No siento vergüenza alguna en afirmar que la teoría de la evolución de las especies propugnada originalmente por Charles Darwin (hay quien dice incluso que fue su padre el valedor original de la hipótesis de la selección natural del más apto) es una de mis teorías favoritas. La tengo en gran estima porque es solida, elegante, económica y fiable. Sin duda alguna los grandes avances en materia de conocimiento genético, molecular y biológico la han actualizado pero, en lo esencial, sigue siendo el paradigma de evolución biológica dominante y, en este sentido, soy uno del montón de admiradores de este esquema de percepción de la evolución de la vida en la tierra.
Dicho todo eso, tengo que decir que creo profundamente que la teoría de Darwin padece de una ironía trágica muy propia de las ciencias de su época (y de la nuestra): nació para explicar el funcionamiento de algo justo en el momento en que ese “algo” estaba dejando de funcionar según los parámetros de la teoría. Los siguientes párrafos no tienen otro objeto que intentar explicar esta sentencia temeraria.
En el contexto que vamos a describir el “momento” debe ser considerado, en realidad, según escalas antropológicas, y no meramente históricas. Es decir, debemos prepararnos para ver las cosas en rangos muy largos de tiempo, pero también muy acelerados en las últimas etapas de desarrollo.
Podemos plantear la cuestión de la siguiente manera: la teoría evolucionista de las especies expresa aproximadamente que en la competencia por seguir existiendo sobreviven aquellas especies cuyo desarrollo previo las hagan más adaptables a eventuales cambios en el entorno y más aptas para competir con otras especies en la lucha por la vida. La razón de esto es que cada especie, considerada como la agregación de sujetos que comparten similares determinaciones biológicas y formas de supervivencia, tiene una determinada serie de condiciones que la hacen apta para la vida, que consiste en la lucha entre sistemas biológicos (cada animalito o conjunto de animalitos –o plantitas u honguitos– frente a otros) instalados en un sistema general que no es biológico (cada animalito o conjunto de animalitos –o plantitas u honguitos– frente a un espacio geográfico-climático del planeta). La construcción que determina la composición de sistemas biológicos y topográficos que enfrenta una especie es lo que se suele denominar hábitat, que es el espacio en el cual se desarrolla la competencia por la supervivencia.
Hoy sabemos que la duplicación imperfecta de la información genética de generación en generación durante el proceso reproductivo de cada especie provoca la aparición de un número indeterminado de mutaciones en el resultado final. Muchas de estas mutaciones son inocuas, pero otras pueden provocar una gradual incapacidad adaptativa de la especie y otras, por el contrario, puede permitir la adaptación ante eventuales cambios en el hábitat. Los cambios sobrevivientes considerados como sucesión y medidos en largas escalas de tiempo es lo que se llama “evolución” de una especie, y depende fundamentalmente del azaroso ciclo de continuidades y cambios en el hábitat, sea en el entorno climático y topográfico, sea en las especies competidoras. Lógicamente, los largos plazos de la evolución permiten anotar regularidades en la “competencia” que pueden inducir a pensar en un plan racional: al león le crecen dientes más largos, las gacelas se hacen más rápidas, los guepardos se hacen más rápidos todavía, los ñus desarrollan cuernos más largos, los leones aprenden a reconocer presas débiles, aumenta la natalidad de las gacelas y este tipo de secuencias que son frecuentes en los “relatos” de la evolución, pero que tienen como arquitecto principal al humilde azar.
Hay especies que presentan un esquema corporal y reproductivo tan simple que no han cambiado mucho desde su aparición, otro tienen un esquema tan eficiente que tampoco cambian demasiado; algunos desarrollos alcanzan el absurdo y la ironía, abundan los errores que sobreviven y aparentes éxitos que conllevan la extinción. Por eso no se trata de la supervivencia del más fuerte, sino tan solo del más afortunado o, en la jerga aceptada, del más apto. En muchas ocasiones no se trata de que los individuos sobrevivan, sino de que una condición de la especie la convierta en una competidora formidable en tanto especie.
Este paradigma, considerado de manera general, es apropiado e infalible en el larguísimo período que abarca desde la aparición de las formas más elementales de materia orgánica auto-reproducible hasta “casi” el momento presente.
¿Por qué “casi” hasta el momento presente? De hecho, puede decirse, la tesis es muy apropiada en el momento presente. Probablemente estoy equivocado, pero permítanme insistir un poco con algo que me molesta, y que convierte a la certidumbre de la teoría de evolución de las especies en una “casi” certidumbre.
Por un lado, puede decirse que incluso considerando la capacidad de las sociedades humanas para transformar su propio hábitat a través del aprendizaje cultural y simbólico (es decir, un mecanismo de transformación de los medios adaptativos de la especie que no depende de cambios fortuitos en la información genética de los individuos que componen la especie) para las especies en general esto no constituye sino un cambio en el entorno en el que viven, pues la naturaleza alterada por la cultura humana sigue siendo hábitat. En este sentido, no importa cuanto cambiemos el planeta, la ley de supervivencia del más apto se mantendrá vigente. También podría decirse que el espacio ocupado por la cultura humana es ínfimo en relación con la historia de la vida en el planeta, que los reyes de la vida siguen siendo los insectos, los moluscos, las bacterias y los seres unicelulares o proto-celulares.
Con todo respeto, creo que esto es hacer un poquito de trampa. Porque el factor humano (llamado “efecto antrópico”) no sigue las reglas de juego tradicionales en la lucha por la vida. La razón de esta afirmación es que la sociedad humana no constituye un caso típico de relación entre sistemas en conflicto. No solamente altera su entorno en su funcionamiento, introduciendo en este entorno el caos resultante de mantener su propia organización interna (y con ella la organización de muchos individuos que la componen y la mantienen activa). No. La sociedad humana y la cultura que ella implica alteran el orden externo, pero también crean un nuevo orden en muchas ocasiones.
Por supuesto, las reglas de la termodinámica no pueden ser violadas sin más: tarde o temprano el desorden reaparece, y en gran cantidad, y por ello toda mi prédica sociológica de los últimos cinco años se ha centrado en comprender el papel que juega la entropía en los sistemas sociales y sus alrededores. Sin embargo, no deja de ser aparentemente cierto que la sociedad humana en su funcionamiento cultural reordena espacios del medio ambiente y lo “libera” del azar especulativo de la competencia entre especies, a la vez que reintroduce el desorden en otros hábitats.
Tampoco debo ocultar que el tema es espinoso: yo mismo suelo utilizar en mis clases una analogía algo inválida: que la cultura (y no la inteligencia, que es una derivación de la cultura) es el mecanismo adaptativo particular del que dispone el ser humano. El aprendizaje no-inherente de un conjunto masivo de informaciones dispersas de manera irregular pero coordinada en el cuerpo social (por medio de la división del trabajo, que es también división de la socialización y de la integración social, y de las relaciones de autoridad) ha resultado una herramienta de ofensiva biológica impresionante: no sólo promueve la multiplicación de los individuos de la especie, sino que multiplica las armas de defensa y de ataque (incluso contra enemigos biológicos indetectables por los sentidos humanos) y prolonga la vida media y la vida útil de los individuos humanos. Pero no por ello es una herramienta infalible de supervivencia a largo plazo. Por el contrario, como ocurrió con el gigantismo de algunos dinosaurios, es un mecanismo que puede volverse en contra muy abruptamente y precipitar un eventual colapso a niveles de extinción.
No obstante, en el trayecto que va desde la aparición de la cultura humana más reconocible (la agricultura, por ejemplo, no representaba un evento sustancial hasta hace doce o trece mil años apenas, un tiempo escaso en términos biológicos de competencia entre especies) han ocurrido cosas muy interesantes en términos de “problemas” para la evolución natural. Fundamentalmente, los últimos doscientos años (y contando) han sido tremendamente entretenidos para una crítica de esta perspectiva.
Veamos este ejemplo: la agricultura altera el hábitat de diversas especies en muchos sentidos, que enumeraré sin agotarlos y al azar. Provoca cambios topográficos por deforestación, por riego, por uso del terreno, por el trabajo de erado, siembra, cuidado y recolección y por el transporte del producto. Induce la selección de unas especies vegetales (e incluso de subespecies) según la preferencia de los agricultores, lo cual altera la libre reproducción de esas especies vegetales y sus competidoras y cambia radicalmente el hábitat de animales, plantas y hongos circundantes, en algunos casos de manera deliberada y en otras de manera fortuita.
La ganadería (y la apicultura) es todavía más directa en cuanto a sus efectos, aunque no necesariamente es más importante en cuanto a su impacto total agregado: directamente incrementa la expectativa de vida de algunas especies y extermina a sus competidores y a sus depredadores no-humanos. Se promueve la supervivencia por cría de vacas, ovejas, caballos, cerdos, gallinas y pavos, por ejemplo, y se elimina a zorros, lobos, perros y gatos salvajes, especies de herbívoros no explotadas. Más aun, se selecciona a las especies “ganadoras” según sus utilidades para el ser humano, y no según sus condiciones para luchar libremente por la supervivencia.
El efecto es particularmente evidente en las especies depredadoras competidoras con las culturas humanas. En las últimas fases de la “prehistoria” (digamos: durante el neolítico superior) los osos, los grandes felinos, los restos de los grandes lagartos, los elefantes, los rinocerontes, los hipopótamos, los jabalíes, los grandes simios y los cánidos sociales (lobos y perros salvajes, por ejemplo) eran “reyes” en sus respectivos hábitats, mientras que hoy sobreviven por caridad, porque la cultura humana aprecia en alguna medida su belleza, aunque ya no les guarde miedo ni respeto en líneas generales. Son dioses caídos de los cuales guardamos imágenes vivientes, con fines decorativos.
Las capacidades tecnológicas crecientes han permitido a las culturas humanas colonizar espacios antes inaccesibles: ballenas, cachalotes, peces y otras especies marinas están pagando el precio mientras que otras, oportunistas, comienzan a medrar. Afortunadamente dos tercios del planeta están cubiertos por agua salada; de otra forma, los cambios serían ya más notables, y más rápidos. Otras explotaciones alteran otros ecosistemas: la deforestación aniquila especies animales, junto con los árboles y, aunque la tierra no quede muerta, la biodiversidad se empobrece. Las represas inundan zonas secas y la mala agricultura deseca zonas húmedas: en conjunto, el efecto antrópico debilita los ecosistemas basados en el agua dulce, simplemente porque consume unas cantidades increíbles de este elemento central en la vida terrestre: muchas especies sufren porque su acceso al agua potable se vuelve más incierto y más peligroso.
Desde hace unos seis o siete mil años las culturas humanas han empezado a devorarse entre sí, y casi siempre ha sobrevivido en la lucha aquella capaz de movilizar mayor cantidad de recursos y, con ellos, de alterar de manera más profunda y rápida el medio ambiente disponible. Al mismo tiempo, estas victorias encerraban una gran derrota, porque las grandes sociedades, al consumir rápidamente muchos recursos que no siempre podían reemplazar fácilmente, sufrieron en muchas oportunidades un colapso derivado de no ser ya capaces de sustentarse.
Y todo esto sin citar todavía el uso de la maquinaria agrícola que requiere para funcionar de ingentes cantidades de hidrocarburos, de los agroquímicos, de las alteraciones derivadas de la selección antrópica de especies domesticadas, sin que ello suponga la elección de características más compatibles con la lucha por la vida en condiciones “naturales” de competencia. Últimamente, la ingeniería genética y otros conocimientos aplicados han comenzado a introducir cambios mayores: híbridos estériles, vegetales y frutos con ventajas aparentes en tamaño, forma y color pero empobrecidos en contenido, semillas suicidas, aves sin plumas y otras fantásticas innovaciones que no dejan de integrarse de grandes dosis de ingenio y de resultados aberrantes.
En el radio de alcance de la acción cultural humana al menos, la naturaleza ya no se rige exclusivamente por la ley de supervivencia del más apto, sino que se impone la excepción: la regla de supervivencia del más adaptado al ambiente artificial humano, en el cual el conocimiento y el trabajo humano son agentes principales, aunque los componentes básicos de la vida sean los mismos y las energías básicas sean idénticas.
La ironía trágica consiste en que Darwin publicó su trabajo en el contexto de una sociedad que en sus estructuras básicas es la que actualmente predomina en la humanidad, pues el capitalismo como forma societaria ha crecido y ha engullido o asimilado a todas las demás grandes formas de asociación y, no por casualidad, se trata de la forma social que promueve más ampliamente el impacto del efecto antrópico sobre las condiciones y hábitats no-humanos. Es inútil decir ahora que el socialismo de estado también promovía este desarrollo porque en una perspectiva amplia no resultó más que una forma indirecta de ampliar las esferas de acción de sociedades basadas en la continua expansión de la división del trabajo y del consumo.
Durante varios milenios diversos factores mantuvieron relativamente estable a la población humana mundial, que era aproximadamente una octava parte de la actual. No sé cuanto habrá crecido respecto de la población de Homo Sapiens de hace cien mil años, pero hemos alcanzado cifras de humanos y de calorías consumidas de promedio por cada humano viviente que no pueden considerarse una pequeña excepción en las reglas de la evolución natural.
Para muchas especies (y cuanto más próximas a nosotros están, más amenazadas se encuentran) esta expansión humana ha resultado ya fatal y esa fatalidad será definitiva mientras los laboratorios genéticos no las resuciten.
Otra diferencia: en la tesis de Darwin no existe posibilidad alguna de intervenir en el proceso de manera racional, pues la selección natural es fortuita y arbitraria. En cambio, aunque no sea mucho, algo puede hacer la cultura humana para comprender, interpretar y, en ciertos casos, revertir una situación en términos de calidad del hábitat. No soy optimista, pero tampoco tan pesimista: considero improbable que la humanidad extinga toda la vida del planeta antes de que sus grandes sociedades se auto-aniquilen y lo que sobreviva a nuestra jornada de especie cultural no carecerá de su propia belleza. A fin de cuentas, un tigre es más hermoso que una medusa sólo en términos subjetivos.
Sí estas opiniones causan alguna molestia a biólogos o afines excesivamente convencidos de la superioridad de Darwin, sólo puedo repetir mi admiración por el cambio de paradigma introducido por él y declarar que mucho más daño ha hecho el darwinismo social, esa metáfora simplista en donde la sociedad replicaría los hábitats animales y representaría un campo de batalla para diversas subespecies humanas. Sé que estoy amonestando mis propios pedidos de disculpa, pero sólo se trata de aclarar que no estoy intentando trasponer las ideas de uno a otro campo científico, sino re-disponer los conocimientos a mano para comprender fenómenos de gran escala y enorme impacto, que al mismo tiempo gozan de nula apreciación por parte de muchos expertos en el arte sombrío del conocimiento social.
Nota teológica fantástica y un poco terrorífica
La teoría opuesta al evolucionismo es el creacionismo, según el cual, en términos generales, las especies fueron creadas tal como son, todas a la vez y al servicio de la humanidad. En última instancia creacionismo y evolucionismo no son incompatibles: basta con postular que dios (masculino o femenino, singular o plural, concreto o abstracto) creó los gérmenes de la vida y guió la lucha por la misma según un plan maestro que parece fortuito sólo porque no lo conocemos y en cual los seres humanos ocuparíamos el lugar que merecemos. ¿Cuál es ese lugar? Mera especulación nos guiaría: aparecimos como seres culturales y como tales vamos cambiando la cara del mundo, creando un mundo futuro del cual nada sabemos, ni siquiera si estamos destinados a ser parte de él, aunque sí fuimos creados para la soberanía supondríamos que sí, que allí tendremos nuestro lugar. Pero, ¿qué condiciones tendrá ese mundo? ¿Será creado según las normas éticas, morales y estéticas de quién? No puede negarse que, aun en su estado actual, la lucha por la vida suele ser tremendamente cruel y completamente despiadada y que la vida cultural sólo parcialmente ha mejorada dicha sustancia. Me cuesta pensar que esa crueldad ha sido motivada sólo por el pecado del hombre y que el león y el buitre eran vegetarianos antes que el affaire de la fruta prohibida los destinara a la sangre y la carroña. Me hace pensar en la clase de juegos perversos que disfrutan los dioses. Quizá para ellos (sin importar su género y su número) el mundo es una inmensa riña de gallos, de perros, de hombres, y que esa guerra permanente que es la evolución sea su entretenimiento.
No. Realmente eso me parece absurdo. Menos ridículo me parece creer en una serie de fenómenos fortuitos que, eventualmente, nuestra racionalidad social alcanza a interpretar con el lenguaje científico, y en donde eventualmente podemos operar según nuestros valores éticos, morales y estéticos. Por otra parte, no me seduce la idea de un mundo poblado por zombis de innumerables animales y plantas, modificados para persistir en la existencia interminable de un nuevo y macabro jardín del Edén en donde las Evas y los Adanes futuros reinen hasta que el sol se extinga. A ese paraíso de muertos vivientes no me inviten tampoco.