No creo que pueda decirse que soy un campeón de la
legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Ciertamente, como no
creo en la existencia del alma sino en la construcción social y progresiva de
la consciencia, la penalización directa o indirecta del aborto me parece
incorrecta, siendo que no puede calificarse de delito y es restrictiva de las
libertades individuales. Por otra parte, esto no implica falta de respeto por
aquellos que sí parecen creer en la existencia de esa chispa divina que anda
espiritualmente por ahí, sino sólo defender una posición distinta, siempre
discutible, siempre ideológica. También he visto vidas arruinadas por malas decisiones
en este sentido, y no parece que se trate de un método anticonceptivo deseable,
habiendo otros. Tampoco es el mecanismo que elegiría para contener la explosión
demográfica, por otra parte.
Sin embargo, como casi siempre sostengo: ante la duda debe
respetarse el libre albedrío y garantizarse los derechos para ejercerlo. Opino que
el aborto no debe ser penado ni obstruido por mecanismos legales, lo cual
incluye la tarea de la salud pública, que debiera garantizar los medios para
ejercer el libre albedrío en esta materia. En materia de libertades
individuales, brilla por aquí una exhalación de liberalismo que no es, en
realidad, tan sorprendente: nunca he defendido que el estado (ni siquiera en
sus versiones cuasi-socialistas), ese monstruo institucional programado por
protocolos recurrentes e intereses mezquinos, deba intervenir contra la
voluntad de quienes deseen definir su propia vida, trazar sus planes. En todo
caso, si puedo pedirle algo luego de tratarlo de monstruo mezquino, debe
defender los derechos conseguidos por otros, cuando el plan de vida propio los
intervenga y los vulnere.
En este punto el debate por la interrupción voluntaria del
embarazo como figura punible se pone interesante. Porque uno de los hilos
discursivos más frecuentes de quienes sostienen la ilegalidad de esta práctica,
en oposición de la libertad de la mujer para hacer con su cuerpo (y con el
resto de su vida) lo que considere correcto, es precisamente que una parte
damnificada, el nonato considerado como persona jurídica, no tiene “voz” para
pelear por su derecho a la vida. En esta perspectiva, la voz de la mujer que
desea interrumpir el embarazo o la del personal sanitario que vaya a realizar
la tarea, parece alzarse contra la de su vástago que quiere nacer.
Mi vocación sociológica se siente intrigada e irritada por
esta expresión. Es una metáfora, ciertamente, ya que nadie espera que un par de
células, un cigoto, un embrión o un feto “hablen” (la más sólida muestra de que
carecen de contenidos sociales, si bien son indudablemente organismos vivos),
aun cuando encierren un alma por ahí. La cuestión es: ¿Es una metáfora de qué?
La respuesta no es difícil, y permite repensar el tema: En esta estructura de
sentido, “Voz” significa, en realidad, “Poder”.
¿La voz de los que no tiene voz es el poder de los que no
tienen poder, entonces? No totalmente, porque los que no tienen voz no ganan
poder, sino que los que sí lo tienen quieren ejercerlo a través de la metáfora.
Porque la metáfora permite esa transición de sentido: parece que los nonatos
ganan poder cuando otros hablan por ellos, pero eso es imposible: siguen siendo
incapaces de elaborar un discurso propio. Porque yo pudiera hacerles decir (a
su voz imaginaria) otras cosas además de “¡No
me maten!”, cosas muy diferentes, incluso cosas contradictorias. Por
ejemplo, podrían decir: “Tráiganme al
mundo cuando valga la pena, porque estadísticamente va a tocarme una familia
pobre, sin capacidad de acción política para defender sus derechos básicos, sin
perspectivas de ascenso social en un mundo superpoblado y cada vez menos
agradable en cuanto al hábitat se refiere. Mientras tanto, mi alma puede seguir
esperando junto a Dios”. Sí. Cuando uno toma la “voz de los que no tienen
voz” puede hacerles decir lo que uno quiera. Nadie aceptaría un argumento del
tipo: “Mi embrión me pidió que matara a
mi marido, ya que no es su padre” o “Mi
feto quiere más vodka en el desayuno” aunque, a fin de cuentas, nadie está
más cerca que la madre que lo gesta para escuchar lo que el embrión tenga para
decir.
En consecuencia, alzarse con la voz de los que no la tienen
es siempre un interés motivado por un registro ideológico diferente. Lo mismo
ocurre con los intelectuales de izquierda que hablan por los excluidos del
sistema o por los incluidos en él en pésimas condiciones: imprimen a esas
existencias su propia vocación ideológica, su propia representación de los
asuntos de otros. La diferencia aquí es que los que “no tienen voz”
indudablemente deberían tenerla. De hecho, mirando la realidad humana en
términos políticos, la inmensa mayoría de la población mundial carece de voz
propia, sencillamente porque no acceden a una cuota mayor de poder social. Esta
mayoría está vinculada por series de autoridad que la subordinan a los discursos predominantes y,
evidentemente, también a las prácticas
predominantes. Por otra parte, tenemos el reemplazo legitimado de unas voces (centenas
de miles, millones) por otras (unas pocas), en el conocido discurso de la
democracia representativa: “Usted vóteme
y yo hablaré por usted y por otras ciento cuarenta mil personas durante los
próximos dos, tres, cuatro, seis, ocho o nueve años, los que sean”.
La cosa empeora: la mayor parte de los que se alzan con la
voz de los demás son personas con vocación política lo cual, en los sistemas
existentes, equivale a decir que cuentan con una dosis importante de vocación
de poder. Toman la voz de los demás porque quieren oír sonar la propia más
fuerte, pero carecen en general del conocimiento autocrítico mínimo primero,
para reconocer esa situación y, segundo, para construir el poder a través de un
conocimiento más apto para interpelar a la realidad. Por eso creo que el “realismo”
político es una de las más nocivas estructuras ideológicas del presente, quizá
también de todos los tiempos, porque es el realismo de los más ignorantes y de
los más prepotentes a la vez.
Porque el realismo es rendirse a lo “evidente”, a lo “ya
sabido”, al sentido común, a lo inevitable, de tal manera que anula toda salida
creativa, toda perspectiva realmente nueva para la organización de las
sociedades: querríamos ser justos en materia de distribución de la riqueza, nos
dicen, pero debemos ser realistas y obedecer al mercado; querríamos cuidar del
medioambiente, pero debemos ser realistas y sostener el modelo económico;
querríamos profundizar la democracia, pero debemos ser realistas y aceptar la
desigualdad; querríamos desarrollar políticas públicas socialmente progresivas,
pero debemos ser realistas y continuar beneficiando a los más ricos; querríamos
llegar a un acuerdo de paz, pero debemos ser realistas y aceptar que la guerra
es un buen negocio. Esta política realista muestra en realidad (perdón por la
redundancia) el imperio de unos determinados intereses ideológicos, los conservadores,
los que no necesitan que el mundo cambie porque se sienten a gusto en él (y no
tendrían por qué no sentirse a gusto, si su idea de estar en la naturaleza es
pasear por un campo de Golf). Pero esta es una postura que sólo puede
permitirse, tal vez, el uno o el dos por ciento de la población mundial, el
resto pagamos las consecuencias de ese pomposo realismo que es, en realidad,
una muestra de hegemonía ideológico-política.
Sostener la voz de las que no la tienen es, entonces, un
asunto de máxima prioridad, sencillamente porque es un dispositivo discursivo poderoso
para la creación de poder con apariencia de saber. En alguna medida, esta idea
subvierte la lógica de Foucault, en la cual el saber habilita el poder. En vez
de saber-poder, tenemos aquí poder-saber y, por supuesto,
contrapoder-contrasaber. Porque no es solamente que un conocimiento específico
habilite una práctica material o simbólica frente al cuerpo y la mente de
otros, sino que el poder dispone a su vez del discurso del saber según otro
saber, el del interés.
Un ejemplo actual. La troika “sabe” lo que es bueno para el
pueblo griego, el portugués, el irlandés, el español, aunque éstos deban sufrir
horriblemente en la persecución de esos presuntos beneficios futuros, cuando en
realidad es el interés del capitalismo regional el recrear unas condiciones
locales para la reproducción ampliada del capital. Lo mismo nos han dicho
durante un par de milenios sobre nuestra alma inmortal, siempre han sido otros
los que sabían lo que era bueno para ella y para que alcanzase el paraíso,
aunque ninguno de los que decían conocer el camino había estado allí.
Tremenda lección, compañeros (y, especialmente, compañeras).
Que nadie sea nuestra voz ni nuestra palabra, porque es un poder que luego no
podremos recuperar.