domingo, 17 de abril de 2011

Menores criminales, males mayores: imputabilidad, minoridad y responsabilidad pública

La inseguridad pública ha sido, al menos durante los últimos años, una bailarina principal del ballet de cuestiones planteadas al gobierno argentino desde la perspectiva de los sectores de poder que oligopolizan los medios masivos de comunicación, en un movimiento totalmente acorde a lo que ocurre en casi todas las “democracias avanzadas” del mundo en lo que se refiere al poder político de los conglomerados informativos.

Esta cuestión vinculada al oligopolio de la información formadora de opinión que circula ideológicamente por (y cortocircuita a) la “sociedad civil” merece el amplio debate sociológico que ha tenido, razón por la cual no debe hacerse un análisis banal de unas pocas líneas intentando englobarlo todo. Pondremos lo de “sociedad civil” entre comillas precisamente porque es un concepto muy difundido, pero muy polisémico e inexacto que, en este caso, reúne a la gente común, sin poder político suficiente para ser operador político o formador de opinión. Es esa gente que sufre la des-información, que no es simplemente carencia de información sino información brindada para confundir u orientar la acción social de las personas, especialmente en lo que a sus sensaciones morales y políticas se refiere.

Teniendo eso en consideración, voy a exponer aquí un caso testigo de desinformación pública, que polariza las opiniones de tal manera que sólo parece haber una de dos respuestas correctas y posibles. Sin embargo, el analista social debe siempre plantear problemas a las dicotomías presentadas como oposiciones naturales, y eso es lo que intentaré aquí.

No se trata de negar la existencia de una tasa de crimen considerablemente elevada en las grandes aglomeraciones urbanas argentinas (de hecho, al menos dos miembros de mi familia han sufrido robos en los últimos tiempos: no es una muestra estadística válida, pero contribuye a que mi propia percepción de la realidad no pueda minimizar el fenómeno). Se trata de poner la discusión en un contexto apto para la reflexión. En este caso, la discusión se concentra en un tema de larga presencia en la reflexión jurídica: la edad de imputabilidad de la persona, es decir, la edad a partir de la cual la persona deja de ser un menor no-responsable jurídicamente de sus actos.

Ante la percepción de un número importante de crímenes cometidos por menores de edad, la reacción ha sido dirigida a una problemática que se presenta como transparente: el crimen cometido en situación de minoridad es asimilado a la condición de impunidad. De esa manera, la no-imputabilidad de la responsabilidad criminal es considerada sinónimo de impunidad: como el criminal no puede ser tratado como responsable parece librarse de la responsabilidad jurídica y penal que se considerarían correspondientes en caso de tratarse de adultos.

La respuesta es el debate de si la edad de imputabilidad debe o no disminuirse, de tal manera que los autores de crímenes en lo que actualmente es condición de minoridad dejen de estar “amparados” por la condición y puedan ser procesados en plenitud por el sistema judicial penal.
El gran problema de este debate es que no se considera en plenitud lo que la imputabilidad implica. Se sobreentiende que, pudiendo condenarse a los acusados de los crímenes éstos no quedarán impunes. Sin embargo, este sobreentendido produce una elipsis (un salto en blanco en el pensamiento) totalmente inadecuada: la percepción de que, por estar los menores (o ya no considerados como tales) delincuentes en situación de detención, disminuirá la tasa de criminalidad. Esta percepción oculta lo más importante en este mal planteado debate: las consecuencias sociales de la aplicación de penas, cuyo carácter más genérico es la privación de libertad y la disminución de otros derechos civiles y políticos asociados.

No se considera que la imputación a edades inferiores supone introducir a las personas, sean o no consideradas menores, a un espacio penitenciario que, aunque formalmente se encuentra orientado a la reinserción social, en la práctica funciona como un sistema de persuasión negativa, cuyas capacidades disuasorias deben ser puestas en duda y que, una vez cumplidas ciertas penas, devuelven personas a la vida civil mucho más preparadas para desarrollar actividades criminales, pues son involucradas en circuitos sociales en los cuales los aprendizajes y el saber se orientan a la criminalidad y muchos comportamientos auto-destructivos asociados.

De esta manera, las ventajas de corto plazo se disuelven a mediano plazo, empeorando ostensiblemente la situación social, sin contar con que el eventual colapso económico y estructural del sistema penitenciario produce innumerables oportunidades de corrupción y vulneración de derechos de las personas afectadas al mismo, de tal modo que los más jóvenes (si no pueden ya ser considerados “menores”) son potencialmente víctimas de muchos delitos que, en ocasiones, pueden suponer una pena “informalmente añadida” que vulnera amplísimamente ese aura de “proporcionalidad” entre delitos y penas que pesa como una lápida sobre las instituciones penales de la modernidad (de la que tanto y con tanto acierto se reía entre lágrimas Foucault), pues destruye inmediatamente toda vinculación con la idea de reinserción social.

Si en un primer momento la no-imputabilidad es asociada con la impunidad, la imputabilidad resultante de un eventual descenso de la edad límite para la asignación de responsabilidades penales termina por devolver a la sociedad un problema mayor. ¿Por qué, entonces, la discusión se ha planteado tan mal?

La respuesta no es jurídica, sino sociológica. Se plantea el debate en términos de la edad porque, por una parte, supone un rédito político la oferta de soluciones fáciles a las problemáticas sociales pero, por otra parte y principalmente, porque cambiar una norma que fije el límite de edad para la responsabilidad es una política pública que, en apariencia, es más barata que en enfrentar el problema de la alta tasa de criminalidad en términos e problemas sociales que deben enfrentarse con políticas públicas eficientes, pero que necesariamente, al afectar a amplios márgenes poblacionales, suponen un alto costo social. Queremos una sociedad sin crímenes graves, pero no queremos pagar el costo social que eso supone, a tal punto que el sistema nos convierte en criminales contra los criminales, porque en lugar de proteger lo que hay en ellos de humanos, clamamos por venganza.

La desinformación no sólo pone en peligro nuestras opiniones, sino que las desplaza notablemente por caminos erróneos tanto en materia ético-moral como en materia política.
Las políticas públicas que tienden a mejorar la situación económica de los sectores más desfavorecidos, las que tienden a conseguir mayores tasas de escolarización y mejoras en la calidad educativa global, las políticas que se vinculan a la generación de expectativas personales y la generación de espacios sociales en las cuales la criminalidad sea un mecanismo de supervivencia social menos preferible y otras que pueden fácilmente imaginarse suponen un gran coste social y afectar tributariamente a los sectores que, precisamente, se perciben a sí mismos como más afectados por la criminalidad. Es decir, queremos que nadie nos robe nada de nuestra porción de torta, pero también queremos que nuestra porción siga siendo mucho más grande que la de los demás, de tal manera que terminamos exigiendo más violencia por parte del estado. ¡No estamos dispuestos a pagar más por una solución más permanente, pero tal vez sí, un poquito, por una solución aparente a corto plazo!

Sin embargo, nunca está de más recordar que son los estratos sociales más desfavorecidos los que sufren más la criminalidad y perciben más la impunidad, razón por la cual no pueden formar su propia percepción de la realidad en términos sociales de justicia. Mientras tanto, en los sectores de poder lo que se discute es cómo disminuir los efectos de la criminalidad sobre las propias posiciones predominantes.

Las respuestas vinculadas al aumento de las penas (o de las personas punibles) suelen terminar en una enorme población carcelaria sumida en condiciones casi intolerables, en donde la supervivencia es difícil y se convierten en espacios ideales para el crecimiento de la violencia y la percepción de que el estado y las normas que él sostiene son, a su vez, instrumentos de pura violencia, que sólo deben ser despreciados y eludidos, cuando no pueden ser contrarrestados con más violencia.

Cuando Ghandi (saben de quien les hablo: el político pacifista indio que andaba en pañales y consiguió movilizar a las masas hasta conseguir la independencia de todo un subcontinente) planteó el problema de cuál sería la sociedad ideal, tenía muy claro que difícilmente podría existir una sociedad sin policía (es decir, de gente autorizada para ejercer violencia sobre otras personas a partir de la norma socialmente impuesta). Pero claramente comprendió que esa era una situación más bien lamentable que deseable. En cambio, discusiones como ésta sobre la edad de imputabilidad nos alejan del problema de conseguir una sociedad más justa, en donde la gente viva más feliz y libre.

Claro, las personas encandiladas por la ilusión de la propiedad, encerradas en la necesidad de poseer para ser, que resulta que somos la mayoría, porque como decía Quino a través de Manolito “el que no TIENE, ni siquiera ES”, tendemos a pensar la justicia como conservación de la posesión y no como distribución equitativa del esfuerzo y, lo que es más importante, tampoco podemos pensar la libertad personal sino en relación a la competencia con la libertad del otro. Es paradójico, porque sociológicamente vivimos en un mundo donde la interdependencia es tan grande que no hay libertad sin la interacción con cientos de miles de personas.
En resumen: no debemos dejarnos engañar por el falso debate de la edad que tenga el crimen, sino entablar el debate real de cuáles son los costos sociales de no tener una sociedad más equitativa.

En Argentina la cuestión me molesta particularmente más, porque socialmente no estamos tan lejos de tener un modelo más equitativo, en comparación con la mayor parte de los países “en desarrollo”, “subdesarrollados”, “emergentes” o del “tercer mundo”. Sin embargo, precisamente porque hay bastante más para repartir, la desinformación nos educa para que elijamos un país polarizado en la distribución de la riqueza, en vez de un país más justo. Las clases medias y altas argentinas parecen detestar íntimamente la idea de conseguir una sociedad más equilibrada y prefieren encerrarse en lujosos centros de contención del crimen antes que procurar una más amplia libertad para todos los habitantes. Y es sin duda la presión ideológica de los sectores que concentran el poder a través de la desinformación masiva uno de los factores que impiden corregir el sentido común en este aspecto, para cambiarlo por un buen sentido de justicia social.