pensado para este
artículo. Era horrible y más desconcertante que de costumbre. La cosa es peor.
Ustedes no podrán notarlo (¿cómo podrían?), pero presionar las teclas plásticas
es ahora mismo para mí una tarea complicada, porque estuve trabajando en casa
con cemento y cal, que son muy astringentes, y mis manos están bastante
impedidas en su movilidad y velocidad habituales para este ejercicio de la
escritura, que en una época fue para mí casi cotidiano, y que intento con
cierta desesperación recuperar. A pesar de haber redactado varias tesis y
artículos para otros auditorios, y a pesar también de las letras volcadas a
Internet a través de los blogs, lo cierto es que la mayor parte de mi
producción permanece encerrada en casa, por así decirlo, y no tengo grandes
intenciones de que eso cambie.
Me cuesta mucho terminar una novela, incluso una corta, y
nunca las reescribo menos de cuatro veces. Tengo un par terminadas y otras dos
promediadas. No es un género para el que me considere apto: la ejecución de una
trama me es incómoda y la profundidad psicológica de mis personajes tiende a
ser nula, lo cual se suma a que parezco incapaz de atar mis escenarios a una
imagen prolongada de verosimilitud. Tengo unos cuantos cuentos que, creo,
serían publicables en un par de volúmenes no muy extensos y muchos ensayos (que
es lo que más me he dedicado a difundir por fuera de los ámbitos académicos)
que oscilan entre la crítica y la sátira. He reunido en un único volumen toda
mi producción poética que me atrevo a releer, pues el resto me da asco, y aun
así no son menos de quinientas páginas que incluyen nanas, octavillas
satíricas, sonetos, verso libre y experimentos poéticos de diversa índole.
Cerca de cuatro docenas de poemas los he escrito mentalmente acompañados de una
melodía más o menos original (pero siempre pobre, no tengo aptitudes musicales,
ya sean instrumentales o vocales) y de vez en cuando tomo la guitarra (en la
cual solo puedo rasgar unos cuantos acordes sencillos) y las repaso como quien
le quita el polvo a viejos adornos en las estanterías con un trapo igualmente
mugriento.
No es necesario señalar que, en estas condiciones, la enorme
cantidad de horas dedicadas a la escritura no me reporta ningún beneficio económico,
de donde surge la pregunta (teñida por la ideología mercantilista de nuestra
triste era) de para qué hacerlo.
He notado que cuando estoy físicamente incómodo tiendo a
apurar la redacción de los textos, y ya he indicado que esa es, precisamente,
mi condición actual, de modo que la pregunta debe responderse sin gran
elucubración y aceptando la complicidad del auditorio en algún punto.
Como casi toda otra actividad, supongo que este oficio de
escribir puede compararse con el sexo. Se puede dilucidar que la evolución eligió
el placer erótico como un mecanismo accesorio a la mera actividad sexual con un
objeto bien determinado: que los humanos tuviéramos sexo y así consiguiéramos tener
descendencia. Sin embargo, no sé si lo habrán notado, la mayor parte de la
humanidad tiene sexo con más frecuencia por el placer que por el resultado y,
de hecho, muchas veces el resultado ocasiona problemas derivados de no haber
pospuesto la compulsión al placer. Haciendo un cálculo mental como burlesca
elucubración, algo menos del uno por ciento de la humanidad está fornicando o
se está masturbando mientras escribo estas líneas, y la inmensa mayoría de ella
está orientando su acción al placer y no a la reproducción (pese a lo cual el
mundo está a punto de reventar por la cantidad de resultados positivos, desde
el punto de vista del “plan” natural original). Pero el otro noventa y nueve
por ciento está haciendo otras cosas: algo menos de un tercio estará durmiendo,
pero dos terceras partes de la humanidad están, por placer o por obligación,
haciendo otras cosas. En nuestro mundo, la demanda de la vida laboral es
coercitiva, pero el placer es siempre también el resultado de una exigente
demanda interna (ya lo he asociado a la expresión compulsión, que supone una
irreprimible tendencia orgánica) y es en este aspecto en el cual se revela la
propia “humanidad” como categoría sustancial, en esos aspectos que nos alejan
de nuestra fisiología animal como consecuencia de nuestra inserción en el mundo
cultural. Porque lo que hacemos por “placer” no es sino desplazar nuestras
pulsiones fisiológicas hacia formas culturalmente establecidas (en mi caso, a
la producción discursiva, sea técnica o literaria). El mecanismo último de
estas decisiones es esa tensión básica a la que está sometida nuestro
organismo, que busca a la vez y en conflicto conservar su energía y seguir
viviendo y descargarla para reposar, mientras que necesita, al mismo tiempo,
utilizarla para reproducir al menos sus condiciones de vida.
Basta de Freud (en su versión de dedos con problemas
cementicios de movilidad). El mundo cultural (compuesto de fuerzas vivas y
materiales, además de complejos aparatos simbólicos) nos fuerza a desplazar
nuestras pulsiones básicas hacia aspectos diferentes de actividad productiva.
Pero otra cosa son los resultados. Porque en esto escribir también es como el
sexo: una cosa es su realización y otra cosa su resultado o, mejor dicho, la
percepción de su resultado. A veces se termina con una gran felicidad, con una
sensación de vacío, de incompletitud, de insatisfacción, de incertidumbre y, la
mayor parte de las veces, con esa idea de haber terminado con algo que se
estaba haciendo y de ser momento de pasar a otra cosa. Ya está: acabé por esta
vez. Un gusto haber estado con ustedes. No me llamen, yo los llamo.