“La policía nunca descubrirá que no ha sido
el parabrisas lo que ha cortado la cabeza a Chittum, ¿comprendes? Ha sido la
probabilidad la que ha permitido a tus dientes hacerlo.”
J. Williamson, Darker than you
think
En los textos que publico en este
espacio rara vez me he molestado en distinguir claramente entre ficción y
realidad. La razón es bien simple: la ficción existe, la realidad no. Desde el
momento en que la imaginación sociológica reconoce que “lo real” es un conjunto
de construcciones discursivas articuladas para permitir la supervivencia de
unas determinadas e históricamente contextualizadas relaciones sociales, ni
siquiera el discurso científico escapa a su espesura ideológica, a su densidad
de relato sobre el mundo que, precisamente por ser relato, no es el mundo y no
es, en consecuencia, la realidad. Por el contrario, esta misma reflexión sirve
para (de)mostrar que la ficción es real, pues sin ella no habría posibilidad de
representar la realidad objetiva, aún cuando se considere que ésta última es,
finalmente, incognoscible. Mucho de Kant y Hegel sobrevive en este párrafo,
pero también mucho de Marx.
A pesar de todo ello, la ciencia
insiste en pretender ser discurso sobre la realidad, y por esa razón omite de
manera concienzuda y obsesiva la especulación y la conjetura, excepto en una
notable excepción (debe notarse y anotarse cuantas veces en la historia del
pensamiento humano la excepción lo es prácticamente todo). Esta excepción es la
probabilidad. Reconocemos mecanismos
lógicos para llegar a obtener una probabilidad de algo y hablamos de la realidad probable (un notorio oxímoron)
con completa consciencia de estar haciendo referencia a algo que no existe (que
no podemos probar que existe) pero que es probable
que exista, que haya existido o que vaya a
existir alguna vez, siquiera en su negación. La probabilidad encierra este
divertido contrasentido lógico en materia de ciencia, en especial en las
ciencias naturales, donde se trata la probabilidad con una seriedad
comprensible y alarmante, en la medida en que no se considera que buena parte
de ella consiste en negar la realidad probable, es decir, que al hablar de
probabilidad no sólo hablamos de nuestra ignorancia sobre lo que es, sino
también de nuestro desconocimiento de lo que no es. Decir que es probable que
dios no exista es, considerado como fórmula lógica, tan cierto como decir que
es probable que algo así como dios exista. Es una forma económica (cuando no
escolástica) de decir “No sé, no tengo
elementos teóricos ni empíricos para refutar la tesis opuesta, sólo puedo
aproximar argumentos para consolidar lo que es, en última instancia, una
creencia que sostengo como aproximación, como conjetura, como especulación, en
fin, como probabilidad”.
Personalmente, me encuentro
cómodo con el caos resultante y la incertidumbre, y me entretiene enormemente
que este caos y esa incertidumbre encuentren formas matemáticas y algebraicas
para sostenerse en la realidad. El momento de la relajación llega cuando se
comprende lo que dije al principio: el relato de ficción existe, la realidad
no. La probabilidad sostiene la posibilidad de tomar la mejor decisión posible
incluso ante lo desconocido, sobre todo, reconociendo nuestra profunda e
infatigable ignorancia. ¿Cómo decidir ante lo desconocido? Optando por lo que
consideramos más probable.
La sociología, mi disciplina
favorita, es campeona en el arte de reconocer la probabilidad. A diferencia de
otras disciplinas (y omito puntillosamente la deriva política), no solemos
pretender cambiar (discursivamente) la realidad para comprenderla, tal como se
refleja en la vieja broma de los físicos, al enfrentarse al cálculo del volumen
de una vaca: “Supongamos que la vaca es
esférica y homogénea”. En el terreno de las matemáticas, los fractales
llevaron la sentencia al terreno de lo infinitesimal y no olvidemos que en
términos cuánticos nuestra propia existencia es una probabilidad. Más todavía,
para la sociología, la probabilidad no sólo afecta al presente (se da por
descontado que el futuro es sólo y puro ser probable) sino también al pasado.
No sufrimos tan agudamente el trastorno obsesivo-compulsivo de la historia o la
arqueología de encontrar pruebas documentales para pensar el pasado con
precisión (sólo para que el vecino interprete el mismo hallazgo en sentido
contrario) ni mucho menos sufrimos como la antropología, a quien cada nuevo
hueso o comportamiento observado sacude las bases mismas de la comprensión de
su cosmos. Los sociólogos vivimos alegremente decretando que es probable que el
doctor Pirulo gane las próximas elecciones por un margen del tres por ciento y
también que es probable que las clases medias se representen a sí mismas como
progresistas cuando son (también probablemente) conservadoras y hasta
reaccionarias. También diremos que pertenecer a las clases medias es, antes que
un hecho, apenas una probabilidad.
Atentos a este fenómeno
curiosísimo permítanme defender que este rango de incertidumbre es un síntoma
de nuestra buena salud científica. Cuando no es olvidado y naturalizado, es
decir, cuando el sociólogo olvida expresar claramente que sólo habla de
probabilidades (¡Véase que hilarante es nuestro uso de las estadísticas! ¡No!
¡No controle las “cuentas”! ¡Ríase de la construcción previa!), cuando es
aceptado, el mundo se precipita en la claridad. Usted y yo, mi querido o
querida, somos, sociológicamente, apenas una probabilidad. Puede que nadie lea
nunca este texto además de su autor, puede que sólo lo lea alguien cuando yo
esté muerto y mi nombre olvidado, o le sea atribuido a un amigo que ya no me
habla o a un amante que no he tenido todavía (y que probablemente no tendré).
Sí. Yo era feliz con estas ideas
porque, repito, me siento cómodo con la indeterminación. Sólo que en la
práctica de mi arte sociológica tropecé con una rigurosa verdad probabilística, que puede probarse por medios físicos,
modelarse en forma abstracta y empírica, testearse y falsearse. Me pasó lo más
triste que puede pasarle a un sociólogo: descubrí una certeza y un mecanismo
para probarla. Una vez planteado el problema, la fórmula algebraica que se
aplica para resolverlo es tan sencilla como vergonzosa y no esperen verla
reflejada aquí, sobre todo porque ocupa un capítulo entero de mi tesis
doctoral, la segunda, la que todavía no reescribí ni publiqué. Debido a su
simpleza cubre todas las alternativas posibles y el resultado es siempre el
mismo, es una constante (aunque una constante indeterminada en el tiempo y el
espacio). Una verdad tan consistente
está condenada por fuerza a ser banal, pero debe atenderse que a la ciencia no
le importa que algo sea “evidente”, sino que pueda ser probado. Considerado ese
resultado y la posibilidad de establecer una forma aplicable a cualquier
universo posible en el que aparezca un sistema histórico (y no solamente una
sociedad humana, pues el conjunto debe ser por fuerza mayor al de éstas
formaciones históricas particulares) no he tenido tampoco que utilizar
demasiado la imaginación para encontrarle un nombre con “gancho”: he
descubierto el algoritmo del fin del
mundo. ¿Por qué estoy tan seguro de su eficacia? Porque funciona para dos
supuestos generales contradictorios: si el universo es finito y su energía
total no aumenta el algoritmo predice el fin de la sociedad humana; sí, por el
contrario, los principios validados de la termodinámica son sólo un fenómeno
local, la energía aumenta en algún lugar y de alguna forma y el universo es
infinito, el algoritmo predice también el fin de la sociedad humana. La causa
última es que el sistema histórico sobrevive no sólo evadiendo la entropía
(como hace cualquier ser vivo hasta que fracasa y muere), sino incrementándola
para evadirla y, al incrementarla, modifica su estructura interna para
estabilizarse o para crecer, de tal modo que siempre alcanzará su punto de
desequilibrio, ya sea por exceso de entropía controlable o por exceso de
energía procesable y volverá inviable la comunicación interna que habilita la
adaptación en un contexto que es modificado y que obliga entonces a la
adaptación de la comunicación interna a las nuevas condiciones generadas por
ella misma. El algoritmo predice un numerito negativo para el primer caso (el
colapso implosivo de una masa incontrolable de entropía sin regular al punto en
que las relaciones sociales se vuelven inviables) o positivo (el explosivo
incremento de la masa de energía circulante que no puede ser disipada sin
destruir la comunicación interna ni disminuir sin tener el mismo efecto). La
segunda muerte de la sociedad humana es mucho más interesante y me complace
decir que, de todos los sistemas históricos humanos conocidos que alguna vez
han sido, sólo nuestro amado capitalismo puede conducirnos a ella.
La penita consiste en que su
pregunta primera y lógica, es decir “¿cuándo?”,
no puede ser respondida sino como probabilidad (es probable que “pronto”, en
términos relativos) y la segunda “¿cómo?”...
bueno... no creo que nadie quiera realmente que le arruine la sorpresa. Sólo
voy a dejar una pista: ceteris paribus y
a números de la población humana calculada actualmente, es decir, 7 X 109 personas
(anote) 2,9 X 109. Sin embargo, hay que añadir que, en sociología,
pedir que las restantes condiciones no varíen no se hace, sencillamente porque
es pedir que la vaca sea esférica y homogénea. En consecuencia y, por otra
parte, como suele ocurrir, el algoritmo no permite introducir al mismo tiempo
dos variables definidas, por lo cual la co-variación no modifica el resultado
probabilístico, pues el algoritmo no le refleja: sólo digo que en cualquier
caso el resultado probabilístico es el mismo: la sociedad humana va a
desaparecer por sus propias condiciones de desarrollo interno, que impondrán
tarde o temprano límites a su capacidad interna de regular su régimen
energético.
Marx creyo que con el fin de las
contradicciones de clase las contradicciones estructurales (la tensión
económica entre sectores sociales opuestos, interdependientes y definidos por
el desarrollo de las fuerzas productivas y el tipo de división del trabajo)
cederían paso a una especie de paraíso terrenal comunista. También creyó que
ese día llegaría inevitablemente. Yo amaba ese sueño, lo amaba patéticamente
más de lo que podría amar a una persona. Y voy y estudio para saber en qué nos
equivocamos, a ver qué podíamos hacer para que Marx tuviera razón y estableciéramos
una nueva política hacia el reino de la libertad... y entonces me tropiezo con
el algoritmo del fin del mundo. Es como el teólogo que intenta descubrir cómo
evitar el pecado y llegar al paraíso celestial y encuentra por casualidad la
fórmula que demuestra que dios no existe.
¿Ficción o realidad? A fin de cuentas, no es eso lo que importa. No interesa saber cuándo ni cómo el mundo va a terminar, sino si es posible hacer de la vida humano algo digno de ser experimentado por todos y cada uno de los seres humanos que viven o vivirán. De esta cuestión ética el algoritmo del fin del mundo nada dice. O sí, sí dice algo. No obliga a decir ni a creer que la injusticia, el abuso de poder, la explotación, la expoliación sean eventos inevitables en la vida humana. por el contrario, asegura que, alguna vez, dejarán de existir. Sí es en la experiencia conflictiva de los vivos o en la paz de los muertos, eso es en lo que nos toca intervenir.
Y en todo caso, lo más probable es que esté completamente equivocado.