miércoles, 5 de septiembre de 2012

El algoritmo del fin del mundo


“La policía nunca descubrirá que no ha sido el parabrisas lo que ha cortado la cabeza a Chittum, ¿comprendes? Ha sido la probabilidad la que ha permitido a tus dientes hacerlo.”
J. Williamson, Darker than you think


En los textos que publico en este espacio rara vez me he molestado en distinguir claramente entre ficción y realidad. La razón es bien simple: la ficción existe, la realidad no. Desde el momento en que la imaginación sociológica reconoce que “lo real” es un conjunto de construcciones discursivas articuladas para permitir la supervivencia de unas determinadas e históricamente contextualizadas relaciones sociales, ni siquiera el discurso científico escapa a su espesura ideológica, a su densidad de relato sobre el mundo que, precisamente por ser relato, no es el mundo y no es, en consecuencia, la realidad. Por el contrario, esta misma reflexión sirve para (de)mostrar que la ficción es real, pues sin ella no habría posibilidad de representar la realidad objetiva, aún cuando se considere que ésta última es, finalmente, incognoscible. Mucho de Kant y Hegel sobrevive en este párrafo, pero también mucho de Marx.

A pesar de todo ello, la ciencia insiste en pretender ser discurso sobre la realidad, y por esa razón omite de manera concienzuda y obsesiva la especulación y la conjetura, excepto en una notable excepción (debe notarse y anotarse cuantas veces en la historia del pensamiento humano la excepción lo es prácticamente todo). Esta excepción es la probabilidad. Reconocemos mecanismos lógicos para llegar a obtener una probabilidad de algo y hablamos de la realidad probable (un notorio oxímoron) con completa consciencia de estar haciendo referencia a algo que no existe (que no podemos probar que existe) pero que es probable que exista, que haya existido o que vaya a existir alguna vez, siquiera en su negación. La probabilidad encierra este divertido contrasentido lógico en materia de ciencia, en especial en las ciencias naturales, donde se trata la probabilidad con una seriedad comprensible y alarmante, en la medida en que no se considera que buena parte de ella consiste en negar la realidad probable, es decir, que al hablar de probabilidad no sólo hablamos de nuestra ignorancia sobre lo que es, sino también de nuestro desconocimiento de lo que no es. Decir que es probable que dios no exista es, considerado como fórmula lógica, tan cierto como decir que es probable que algo así como dios exista. Es una forma económica (cuando no escolástica) de decir “No sé, no tengo elementos teóricos ni empíricos para refutar la tesis opuesta, sólo puedo aproximar argumentos para consolidar lo que es, en última instancia, una creencia que sostengo como aproximación, como conjetura, como especulación, en fin, como probabilidad”.

Personalmente, me encuentro cómodo con el caos resultante y la incertidumbre, y me entretiene enormemente que este caos y esa incertidumbre encuentren formas matemáticas y algebraicas para sostenerse en la realidad. El momento de la relajación llega cuando se comprende lo que dije al principio: el relato de ficción existe, la realidad no. La probabilidad sostiene la posibilidad de tomar la mejor decisión posible incluso ante lo desconocido, sobre todo, reconociendo nuestra profunda e infatigable ignorancia. ¿Cómo decidir ante lo desconocido? Optando por lo que consideramos más probable.

La sociología, mi disciplina favorita, es campeona en el arte de reconocer la probabilidad. A diferencia de otras disciplinas (y omito puntillosamente la deriva política), no solemos pretender cambiar (discursivamente) la realidad para comprenderla, tal como se refleja en la vieja broma de los físicos, al enfrentarse al cálculo del volumen de una vaca: “Supongamos que la vaca es esférica y homogénea”. En el terreno de las matemáticas, los fractales llevaron la sentencia al terreno de lo infinitesimal y no olvidemos que en términos cuánticos nuestra propia existencia es una probabilidad. Más todavía, para la sociología, la probabilidad no sólo afecta al presente (se da por descontado que el futuro es sólo y puro ser probable) sino también al pasado. No sufrimos tan agudamente el trastorno obsesivo-compulsivo de la historia o la arqueología de encontrar pruebas documentales para pensar el pasado con precisión (sólo para que el vecino interprete el mismo hallazgo en sentido contrario) ni mucho menos sufrimos como la antropología, a quien cada nuevo hueso o comportamiento observado sacude las bases mismas de la comprensión de su cosmos. Los sociólogos vivimos alegremente decretando que es probable que el doctor Pirulo gane las próximas elecciones por un margen del tres por ciento y también que es probable que las clases medias se representen a sí mismas como progresistas cuando son (también probablemente) conservadoras y hasta reaccionarias. También diremos que pertenecer a las clases medias es, antes que un hecho, apenas una probabilidad.

Atentos a este fenómeno curiosísimo permítanme defender que este rango de incertidumbre es un síntoma de nuestra buena salud científica. Cuando no es olvidado y naturalizado, es decir, cuando el sociólogo olvida expresar claramente que sólo habla de probabilidades (¡Véase que hilarante es nuestro uso de las estadísticas! ¡No! ¡No controle las “cuentas”! ¡Ríase de la construcción previa!), cuando es aceptado, el mundo se precipita en la claridad. Usted y yo, mi querido o querida, somos, sociológicamente, apenas una probabilidad. Puede que nadie lea nunca este texto además de su autor, puede que sólo lo lea alguien cuando yo esté muerto y mi nombre olvidado, o le sea atribuido a un amigo que ya no me habla o a un amante que no he tenido todavía (y que probablemente no tendré).

Sí. Yo era feliz con estas ideas porque, repito, me siento cómodo con la indeterminación. Sólo que en la práctica de mi arte sociológica tropecé con una rigurosa verdad probabilística, que puede probarse por medios físicos, modelarse en forma abstracta y empírica, testearse y falsearse. Me pasó lo más triste que puede pasarle a un sociólogo: descubrí una certeza y un mecanismo para probarla. Una vez planteado el problema, la fórmula algebraica que se aplica para resolverlo es tan sencilla como vergonzosa y no esperen verla reflejada aquí, sobre todo porque ocupa un capítulo entero de mi tesis doctoral, la segunda, la que todavía no reescribí ni publiqué. Debido a su simpleza cubre todas las alternativas posibles y el resultado es siempre el mismo, es una constante (aunque una constante indeterminada en el tiempo y el espacio). Una verdad tan consistente está condenada por fuerza a ser banal, pero debe atenderse que a la ciencia no le importa que algo sea “evidente”, sino que pueda ser probado. Considerado ese resultado y la posibilidad de establecer una forma aplicable a cualquier universo posible en el que aparezca un sistema histórico (y no solamente una sociedad humana, pues el conjunto debe ser por fuerza mayor al de éstas formaciones históricas particulares) no he tenido tampoco que utilizar demasiado la imaginación para encontrarle un nombre con “gancho”: he descubierto el algoritmo del fin del mundo. ¿Por qué estoy tan seguro de su eficacia? Porque funciona para dos supuestos generales contradictorios: si el universo es finito y su energía total no aumenta el algoritmo predice el fin de la sociedad humana; sí, por el contrario, los principios validados de la termodinámica son sólo un fenómeno local, la energía aumenta en algún lugar y de alguna forma y el universo es infinito, el algoritmo predice también el fin de la sociedad humana. La causa última es que el sistema histórico sobrevive no sólo evadiendo la entropía (como hace cualquier ser vivo hasta que fracasa y muere), sino incrementándola para evadirla y, al incrementarla, modifica su estructura interna para estabilizarse o para crecer, de tal modo que siempre alcanzará su punto de desequilibrio, ya sea por exceso de entropía controlable o por exceso de energía procesable y volverá inviable la comunicación interna que habilita la adaptación en un contexto que es modificado y que obliga entonces a la adaptación de la comunicación interna a las nuevas condiciones generadas por ella misma. El algoritmo predice un numerito negativo para el primer caso (el colapso implosivo de una masa incontrolable de entropía sin regular al punto en que las relaciones sociales se vuelven inviables) o positivo (el explosivo incremento de la masa de energía circulante que no puede ser disipada sin destruir la comunicación interna ni disminuir sin tener el mismo efecto). La segunda muerte de la sociedad humana es mucho más interesante y me complace decir que, de todos los sistemas históricos humanos conocidos que alguna vez han sido, sólo nuestro amado capitalismo puede conducirnos a ella.

La penita consiste en que su pregunta primera y lógica, es decir “¿cuándo?”, no puede ser respondida sino como probabilidad (es probable que “pronto”, en términos relativos) y la segunda “¿cómo?”... bueno... no creo que nadie quiera realmente que le arruine la sorpresa. Sólo voy a dejar una pista: ceteris paribus y a números de la población humana calculada actualmente, es decir, 7 X 109 personas (anote) 2,9 X 109. Sin embargo, hay que añadir que, en sociología, pedir que las restantes condiciones no varíen no se hace, sencillamente porque es pedir que la vaca sea esférica y homogénea. En consecuencia y, por otra parte, como suele ocurrir, el algoritmo no permite introducir al mismo tiempo dos variables definidas, por lo cual la co-variación no modifica el resultado probabilístico, pues el algoritmo no le refleja: sólo digo que en cualquier caso el resultado probabilístico es el mismo: la sociedad humana va a desaparecer por sus propias condiciones de desarrollo interno, que impondrán tarde o temprano límites a su capacidad interna de regular su régimen energético.

Marx creyo que con el fin de las contradicciones de clase las contradicciones estructurales (la tensión económica entre sectores sociales opuestos, interdependientes y definidos por el desarrollo de las fuerzas productivas y el tipo de división del trabajo) cederían paso a una especie de paraíso terrenal comunista. También creyó que ese día llegaría inevitablemente. Yo amaba ese sueño, lo amaba patéticamente más de lo que podría amar a una persona. Y voy y estudio para saber en qué nos equivocamos, a ver qué podíamos hacer para que Marx tuviera razón y estableciéramos una nueva política hacia el reino de la libertad... y entonces me tropiezo con el algoritmo del fin del mundo. Es como el teólogo que intenta descubrir cómo evitar el pecado y llegar al paraíso celestial y encuentra por casualidad la fórmula que demuestra que dios no existe. 

¿Ficción o realidad? A fin de cuentas, no es eso lo que importa. No interesa saber cuándo ni cómo el mundo va a terminar, sino si es posible hacer de la vida humano algo digno de ser experimentado por todos y cada uno de los seres humanos que viven o vivirán. De esta cuestión ética el algoritmo del fin del mundo nada dice. O sí, sí dice algo. No obliga a decir ni a creer que la injusticia, el abuso de poder, la explotación, la expoliación sean eventos inevitables en la vida humana. por el contrario, asegura que, alguna vez, dejarán de existir. Sí es en la experiencia conflictiva de los vivos o en la paz de los muertos, eso es en lo que nos toca intervenir.

Y en todo caso, lo más probable es que esté completamente equivocado.