lunes, 21 de marzo de 2011

Reflexiones intoxicadas de utopías desparejas o Cómo dejar de ser gatos en la bolsa

En el año 2006, cuando redacté el documento final de mi tesis doctoral, en los agradecimientos hice el siguiente comentario: “En deuda permanente estoy con los innumerables personajes de la vida política y social argentina, sin cuyas ocurrencias, actos interesados, expresiones sorprendentes, discursos inverosímiles, contradicciones patentes y abundantes conductas aberrantes la realización de este trabajo hubiera sido mucho menos interesante, y más aburrida. No pocos comediantes hacen lo propio en el escenario mundial”.

Hoy, no nos queda más remedio que rendirnos a la evidencia: las ciencias sociales se producen en la inteligencia humana, pero se alimentan de la humana estupidez. En forma análoga a lo que ocurre con las poblaciones de las zonas más desarrolladas del mundo, a la sociología hoy le sobra material comestible, pero es de muy baja calidad y la sobre-nutrición resultante no deja de tenerla mal nutrida.

Cuando un sociólogo se detiene por un momento a contemplar el estado del mundo en el que transcurre su propia vida intelectual, levanta la mirada de su mesa de trabajo y se aleja de su labor inmediata, que muy bien puede no tener nada que ver con el mundo en general sino con un pedacito muy particular y muy aislado del mundo, puede sorprenderse durante un instante y dejarse llevar por un mal sabor de boca, muy amargo y saturado de impurezas, transferido a su inteligencia desde ese principio conceptual y operativo que solemos denominar “contexto”. Esta es una palabra muy útil y utilizada que señala (metafóricamente, por cierto) a ese espacio o conjunto de esos espacios socio-históricos (y frecuentemente socio-histéricos) que inciden en nuestro objeto de estudio pero que exceden largamente la escala de observación del trabajo que realizamos.

En mi caso, mi vocación estructuralista me obliga a levantar la cabeza muchas veces, al punto tal que la sociología me tiene baldado, con un dolor de cuello crónico pero, también, con el agradecimiento al mundo humano propio del esclavo cuya mente está completamente colonizada por el discurso del opresor: lleno de dicha por ver que este mundo nunca me dejará sin trabajo. Puede matarme de hambre o de soledad intelectual, puede abofetearme (y lo hace, y lo hará) con la mediocridad rampante de muchos de mis colegas, puede excluirme de todas sus fiestas. Pero nunca, nunca, me dejará sin problemas para analizar y entretener mis horas con los problemas que elegí enfrentar intelectualmente (quizá para ocultar los problemas que he determinado no enfrentar psicológicamente, pero eso es un tema menor, porque de eso se trata vivir civilizadamente).

El autor de “El Anticristo” y de “Así habló Zarathustra” definió su idea de la felicidad como el momento subjetivo en que se siente que un obstáculo desaparece, es decir, cuando la voluntad proyectada a una acción o un pensamiento vence la resistencia y se desliza hacia el siguiente conflicto. De esta idea se deriva que siempre la búsqueda de la felicidad es incompleta y producto inequívoco de la “voluntad de poder”, tal como lo percibió Adler o, en términos de Freud, de esa voluntad de placer que se presenta en todo movimiento psíquico como producto de la reacción neurológica ante el exceso (necesario mientras estamos vivos) de esa energía cargada de sentido, de contenido simbólico que hace a la maravilla de la experiencia humana, tanto en lo individual como en lo colectivo: los sistemas materiales no pueden continuar operando si no están vinculados a sistemas simbólicos que, a su vez, no existen si no están vinculados a sistemas materiales.

Vean ustedes qué maravilla y entiendan por qué me atrae tanto la sociología: ningún otro sistema conocido presenta tal entramado de complejidad estructural: la sociedad es un sistema material y, como tal, sometido a relaciones con otros sistemas materiales y, según su propio funcionamiento interno, a las reglas de la termodinámica. A su vez, es un sistema compuesto por organismos vivientes, sometidos a las mismas reglas, pero con capacidad de alterar el entorno para recuperar el orden perdido en su funcionamiento y de experimentar circuitos de reacción frente a los sistemas externos que ningún sistema no-orgánico conoce. Pero, además, se trata de un modo de organización en el cual no impera la capacidad de utilizar simplemente el entorno, sino que se sostiene en la capacidad de alterarlo para mantener su funcionamiento. Todavía más, esta alteración del entorno no se sostiene sobre la capacidad adquirida de la mutación genética de los integrantes biológicos del sistema, sino de la capacidad adquirida por el carácter simbólico de la cultura, lo cual se sostiene a su vez en la capacidad individual, adquirida socialmente, de atesorar en la memoria, administrar en la inteligencia y aplicar en el trabajo partes integradas de ese conocimiento producido socialmente. No es posible, para mí, imaginar un contexto más complejo y difícil, y hacia él se dirige mi voluntad para vencer obstáculos y sentirse feliz.

Como todos, soy también esclavo de esa búsqueda de oposiciones y superaciones que me hacen humano en un contexto humano y cultural. ¿Qué pasa, entonces, con la libertad? Si la felicidad es la sensación de que un obstáculo es superado, de que la voluntad ha vencido al mundo (a una ínfima parte del cosmos material, cultural y simbólico que está dentro y fuera de todo acto consciente), la libertad sólo puede ser una. La libertad será la posibilidad y la capacidad de enfrentar los obstáculos que una persona elija enfrentar, dentro de los obstáculos que se le presenten a sus relaciones sociales, a su sociedad, a su cultura. La libertad existe cuando el ente consciente elije su propia lucha.

La persona puede elegir una felicidad que apunte a los obstáculos personales o a los obstáculos colectivos, pero la libertad será siempre el resultado de una interacción conflictiva con las voluntades circundantes y con la resistencia material y simbólica del contexto material y cultural. La libertad no es otra cosa que la capacidad de elegir las luchas propias, con los medios propios y la propia fortaleza, con relativa independencia de las luchas que nos impone nuestra condición orgánica, social y cultural. La libertad, como la felicidad, es una suma o colección de momentos, no una continuidad valorativa, en el sentido que la describo aquí.

Levantamos la cabeza del escritorio y vemos un mundo para gente no-libre, donde las elecciones ya están hechas por el mercado (a menos que usted crea que elegir entre una marca de una mercancía u otra marca es libertad de elegir... en ese caso... vuelva a leer su revista habitual o a ver su telenovela). Es tanto el caos, tanta la complejidad, tantas las alternativas: ¿Cómo elegir? ¿Luchamos contra Kadaffi (como sea que se escriba, ya saben de quién hablo) que mata e impera como dictador sobre su pueblo o contra la intervención colonialista que busca el petróleo libio? ¿Luchamos contra el xenófobo socialdemócrata que propugna que los musulmanes y los árabes son menos inteligentes que los alemanes o contra Merkel, que se le opone con fuerza pero que propugna un ajuste económico que beneficia a los ricos y empeora la situación de los trabajadores? ¿Nos conmiseramos con el pueblo japonés por el desastre natural o criticamos a su gobierno por la falta de previsión en materia de desastres nucleares? ¿Odiamos las condiciones injustas del sistema capitalista o tememos su colapso, que terminaría con nuestros propios privilegios? ¿Peleamos por un mayor desarrollo económico de los pueblos sumidos en la pobreza o peleamos por la preservación del medio ambiente? (considerando que se habla mucho de desarrollo sustentable o sostenible, pero no se lo ve por ningún lado: donde crece la actividad económica y la población humana consumista, la naturaleza paga).

Los valores fundamentales son guías para los sentimientos pero, dadas éstas y otras tensiones, nos atan los pies y las manos cuando queremos actuar, porque un gran valor termina siempre enfrentándose a otro gran valor. Así, los derechos humanos y las intenciones de justicia se confunden unas con otras en las múltiples crisis que hay en el mundo y que configuran la gran crisis mundial, que está muy lejos de ser exclusivamente económica.

Principalmente, los obstáculos no ceden, y hay demasiada gente infeliz, aunque nade en la abundancia (de los que son algo o mucho más pobres ni hablo, porque el consumismo los programa para la infelicidad). Tampoco hay gente libre, porque si se elige libremente una lucha siempre queda la lucha de al lado, que dejamos de pelear.

Borges decía que, en tiempos de crisis, alcanzaba cualquier discurso con apariencia de simetría para encandilar a los hombres. Modestamente, discrepo de la sentencia: no se trata de la simetría, sino de la promesa. No es el equilibrio lo que atrae, sino la seguridad de disolver todos los conflictos humanos. Eso ocurre cuando nos morimos (según mis actuales creencias éticas sobre la materia), salvo que la promesa agrega que los conflictos se disuelven sin abandonar la consciencia o sin que la consciencia nos abandone, estando a la vez a salvo de toda posterior aniquilación, desvanecimiento, desaparición o muerte. Es a la vez el Tao y el Nirvana: no puede nombrarse tal estado sin tensión sin introducir otra tensión y negarlo. “El Tao que puede nombrarse no es el Tao”, ¿entienden? Y el estado de iluminación y gracia sin tensiones que es el Nirvana no parece, por ahora a nuestro alcance.

¿Qué debemos hacer, en este “contexto”, con el desconcierto y el caos del mundo, con las crisis y con la crisis?

Déjenme pensarlo un minuto...

Propongo respirar profundo (y nadie negará que, para los vivos que quieren continuar vivos, es un buen consejo). Quiero decir: no podemos librarnos de las tensiones, los problemas y las crisis, pero podemos dejar de pelear como gatos en una bolsa si respiramos profundamente, miramos nuestro contexto y nuestros valores y elegimos las luchas que vale la pena pelear. No las que seguro vayamos a ganar (casi con seguridad no serán muy importantes y eso es una considerable falta de coraje y de nobleza), sino las que valga la pena, las que hagan de nuestra vida humana particular y de la experiencia social unas vidas que merezca la pena vivir. Y eso es, quizá, la dignidad humana: la capacidad de buscar de manera libre la felicidad. Y que será la justicia: la defensa de la propia dignidad sin usurpar la dignidad (libertad, felicidad, del prójimo). Vean la trampita de este esquema moral: la felicidad y la libertad pueden ser pensadas individualmente, pero sólo pueden realizarse socialmente, bajo el reconocimiento de la dignidad recíproca y el imperio de la justicia (y digo justicia sin confundirla un segundo con la ley o la norma).

¿No es eso lo que hacemos todos ya? ¿No luchamos cotidianamente por lo que queremos y por la gente que queremos, por lo que creemos y por lo que creemos que todos deberían creer? Hay dos posibilidades: que esto sea cierto, o que no lo sea. Si no lo es, las luchas cotidianas nos esconden de los objetivos más altos que pudiéramos noblemente perseguir. Si llega a ser cierto, si nuestras actuales luchas son las mejores que podemos pelear, si nuestra felicidad es el consumo de bosta plástica en lata de una marca que elegimos frente a otra marca de bosta plástica en lata... entonces... estamos fritos, terminados y no vale la pena preocuparse por las crisis del mundo o la crisis mundial.

Espero que no sea así, espero que queden espacios en la bolsa para las utopías. Además, eso me dejaría sin trabajo de sociólogo. ¡Vamos, gatitos, hay que salir de la bolsa!

sábado, 19 de marzo de 2011

El Eternauta y los Ellos: Un atajo desde la transferencia erótica a la resistencia simbólica


(Este ensayito tiene ya como cinco años durmiendo entre mis archivos)

ELLAS

Sorprende algún filósofo de la historieta al descubrir que esas mujeres perfectas del cómic norteamericano, del tipo Marvel, han resultado ser un reclamo erótico menos seguro que las cándidas muñecas del Manga o el Animé japonés. Estas chicas que eran para los artistas japoneses la imagen estilizada de la mujer occidental, de ojos gigantescos, invariablemente brillantes, capaces de meter penes gigantescos en sus diminutas bocas ganaron la batalla del deseo, dice nuestro anónimo intelectual, a sus competidoras americanas. La respuesta a esta sorpresa es bastante sencilla, sin embargo.

Las heroínas norteamericanas son siempre bellezas conflictivas, histéricas y manifiestamente predispuestas a tener problemas con sus amantes, incluso en los casos poco frecuentes en los que están dispuestas a realizar actos de índole aproximadamente sexual. Por su perturbada idiosincrasia se las intuye ajenas al hombre ordinario. Nos referimos a ese hombre arquetípico que redondea con paciencia su estómago a fuerza de estarse horas sin hacer nada salvo ingerir con pulso cervecero sucedáneos de alimentos pletóricos de grasas saturadas ocultas detrás de densos sabores azucarados, capaces incluso de ahogar el buen gusto del chocolate espeso; o acaso se atiborre de sustitutos salados de auténticos nutrimentos, capaces de hacer sentirse sosa a la mujer de Lot.

Así ve ese hombre ilusorio y real a la vez a la heroína de trajes ajustados: admirables, sin sonreír excepto cuando torcidamente expresan una ironía en sus rostros de ángulos trazados esmeradamente. A pesar de su belleza, sabemos que no son “Barbies” de hueca identidad: su cruel pasado las condena a refulgir en una demente incapacidad de ser felices. Comprendemos que pronto utilizarán su fuerza y sus poderes para la violencia, para la venganza, para la ira justiciera. En esencia, no se diferencian de sus enemigas o rivales, deben cargar con el masivo retorcimiento de su propio espíritu.

Sólo son heroínas y no malvadas gracias a la virtud de una narración tan simple que le basta con representar más intensamente las emociones de un bando para que creamos que ese es el lado bueno. Lo mismo nos pasa con los amigos, cuando hablan mal de la novia que los acaba de plantar: consideramos que tienen razón, pero es que sólo escuchamos esa voz del relato. La excepción a esta regla se presenta cuando hemos deseado a su ex novia con demasiada insistencia o cuando somos parte críptica de la ruptura.

En definitiva, las súper-heroínas no nos prometen nunca que las veremos sin esos trajes que marcan las curvas de una forma tan prodigiosa (curvas que no declinan ni estorban ni siquiera en el momento álgido de la batalla, que son inmunes al uso de esteroides y a la gravedad). Lo que nos aseguran es que sufriremos por ellas terriblemente, aun en el caso en que consintieran acostarse con nosotros.

Sufriremos porque planearán venganzas mientras intentamos quitarles la ropa que es en realidad parte de su cuerpo. Sufriremos porque resultarán ser frígidas, sin orgasmos, masoquistas o sádicas. Sufriremos porque serán letalmente pasivas en el mejor de los casos, y serán tan firmes en su dignidad que no se rebajarán a lamer los elementos de tamaño estándar que tenemos para ofrecer. Por el contrario, las muñecas de historietas orientales, que han vislumbrado la demencial obsesión por las curvas femeninas, nos dan exactamente lo que necesitamos: gritan de placer ante cualquier penecillo valiente que las mime un poco; se hamacan salvajemente pero con precisión y delicadeza; no pierden el tiempo planificando el porvenir ni resintiéndose por el pasado. Hacen, en una palabra, exactamente lo que nos gusta. Mejor dicho, lo que nos gustaría que fuera el molde de la vida sexual.

Nos gustan esas graciosas ninfomaníacas porque, admitámoslo, pese al glamoroso empuje de la perfección realista y de la imaginación seudo-perversa, la mayor parte de nosotros prefiere el sexo normal y sin grandes conflictos. Cantidad efectiva, y no una calidad imaginaria, es lo que nos tendría contentos. Las sadomasoquistas tendrán que buscar a sus amantes entre gente menos razonable que nosotros, los especímenes promedio.

Las chicas de las historietas japonesas no tienen súper-poderes, ninguno de los cuales suele ser muy útil en la cama, pero tienen indudablemente magia. ¿Cómo sería posible, de otra forma, que esas camisas de colegiala de corte algo recto y nada sugerentes escondan unos pechos descomunales que, además, desafían la gravedad sin necesidad de un traje de neopreno?

Eso en lo que al imperio de los sentidos se refiere, porque todavía más sorprendente es su inacabable energía y su vocación por efectuar a conciencia largas y definitivas sesiones de sexo oral, cuando es bien sabido que, en general, tales prácticas son más bien parte del juego amoroso que del placer en sí mismo. Pero, aunque en esas ocasiones no pueden gritar, nuestras muñecas parecen sentir el mismo placer al dar que al recibir y están, gracias a ello, siempre en el perfecto equilibrio del amor carnal desde el punto de vista del amante tranquilo.

La súper-heroína anda siempre metida en problemas, perseguida por su pasado, incapaz de decidir si prefiere a ese bienhechor de la humanidad, que la adora sinceramente en un silencio algo idiota, o a ese bandido que la desea hasta el asco y el odio, creyendo que la venera también. Nunca tendrá tiempo para nosotros. La chica Manga, en cambio, es esa jovencita deseosa de aprender, esa enfermera solícita, esa amiguita que tiene amiguitas que también quieren jugar con nosotros, esa secretaria aburrida y necesitada de aventuras pasionales. Nunca pensará en otra cosa que no sea en nuestra satisfacción.

¿Qué les pasa, a unas y a otras, para que adopten posturas tan diferentes? Y no nos referimos (sólo) a posturas amatorias sino, de forma más abstracta, a la postura que se toma ante la existencia en general y ante la vida erótica en particular. El problema está, sencillamente, en que han sido creadas para seres diferentes. Las heroínas son el reflejo de los héroes de acción, de las fantasías literarias con que se envuelven. Han sido creadas para ser compañeras de aventura, no de cama. Las chicas de ojos grandes, por su parte, son simplemente la expresión gráfica, artística, egocéntrica y sincera de los deseos de los hombres normalmente libidinosos de este mundo.

No es que queramos esclavas sexuales, sólo queremos el sexo tal como lo soñamos. Y nadie debe sorprenderse ni exclamar diatribas contra el machismo, porque el cómic erótico, o que juega con el erotismo, simplemente se dirige a esa porción de la población masculina que siente que su vida erótica es difícil, y que desearía que no lo fuera. Contrariamente al aura nefasta que rodea al consumidor de pornografía, recurrir al cómic erótico de forma habitual puede considerarse prácticamente un signo de sensibilidad hacia el disfrute acomodado y fácil. No es un motivo de orgullo, pero no parece que deba considerarse el noveno pecado capital (les dejo que averigüen ustedes cual es el octavo).

No se trata de desvalorizar o subyugar a la mujer, porque nos estamos refiriendo siempre a imágenes y representaciones gráficas; se trata de disfrutar de su belleza. Y si este disfrute es algo egoísta, eso es el resultado de ser una expresión sincera de las fantasías del autor y del consumidor. Pero no son fantasías que pretendan proyectarse al mundo, sólo compensan su impiadosa intransigencia frente a nuestros muy humanos deseos.

Es bastante evidente que, en la vida real, las cosas deben negociarse, hacerse parte de un consenso, debe haber renuncias y ofrecimientos, concesiones amorosas y sentimentales. En resumidas cuentas, se trata de alternar “Me gustaría hacerlo así” con “¿Cómo te gusta hacerlo?”. La obsecuencia de las chicas Manga es satisfactoria porque, precisamente, ni siquiera debemos someter nuestros deseos a consideración: como queremos hacerlo nosotros es como les gusta y se hace, y, además, con mágico beneficio mutuo, lo cual colabora a elevar nuestra autoestima deprimida por una existencia alienante y una autoconsciencia de devastadora sinceridad. Pero con las chicas Manga, como en el paraíso musulmán, no hay celos, reproches, hermanos vengativos, paseos inútiles, cenas caras. No hay concepciones ni necesidad de utilizar condones, porque no puede haber cosa más triste que una fantasía erótica que precise profilaxis. Sólo hay gratificante y natural sexo.

En cambio las heroínas... ¿Qué les pasa? Son tan hermosas que ni siquiera podemos soñar mujeres así. El artista debe crearlas a partir de parámetros precisos de lo que es hermoso y de lo que es mujer en el sentido más depurado de su expresión estética. Pero no debemos ensañarnos inútilmente, pues la cosa ya no tiene remedio. El problema no está en las heroínas. Ellas están bien (o lo estarán después de veinte años de psicoterapia). El problema lo tienen los Ellos.

ELLOS

El cómic Manga de aventuras se diferencia categóricamente de su par erótico. Ha hecho maravillas con el rápido discurrir de la sangre, con la tensión que desencaja los rostros, con el brillo de las espadas contra los fondos oscuros y nebulosos de las historias fantásticas donde el destino juega, en una contradicción casi siempre bien encubierta, una función tan importante como la destreza y el valor. Pero se trata, en definitiva, de un mundo muy diferente al del cómic erótico y sus heroínas femeninas no suelen tener el carisma de las heroínas norteamericanas.

Denunciada la naturaleza relativa de su existencia, su entidad referida a los héroes masculinos de acción, debemos en este contexto comprender la naturaleza social del cómic tal como lo conoció la segunda mitad del siglo XX. Porque nos enfrentamos aquí con un hecho sociológico que sacude los cimientos mismos de la filosofía de la historieta. Pocas actividades adultas son tan marcadamente masculinas, al menos hasta mi generación, como la fascinación por esa rama mixta del arte que combina literatura con dibujo, con pintura, con cine y con fotografía y cuyos productos han sido marginados incluso después de que la estética del cómic penetrara en las salas de arte a través de la pintura pop. El cómic y su multitud de vecinos estéticos es quizá por antonomasia el arte de las clases medias. En él se muestra lo que los sectores medios de las sociedades contemporáneas desean y sueñan.

Naturalmente que tanto niños como niñas suelen ser afectos a ciertas historietas, pero no se expresa en uno y otro sexo la misma fidelidad posterior hacia el cómic. Puede que se trate de un problema educativo o de una falta de demanda, pero lo que parece cierto es que a partir de la pubertad la proporción de varones afectos al cómic es abrumadora. Aunque carecemos de datos, también en el mundo creciente y avasallador de los videojuegos el sexo masculino parece estar más representado y no porque los departamentos de mercadotecnia no intenten ganar el mercado femenino.

Es lógico entonces que, cuando esa juventud crece y comienza a necesitar otro tipo de tratamiento para su mundo erótico interior, aparezcan productos que intenten ocupar ese nicho dejado por las dificultosas relaciones humanas, a las que la vida moderna ha obligado, con sus usos y costumbres, a mantener a la gente menos sexualmente satisfecha de lo que se desearía. Con todo, aun si la tendencia de la supremacía masculina en este campo se debilitara en las próximas décadas ello no invalidaría las reflexiones a las que someteremos al cómic, pues nos basamos en su historia y en sus hechos, y no en sus perspectivas de futuro, opacadas por las nuevas tecnologías que ya han derribado de su altar a los dibujos animados y las historias fantásticas que presidieron y decidieron la infancia de muchos de nosotros.

El cómic no ha nacido, seguramente, para restablecer el equilibrio erótico en los hombres necesitados de amor carnal. Pero su auge se ha manifestado directamente relacionado con estas necesidades, aunque de un modo encubierto. Los súper-héroes tradicionales, ya fueran destinados a su oficio por nacimiento (el arquetipo es Superman) o como producto de un trauma infantil (el arquetipo es Batman), comparten su destino de relativa soledad, de angustia vital pero, al mismo tiempo, cuentan para resolverla con habilidades o capacidades completamente ajenas a las que los lectores del cómic pueden tener. Que persigan, en cada caso, la justicia o la venganza (o la venganza disfrazada de justicia), resulta ser secundario. Lo importante es que representan en sus capacidades y en sus acciones la potencialidad del lector para disolver las propias contradicciones y, entre ellas, su posibilidad de ubicarse como objeto de deseo carnal, lo cual no está exento, en todo caso, de cierto carácter voyeur homo-erótico.

No hay superhéroe norteamericano que se precie que sea capaz de mantener una relación amorosa decente con una chica normal. Siempre le echan la culpa a su trabajo, ¡como si los súper-villanos abundaran! Por cierto que, por alguna razón, esos villanos de turno suelen tener algún mágico carácter afrodisíaco, que contrasta fuertemente con la naturaleza solitaria de sus castigadores. Es una velada afirmación de la moral puritana: los malos adoran el hedonista amor carnal, múltiple, sensual, mientras que el bien persigue incansable un amor ideal tan exaltado que sus culpas o problemas cotidianos parecen alejarlos de su posibilidad real. Esto es igualmente válido para los héroes oficiales de Norteamérica, que se caracterizan por portar en sus trajes a la bandera tricolor (Superman, la Mujer Maravilla. el Capitán América), como a los ocultos superhéroes que son también prófugos de la justicia ordinaria, y hacen el bien por las carencias de ésta o contra el gusto de ésta (Batman o el Hombre Araña, por ejemplo). Son, como advierte claramente el lector inteligente, auténticos ejércitos paramilitares de una sola pieza, la última línea de defensa del statu quo, los defensores del orden imaginario. Porque esa es la característica que imprimen con su sello los héroes norteamericanos del cómic: los superpoderes, la excepción, lo diferente, lo inusual, se encuentran al servicio de la normalidad, de la plácida corriente del tiempo fuera de todo cambio, del conservadurismo casi rural, casi medieval, casi obsceno, enclavado en cualquier gran ciudad o pequeño pueblo de los Estados Unidos.

También el cine de acción repite hasta el hartazgo esta letanía: hacen falta los desviados, pero sólo para que todo siga igual. Sí, son los superhéroes. Y de tal costilla, tal mujer. Los cuerpos esculturales no son otra cosa, en posesión de unas mentes pervertidas por el modelo de héroe-padre, que el contrapunto de la también modélica mujer media. Son ajenas a la familia ordenada, al descanso dominical y al coito unitario del sábado a la noche. Al mismo tiempo, las personas normales sólo tienen permiso para salir de su molde cuando algún enemigo ataca su forma de vida, un enemigo siempre exótico al onírico idilio estadounidense con su imagen de América. Si eso no ocurre, sólo servir al sistema cumpliendo su rol en la sociedad bien ordenada es tolerable, aunque esa misma sociedad sea cada vez más injusta y peligrosa para sus propios habitantes. Borges retrató las Crónicas Marcianas de Bradbury con encomiástica mordacidad al afirmar que, a través del relato de la conquista de Marte (que, a su vez, rememora otra impiadosa y muy real conquista), las Crónicas saben contagiar ese reverso atroz del sueño norteamericano que es su tedio.

ARQUETIPOS

Según surge del análisis previo, los superhéroes y sus acompañantes femeninas son agentes encubiertos de un conservadurismo radical. Pero este arquetipo no puede aplicarse a otros universos sociales. Por supuesto que la gran escuela norteamericana ha dejado profundas huellas estilísticas, tanto en lo visual como en lo narrativo, en todas las corrientes del cómic mundial. Su detallado sentido del movimiento y la forma tensa de la acción, por ejemplo, ha encontrado símiles e imitadores en todas partes, y no sin justicia. En boca de “El Cazador de Aventuras”: “¡Están bien dibujado, forro!” (Sic).

Pero anotemos aquí nuestro interés por aquellos que han resultado diferentes. En el gran cómic de acción japonés, por ejemplo, también se rinde culto a la fantasía heroica, pero se permite el lujo de acompañar a los héroes con viscerales cambios en el mundo. Detallados abismos de decadencia moral y fisiológica, con proliferaciones volcánicas de mutantes y monstruos, acompañan a las aventuras, rememorando la edad de oro de la ciencia-ficción. Es, sobre todo, un cómic en el que el héroe debe reconducir al mundo a una nueva normalidad, ya que la antigua, que el héroe norteamericano sólo debía preservar del cambio, ha sufrido daños profundos, que amenazan siempre con ser definitivos.

El superhéroe japonés, el mutante capaz de alterar el propio universo, el amo del destino, lejos de conservar un orden naturalizado, reconstituye el orden perdido sin conseguirlo nunca realmente. Es también un conservador, pero un conservador de lo pasado, un reaccionario. La forma de lo ideal se ha transferido a un incierto tiempo pretérito que para Superman era el presente de Metrópolis. La experiencia post-atómica quizá explique parcialmente esta singularidad.

De los dos tipos de héroes hallamos en el cómic europeo, pero nos concentraremos en un nuevo espécimen particular pues resultará ser un singular representante de una cautivadora realidad ideológica. Debe mencionarse sucintamente otra singularidad. El cómic conservador obliga a la reiteración, a la recurrencia, al tópico y, consecuentemente, a la irresolución. En términos narrativos esto se refleja en la composición de episodios que se calcan y reproducen. Es sencillo: si un villano desaparece derrotado –aunque generalmente se resisten a morir– debe aparecer otro, pues de otra forma el superhéroe, consumido por la cotidiana belleza de la vida norteamericana, debería jubilarse sin más. Cambian los poderes propios y ajenos, cambian los decorados, pero es una constante espiral que, bien mirada, sólo traza un círculo. Por eso también los superhéroes decaen y resucitan en cada generación: deben llenar las mentes de los mismos niños, que se cansan de los mismos colores y aventuras y no comprenden que, si un año veneran a Batman y al siguiente al Hombre Araña, no han de hacer más que seguir mamando la blanca leche de la autocomplacencia imperial estadounidense.

En el cómic japonés las historias no sólo pueden terminar, sino que deben hacerlo. El guión general gana peso sobre el episodio, pero no por eso se supera la reiteración. En Europa se detectan los dos casos, donde la excepción es el tipo excelente y complejo, tanto en lo ideológico como en lo estilístico, que es Horus-Nikopol, héroe sin igual creado por la virtuosa mano de Enki Bilal. Anotemos en esta línea nuestra admiración por su exquisito dibujo ultrarrealista y su uso maravilloso del color, del pigmento puro asociando su fuerza a la lograda textura del matiz acerado.

Nikopol sí que es un héroe extraño. Es un tipo compasivo que persigue el bien social, que viene de un pasado mejor, que es su presente (y el nuestro) de los últimos años 80. Llega para enseñar al futuro como debe vivirse, aunque él mismo no lo tenga claro. No tiene superpoderes propios, los hereda oportunamente de un dios loco que desea gobernar el universo sin negociar con sus congéneres divinos y sin aceptar la jerarquía de la tradición. Nikopol es un crítico sometido al orden, Horus es su alter-ego revolucionario. Ambos quieren cambiar sus respectivos mundos, su alianza es obligada y contradictoria. El humano quiere el bien, el dios neurótico le obliga a hacer el mal (que es, no muy paradójicamente, el único camino para que los humanos conozcan el bien). El humano adora la vida humana, el dios voraz que lo posee comete uno tras otro homicidio innecesario. El humano no quiere poder político personal, el dios posesivo lo obliga a tomarlo. ¿Cómo soluciona Nikopol tanta tensión? Recita a Baudelaire hasta que cree perder la razón.

La “Trilogía Nikopol” (La Feria de los Inmortales, La Mujer Trampa y Frío Ecuador) expresa tres alternativas ideológicas. En la primera entrega Nikopol se enfrenta al fascismo con las últimas esperanzas del socialismo revolucionario. Vence, pero a costa de perder a su dios personal y, con él, la razón (imagen del sentido de la lucha). Los ideales son salvados por su hijo, un clon personal carente de su neurosis pero, también, carente de divinidad. En la segunda entrega recupera la razón (el sentido), justo en el momento en que el dios loco retorna al mundo. ¿Cuál es su nueva misión? Reencontrarse con él para volverlo más humano y, de paso, darse un bien merecido atracón sexual con enfermeras y periodistas. Su pesada pierna de acero, nuevamente, no es un impedimento, pues el dios que lo controla está allí para ayudarlo a soportar su peso. Hay menos sangre, menos conflictos políticos (es decir, hay menos conflictos políticos con sentido). El mundo real está así: el muro de Berlín ya ha caído y el imperio soviético ve el fin. En la última entrega Nikopol y el dios loco entran en conflicto, han perdido el camino y con él, nuevamente, la razón. Nikopol ya no quiere ni siquiera intentar cambiar el mundo: sólo destroza por casualidad a una mafia multinacional y a un pedante ajedrecista-boxeador, en una hermosa metáfora de la demencia que supone la búsqueda de la perfección. Su desazón se refleja en su hijo, que de líder político pasa a ser un exiliado, un apátrida y, lo que es peor, un sujeto triste y sin salida ideológica personal. Ambos cometen un par de asesinatos injustificados y sin verdadera intención. El dios loco, por su parte, renuncia también a la rebelión y decide rendirse a sus pares, abandonando a su socio mortal a la locura de no tener memoria ni muerte. Le queda el poder de los dioses, eso sí, y la solución que encuentra es destrozar todo lo que parezca organizado, retornar al confortable caos primigenio donde no hay sentido y, por lo tanto, no puede haber conflicto. Nikopol termina su aventura recitando nuevamente a Baudelaire y gozando de una mujer que lo confunde con su hijo. Éste último, por su parte, termina su aventura en el destino que empezó siendo el de su padre: permanecer congelado en el espacio exterior durante treinta años. Magnífica imagen del eterno retorno y de la insensatez.

Si el cómic norteamericano es conservador y el japonés restaurador del orden, la trilogía Nikopol expresa la rendición intelectual ante un orden que termina por imponerse: “Quisimos ser racionales y buenos; el mundo, irracional, nos obligó a ser malos. Quisimos construir un mundo mejor; debemos resignarnos a lo que nos toca”. Es también una lectura conservadora, como la yanqui, pero de coloración pesimista. Conoce la destrucción, pero termina por admitir que toda reconstrucción es una recaída en el mismo mal, el mismo fascismo o la misma opresión, la misma carencia de opciones, el mismo hastío, el esplín de vivir escapando hacia ningún lugar. Mejor es abandonar la política (y también a su ex compañera, embarazada y con problemas legales), volver al sexo con una mujer treinta años más joven y a la poesía condenatoria de la auto-conmiseración, esa muerte de Baudelaire que nunca es mero vacío, sino muerte cargada en forma barroca de los indicadores estéticos de la muerte: carroña, hedor, putrefacción.

Hemos recorrido entonces tres caminos para llegar al mismo lugar: el héroe existe para hacer que las cosas sigan como están, sean como deben ser o se queden así sin importar lo que opinemos de ellas. ¿No hay salida, entonces? No la hay. No hay ninguna salida para los ganadores que se resignan a triunfar, les parezca ello bueno, necesario o malo.

Sólo hay salida para los perdedores. Y no conocemos a otro que haya salido del mal trance que Juan Salvo, un fabricante de televisores al por menor que se vio transformado dos veces en el héroe más impresionante de todos los tiempos. No vive en Metrópolis, Nueva York, Ciudad Gótica ni París, no conoce El Cairo ni el Frío Ecuador. Vive en un suburbio de clase media de Buenos Aires, conoce a todos los vecinos. No tiene superpoderes, ni ambiciones espectaculares. Sus triunfos son casuales, aislados, puede decirse que banales: su mujer es valiente y hermosa y le tocan buenas manos cuando juega a las cartas. No tiene ningún dios ni un destino que lo guíe o que lo ayude; no tiene mucho dinero, y si lo tuviera, no le serviría. No tiene una identidad secreta (¡Para qué!). Pero tiene un seudónimo. Juan Salvo es, para siempre, el Eternauta.

EL RESISTENTE

El Eternauta compuesto por Oesterheld comparte un signo narrativo con el cómic japonés y con la serie Nikopol (indirectamente, también con Superman): su mundo ha sido destruido. Pero Juan Salvo no luchará para reconstruirlo. No es que no quiera, es que no puede. Se salva por casualidad del exterminio y sólo sobrevive gracias a su ingenio, a su habilidad con materiales y herramientas, gracias al coraje del cobarde que debe proteger a sus seres queridos y que no encuentra otra solución que ser valiente. Debido a la necesidad de preservar la vida de su familia consigue mantener la calma y no caer en la desesperación. Se debe a los conocimientos y al valor de la gente que encuentra en su experiencia de resistencia y hace de esa experiencia la resistencia misma. No puede vencer, sólo escapar de la derrota. No es más fuerte que otros hombres, ni más firme, ni más valiente, ni más humano. Los sobrevivirá sólo porque tiene suerte. Porque debe, no porque lo desee, resiste a la invasión.

Superman tiene sus superpoderes estelares y su traje de lujo technicolor; Batman sus millones bien habidos y sus aparatitos de interminables usos; los héroes del Manga sus poderes mutantes, sus “katanas” relucientes del mejor acero, su predestinación a la victoria final; Nikopol tiene su dios interior. Juan Salvo tiene un traje de tela engomada, una máscara antigás de la primera guerra mundial y un rifle calibre 22 con escasa munición. Esa, amigos míos, es la diferencia de ser un héroe en el tercer mundo. En la vida real, el Che tampoco tenía mucho más cuando llegó a Bolivia.

El mundo de los demás es mejor o peor, el de Juan Salvo desaparece. Los demás actúan, se resignan a actuar o se resignan a que la acción carezca de sentido. Él reacciona y resiste, lo pierde todo. De paso, en otro plano, digamos que los demás suelen tener colores, mientras que tanto Solano López como Brescia (dos estupendos artistas que trazaron el Eternauta) se conformaron con el blanco y negro.

Vemos a Superman y a Batman en las portadas, mirando hacia el frente, al enemigo que habrán de batir con ciega seguridad norteamericana, o cruzando los cielos ajenos a todo posible Vietnam; los demás héroes-paramilitares, como los japoneses, miran con furia a sus enemigos o a su destino. Nikopol, el atildado y triste Nikopol, nos mira, ya sonriendo, ya relajado, como si estuviera posando, como si la cosa esa de estar dominado por un dios paranoico en un mundo espantoso no tuviera nada que ver con él.

La impresionante portada dibujada por Bolillo para una reedición del Eternauta original, de 1957 (Ed. Record; 1998), nos muestra varios cuerpos caídos, asesinados por la nevada mortal; entre ellos hay una mujer con un bebé. No hay concesiones al melodrama fácil. En el centro está Juan Salvo (no recibirá su seudónimo hasta el final del relato), tiene su traje de parches, sus guantes fijados con cinta aislante. En la mano sostiene una palanqueta de hierro y la escopeta le cuelga a la espalda. Pero lo impresionante es su mirada. A través del visor de su máscara mira al cielo con una furia sin contener. Es la ira de quien no se somete al invasor, la cólera del perdedor ante su destino, la indignación del derrotado que pese a todo resiste. Esos son los sentimientos que nos atraviesa desde abajo. Porque nos vemos colocados en la posición del vencedor, y no nos gusta.

No somos ciegos. La segunda edición de la historieta, estilísticamente revolucionaria e ideológicamente combativa, se publicó en un medio conservador, ya en 1969. Pero por eso mismo fue denigrada por los lectores y directores de la publicación, recortada y finalmente anulada. Los dos últimos tercios de la trama quedan reducidos a tres escasas páginas. Esta abrogación delata la intolerancia ante la nueva propuesta, pero también destaca la denuncia encendida presente en el guión.

Dentro de la historieta nada es irreal, sólo hay hipérboles y alegorías. Constantemente se lucha con otros vencidos, con esclavos que no pueden dejar de obedecer maquinalmente. A veces es la dominación ideológica o tecnológica, otras, el puro miedo encarnado en la “Glándula del terror”. En alguna ocasión es tan sólo la estupidez lo que impulsa a los esbirros de un poder amplio y tenaz que no tiene nombre. Sólo son los “Ellos”, empujados por una compulsiva necesidad de dominar el Cosmos. De pronto, cuando no tenemos más opción que traducir la metáfora, se comprende que el Eternauta está luchando contra Ellos, pero unos Ellos que son conocidos en un Cosmos que es nuestro cosmos. Parecen venir del espacio exterior, pero han llegado desde el espacio interior. Sólo un lector de historietas acomodado en el primer mundo podría omitir esta evidencia.

En la primera versión no es tan explícito lo que ocurre, en la segunda es transparente. Una radio deja escapar la única noticia que tienen los supervivientes de la nevada mortal: “Traición inconcebible grandes potencias... Sudamérica entregada al invasor para salvarse... lucharemos igual...”. No es una metáfora, apenas un pleonasmo dotado de una leve transferencia simbólica: los Ellos no son otros, son las grandes potencias, son sus superhéroes conservadores o restauradores, incluso sus héroes “progresistas” resignados a su propio triunfo social.

Son inagotables los recursos para mostrar la destrucción y la desolación. No caben dudas de que la delgada capa de normalidad que cubría el pasado no sólo ha caído, sino que se ha convertido en cenizas. La nieve mortal inunda las calles de muertos (calles con nombre, muertos conocidos y queridos), lanza-rayos asolan la avenida General Paz, nubes tóxicas emponzoñan la cancha de River Plate, gigantescos Gurbos destruyen la zona de Palermo y Plaza Italia. Liberados por la muerte, los esclavos descubren la belleza perdida en una cafetera y cantan canciones de cuna. La resolución del argumento es igualmente significativa. La base invasora está frente al congreso de la nación: es la dominación política, que sigue al control militar, cuando lo militar es, en realidad, metáfora de lo social y lo económico.

Con sus limitados medios y argumentos, con su escasa esperanza, con su dolor sin límite que termina en la maldición de errar por la eternidad y la desmemoria, el Eternauta vuelve al inicio sin concedernos ninguna ventaja, como una funesta profecía bíblica: conocer el futuro sirve para ampliar la acción de nuestro dolor, no para mitigarlo ni mucho menos para prevenirlo. Lo que fue, será. Lo que será, será peor; mucho peor.

Juan Salvo termina por no tener memoria de su viaje por la eternidad, del cual, por lo demás, tampoco sabemos mucho. Se intuye que el nombre no es más que una promesa incumplida de “aventuras” convertidas en episodios clónicos “El Eternauta en Saturno”, “El Eternauta contra los veganos”, “¡Lucha en Palmax 3!”, que afortunadamente no han existido. Son aventuras cuya naturaleza degradante Sartre ya descubrió en La náusea, La trascendencia descedente y autodestructiva que Huxley encontró en la regente de una casa de monjas ursulinas. A veces hay que agradecer que ciertas cosas, increíblemente buenas, lleguen a su fin.

Porque tener un fin, aunque sea apresurado, contribuye a darles continuidad en la memoria y el respeto. En cuanto a la perfección: el cómic no ha nacido para la perfección estética, aunque en la segunda edición abundan las obras de arte, tanto en imágenes estáticas como en secuencias. Son particularmente impactantes las imágenes estáticas que componen secuencias emocionales: un gato muerto que cambia de escala pero no de perspectiva es una imagen de extraordinaria potencia emotiva. No vamos a mentir: hay en nuestra opinión cómics norteamericanos que dominan mejor la estrategia visual, la continuidad de la acción, el control de la forma y la perspectiva anatómica. Pero el Eternauta resiste, porque la resistencia es su contenido esencial.

Y ahí seguimos: frente a las grandes potencias y a sus supermanes; frente a los progresistas del primer mundo, tibia bondad europea que es siempre y sobre todo europeísta, que no consiguen hacer nada por evitar aplastarnos; frente a los fenómenos paramilitares que parecen acompañar el triunfo del conservadurismo radical. Nosotros, cada uno de los desterrados de la tierra, somos pequeños eternautas (como Juan Salvo es un hombre entre tantos, ni un Clark Kent ni un Bruce Wayne). En nuestras propias casas debemos encontrar los medios para la resistencia, sin confiar en milagros aunque un milagro, al fin, pueda llegar. Trabajando para que, en todo caso, el milagro no sea necesario. ¡Gloria al héroe tercermundista, al Eternauta, que ata con alambre y cinta aislante su futuro, que amontona provisiones y abandona a los suyos para pelear sin ganas contra un enemigo superior! Ese adversario invisible que cuenta con esbirros y sicarios en todas partes y ejércitos en la vanguardia y en la retaguardia, en el cielo y bajo tierra. Estando todo el espacio ocupado por el enemigo, no es extraño que el tiempo fuera para Juan Salvo la única vía de escape y que el único medio para recuperar lo perdido fuera retornar al pasado y olvidar su fatídico destino.

El Eternauta es, con todos sus defectos, nuestro auténtico héroe nacional. Nuestros demás personajes de historieta, cuando no son estancieros conservadores disfrazados de indios, son niñitos voladores o cosas por el estilo. Tenemos antihéroes mucho más patéticos todavía, vividores, borrachos y sexópatas, como el inolvidable Isidoro. Existen, claro, Mafalda, Matías, Inodoro Pereyra y otras grandísimas creaciones de la historieta argentina que emulan en sus pequeños reinos llenos de excelente humor la resistencia feroz del Eternauta. El humor gráfico, en general, ha sido bien desarrollado en Argentina, pero creo que el Eternauta es nuestro único héroe trágico significativo. No necesitamos más.

Y es que tenemos limitaciones. En el tercer mundo, un superhéroe no puede dejar de ser un traidor. Porque si el meteorito-pedacito de Kriptón que trajo a Superman hubiera caído en la Patagonia, al crecer no habría sido Clark Kent, periodista conservador, sino Amadeo Santos Sábalo, esquilador anarquista, y se habría convertido en la amenaza mayor al orden mundial en vez de ser su última línea de defensa. Nadie podría imaginar que Batman fuera miembro de las oligarquías locales, aristocracias satelitales y mezquinas incapaces de dar vuelo a sus buenas intenciones, que todo lo más llega a la triste caridad. Digamos de paso que el propio Hombre Murciélago es, de manera algo inverosímil, hijo de un médico, como Superman lo es de un granjero y el Hombre Araña un huérfano proveniente de una familia de clase media urbana. Provienen de estamentos inferiores pero advenedizos al verdadero poder. De hecho, a veces es patético como estos súper-hombres intentan congraciarse con los poderosos de turno. Por eso mismo, nunca debaten con el poder y se buscan enemigos entre los psicópatas de turno que, en el fondo, merecen algo de pena y consideración. En vez de tratamiento médico, el American dream les ofrece su propia psicopatía conservadora en forma de súper-represores paramilitares.

Ya lo hemos anticipado. Si no tuvieran súper-villanos, estos héroes tendrían demasiado en qué pensar. Atención entonces, que el malvado de turno, loco, anormal, monstruo, es la verdadera defensa ideológica del statu quo. Y, si no está él, invariablemente el héroe necesitará de la heroína (o atractiva villana) que convierta en un infierno su vida amorosa.

Cuanta riqueza en nuestro lenguaje cosmopolita. Los superhéroes serían aquí “cipayos”, es decir, hijos de la tierra consagrados en cuerpo y alma a luchar del lado de los opresores extranjeros; “tilingos” admiradores del oropel y la magia de “lo de afuera”; censores permanentes de nuestras costumbres e importadores de ideologías llenas de sometimiento y humillación.

Pero no Juan Salvo. Él no. Él no se rinde, no se entrega, no envidia. Su asombro ante la fuerza del invasor no consigue nunca hacerle olvidar que es su enemigo mortal. A menudo el malvado súper-villano norteamericano fue amigo del alma del superhéroe, es decir, su alter-ego, al menos cuando el propio paladín no es un esquizoide. Allí están Lex Luthor y las peligrosas amistades esquizofrénicas de Peter Parker, alias el Hombre-Araña, para probar el aserto.

Juan Salvo no. El no tiene tiempo para volverse loco ni para ajustar cuentas con su pasado personal. No podemos decir que forje su destino, ni que haga la historia de su pueblo. No tiene con qué hacerlo. Es uno de nosotros y una permanente advertencia: si no podemos evitar la invasión, al menos no tiremos todas esas viejas herramientas e ideas que pueden servirnos para resistir cuando llegue el momento de sacudirnos nuestra vulgaridad cotidiana y prepararnos para un combate que no buscamos, pero que se librará en nuestro propio patio.

martes, 15 de marzo de 2011

Sombra negra reflejada en el ojo de Godzilla

No. No me fumé ningún porro. Yo sé que el título parece material de fumata cannabiosa, pero no, estoy con la mente tan clara como de costumbre, salvo que me acordé algunos días tarde de escribir y hacer pública esta pequeña reflexión.

Por si no lo sabían, les cuento que un terremoto y un tsunami se tragaron medio Japón. Producto de mi aprendizaje del judo, siento un profundo respeto y particular cariño hacia la gente y la cultura japonesas. No es que me duelan más las muertes de desconocidos en Japón que en Sumatra, Sri Lanka, Libia o Chile, por lo que no quiero aparentar un tono sentimental que no es objeto de estas líneas. Por otra parte, tampoco quiero dejar la impresión de que me resultaron indiferentes esas imágenes y relatos pavorosos, y los silencios informativos todavía más pavorosos que se intuyen en el reverso de las noticias, silencios que denuncian terrores que algunos sectores de poder prefieren mantener ocultos.

Pero resulta que ahora sólo quiero hacer un comentario político acerca de un reflejo producido por la situación de Japón, no de la situación en sí misma, que no parece todavía material que yo pueda digerir sociológicamente. Para mis estudiantes poco avispados que puedan alguna vez leer este artículo diré que una casa arrancada de sus cimientos que va a la deriva sobre un campo sembrado con un automóvil en el techo NO es un ejemplo de hecho social.

Ocurrió lo siguiente. Horas después de la ola gigante aparece en la televisión el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, quizá el primero en la vida que caía simpático y prometía algún cambio político serio a partir del abandono de la prepotencia de superpotencia. Comienza su discurso lamentando la pérdida de vidas humanas y la destrucción en Japón (all right), continúa declarando la intención de colaborar con el gobierno japonés (that´s ok) y, de pronto, se olvida de Japón y se pone a hablar de los problemas estadounidenses respecto del petróleo (Oh my gosh!).

El presidente hizo una cuenta muy rápida y significativa: su país produce el 2% del petróleo mundial (lo mismo que hasta hace unas semanas producía Libia) y consume el 25% de la producción global y se han dado cuenta que, si no quieren liquidar en diez años las reservas estratégicas, tienen que hacer algo ayer. No se dice mucho, pero por esas reservas el gobierno norteamericano paga a los petroleros norteamericanos para que NO extraigan todo el petróleo que puedan y se gasta más petróleo en el transporte del petróleo importado. Si esto no es un ejemplo de racionalidad instrumental y de estupidez global, renuncio a todos mis títulos nobiliarios.

Esperen...

Parece que en cualquier momento vuelve a hablar de Japón. Pero no. Se queda debatiendo consigo mismo acerca de las posibilidades de acción de Norteamérica respecto de la dependencia del petróleo: no sabe si se debe reemplazar la fuente de energía por otras renovables (algo muy difícil y caro), asegurar las reservas (algo que intentaron y que es tirar la plata que ya casi no hay), invadir países con petróleo debajo (algo que ya hicieron), proteger a los países productores aliados, y hacerse muy amigos o muy enemigos de todos los que encuentren algo negro debajo de la alfombra, como Brasil.

Permítanme anticipar el resultado de este debate, que sí es materia de sociología: el petróleo es necesario para movilizar al menos el 70% de la economía mundial y por su intermedio el trabajo humano desarrolla la mayor parte de las actividades productivas que terminarán convirtiéndose en mercancías y ganancias. Como consecuencia, terminarán intentando todos los caminos, según las circunstancias.

Se entiende. El presidente de los EUA tiene mucha información que lo asusta en las manos. Esta información no es secreta, no lo asusta que en Wikileaks se haya leído que el embajador en Haití dijera que el ministro de Justicia y Vudú haitiano dijera en mitad de una borrachera que “Con Duvalier estábamos mejor” (esto me lo acabo de inventar... aunque probablemente ocurrió). Lo asusta que con bombos y platillos se han gastado miles de millones de dólares para rescatar entidades financieras sin reiniciar realmente el motor productivo, y viendo que el impacto social en materia de caída y degradación del empleo (y por lo tanto del consumo) recién empieza a mostrar su fea cara, mientras que ha debido ceder y ceder ante las exigencias republicanas de gestión de los impuestos y el gasto público. Ni siquiera lo asusta la cantidad de deuda pública derivada del rescate: China necesita de Estados Unidos como Estados Unidos necesita a China y la deuda está así garantizada por las necesidades de crecimiento monstruosas de China. Anoten esto: en el capitalismo, algunas economías crecen porque no pueden parar, no porque se estén haciendo “bien las cosas”.

Pobre Obama. Tiene cara de cansado. No, de derrotado. La lógica del poder lo aplastó y lo estrujó como a un arándano. Cada vez más la acción política interior y exterior de su gobierno se diferencia menos de la de Bush junior. Me da algo de pena porque Obama no parece tan marmota ni hijo de una playa (tomá, el chiste bilingüe), de modo que debe estar sufriendo más y durmiendo menos. Sabe, entre otras cosas, que el mundo económico se sincroniza a través de los flujos de capitales y de las expectativas interconectadas de todos los grandes mercados. Mira Japón medio hundido, con grandes problemas financieros previos, y sabe que no podrá contar con ese motor durante un tiempo. Europa no ayuda: el viejo continente está intentando, con políticas económicas socialmente regresivas, ganar competitividad, pero en el mediano plazo eso redundará en una caída del consumo interno e igual costará mucho hacer que los niños alemanes trabajen a destajo para fabricar lo mismo que una joven mexicana o un niño indonesio y por el mismo salario.

El ojo desesperado del neo-godzillismo mira al Sur del mundo. Quedan las economías emergentes. Pero las grandes economías emergentes le dan mucho miedo (China, Rusia, India, ahora Brasil) porque comen lo mismo que él, y las pequeñas dan mucha risa. No está clara la posición de poder estadounidense en Sudamérica y su “patio trasero” mexicano es una fuente interminable de malas noticias.

Hace una década los EUA eran la gran superpotencia única. Hoy tienen miedo, justificadamente. No es que tengan grandes enemigos o competidores, sino que el terremoto productivo y el tsunami financiero amenazan la previsibilidad de las inversiones y, si el capital no se siente seguro de encontrar ganancias, teme, se esconde, se aleja, se convierte en oro sólido o en barriles de petróleo, aumentando su precio. Obama sabe bien qué ocurre si el petróleo se encarece más: cae la competitividad de la industria pesada Norteamérica, se detiene la inversión, se degrada el mercado de trabajo, se hunde el consumo.

Después... cosas peores pasarán: aumentará a niveles críticos (una vez más) el precio de los alimentos a nivel mundial. Las secuencias negativas que puede suceder a esta conducta de los precios es casi interminable e impredecible. Estamos lejos de haber superado mundialmente la última crisis de este tipo, y puede empeorar. No es que a los sectores de poder norteamericanos les preocupe el aumento del hambre en el mundo. Les preocupa que unos alimentos caros puedan significar la imposibilidad fáctica de mantener barata la mano de obra. Por eso se enojan tanto con países productores de alimentos como Argentina, cuando las políticas públicas intentan fortalecer el sector industrial en vez de asegurar la productividad creciente en el sector agrícola: el mundo necesita salir de la crisis creando puestos de trabajo baratos, y para eso hacen falta alimentos baratos; el mundo necesita reemplazar el combustible líquido subterráneo por otro barato, y para eso es necesario un bio-diesel barato (que es la mejor alternativa hasta el momento, medioambientalmente tan mala (o casi) como el petróleo). Lástima que ambas cosas sean contradictorias: si se siembra para bio-diesel, se resta terreno para el cultivo de alimentos, y éstos aumentan su precio; si se cultivan más alimentos, el precio del petróleo seguirá alto a largo plazo (largo plazo son de cinco a diez años en esta perspectiva).

Amigo Barack, te quiero decir desde estas líneas que no te preocupes. Nada de esto es culpa tuya y, aunque seas la persona reconocible más poderosa del mundo, no estás en condiciones de hacer gran cosa. Como dice la tortuga de Kung Fu Panda: hay que abandonar la ilusión del control. Hoy no hay contra quien tirar el té al agua, aunque crezca el Tea Party. No importa qué película te contaron: la presidencia del país más poderoso no es el lugar indicado para cambiar el mundo. Ya te diste cuenta, eh. No te sientas tan mal: sos el único presidente de tu país con el cual me sentaría a tomar un té.

¿A quién le hablabas tanto de la cuestión del petróleo? No fue a los asustados japoneses, ni a tus trabajadores que descubren que los pocos derechos sindicales que conservaban (después de décadas de desidia unionista) pueden ser reducidos por ley. Los lobistas pueden seguir actuando como lobos, atacando solos o en manada. Pero los trabajadores deben reunirse sólo para ser rebaño que se conduce hacia la casa de la risa o hacia el matadero, según el día y el humor del empresario. A mí no me hablabas, estoy casi seguro, ni a los defensores de los derechos humanos. Ya sé. Le hablabas a tus propias élites, les decías que, por fin, entendiste sus sutiles señales. Les dijiste: “tranquilos, haremos lo necesario para conservar nuestra supremacía y asegurar sus ganancias, sin importar lo que ocurra con la economía mundial”.

El horror japonés de posguerra tomó la forma de un monstruo gigante que todo lo destruye irracionalmente, llamado Godzilla. Hay que ver que en la última película no arrasó Tokio, sino Nueva York –quitándole el empleo a King Kong, ya que por ser un monstruo del sudeste asiático cobra más barato–, y en su nacimiento no tuvieron la culpa las bombas atómicas americanas, sino las francesas. Pero el problema es que el monstruo devorador de petróleo que es la economía norteamericana, a la que le pisa los talones la segunda economía mundial, China, tiene que seguir comiendo. Eso es lo que le dicen los lobistas a Obama y él responde: “lo haremos”. Y lo intentará y lo hará, o lo hará su sucesor (a los lobistas no le importa quién lo haga ni a quien le cueste). En el camino, los trabajadores norteamericanos perderán sus casas para salvar a los bancos, perderán derechos para salvar al estado, perderán salarios y la salud y el futuro de sus hijos para salvar empresas.

Cruzando el charco, la discusión es vincular salarios con productividad, de tal manera que las Europas retoman las buenas costumbres del trabajo a destajo pero peor: sólo tendrán trabajo si las empresas esperan conseguir ganancias. Si no, quédese en casa esperando el subsidio que muy pronto nadie podrá pagarle. Un fantasma recorre Europa ¿el fantasma del comunismo? ¡No! El fantasma del pesimismo. Las empresas no esperan conseguir grandes ganancias, no saben en qué país explotar a más gente (o ya lo hacen o no los dejan hacerlo, o no están dadas las condiciones para hacerlo: tal vez en un futuro, en los países árabes liberados de las dictaduras que las potencias toleraron y protegieron durante cuarenta años, pero no ahora mismo).
¡Pobre Obama, pobre Europa, pobre Japón, pobre Godzilla que llora lágrimas de petróleo!

Posdata: ¡Qué no, no me fumé nada!¡Nunca fumaría un porro... tan cerca de tanto combustible!

miércoles, 9 de marzo de 2011

“Nací tarde, no quiero ser (pero soy) un pos-marxista y nos amenaza una ardilla gigante”

De muchas maneras es posible juzgar en el presente la herencia intelectual marxista. Hace casi un siglo, en un artículo de 1913, Lenin recordó “Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo” (tal es el título del folleto): la economía política inglesa, la filosofía clásica alemana, el socialismo francés. La enorme precisión analítica que caracteriza casi toda la obra la Lenin casi oculta un factor importante: Lenin omite el que es quizá el aspecto más importante de la prédica marxista, y lo hace por razones ideológicas.

Porque Lenin no destaca claramente las raíces éticas y morales del marxismo. Cierto es que se reconocen en las tres fuentes tres tendencias ideológicas e intelectuales bien definidas, pero a los marxistas como Lenin les costaba aceptar que sus propios principios morales se hallaban vinculados al ideario burgués de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Comprendían estos valores de manera bastante diferente, de tal manera que pretendían defenderlos verdaderamente, a diferencia de la burguesía que, una vez convertida en la clase dominante, sólo se ocupaba de estos valores en tanto sirvieran a sus intereses de acumulación. Sin embargo, el socialismo revolucionario no creó nuevos valores, porque su entorno ideológico era el mismo que el de la burguesía y la tarea de la revolución hacia el comunismo era principalmente completar el camino iniciado por las revoluciones burguesas.

He estado repasando algunos textos de Lenin en los que dialoga con otros intelectuales y con su propia herencia intelectual y es realmente emocionante descubrir el esfuerzo por extender los beneficios de la libertad y la igualdad hacia las poblaciones oprimidas incluyendo por ejemplo (aprovecho la fecha de ayer) a la situación de la mujer que entendió perfectamente como una “doble esclavitud” que la revolución debía superar.

Sin embargo hoy, apenas cien años después, la revolución está en ruinas. Lenin no pudo estar más equivocado cuando juzgó que el imperialismo, al que denominaba “fase superior del capitalismo”, llevaría las tensiones internas del sistema al límite de su capacidad de resistencia y lo hundiría en sus propias contradicciones. El capitalismo se adaptó, se mundializó, colonizó casi todas las economías pre-capitalistas y terminó por colonizar las grandes economías que se pretendían pos-capitalistas, como ya lo tenían bien claro muchos intelectuales marxistas al menos desde el año 1968 en adelante.

Y apenas un par de años después nací yo. Como toda mi generación, mi herencia es de humo y de viento.

No sólo no se cumplieron las promesas de la revolución, tampoco se cumplieron las promesas liberales y, lo que empeora más la situación: aparecen problemas sustanciales para la vida humana (entendida esta vida como la quería Marcuse: una vida digna de ser vivida) que el propio espíritu progresista del marxismo no podía siquiera imaginar.

Para el marxismo clásico, guerra, miseria, dominación, explotación, expoliación y alienación eran los principales males que acarreaban las sociedades escindidas en clases. Obviamente, estos seis jinetes siguen cabalgando por el mundo y acechando la dignidad de la enorme mayoría de la humanidad, aunque en porciones de sufrimiento muy dispares. Y hoy, para peor, se ha levantado un séptimo jinete, el gran capitán de los males sociales que cubre el horizonte completo. Es un monstruo tan poderoso que las sociedades rara vez lo ven aparecer.

El séptimo jinete es el riesgo de la no-sustentabilidad de la economía, entendida ampliamente como el vínculo que una sociedad establece con su entorno natural (conformado a la vez por la “naturaleza” y los humanos que componen la propia sociedad) en términos de obtención de recursos básicos y del inevitable desorden introducido en el medio ambiente para satisfacer las crecientes y desde hace mucho tiempo ya titánicas necesidades de orden interno de la vida social.

Y he aquí el actual problema: los viejos problemas siguen vigentes, aunque no me atrevo a decir automáticamente que todos ellos se han profundizado. Creo que en muchos aspectos, y en término medio, la explotación se ha moderado, pues el capitalismo acumula más actualmente por volumen de explotación, antes que por intensidad. En términos estadísticos, la miseria ha crecido, siguiendo esa expansión de volumen reflejada en un aumento explosivo de la población mundial. Hace tiempo no se habla de guerras mundiales, pero las guerras contemporáneas afectan más marcadamente a la población civil cuando se desatan, y sus daños estructurales tienden a hacerse más permanentes. La dominación presenta actualmente tantas formas que no creo que valgan las viejas fórmulas para medirla. En un mundo con una economía globalizada e interdependiente, se diría que la transferencia de esfuerzo entre sociedades, la expoliación, ya no sería un factor relevante. No obstante, ha empeorado tanto en términos de esfuerzo de los trabajadores por región como en términos de extracción de recursos naturales y detrimento de los términos de intercambio. Se replica el argumento ya citado: el aumento de volumen total de circulación de factores de producción y de los recursos necesarios para sostener esa economía auto-multiplicada incide directamente en este aspecto. Por fin, la alienación, el extrañamiento ideológico (y psicológico) del ser humano ha multiplicado sus formas y su intensidad.

En tiempos de Lenin, el incremento de la consciencia sobre las condiciones materiales e ideológicas era considerado una posibilidad cierta todavía, para las masas trabajadoras (devenidas en proletariado, en clase política además de estructural) y para otros sectores de la población. Es más, era un paso necesario para la acción, para dejar de ser y estar en el reino de los seis jinetes. En la actualidad, en cambio, la consciencia de estos factores, e incluso la presencia del séptimo jinete, no parecen incidir en el ánimo de las masas.

En casi todas partes el problema de las masas es hoy alcanzar el bienestar. Pero no se trata de un bienestar entendido como el disfrute de la propia dignidad, sino del bienestar implicado en el consumo compulsivo y en la seguridad material y jurídica para la continuidad de este disfrute.

Repasemos: este disfrute de consumismo exacerbado no requiere personas emancipadas de la alienación, la explotación, la expoliación o la dominación: sólo la pobreza propia (entendida como carencia de consumos crecientes) y la guerra (incluyendo la modalidad de guerra social que es la inseguridad ciudadana) bloquean el camino del goce y el disfrute. Lógicamente, en esta perspectiva las consciencias mirarán de reojo y negarán a la vez al séptimo jinete. Se confiará en la ciencia, en el saber de otros (un claro síntoma de dependencia) para postergar el advenimiento de la no-sustentabilidad. Se dirá: ya se superará la dependencia del petróleo, ya se resolverá el problema del encarecimiento de los alimentos, ya se darán respuestas a la destrucción de los ecosistemas terrestres y marinos, no seremos nosotros, pero habrá soluciones. Se sospechará, con el sentido común, que la humanidad progresa materialmente y que las sociedades no tienen otros límites al progreso que sociedades rivales. El marxismo clásico creía que el rival del progreso eran las propias contradicciones internas de cada sociedad, una perspectiva mucho más sofisticada e inteligente, pero todavía incompleta.

En mi opinión, las contradicciones internas pueden eventualmente acabar con una sociedad, pero los límites de sustentabilidad, si son violentados, acaban con seguridad con la sociedad. Siempre repetimos la importancia de la historia para comprender el presente. Repitamos la lección. Contemplemos la experiencia de las grandes sociedades desaparecidas del pasado y se verá que los conquistadores externos dan el tiro de gracia a las sociedades en decadencia, pero su debilidad es casi siempre desatada por los límites de sustentabilidad. Así, mi formula dirá que las contradicciones internas son socialmente tolerables (nada se dice de si son personalmente tolerables, porque en las sociedades se mata y se destruye gente) mientras el sistema social pueda interactuar con el medio-ambiente sin bloquear la posibilidad de adquirir de él recursos y de transferir hacia él el desorden interno. No hace falta ser físico: un sistema más grande consume más recursos y expulsa más desorden; a la vez, un sistema con un régimen de funcionamiento alto (de mucha circulación interna de energía y trabajo) genera más desorden que uno de régimen de funcionamiento más bajo. Obviamente, el bienestar entendido como mayor consumo implica un régimen de funcionamiento cada vez más alto, alimentando el poder del séptimo jinete.

Piensen en un perezoso y una ardilla. Un perezoso es más grande, como sistema organizado, que una ardilla. Pero se mueve poco, su metabolismo es lento, no requiere un consumo de calorías tan alto por cada kilogramo de masa corporal. En este ejemplo, el perezoso tiene un régimen de funcionamiento más bajo que la ardilla. ¿Qué ocurre con nuestro sistema social? Que es una ardilla del tamaño de King Kong que consiguió tragarse un contenedor entero de metanfetaminas. Se siente tan cargada de energía que tiene que descargarla y no puede reconocer límites de ninguna especie, externos o internos, cuando lo hace. Debido a su tamaño y régimen de funcionamiento, tampoco ha dejado competidores vivos en el camino. Nadie la detendrá desde afuera, excepto el agotamiento de los recursos o la destrucción del ecosistema circundante (prácticamente sinónimos, en realidad). Sus necesidades energéticas son tan grandes que ha mutado: es ya una bestia carnívora y caníbal y, llegado el caso, no dudará en morder su propio cuerpo con fruición.

En el plano personal, la consciencia de este proceso me da pavor. Moralmente, he heredado la tradición moderna contenida en el socialismo: quiero el fin de la miseria, de la explotación, de la dominación en muchas de sus formas (quiero decir: me cuesta pensar una sociedad en la cual los padres no tengan ninguna autoridad sobre los hijos o no exista ninguna oportunidad de que la ley –y la fuerza material asociada- someta algunos impulsos personales socialmente inaceptables o intolerables). Además, desearía una sociedad sin esta asfixiante despersonalización y alienación que sólo parecen calmarse con nuevos consumos. Pero ya no puedo pensar soluciones que excluyan al peligro de la no-sustentabilidad del sistema.

¿Quién es responsable de mi situación? (más judaicamente) ¿de quién es la culpa?

Yo soy responsable, la culpa es mía.

Cuando nací en un mundo donde las promesas del marxismo y del liberalismo ya no iban a cumplirse, podía haber dicho: “Que sean errores políticos los responsables”. Esto me hubiera conducido a replantear los errores políticos y decir: “la revolución socialista todavía es posible, sólo debemos intentarlo de nuevo corrigiendo algunos errores pequeñitos como el estalinismo, el fascismo socialistoide, el personalismo, el burocratismo y otras menudencias”. O decir: “los valores modernos todavía pueden desarrollarse, hasta alcanzar un verdadero orden liberal de libertad, igualdad y fraternidad en un contexto de justicia y seguridad, de respeto por los derechos humanos, civiles, políticos, sociales y procesales”. En vez de eso, me entretuve pensando sociológicamente en que tal vez eran las teorías económicas, políticas y sociales de base las que tenían algún problemita.

No sé si encontré realmente el problemita al plantear esta cuestión del régimen de funcionamiento y la circulación de tensiones energéticas entre la sociedad, las personas que la componen y el medio ambiente, pero juzguen ustedes qué mala suerte, correr un par de ramitas y descubrir la ardillita de la que les hablo. Ahora no solamente necesito una revolución que elimine a los seis jinetes de siempre, sino una que nos aleje del séptimo. Las tareas de mi revolución ya no sólo quieren emancipar a las sociedades de sus propias contradicciones, de sus injusticias, sino también protegerlas de sus propias capacidades desmedidas de crecimiento. Ya era difícil convencer a la gente de que la explotación en el capitalismo era real y moralmente reprobable, nunca se entendió realmente que la alienación es una realidad palpable y destructora, es difícil mostrar que la riqueza de aquí es la pobreza de allá... ahora, encima, tenemos que decir que hay que limitar el confort, porque el aumento de lo que llamamos confort es peligroso para todos. Ocurre también que, en un mundo de necesidades tan aceleradas por las metanfetaminas de la ardilla, no nos suelen interesar las teorías de largo alcance y difícil aplicación práctica... si no nos ofrecen un rédito fácil y a corto plazo.

En fin, me despido aquí con una esperanzada cita de Rosa Luxemburgo: “Se nos suele decir que nuestro movimiento carece de personas de talento capaces de elaborar las teorías de Marx. Esa carencia es de larga data; pero la carencia en sí exige una explicación, y no puede plantearse como respuesta al interrogante fundamental. Debemos recordar que cada época forma su propio material humano; que si un periodo realmente exige exponentes teóricos, el periodo mismo creará las fuerzas necesarias para la satisfacción de esa exigencia”. No comparto con toda claridad el sustento de esta sentencia pero, si llega a ser cierto, que el periodo se apure, porque la ardilla sigue engordando y ya le empieza a doler la barriguita.