Primero: fijando conceptos entre la tragedia social y la comedia política
El título de este artículo está compuesto por dos elementos bien conocidos en el área de las ciencias políticas y sociales y otros dos que fue necesario reinventar para la ocasión.
Personalismo y populismo constituyen dos elementos vinculados en más de un punto: el principal de ellos, quizá, es la vinculación entre un exceso de carisma personal, cercano al autoritarismo, en el contexto de una democracia formal, y la vocación por exponer la riqueza pública a unos gastos considerados más o menos irresponsables pero cuya principal característica es ser o parecer destinados a mantener contentas a unas masas consideradas políticamente incapaces: el antiguo término de demagogia describe más o menos bien la situación.
Sin embargo, el uso contemporáneo de estos términos tiene a su vez un cariz peyorativo más amplio, pues tiende a desvalorizar la calidad de una determinada organización democrática en su conjunto: las democracias subdesarrolladas que son o se pretenden ideológicamente diferentes de las “democracias desarrolladas”. Parece claro que el término “pluralismo” se opone bastante bien al de “personalismo”, pues el diálogo y el debate “sanos” reemplazarían a las decisiones unilaterales que el caudillo personalista tomaría. Más difícil es comprender lo opuesto al término populismo.
En teoría, la democracia es un gobierno del pueblo y para el pueblo, de modo que todas sus políticas públicas debieran ser denominadas “populistas”, desde el momento en que no deberían ser nunca elitistas. Sin embargo, el término populismo contiene la afirmación de que las políticas públicas desarrolladas desde el poder político contienen una especie de engaño, de burla hacia las masas a las que se les hace creer que se las beneficia, cuando en realidad se desarrollan políticas irresponsables signadas por la demagogia, la corrupción y el despilfarro de recursos públicos escasos.
Lógicamente, viene a la memoria la vieja discusión entre dos versiones de la teoría democrática: la que sostiene la defensa de las mayorías y la que sostiene la defensa de las minorías: el republicanismo y el garantismo, dos posiciones de equilibrio tremendamente inestable porque, al ser puramente teóricas, no registran en sus premisas y corolarios el devenir de las luchas sociales que hacen oscilar al sistema político entre ambas posiciones y tienden a aislarse de las condiciones reales de la lucha social por el poder.
Así planteada la cuestión, tanto el personalismo como el populismo, cuando se refieren a la calidad democrática de un espacio social determinado, parecen ser claramente una crítica elitista, en donde una minoría impugna la decisión de las mayorías al elegir un líder político y unas determinadas políticas de estado. En alguna medida, las elites sólo pueden impugnar el populismo, dado que el personalismo es tan frecuente en ellas como en los movimientos de masas y otras corrientes y movimientos sociales, mientras que las políticas públicas “responsables” que suelen proponer no tienen otro objetivo que reafirmar su posición dominante.
Esta tensión ha marcado el desarrollo del sistema democrático a escala global desde sus formas modernas más incipientes y, actualmente, dos factores contribuyen a ensuciar el panorama, a tal punto de hacer emerger una nueva tensión que, hasta lo que sé, ni siquiera tiene nombre en teoría política, y que es la cohabitación de estas viejas taras e inconvenientes políticos con otras nuevas problemáticas, vinculadas a la globalización y a la difusión masiva de los eventos políticos, lo que fuerza una adaptación de las formas políticas cuyos resultados rozan permanentemente el absurdo.
Así que irresponsablemente le pondré nombre aquí estos nuevos elementos que de ninguna manera reemplazan a los anteriores, sino que se solapan con ellos. Personajismo y publicismo, además de personalismo y populismo, marcan las condiciones del juego político en las democracias formales del presente. Y no me refiero a las democracias “subdesarrolladas”, sino incluso a casi todas las más desarrolladas, incluyendo aquí a los EUA y a las potencias europeas.
En el personalismo, el carisma del líder contribuiría a eternizarlo en el poder, ya en el poder ejecutivo, en la cima del aparato partidario del que era originario (y en ocasiones fundador) y en la cima también de la oposición, llegado el caso de un relevo eleccionario. El líder político es un “conductor” y un tótem de la ideología orgánica de una fracción de las fuerzas políticas de una sociedad. Este líder puede o no ser populista (o demagogo, si se prefiere), pero se apoya en sus cualidades carismáticas propias.
En cambio, asistimos al surgimiento de una nueva forma de personalismo: el personajismo. La diferencia es que en esta segunda opción el carisma no es real, sino inventado en torno a un personaje político que, al margen de las cualidades que posea, se le asignan otras destinadas a impresionar a la gente y ganar su confianza electoral.
La transición de una a otra forma ha sido bastante sutil, pero extremadamente extendida. Por supuesto, el operador político presentado como personaje puede tener también un fuerte carácter personalista, pero lo curioso del personajismo es que esto no es totalmente necesario. En el personajismo, una buena sonrisa y cierta simpatía suelen ser más valorables que la solidez ideológica y la claridad de pensamiento sociopolítico.
Las tecnologías de la comunicación contribuyen poderosamente a que las democracias hayan virado hacia el personajismo, precisamente guiados por la nueva tradición en la construcción del poder: el publicismo. Ya no interesa convencer al electorado, interesa hacer una buena estrategia publicitaria del candidato, partido o frente electoral. No se oponen ideologías, se oponen aparatos de divulgación cuyos contenidos políticos se empobrecen de manera deliberada, precisamente para no perder potenciales votantes tomando una posición demasiado clara sobre un tema discutible.
Si los grandes movimientos de masas del siglo XX desarrollaron enormemente la propaganda política (como el nacionalsocialismo alemán o el bolchevismo ruso), aquí vemos un movimiento opuesto: no se trata de convencer a las masas para que apoyen una ideología con claras líneas programáticas, sino de ocultar lo más posible esos programas (que a menudo no están definidos ni siquiera en forma secreta). De modo que aquí no confundo (como suele ocurrir) propaganda con publicidad, difusión de una idea política con mercadotecnia. De ninguna manera: sostengo que el personajismo y el publicismo han ganado la batalla, no frente al personalismo y el populismo (para los cuales pueden ser absolutamente funcionales) sino frente a la complejidad del diseño de la agenda política y las políticas públicas. La consecuencia más importante es el alejamiento del conocimiento popular de las condiciones reales de poder, que al no estar definidas se vuelven inaccesibles.
Actualmente, se vota a un personaje ampliamente publicitado y las políticas públicas que su eventual gobierno desarrolle o pretenda desarrollar (porque siempre existirá la resistencia y la realidad poselectoral) dependerán en mucho menor medida de los programas y plataformas políticas previas, de las promesas y compromisos preelectorales, que de las necesidades inmediatas, de la presión de las diferentes corporaciones sociales y del pragmatismo impuesto por el constante monitoreo que el publicismo impone al personaje político.
No se me ocurre, ahora mismo, ningún destino más tragicómico, porque lo que nos queda es una política abierta más parecida a un sainete y una política oculta (profundísimamente antidemocrática) de descarnada lucha social, en la cual las elites llevan las de ganar. Porque las elites son el sector social que mejor pueden contribuir a la creación o destrucción de personajes políticos y a la mejor o peor divulgación de esas presentaciones insustanciales en las que todos odian la pobreza y ninguno presenta un programa para combatirla, donde todos aman la educación, la salud y la justicia... y ninguno dice como hará para mejorarlas.
Evidentemente, en la lucha política poselectoral las cosas quedan más claras, porque debe discutirse sobre elementos y políticas concretos. Sin embargo, el peso del publicismo es tal que la capacidad de discernimiento queda atada a la imagen del personaje que, sin importar lo que diga o haga, como en toda comedia, será desde el principio hasta el fin bueno o malo, capaz o incapaz, democrático o autoritario.
Derivado del mismo principio, las políticas públicas propuestas o rechazadas no son materia de auténtico debate social, sino resultado de la aplicación del carácter del personaje a la situación particular: si el bueno propone algo, ese algo es bueno; si el malo desarrolla una política, ambas serán malas. Incluso los cambios de dirección son interpretados por el principio de la comedia: si el bueno hace lo opuesto a lo que venía haciendo, será la necesidad lo que lo impulsa o un sano pragmatismo; si lo hace el malo, será una premeditada astucia o una clara muestra de incapacidad.
En la democracia personalista, populista o elitista, se podía sentar posición en el contexto de una tragedia que es la de decidir con poca información, limitada inteligencia y permanente conflictividad que es lo mejor para todos y para cada uno. En cambio, en la democracia personajista y publicista se asiste a una función que es una parodia de lo que realmente ocurre de manera oculta. La desinformación es enorme, el diseño de la agenda pública se encuentra escondido y cooptado y las políticas públicas no sólo son determinadas por las luchas entre elites, sino que ni siquiera están libres de la intervención del publicismo.
Desde hace mucho tiempo vengo sosteniendo que la gran ventaja del sistema democrático formal no es su calidad moral (ya que se trata de un imperio puramente nominal del pueblo, no reflejado en la práctica efectiva de la vida política) sino su flexibilidad y versatilidad para la regulación del capitalismo tardío. En mi opinión, ni el personajismo ni el publicismo por sí mismos disminuyen esta cualidad, pero sí promueven el ascenso de unos políticos cuyas cualidades intelectuales y carismáticas merman de generación en generación. La formación publicitaria y el desarrollo del personaje público para la comedia constriñen el desarrollo del político profesional e ideológico de carrera. Actualmente, cualquier empresario con bastantes millones puede invertir en publicidad y personaje y crear su propio candidato, o crearse a sí mismo como candidato.
Segundo: alguna explicación sociológica de la cuestión, por favor
En alguna medida, la expresión general de los mecanismos de la democracia formal contemporánea se extiende en un determinado contexto de industrias culturales, de cuya influencia es difícil escapar. En este sentido, no creo que personajismo y publicismo sean el resultado de una estrategia premeditada de ocultación de las condiciones reales de poder (aunque estas estrategias existen indudablemente), sino más bien la evolución de éstas estrategias en un contexto cultural determinado por las condiciones de la cultura de masas.
Velocidad incrementada, cambio, liquidez ideológica, debilidad de las relaciones, inestabilidad de los vínculos sociales, fragilidad creciente de la integración social, obvia y descarnada mercantilización de los contenidos afectivos e intelectuales son factores que se han incrementado en las últimas décadas, que son también las de la expansión de la democracia formal.
El personajismo y el publicismo son adaptaciones a las condiciones materiales y simbólicas de una ideología dominante, pero que es dominante de manera crecientemente fragmentada e inestable, no por su lucha con ideologías antagonistas de corte contra-hegemónico, sino por la inestabilidad de sus propias condiciones internas, exacerbadas por los procesos enumerados en el párrafo precedente. En este sentido, estas expresiones son las vías de menor resistencia a las condiciones del sistema y no obstaculizan, por el momento, la capacidad de regulación sistema a la que el sistema democrático contribuye en el ámbito jurídico-político.
Por las mismas razones, experimentan fuertes limitaciones y, en cualquier caso, potencialmente acarrean problemas profundos a la gestión formalmente democrática de crisis sociales de largo plazo y cierta profundidad estructural. Sobra decir que en estas fechas se dan estos casos y prácticamente en todas las “democracias desarrolladas” se percibe una notable fractura del liderazgo.
Al mismo tiempo, los personalismos fuertes están notablemente amenazados, porque el personajismo no resiste fácilmente una prolongada exposición pública y tanto los líderes demasiado fuertes como los demasiado débiles en términos de personalismo carismático se ven amenazados. Los fuertes, porque el publicismo colisiona con la conservación por tiempo indeterminado de la imagen pública; los débiles, porque el publicismo expone descarnadamente las bases de esta misma debilidad.
En mi opinión, esto conduce en ocasiones a la adopción de expresiones políticas desmedidas, porque se exige una velocidad de respuesta en el ámbito de la política expuesta que los personajes se ven incapacitados para exponer políticas de estado de largo alcance y plazo, lo cual caracterizaba a los gobiernos personalistas más “clásicos”.
Los alcances y consecuencias de este estado de cosas son bastante impredecibles, pero un ambiente político en permanente estado de excitación siempre constituye una cierta amenaza para los límites jurídicos del sistema, mientras que la debilidad ideológica en materia política de las masas es un factor agregado al riesgo de la inestabilidad del espacio público y los mercados. Esto último es siempre bastante preocupante para las elites, hasta tal punto que la propia inestabilidad impuesta al sistema las obliga a negociar para mantener la gobernabilidad y la rentabilidad derivada de la circulación del capital.
También el cambio de escala de las relaciones políticas entre las elites partidarias y los votantes contribuyeron al desarrollo de estos procesos: los “baños de masas” de los candidatos o precandidatos son casi siempre indirectos, televisivos e, incluso, satelitales. Los contextos políticos compuestos, en donde los actores políticos deben atender a la publicidad de su imagen pública en demasiados niveles diferentes producen imágenes de cierta esquizofrenia: los candidatos deben preocuparse por la publicidad de su imagen pública en personajes fragmentados. Una imagen se destina a los votantes libres; otra, a las bases y elites de sus partidos políticos de origen; una más, a la imagen internacional del personaje.
Compárese la violenta fluctuación de la actuación pública de grandes líderes contemporáneos y estos procesos se harán bastante transparentes. Allí está el paso tragicómico de Barack Obama del activismo y la esperanza a la tibieza y el pragmatismo frente a la presión de las elites; la actitud neurótica del ejecutivo francés ante el desastre nuclear en Japón y la cuestión libia; el sainete interminable de Berlusconi en Italia, los permanentes traspiés políticos de los grandes líderes en Gran Bretaña y España. De hecho, la explosiva situación de los personalismos fuertes en el mundo árabe, reflejan la persecución de sistemas democráticos en donde la perpetuación en el poder es difícil de negociar.
Cierto es también que la volatilidad política se encuentra muy vinculada a la posibilidad de los gobiernos de crear puestos estables de trabajo o el mantenimientos de mecanismos de ingresos fijos para la población en general. El crecimiento poblacional vinculado al crecimiento del empleo ha dado lugar a fuertes procesos de crecimiento económico y, en general, el crecimiento económico ha demostrado ser un calmante de los nervios de las masas mucho más efectivo que la sensación de control del poder político involucrada en la democracia formal.
No obstante, es poco probable que el crecimiento económico y la creación de empleos de calidad aceptable puedan mantenerse indefinidamente en todas partes y, cuanto más grande sea la masa de empleos y consumos que satisfacer, más dura será la caída desde la tolerancia política al caos social cuando esta capacidad decrezca. En el contexto de pirámides poblacionales con un alto porcentaje relativo de población económicamente inactiva por alto envejecimiento medio de la población, la situación a mediano plazo es bastante dramática también, pues los flujos migratorios centrípetos serán a las vez necesarios y temidos (pues bajan la calidad de vida media de la población, y con ella la percepción general de bienestar económico) y no deben descartarse procesos centrífugos o de migración interna.
La ideología dominante ha conseguido que las masas estén satisfechas con una cuota mínima de poder político, lo cual explica la bajísima calidad de las democracias reales a escala global. Sin embargo, esta satisfacción es frágil e inestable, como lo es toda la industria cultural en el capitalismo tardío, y afecta a estas formas de actividad política involucradas en el personajismo y el publicismo.
No son cuestiones para tomar a risa: su crecimiento marca la existencia de un síntoma gravísimo de una potencial incapacidad general de regulación. En este contexto, es relativamente fácil anticipar el resurgimiento de discursos políticos maniqueos, xenófobos, quintacolumnistas, simplistas y agresivos, así como la adopción de estrategias de desviación de la atención, como puede ser desatar una campaña militar. No es raro que ciertos gobiernos prefieran verse involucrados en una guerra que enfrentar los problemas de gestión internos.
Puede pensarse que el exceso de domesticación de las masas en la democracia formal comienza a jugar en contra de la misma idea de democracia. El personajismo y el publicismo hacen evidente que los “actores” sociales son otros, a tal punto que se transparenta lo que es, en realidad, la regla en las democracias formales imperantes: la democracia sin demos que la sostenga. Los movimientos de masas, que no cuentan ya con sólidas bases ideológicas como durante el auge del socialismo, el anarquismo, el comunismo o el anarquismo, presentan una fuerte tendencia a ser esencialmente destructivos para las políticas públicas desarrolladas desde el estado: son críticos, pero raramente son reconstructivos, y los intelectuales contra-hegemónicos no han sido capaces de crear modos de revertir la tendencia sin caer en las propias políticas personajistas y publicistas, que son de fácil absorción para un sistema que, cada vez más, como ocurre con otros artistas, es víctima de su propio éxito publicitario.