La deuda pública constituye un problema político probablemente desde que existen los estados complejos. Con esto me refiero a una tensión que existe entre dos aspectos económicos muy importantes: la producción de bienes y servicios y la gestión de su distribución. Tan habituados estamos a pensar la economía como algo basado en la circulación de dinero que con idéntica frecuencia tendemos a olvidar que el dinero es sólo una representación convencional de la posición social que ocupan las capacidades relativas de determinación política. Es decir: el dinero no posee valor real en sí mismo, sino que es una representación de la propiedad, que es, a su vez, una representación del poder relativo de los actores sociales para decidir sobre factores tan determinante como son la producción y la distribución de bienes y servicios.
El actor, particular o colectivo, que “posee” dinero (un dinero cuya capacidad de representación está siempre avalada por el estado y su capacidad coactiva, sin embargo) es capaz de decidir qué y cómo se produce y qué y cómo se distribuye la riqueza social. La posibilidad de decidir qué mercancía se compra para consumo particular (que en la vida cotidiana es la forma más usual de ver e interpretar el dinero para la mayor parte de la gente) es sólo una consecuencia subsidiaria de la necesidad de este medio representativo y convencional en el contexto de sociedades complejas, en las cuales las relaciones sociales, y en particular las económicas, están muy mediatizadas y distanciadas entre sí para reproducir la sociedad de una forma más mecánica y directa, por lo cual el dinero es uno de los hechos sociales que con mayor fuerza destacan el estado de desarrollo de la solidaridad orgánica en una sociedad determinada.
Considerando el volumen de las sociedades capitalistas (y del capitalismo global en su conjunto) no puede extrañar que casi todo lo que ocurre sea medido y considerado en términos de dinero, pues suele ser el único parámetro viable para interpretar el estado de las relaciones entre personas, organizaciones, estados u organismos internacionales, por ejemplo. Quién lo tiene, a quién pertenece, quién le debe dinero a quién, son las principales vías para captar el estado de una situación determinada en términos de economía de escala (y también privada).
Hace ya casi un siglo y medio Karl Marx advirtió del carácter fetichista del dinero, pues el fetiche que oculta es el elemento que impide apreciar las relaciones sociales realmente implicadas en la producción y en la distribución, siempre mediadas por la propiedad de “capital” que es, en última instancia, representación del trabajo social acumulado en determinados factores de producción o bienes y servicios de consumo. Mi abuelo lo resumía con una de sus clásicas muestras de perspicacia sociológica: “Donde existe el dinero, no pueden existir ateos”. Varios siglos antes, el lúcido, terrible (y reaccionario) Francisco de Quevedo y Villegas mostraba patentemente esta inversión de la realidad que da al dinero esa apariencia antropomórfica en cuanto a su capacidad de decisión, en una etapa temprana del capitalismo, como era el siglo XVII: “Madre, yo al oro me humillo / él es mi amante y mi amado /pues de puro enamorado / anda continuo amarillo. /Que por doblón o sencillo / hace todo cuanto quiero: / Poderoso caballero / es don Dinero”. Lo que se oculta detrás de estos versos es que el “Poderoso caballero” no es el dinero en sí mismo, sino quien lo posee como capital y es capaz de alterar el estado de las relaciones sociales existentes simplemente orientando la distribución de este capital. El dinero que se transfiere no sólo adquiere factores de producción, activa el proceso de incorporación de trabajo humano como valor agregado y distribuye el producto en los mercados; también puede desviar o comprar decisiones políticas, legislativas y judiciales de todo nivel (sin excluir las sindicales), puede interferir simbólicamente a través de la publicidad y la propaganda, puede adquirir servicios de presión política, individual y coactiva. Por eso sostengo que la propiedad del dinero es, antes que nada, una representación de la distribución real de la capacidad política, que redunda en una distribución de la capacidad económica.
Este es el espacio, en realidad, en el que existe auténticamente una economía política (cuya crítica y análisis es subtítulo y “espíritu” de “El capital” de Marx). En consecuencia, el análisis de la relación entre el estado y el dinero (si lo posee, si le pertenece, si lo debe a alguien) es también una cuestión central, pero muy problemática. Porque el estado no es un actor cualquiera en términos de la política económica.
En primer lugar, es el garante último de la validez del dinero como representante del valor. Todo poseedor privado de dinero depende, en última instancia, de que el estado convalide jurídicamente la representación dineraria. No obstante, la globalización económica ha cambiado los parámetros de esta validación, pues casi todos los estados validan no sólo sus propias monedas, sino la de terceros países o regiones (en los niveles menos complejos de interacción económica) y son prestamistas o deudores de organizaciones complejas que no funcionan con una única referencia dineraria, sino en relación con “canastas” que incluyen valores relativos de otros elementos que adquieren valor dinerario (el oro, el petróleo, la estimación del valor de las empresas de un determinado país). Sin estados que convaliden esta validez (de la que depende a su vez su propio funcionamiento) la estructura financiera colapsaría casi de inmediato.
En segundo lugar, el estado es uno de los principales agentes de distribución en muchas áreas y regiones del capitalismo global, y consume recursos indispensables para la regulación de las relaciones sociales de todo tipo cuya función no puede ser reemplazada totalmente por mecanismos de inversión privada, sea porque no son interesantes como mecanismo de reproducción ampliada del capital, sea porque es socialmente inadmisible (en términos de la imposibilidad de que exista una regulación adecuada) que partes privadas administren determinadas áreas y recursos.
En tercer lugar, el estado es el ámbito de protección y regulación del sistema contra sus propias tendencias destructivas. Sin un estado que contenga la acumulación excesiva, el capital tiende a destruir rápidamente su propio sustrato de producción de valor aniquilando al productor como consumidor en virtud de la explotación excesiva. ¡Sorpresa! La normativa laboral no sólo protege al trabajador de la codicia del capitalista, también protege al capitalista de su propia codicia, estimulada por la competencia.
Además de estos espacios de relación particular entre el dinero como forma del valor y el estado, el estado en sí mismo constituye una excepción en el contexto de las relaciones sociales, porque se articula como único poseedor de la fuerza coactiva legítima... excepto cuando el propio dinero es utilizado como fuerza coactiva. Un estado endeudado puede ser manipulado políticamente para la defensa de intereses particulares, puede ser cooptado, puede ser anulado o incapacitado para que deje de responder a ciertas necesidades de regulación.
En la década del noventa del siglo pasado, luego del proceso híper-inflacionario (que justamente refleja la desconfianza de los poseedores de capital en cuanto a la capacidad del estado de sostener el valor del dinero como representante de la riqueza social) la Argentina (como muchos otros países) experimentó un fuerte retroceso del estado como regulador de las tensiones sociales, precisamente porque el endeudamiento permitía a diferentes intereses imponer al estado condiciones para su funcionamiento. El estado estaba en quiebra, no tenía dinero propio, sino que lo tomaba prestado y esta situación daba al prestamista poder político. Por supuesto, el estado tenía una fuente de sustentación básica, que es la exacción impositiva.
Los impuestos representan recursos privados que pasan al estado no sólo por la capacidad coactiva que éste concentra, sino porque librados a sí mismos no contienen todas las tensiones sociales necesarias para mantener el funcionamiento de la vida social y asegurar (en su mayor parte) la supervivencia individual. La sensación subjetiva de que el estado “quita” el dinero a los contribuyentes es tanto una imposición ideológica como una observación práctica, porque puede significar la queja de los sectores que concentran el capital, que se proyecta ideológicamente a los sectores subordinados, al mismo tiempo que una constatación del mal (e incluso criminal) uso público de esos recursos.
La ausencia de dinero público genera dos consecuencias apreciables: por un lado, el estado pierde capacidad de desarrollar políticas públicas de desarrollo social, producción y distribución; por otro lado, el estado pierde control sobre la agenda de prioridades de la acción pública. Es por esta razón que, en momentos de mayor crisis, el estado se ve obligado a salvar bancos antes que atender a las necesidades alimentarias de la población. La agenda pública, en momentos de crisis fiscal, escapa de las manos de los políticos que controlan la gestión pública y recae en los poseedores de capital. Como una crisis económica tiende a reducir también la capacidad de conseguir dinero por vía impositiva y reduce el valor total del dinero (porque se reduce el valor agregado de la economía a la que este dinero hace referencia) el terror de las clases poseedoras de capital (y sus administradores, consultores, asesores –que viven del resultado de la ganancia, etc.) es que el estado fije en ellas sus objetivos de sustentación: no hay medio que se ahorren para impedir esto, es cuestión de vida o muerte que el estado resuelva sus problemas financieros sin disminuir la riqueza concentrada en el capital privado. Lógicamente, la mejor defensa suele ser un buen ataque, y la financiación privada de la política, tanto legal como ilegal, suele asegurar la existencia de un sector político ya previamente cooptado, concientizado de la necesidad de resolver los problemas fiscales de otra manera. Por esta razón, en Europa y los EUA también los estados y los organismos internacionales promueven políticas públicas basadas en el ajuste fiscal y la reducción de la intervención pública en la economía. Se trata de estrategias que, ya lo he dicho, pueden fracasar en cuanto a la solución de la crisis como problema social, pero que suelen también triunfar en el aspecto de defender a los grandes poseedores de capital.
La amenaza de la deuda pública es interpretada siempre como amenaza para la acumulación y reproducción ampliada de capital y la amenaza, mucho más concreta, que representa para las condiciones de vida de la inmensa mayoría de la población termina siendo algo secundario, que se gestiona mediante el abandono y, en caso de ser necesario, la represión.
Por todo esto no es extraño que la derecha europea y norteamericana pretenda alterar las constituciones para que los estados no puedan endeudarse: temen que los estados no puedan responder y su precioso dinero (invertido en la gestión pública de manera usuraria) pierda valor y capacidad de ampliarse. La mala prensa que tiene el concepto de déficit fiscal confunde el funcionamiento del estado con el de una empresa privada, precisamente porque impide apreciar que la “deuda” es, en realidad, una transferencia de riqueza que en ocasiones es necesaria para regular el funcionamiento del sistema.
Sin embargo, fortalecer a nivel constitucional el interés de las clases poseedoras de capital, restringiendo en el espacio más protegido el endeudamiento público, puede ser un arma de doble filo: si bien puede evitarse el riesgo de quiebra (default) de los estados, también terminaría por volverlos incapaces de responder a las tensiones sociales generadas por la crisis, de tal manera que la única respuesta remanente sería una extremada extensión de la violencia en las relaciones sociales. En Latinoamérica la hemos pasado muy mal con los resultados de esta política económica y la resistencia suele ser la única opción.
No he hablado aquí del estado como espacio democrático y popular para la gestión de la riqueza pública: no es casualidad.