En este cinco de octubre lluvioso de Buenos Aires he recibido la noticia de la muerte de Joaquín Herrera Flores. La mayor parte de la humanidad no lo conoce, como ocurre con la vida de casi todos nosotros. Fue profesor y filósofo y narrador de buenas historias y un ser entrañable y capaz de brindarse a los demás con verdadero amor, porque no rehuía el desprecio y hasta el odio por aquellas acciones que merecen ser repudiadas y combatidas sí se quiere mejorar la vida humana. Y él quería.
Tan cargado de proyectos estaba que a su muerte deja la sensación de haber hecho mucho, pero también de haber dejado mucho por hacer. Como todas las muertes, la de Joaquín impacta de manera diferente en cada uno de quienes lo conocimos: a algunos les causa indescriptible dolor; a algunos, pena; a mí, a mí me empuja a escribir estas palabras. No me cuesta nada recordar su impronta, su calidez, incluso su rostro me resulta todavía conocido. Pero sé que con el tiempo incluso lo que nos es querido se va borrando, empujado por las urgencias cotidianas, amontonadas sin orden, por la degradación de la memoria, por el carácter inhumano de nuestras propias horas humanas.
Joaquín conocía muchas de las amenazas que rodean lo humano, pero no sé si comprendía como yo sus circunstancias, lo más elemental en términos filosóficos: esto de ser humanos y existir y ser y perdurar es algo que en general no hablamos ni siquiera con aquellos que tenemos más cerca. O tal vez lo hablamos y discutimos en horas olvidadas de la infancia o de la juventud y recibimos respuestas inexactas porque no somos capaces de comprenderlas y porque aquellos que nos transmiten su sabiduría al respecto no desean enfrentarse a estos enigmas y transferirnos sus preocupaciones.
En una ocasión visité su casa-biblioteca en Sevilla y le entregué un mínimo presente: era una mano de arcilla, no recuerdo el diseño de la palma, en el dorso inscribí un deseo: que le fuera concedida la curación de su mal. Aunque lo sabíamos incurable, queríamos igual que sanara. Ahora pienso en lo hecho y me interpelo: “¿Qué fuimos los demás para él?” y entiendo que, ahora que no está, somos un poco menos, que somos algo menos cada vez que dejamos de pensar en los valiosos otros (porque no podemos, porque nuestras capacidades humanas son valiosas, pero siempre enormemente limitadas).
La ausencia de Joaquín, que lo reintegra un poco más en mi memoria, al menos en esta hora, nos resta, sin embargo, algo irrecuperable de nosotros mismos. Y es triste que sea nada menos que la muerte lo que nos empuja a recordarlo. Aunque estoy disminuido, Joaquín, en este momento en el que tu ausencia te hace tan presente, me despido de ti como un amigo y te agradezco la riqueza humana que sembraste en el mundo.