En el año 2006, cuando redacté el documento final de mi tesis doctoral, en los agradecimientos hice el siguiente comentario: “En deuda permanente estoy con los innumerables personajes de la vida política y social argentina, sin cuyas ocurrencias, actos interesados, expresiones sorprendentes, discursos inverosímiles, contradicciones patentes y abundantes conductas aberrantes la realización de este trabajo hubiera sido mucho menos interesante, y más aburrida. No pocos comediantes hacen lo propio en el escenario mundial”.
Hoy, no nos queda más remedio que rendirnos a la evidencia: las ciencias sociales se producen en la inteligencia humana, pero se alimentan de la humana estupidez. En forma análoga a lo que ocurre con las poblaciones de las zonas más desarrolladas del mundo, a la sociología hoy le sobra material comestible, pero es de muy baja calidad y la sobre-nutrición resultante no deja de tenerla mal nutrida.
Cuando un sociólogo se detiene por un momento a contemplar el estado del mundo en el que transcurre su propia vida intelectual, levanta la mirada de su mesa de trabajo y se aleja de su labor inmediata, que muy bien puede no tener nada que ver con el mundo en general sino con un pedacito muy particular y muy aislado del mundo, puede sorprenderse durante un instante y dejarse llevar por un mal sabor de boca, muy amargo y saturado de impurezas, transferido a su inteligencia desde ese principio conceptual y operativo que solemos denominar “contexto”. Esta es una palabra muy útil y utilizada que señala (metafóricamente, por cierto) a ese espacio o conjunto de esos espacios socio-históricos (y frecuentemente socio-histéricos) que inciden en nuestro objeto de estudio pero que exceden largamente la escala de observación del trabajo que realizamos.
En mi caso, mi vocación estructuralista me obliga a levantar la cabeza muchas veces, al punto tal que la sociología me tiene baldado, con un dolor de cuello crónico pero, también, con el agradecimiento al mundo humano propio del esclavo cuya mente está completamente colonizada por el discurso del opresor: lleno de dicha por ver que este mundo nunca me dejará sin trabajo. Puede matarme de hambre o de soledad intelectual, puede abofetearme (y lo hace, y lo hará) con la mediocridad rampante de muchos de mis colegas, puede excluirme de todas sus fiestas. Pero nunca, nunca, me dejará sin problemas para analizar y entretener mis horas con los problemas que elegí enfrentar intelectualmente (quizá para ocultar los problemas que he determinado no enfrentar psicológicamente, pero eso es un tema menor, porque de eso se trata vivir civilizadamente).
El autor de “El Anticristo” y de “Así habló Zarathustra” definió su idea de la felicidad como el momento subjetivo en que se siente que un obstáculo desaparece, es decir, cuando la voluntad proyectada a una acción o un pensamiento vence la resistencia y se desliza hacia el siguiente conflicto. De esta idea se deriva que siempre la búsqueda de la felicidad es incompleta y producto inequívoco de la “voluntad de poder”, tal como lo percibió Adler o, en términos de Freud, de esa voluntad de placer que se presenta en todo movimiento psíquico como producto de la reacción neurológica ante el exceso (necesario mientras estamos vivos) de esa energía cargada de sentido, de contenido simbólico que hace a la maravilla de la experiencia humana, tanto en lo individual como en lo colectivo: los sistemas materiales no pueden continuar operando si no están vinculados a sistemas simbólicos que, a su vez, no existen si no están vinculados a sistemas materiales.
Vean ustedes qué maravilla y entiendan por qué me atrae tanto la sociología: ningún otro sistema conocido presenta tal entramado de complejidad estructural: la sociedad es un sistema material y, como tal, sometido a relaciones con otros sistemas materiales y, según su propio funcionamiento interno, a las reglas de la termodinámica. A su vez, es un sistema compuesto por organismos vivientes, sometidos a las mismas reglas, pero con capacidad de alterar el entorno para recuperar el orden perdido en su funcionamiento y de experimentar circuitos de reacción frente a los sistemas externos que ningún sistema no-orgánico conoce. Pero, además, se trata de un modo de organización en el cual no impera la capacidad de utilizar simplemente el entorno, sino que se sostiene en la capacidad de alterarlo para mantener su funcionamiento. Todavía más, esta alteración del entorno no se sostiene sobre la capacidad adquirida de la mutación genética de los integrantes biológicos del sistema, sino de la capacidad adquirida por el carácter simbólico de la cultura, lo cual se sostiene a su vez en la capacidad individual, adquirida socialmente, de atesorar en la memoria, administrar en la inteligencia y aplicar en el trabajo partes integradas de ese conocimiento producido socialmente. No es posible, para mí, imaginar un contexto más complejo y difícil, y hacia él se dirige mi voluntad para vencer obstáculos y sentirse feliz.
Como todos, soy también esclavo de esa búsqueda de oposiciones y superaciones que me hacen humano en un contexto humano y cultural. ¿Qué pasa, entonces, con la libertad? Si la felicidad es la sensación de que un obstáculo es superado, de que la voluntad ha vencido al mundo (a una ínfima parte del cosmos material, cultural y simbólico que está dentro y fuera de todo acto consciente), la libertad sólo puede ser una. La libertad será la posibilidad y la capacidad de enfrentar los obstáculos que una persona elija enfrentar, dentro de los obstáculos que se le presenten a sus relaciones sociales, a su sociedad, a su cultura. La libertad existe cuando el ente consciente elije su propia lucha.
La persona puede elegir una felicidad que apunte a los obstáculos personales o a los obstáculos colectivos, pero la libertad será siempre el resultado de una interacción conflictiva con las voluntades circundantes y con la resistencia material y simbólica del contexto material y cultural. La libertad no es otra cosa que la capacidad de elegir las luchas propias, con los medios propios y la propia fortaleza, con relativa independencia de las luchas que nos impone nuestra condición orgánica, social y cultural. La libertad, como la felicidad, es una suma o colección de momentos, no una continuidad valorativa, en el sentido que la describo aquí.
Levantamos la cabeza del escritorio y vemos un mundo para gente no-libre, donde las elecciones ya están hechas por el mercado (a menos que usted crea que elegir entre una marca de una mercancía u otra marca es libertad de elegir... en ese caso... vuelva a leer su revista habitual o a ver su telenovela). Es tanto el caos, tanta la complejidad, tantas las alternativas: ¿Cómo elegir? ¿Luchamos contra Kadaffi (como sea que se escriba, ya saben de quién hablo) que mata e impera como dictador sobre su pueblo o contra la intervención colonialista que busca el petróleo libio? ¿Luchamos contra el xenófobo socialdemócrata que propugna que los musulmanes y los árabes son menos inteligentes que los alemanes o contra Merkel, que se le opone con fuerza pero que propugna un ajuste económico que beneficia a los ricos y empeora la situación de los trabajadores? ¿Nos conmiseramos con el pueblo japonés por el desastre natural o criticamos a su gobierno por la falta de previsión en materia de desastres nucleares? ¿Odiamos las condiciones injustas del sistema capitalista o tememos su colapso, que terminaría con nuestros propios privilegios? ¿Peleamos por un mayor desarrollo económico de los pueblos sumidos en la pobreza o peleamos por la preservación del medio ambiente? (considerando que se habla mucho de desarrollo sustentable o sostenible, pero no se lo ve por ningún lado: donde crece la actividad económica y la población humana consumista, la naturaleza paga).
Los valores fundamentales son guías para los sentimientos pero, dadas éstas y otras tensiones, nos atan los pies y las manos cuando queremos actuar, porque un gran valor termina siempre enfrentándose a otro gran valor. Así, los derechos humanos y las intenciones de justicia se confunden unas con otras en las múltiples crisis que hay en el mundo y que configuran la gran crisis mundial, que está muy lejos de ser exclusivamente económica.
Principalmente, los obstáculos no ceden, y hay demasiada gente infeliz, aunque nade en la abundancia (de los que son algo o mucho más pobres ni hablo, porque el consumismo los programa para la infelicidad). Tampoco hay gente libre, porque si se elige libremente una lucha siempre queda la lucha de al lado, que dejamos de pelear.
Borges decía que, en tiempos de crisis, alcanzaba cualquier discurso con apariencia de simetría para encandilar a los hombres. Modestamente, discrepo de la sentencia: no se trata de la simetría, sino de la promesa. No es el equilibrio lo que atrae, sino la seguridad de disolver todos los conflictos humanos. Eso ocurre cuando nos morimos (según mis actuales creencias éticas sobre la materia), salvo que la promesa agrega que los conflictos se disuelven sin abandonar la consciencia o sin que la consciencia nos abandone, estando a la vez a salvo de toda posterior aniquilación, desvanecimiento, desaparición o muerte. Es a la vez el Tao y el Nirvana: no puede nombrarse tal estado sin tensión sin introducir otra tensión y negarlo. “El Tao que puede nombrarse no es el Tao”, ¿entienden? Y el estado de iluminación y gracia sin tensiones que es el Nirvana no parece, por ahora a nuestro alcance.
¿Qué debemos hacer, en este “contexto”, con el desconcierto y el caos del mundo, con las crisis y con la crisis?
Déjenme pensarlo un minuto...
Propongo respirar profundo (y nadie negará que, para los vivos que quieren continuar vivos, es un buen consejo). Quiero decir: no podemos librarnos de las tensiones, los problemas y las crisis, pero podemos dejar de pelear como gatos en una bolsa si respiramos profundamente, miramos nuestro contexto y nuestros valores y elegimos las luchas que vale la pena pelear. No las que seguro vayamos a ganar (casi con seguridad no serán muy importantes y eso es una considerable falta de coraje y de nobleza), sino las que valga la pena, las que hagan de nuestra vida humana particular y de la experiencia social unas vidas que merezca la pena vivir. Y eso es, quizá, la dignidad humana: la capacidad de buscar de manera libre la felicidad. Y que será la justicia: la defensa de la propia dignidad sin usurpar la dignidad (libertad, felicidad, del prójimo). Vean la trampita de este esquema moral: la felicidad y la libertad pueden ser pensadas individualmente, pero sólo pueden realizarse socialmente, bajo el reconocimiento de la dignidad recíproca y el imperio de la justicia (y digo justicia sin confundirla un segundo con la ley o la norma).
¿No es eso lo que hacemos todos ya? ¿No luchamos cotidianamente por lo que queremos y por la gente que queremos, por lo que creemos y por lo que creemos que todos deberían creer? Hay dos posibilidades: que esto sea cierto, o que no lo sea. Si no lo es, las luchas cotidianas nos esconden de los objetivos más altos que pudiéramos noblemente perseguir. Si llega a ser cierto, si nuestras actuales luchas son las mejores que podemos pelear, si nuestra felicidad es el consumo de bosta plástica en lata de una marca que elegimos frente a otra marca de bosta plástica en lata... entonces... estamos fritos, terminados y no vale la pena preocuparse por las crisis del mundo o la crisis mundial.
Espero que no sea así, espero que queden espacios en la bolsa para las utopías. Además, eso me dejaría sin trabajo de sociólogo. ¡Vamos, gatitos, hay que salir de la bolsa!