“What a delightful, lazy, languid time we had whilst we were thus
gliding along! There was nothing to be done; a circumstance that happily suited
our disinclination to do anything”.
Herman Melville, Typee (1846)
Sí algo sé, en el contexto de la historia que voy a narrar a
continuación, es que Aulio Menecio Agripa no sabía cuánta razón tenía al decir,
por la boca de su Pompeyo, que sus
mayores éxitos serían sus grandes derrotas.
Con su estilo preciso y satírico, tan alejado de Virgilio como de
Tito Livio, intentó revisitar su presente sin pretender vergonzosamente lamer
las plantas de Augusto. Menecio fue uno de los pocos ciudadanos romanos que se
opuso a viva voz y en presencia del césar Octaviano a la concesión del divino
título, descortesía que fue pagada con una inextinguible amistad pese a la
aparente indiferencia oficial, resultado de la razón de estado que convertía al
mandatario en autócrata. A través del tardío y forzoso matrimonio con Ulpiano
Nero, Augusto sostuvo en forma vitalicia a la viuda de Menecio y dos décadas
después Tiberio intentó ya sin ambages reponer sus obrasen Roma, sin lograr siquiera
una mediana repercusión pública.
A pesar de estos favores imperiales tanto los dramas “Pompeyo”, “César en las Galias” y “Antonio”
como los largos poemas épicos (que no se conservan sino por referencias de
Cretonio Manso, según Owens) sobre las guerras de Julio César y las Guerras Civiles
pasaron desapercibidos o, mejor dicho, fueron despreciados por los auditorios
de medio imperio.
Las causas de estos fracasos no deberían ser misteriosas. Entonces,
como hoy, el público era supersticioso por transferencia neurótica –lo que en
el pensamiento antiguo se interpretaba como magia simpática- y prefería que la
tragedia se resolviera en el pasado o en la distancia, y no en el
espacio-tiempo presente. Las obras de Menecio no dejaban de ser entretenidas,
pero eran invariablemente admonitorias e infaustas y, de hecho, resultaban
sumamente atemorizantes porque daban a entender con excesiva claridad y crudeza
que el drama era real, que era forma de realidad, que impregnaba
inevitablemente la realidad cotidiana que los artistas exitosos proponen con
frecuencia evadir.
El fracaso en los grandes escenarios empujó a su Pompeyo, al igual que al héroe epónimo,
hacia las ciudades orientales del Imperio.En una de ellas se archivó y fue
redescubierta mil novecientos años más tarde por Henriette Christiensen (notable
historiadora danesa que acabó con sus días en la pequeña biblioteca del
manicomio de Nordsgadstaät en 1928) mientras corría la primera guerra mundial y
ella buceaba en Alepo en busca de la genealogía perdida de la familia de David,
que ella creía vinculada a los exilarcas sirios del clan Bar-Nathan.
Christiensen probó al menos que la influencia de dicho clan se extendió desde
el reinado de Artajerjes Aqueménida hasta el califato de
Abdelrahmán III. Lo menciono por la tangible coincidencia de la decadencia: la
familia de mi madre es, también, Barnatán.
Pero Menecio amaba a su emperador y a la alta idea de Roma como
patria de la civilización, y escribía pensando en ellos. Porque nunca, ni ante
las puertas de la muerte en el ostracismo y la ruina pública, dejó de
considerarse a su servicio. Cuando quedó incapacitado para combatir por causa
de una herida en el muslo que un berserk de
Arminio le infirió con su azagaya durante la ofensiva del año 17 a.e.c. se
dedicó a esta otra pasión de la dramaturgia y la poética. Con sorna y
admiración escribió Tiberio en su panegírico (Livia le prohibió asistirlo en
vida, pero Tiberio la desobedeció ante la muerte de su viejo camarada de armas)
que Menecio Agripa era igual en el arte que en la guerra: nunca sabía cuándo
retirarse. Habían combatido juntos en el sitio de Oblaga (Aelia Ferracum) que
terminó curiosamente en una amplia batalla campal (hay pormenores en las
zalameras Crónicas de Cánico Secundus).
Tiberio tuvo que arrastrar a Menecio y su cohorte fuera del campo para que no
obstruyera la carga decisiva de la decimoquinta legión, de modo que no hablaba
solo en sentido figurado. Más de dos meses tardó el viejo soldado en
recuperarse del disgusto por aquella humillación: exigió alejarse del mando de
Tiberio y eso lo llevó a la ofensiva del Bajo Rin y a la azagaya del berserk.
El feliz hallazgo de Christiensen fue documentado por Owens (Decadence of Dramatic Arts in Rome, Vol.
I, First Empire, Terence Cargill, Boldham, 1957), pero hubo que aguardar quince
años más una versión inglesa íntegra del Pompeyo
(Vera Bonderski, Durban, 1973) que me esperó a su vez cuarenta años hasta que
la primavera pasada la encontré buscando un Typee
de Melville en la minúscula sección de habla inglesa de una mala librería de segunda
mano en Buenos Aires. Su precio era mínimo y me fue descontado de la cuenta
total.
Allí conocí al vigoroso esquema del gran general trastocado en filósofo
de la historia de Roma, estoico y feroz. Frío en la derrota final, anticipa en
ella el hundimiento de todo el imperio. Advierte en las guerras de César una
compulsión a la conquista propia de un imperio tributario que nunca podría
contener su avance aun cuando ello acercase y acelerase su extinción, cuando “sobre la larga espada de sus altas
victorias Roma se precipite, vehemente, y la sangre romana lave al fin la sal
de la púnica maldición”. Porque Menecio percibía que, a diferencia de
Persia, cuando Roma conquistaba copiaba a Roma –sus virtudes, su gloria- en los
pueblos sometidos por amor a la civilización y al Hombre, y aproximaba así el
agotamiento del mundo: “nada será jamás
mayor que Roma, cuando Roma ya no crezca, nada será”.
La pregunta retórica de la que Menecio alardea (por simple
repetición), destaca con eficacia el principio rector y material de su lógica: “¿Acaso la loba afortunada devorará el reino
de los tres grandes y al engordar aumentará su hambre y ya sin alimento se
morderá a sí misma?”. Revisten algún interés literario el oxímoron emocional
contenido en el calificativo “afortunada”, que revela el sarcástico desprecio
conque el derrotado acepta (y, tal vez, justifica) su derrota, y la elaborada
perífrasis de tono mitológico con que destaca la totalidad de la tierra, hasta
agotarla: los tres grandes son Júpiter, Neptuno y Plutón, quienes compartían la
tierra (la humanidad) luego de repartirse cielos, mares e inframundos. No
parece necesario insistir en que la composición en sí es correcta, pero apenas
aceptable para las difusas pretensiones de Menecio.
Y es que la indecisa traducción de Bonderski es fiel reflejo de la
irresolución del texto: en ella se delata la auténtica tragedia de un hombre
decidido y muy valiente: Menecio no pudo continuar siendo soldado, no buscó
siquiera ser político, despreciaba su capacidad como filósofo y no podía
imaginarse profeta ni artesano del conocimiento, de modo que eligió creerse
dramaturgo. Un destino impreciso y triste expresado en sus tristes y precisas
conclusiones.
Entre los cielos cuajados de Agua de Oro y Los Reartes termino la
alegoría del peligro inminente: inventar a Menecio, ser Aulio Menecio Agripa.
Loc. Cit., Córdoba, marzo de 2013