No. No me fumé ningún porro. Yo sé que el título parece material de fumata cannabiosa, pero no, estoy con la mente tan clara como de costumbre, salvo que me acordé algunos días tarde de escribir y hacer pública esta pequeña reflexión.
Por si no lo sabían, les cuento que un terremoto y un tsunami se tragaron medio Japón. Producto de mi aprendizaje del judo, siento un profundo respeto y particular cariño hacia la gente y la cultura japonesas. No es que me duelan más las muertes de desconocidos en Japón que en Sumatra, Sri Lanka, Libia o Chile, por lo que no quiero aparentar un tono sentimental que no es objeto de estas líneas. Por otra parte, tampoco quiero dejar la impresión de que me resultaron indiferentes esas imágenes y relatos pavorosos, y los silencios informativos todavía más pavorosos que se intuyen en el reverso de las noticias, silencios que denuncian terrores que algunos sectores de poder prefieren mantener ocultos.
Pero resulta que ahora sólo quiero hacer un comentario político acerca de un reflejo producido por la situación de Japón, no de la situación en sí misma, que no parece todavía material que yo pueda digerir sociológicamente. Para mis estudiantes poco avispados que puedan alguna vez leer este artículo diré que una casa arrancada de sus cimientos que va a la deriva sobre un campo sembrado con un automóvil en el techo NO es un ejemplo de hecho social.
Ocurrió lo siguiente. Horas después de la ola gigante aparece en la televisión el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, quizá el primero en la vida que caía simpático y prometía algún cambio político serio a partir del abandono de la prepotencia de superpotencia. Comienza su discurso lamentando la pérdida de vidas humanas y la destrucción en Japón (all right), continúa declarando la intención de colaborar con el gobierno japonés (that´s ok) y, de pronto, se olvida de Japón y se pone a hablar de los problemas estadounidenses respecto del petróleo (Oh my gosh!).
El presidente hizo una cuenta muy rápida y significativa: su país produce el 2% del petróleo mundial (lo mismo que hasta hace unas semanas producía Libia) y consume el 25% de la producción global y se han dado cuenta que, si no quieren liquidar en diez años las reservas estratégicas, tienen que hacer algo ayer. No se dice mucho, pero por esas reservas el gobierno norteamericano paga a los petroleros norteamericanos para que NO extraigan todo el petróleo que puedan y se gasta más petróleo en el transporte del petróleo importado. Si esto no es un ejemplo de racionalidad instrumental y de estupidez global, renuncio a todos mis títulos nobiliarios.
Esperen...
Parece que en cualquier momento vuelve a hablar de Japón. Pero no. Se queda debatiendo consigo mismo acerca de las posibilidades de acción de Norteamérica respecto de la dependencia del petróleo: no sabe si se debe reemplazar la fuente de energía por otras renovables (algo muy difícil y caro), asegurar las reservas (algo que intentaron y que es tirar la plata que ya casi no hay), invadir países con petróleo debajo (algo que ya hicieron), proteger a los países productores aliados, y hacerse muy amigos o muy enemigos de todos los que encuentren algo negro debajo de la alfombra, como Brasil.
Permítanme anticipar el resultado de este debate, que sí es materia de sociología: el petróleo es necesario para movilizar al menos el 70% de la economía mundial y por su intermedio el trabajo humano desarrolla la mayor parte de las actividades productivas que terminarán convirtiéndose en mercancías y ganancias. Como consecuencia, terminarán intentando todos los caminos, según las circunstancias.
Se entiende. El presidente de los EUA tiene mucha información que lo asusta en las manos. Esta información no es secreta, no lo asusta que en Wikileaks se haya leído que el embajador en Haití dijera que el ministro de Justicia y Vudú haitiano dijera en mitad de una borrachera que “Con Duvalier estábamos mejor” (esto me lo acabo de inventar... aunque probablemente ocurrió). Lo asusta que con bombos y platillos se han gastado miles de millones de dólares para rescatar entidades financieras sin reiniciar realmente el motor productivo, y viendo que el impacto social en materia de caída y degradación del empleo (y por lo tanto del consumo) recién empieza a mostrar su fea cara, mientras que ha debido ceder y ceder ante las exigencias republicanas de gestión de los impuestos y el gasto público. Ni siquiera lo asusta la cantidad de deuda pública derivada del rescate: China necesita de Estados Unidos como Estados Unidos necesita a China y la deuda está así garantizada por las necesidades de crecimiento monstruosas de China. Anoten esto: en el capitalismo, algunas economías crecen porque no pueden parar, no porque se estén haciendo “bien las cosas”.
Pobre Obama. Tiene cara de cansado. No, de derrotado. La lógica del poder lo aplastó y lo estrujó como a un arándano. Cada vez más la acción política interior y exterior de su gobierno se diferencia menos de la de Bush junior. Me da algo de pena porque Obama no parece tan marmota ni hijo de una playa (tomá, el chiste bilingüe), de modo que debe estar sufriendo más y durmiendo menos. Sabe, entre otras cosas, que el mundo económico se sincroniza a través de los flujos de capitales y de las expectativas interconectadas de todos los grandes mercados. Mira Japón medio hundido, con grandes problemas financieros previos, y sabe que no podrá contar con ese motor durante un tiempo. Europa no ayuda: el viejo continente está intentando, con políticas económicas socialmente regresivas, ganar competitividad, pero en el mediano plazo eso redundará en una caída del consumo interno e igual costará mucho hacer que los niños alemanes trabajen a destajo para fabricar lo mismo que una joven mexicana o un niño indonesio y por el mismo salario.
El ojo desesperado del neo-godzillismo mira al Sur del mundo. Quedan las economías emergentes. Pero las grandes economías emergentes le dan mucho miedo (China, Rusia, India, ahora Brasil) porque comen lo mismo que él, y las pequeñas dan mucha risa. No está clara la posición de poder estadounidense en Sudamérica y su “patio trasero” mexicano es una fuente interminable de malas noticias.
Hace una década los EUA eran la gran superpotencia única. Hoy tienen miedo, justificadamente. No es que tengan grandes enemigos o competidores, sino que el terremoto productivo y el tsunami financiero amenazan la previsibilidad de las inversiones y, si el capital no se siente seguro de encontrar ganancias, teme, se esconde, se aleja, se convierte en oro sólido o en barriles de petróleo, aumentando su precio. Obama sabe bien qué ocurre si el petróleo se encarece más: cae la competitividad de la industria pesada Norteamérica, se detiene la inversión, se degrada el mercado de trabajo, se hunde el consumo.
Después... cosas peores pasarán: aumentará a niveles críticos (una vez más) el precio de los alimentos a nivel mundial. Las secuencias negativas que puede suceder a esta conducta de los precios es casi interminable e impredecible. Estamos lejos de haber superado mundialmente la última crisis de este tipo, y puede empeorar. No es que a los sectores de poder norteamericanos les preocupe el aumento del hambre en el mundo. Les preocupa que unos alimentos caros puedan significar la imposibilidad fáctica de mantener barata la mano de obra. Por eso se enojan tanto con países productores de alimentos como Argentina, cuando las políticas públicas intentan fortalecer el sector industrial en vez de asegurar la productividad creciente en el sector agrícola: el mundo necesita salir de la crisis creando puestos de trabajo baratos, y para eso hacen falta alimentos baratos; el mundo necesita reemplazar el combustible líquido subterráneo por otro barato, y para eso es necesario un bio-diesel barato (que es la mejor alternativa hasta el momento, medioambientalmente tan mala (o casi) como el petróleo). Lástima que ambas cosas sean contradictorias: si se siembra para bio-diesel, se resta terreno para el cultivo de alimentos, y éstos aumentan su precio; si se cultivan más alimentos, el precio del petróleo seguirá alto a largo plazo (largo plazo son de cinco a diez años en esta perspectiva).
Amigo Barack, te quiero decir desde estas líneas que no te preocupes. Nada de esto es culpa tuya y, aunque seas la persona reconocible más poderosa del mundo, no estás en condiciones de hacer gran cosa. Como dice la tortuga de Kung Fu Panda: hay que abandonar la ilusión del control. Hoy no hay contra quien tirar el té al agua, aunque crezca el Tea Party. No importa qué película te contaron: la presidencia del país más poderoso no es el lugar indicado para cambiar el mundo. Ya te diste cuenta, eh. No te sientas tan mal: sos el único presidente de tu país con el cual me sentaría a tomar un té.
¿A quién le hablabas tanto de la cuestión del petróleo? No fue a los asustados japoneses, ni a tus trabajadores que descubren que los pocos derechos sindicales que conservaban (después de décadas de desidia unionista) pueden ser reducidos por ley. Los lobistas pueden seguir actuando como lobos, atacando solos o en manada. Pero los trabajadores deben reunirse sólo para ser rebaño que se conduce hacia la casa de la risa o hacia el matadero, según el día y el humor del empresario. A mí no me hablabas, estoy casi seguro, ni a los defensores de los derechos humanos. Ya sé. Le hablabas a tus propias élites, les decías que, por fin, entendiste sus sutiles señales. Les dijiste: “tranquilos, haremos lo necesario para conservar nuestra supremacía y asegurar sus ganancias, sin importar lo que ocurra con la economía mundial”.
El horror japonés de posguerra tomó la forma de un monstruo gigante que todo lo destruye irracionalmente, llamado Godzilla. Hay que ver que en la última película no arrasó Tokio, sino Nueva York –quitándole el empleo a King Kong, ya que por ser un monstruo del sudeste asiático cobra más barato–, y en su nacimiento no tuvieron la culpa las bombas atómicas americanas, sino las francesas. Pero el problema es que el monstruo devorador de petróleo que es la economía norteamericana, a la que le pisa los talones la segunda economía mundial, China, tiene que seguir comiendo. Eso es lo que le dicen los lobistas a Obama y él responde: “lo haremos”. Y lo intentará y lo hará, o lo hará su sucesor (a los lobistas no le importa quién lo haga ni a quien le cueste). En el camino, los trabajadores norteamericanos perderán sus casas para salvar a los bancos, perderán derechos para salvar al estado, perderán salarios y la salud y el futuro de sus hijos para salvar empresas.
Cruzando el charco, la discusión es vincular salarios con productividad, de tal manera que las Europas retoman las buenas costumbres del trabajo a destajo pero peor: sólo tendrán trabajo si las empresas esperan conseguir ganancias. Si no, quédese en casa esperando el subsidio que muy pronto nadie podrá pagarle. Un fantasma recorre Europa ¿el fantasma del comunismo? ¡No! El fantasma del pesimismo. Las empresas no esperan conseguir grandes ganancias, no saben en qué país explotar a más gente (o ya lo hacen o no los dejan hacerlo, o no están dadas las condiciones para hacerlo: tal vez en un futuro, en los países árabes liberados de las dictaduras que las potencias toleraron y protegieron durante cuarenta años, pero no ahora mismo).
¡Pobre Obama, pobre Europa, pobre Japón, pobre Godzilla que llora lágrimas de petróleo!
Posdata: ¡Qué no, no me fumé nada!¡Nunca fumaría un porro... tan cerca de tanto combustible!