En un artículo
reciente Rodrigo Uprimny recupera varios trabajos cuyo eje conceptual es la
defensa del derecho al ocio o a la pereza, en la conocida perspectiva de
cuestionar la modernidad y su etapa subsiguiente (que al parecer incorpora
nuestro mundo humano contemporáneo) por no equilibrar la mayor productividad
alcanzada en el capitalismo con una mayor libertad individual[1].
Con típica
desazón de jurista consumado, la queja ante el olvido de una tan evidente
demanda se traduce en un reclamo por la existencia de un derecho particular, un
derecho de formato liberal de incluir en el plan individual de vida jornadas de trabajo de inferior duración a esas
ocho horas que la división tripartita del día naturaliza con ambiciosa
perfidia: parece natural dedicar simétricamente ocho horas al descanso, ocho al
trabajo y ocho al ocio. Nuestros autores, perfectamente alineados por Uprimny,
alegan que cualquier persona inteligente podría darse cuenta de lo absurdo de
esta simetría ante la progresión geométrica de la productividad, impulsada
tanto por la mejora de los factores de producción. Estas mejoras incluyen, en
primer lugar, una superior capacitación promedio y la especialización creciente
de la mano de obra y, en segundo lugar, un incremento exponencial de la
circulación energética total conseguido por la incorporación al sistema
productivo de grandes cantidades de trabajo provenientes de fuentes energéticas
adicionales a la tradicional fuerza humana y ocasional intervención del buey,
el asno o el molino de viento o agua. Debe atenderse a que estos dos planos de
crecimiento muestran en gran medida cambios en los esquemas y capacidades de
tipo comunicativo, por lo que las revoluciones productivas de nuestra era (como
sea que se llame) no pueden comprenderse sin las sucesivas revoluciones en
materia de gestión social de la información, desde la educación de masas a la
informática, el satélite e Internet.
Lamentablemente,
y sin que esto comporte una crítica peyorativa porque el artículo es breve y está
muy bien estructurado, la preocupación jurídica por la ausencia de derechos al
ocio omite la preocupación sociológica por este hecho notable y anormal en la
existencia humana: la conjunción de un salto cualitativo en la productividad
promedio con un incremento (o no disminución) en la intensidad promedio del
trabajo humano, ya que el músculo reemplazado por la mente no conlleva
disminución de esa intensidad y, en cualquier caso, en términos absolutos, el
volumen de trabajo aplicado en forma manual no es inferior en calorías
transferidas, al haberse multiplicado siete veces la mano de obra aplicada y
muchas veces más la energía de otras fuentes implementadas en el proceso. Jugando
al borde del absurdo (un método de prueba eficaz al que le tengo inquina je ne sais pas pourquoi), a esta
pregunta sociológica puede responderse desde el propio ideario liberal,
alegando que la mayor productividad implica abaratamiento de mercancías de
diversa índole por una parte y una multiplicación de la oferta de mercancías
por otra, lo cual redundaría en un fuerte incremento del deseo de consumir y, ante la mayor oportunidad y variedad en el
mercado laboral, la gente opta generalmente por trabajar más para adquirir esos
bienes[2].
Sí la gente se deja influir por la publicidad y se vuelve una enferma
compulsiva, será su culpa y una
oportunidad para venderles mercancías que los curen de ese problema.
En este sentido,
el derecho al ocio existe, solo que
la gente preferiría no ejercerlo para seguir consumiendo, es decir, que en su
plan de vida opta por trabajar más y consumir más, antes que subsistir incómodamente
en el ocio. En términos de ideología dominante, estaremos obligados (no
ustedes, sino mi plural mayestático y yo) a admitir que en el capitalismo
tardío la gente no suele estar “obligada” a trabajar. Por el contrario, a
diferencia de otras formaciones sociales, el capitalismo se caracteriza por
responder bien (aunque no necesariamente) a la igualdad formal en el mercado de
trabajo, lo que permite su correlación con formas cuasi-democráticas de gestión
de la regulación social (al menos en lo que se refiere a la programación de
políticas públicas)[3].
En otros tiempos del capitalismo temprano (a mediados del siglo XIX en
Argentina, a comienzos del siglo XX en España, por ejemplo, mucho antes en
Inglaterra y los USA) las necesidades de generar una población trabajadora
disciplinada y obediente obligaban a la gestión pública (siempre atenta a las
necesidades del poder económico) a legislar en el sentido de restringir el
derecho al ocio en este sentido: la vagancia era perseguida como un crimen,
hasta que la imagen del progreso, del trabajo y de la moral se confundieron en
una sola y aparece una mujer millonaria trabajando a jornada completa en un
empleo que no comporta privilegios sociales de otro tipo que un magro sueldo
mensual para “dar el ejemplo”. Todos aplaudiendo la determinación de esta
mujer… de no visitar al psiquiatra[4].
Ciertamente, la
cultura de masas de producción y consumo masivos para una población masiva que
consume masivamente, no sería posible sin este multi-mecanismo ideológico que
es la “cultura del trabajo”. Como Marx en los Gründrisse, también creo que solo en el trabajo el ser humano puede
realizarse[5].
Pero, también
como Marx (aunque con un toque de Huxley) no creo que deba entenderse como
trabajo propiamente libre cualquier gasto de energía vinculada al conocimiento
subjetivado sino solo aquellas manifestaciones en las que a la superación de la
necesidad se agrega el enriquecimiento humano considerado como valor en sí
(como apuntaba mi querido Joaquín Herrera Flores[6]) lo cual no puede decirse que ocurra en la inmensa mayoría
de la oferta laboral, razón por la cual el enriquecimiento aludido solo puede
aparentar realizarse en el continuo consumo. Este es, lógicamente, el objetivo
general del sistema en lo que a la programación subjetiva se refiere: sujetos
dóciles en el trabajo que produce valor y plusvalía y sujetos feroces en el
consumo. Aquí nacen y aquí se quedan los problemas que el proceso genera para
el ochenta por ciento de la población mundial en materia de marginación
empobrecida materialmente o en materia de inclusión empobrecida humanamente
(debido a la compulsión al trabajo o al consumo o al resultado de la alienación
en ambos campos). El resultado general es que un viejo dicho popular trasciende
la frontera de lo personal para asentarse en lo social. Si bien es cierto que
se trabaja para vivir, persiste la idea común de que el exceso de trabajo mata.
Es bien cierto que si se agota la energía contenida en un sujeto en tanto
individuo biológicamente organizado su capacidad de trabajo decrece primero y
se extingue después, pero aquí se trata de otra cosa: si seguimos trabajando
tanto en promedio e incorporando continuamente tanta energía en la producción,
el trabajo como energía circulante terminará por alcanzar un punto crítico
hasta hacer insostenible la organización social. Sencillamente (aunque nadie lo
entiende cuando lo explico discursivamente y algo menos cuando muestro mi
rudimentario corpus matemático, así
que no debe ser tan sencillo) a pesar de las enormes capacidades que ostenta
nuestra organización social para gestionar la entropía, tanto su capacidad de
administrarla como la capacidad del entorno para absorberla están en
entredicho.
No sabemos cuándo los dinosaurios comenzaron a
darse cuenta de que algo andaba realmente mal, pero nosotros ya hemos comenzado a darnos cuenta de
que las campanas doblan por nuestros relativamente pelados culitos. Y están
sonando con ganas.
Existen dos difíciles
cuestiones al respecto: el primero es la visibilidaddel problema, porque este
sistema social que componemos y nos compone es tan poderoso que no solo lucha
contra la entropía aumentando la productividad en vez de retroceder en ella y
en la división del trabajo (excepto en crisis ocasionales), sino que ha sido
capaz de revolucionar la técnica para incorporar permanentemente nuevas
soluciones a los problemas. La energía adicional es un ejemplo manifiesto:
desde que comenzó a aprovecharse el carbón se sabía que se trataba con fuentes
finitas de energía de modo que se comenzó a utilizar el petróleo y luego el gas
(no solo para iluminación), y luego la verdadera energía hidráulica, la
verdadera energía eólica, la energía nuclear. A medida que el petróleo
pacientemente acuñado bajo la tierra y el mar se encarece y amenaza con
agotarse ante el consumo creciente, re-direccionamos la ciencia para replicar
aceleradamente este proceso y producimos “biocombustible” (según lo cual
debería definirse al canibalismo como “autoconsumo”), que es cuando nuestras
máquinas comienzan a competir con nosotros por los recursos escasos, mucho
antes de tener la inteligencia de los Cylons, Matrix o Skynet –usted no debe
ser tan “normal” como para no captar alguna de estas icónicas referencias. En
otras palabras, el sistema viene sosteniendo su capacidad para reorganizar su
entorno a los efectos de gestionar la entropía que genera, con la lamentable
consecuencia necesaria de incrementar la cantidad total de entropía que genera
permanentemente y que debe ser perennemente regulada. Como las tontas trampas
del coyote, nuestra sofisticada maquinaria social es marca ACME y terminará por
tirarnos al precipicio o por explotarnos en la cara.
El segundo
problema es ideológico: nada nos impide dejar de producir y consumir en exceso,
excepto la convicción ideológica de que nunca debemos producir menos que… nunca...
y que cualquier reducción en el consumo de… siempre... es necesariamente una
mala noticia. No hay chiste aquí, hay muchísima gente que termina muerta debido
a esta convicción, sea siguiendo el camino de la riqueza o el de la pobreza, el
de la sumisión o el de la violencia.
Pero no todas
son malas noticias. Ya lo decía Marx y lo recalcaba Gramsci: ninguna sociedad
se plantea problemas para los cuales no tiene solución… pero otra cosa es que
la solución llegue a ser aplicada antes
de que el colapso civilizatorio ocurra. En nuestro caso, tenemos la solución
más sencilla de todas las que ha tenido que afrontar la humanidad, pues todo lo
que tenemos que hacer, como sociedad, es… dejar de hacer cosas… dejar de
producir tanta cosa supérflua –que termina en increíbles montañas de basura,
dejar de consumir tanta bazofia, dejar de trabajar como si el largo brazo del
faraón estuviera por ensañarse con nosotros a través del látigo del capataz. Y
lo único que debemos hacer para consumar este loable objetivo de imitar al
gorila que descuelga su brazo de la rama durante diecisiete horas diaria es
legislar al respecto una nueva ley mundial de vagancia. Solo que esta vez la
prohibición no será la de ocuparse o sufrir pena de cárcel o torturas leves
sino la de no holgazanear lo suficiente. Un capacitado consejo de sabios deberá
calcular primero cuánto (y qué) trabajo es necesario para asegurar
la subsistencia de la humanidad y hacia allí descenderemos: bajarán los
salarios y bajarán las ganancias, sí. No tendremos tantos avances médicos, tal
vez incluso la calidad de vida descienda bastante en términos de confort
material y la esperanza de vida un poco (menos de lo que se podría creer,
porque en la “esperanza de vida” nunca se calcula el efecto de una guerra de
gran escala). Pero al menos esquivaremos la destrucción imprevista y desencadenante
de tantas relaciones productivas en simultáneo que la vida se convertirá en
moneda de cambio (la moneda de menor denominación) y experimentemos las
atrocidades más grandes de la historia y la prehistoria humanas. Si queremos
completar la sostenibilidad del proyecto solo debemos restringir la cantidad de
hijos y promover el erotismo no reproductivo… desparrafraseando[7]
el Manifiesto: “¿Pensáis que deseamos promover el onanismo, la pereza y el ocio para
salvar a la humanidad de sus tendencias autodestructivas? Sí, exactamente eso es
lo que queremos”[8].
A fin de cuentas, ya tenemos la suficiente cantidad y calidad de bienes
culturales para llenar varias vidas.
Si usted, pobre
infeliz, se siente incapaz de dejar de trabajar, invente, construya y toque un
instrumento, cante al compás de un cajón de madera, baile la sarandanga, haga obras
de teatro en su casa con su familia, juegue con sus amigos a buscar formas en
las nubes, sea campeón de miradas kung fu de su vereda[9].
No me importa. Solo deje de trabajar y consumir hasta que no tengamos planeta
por comernos toda forma de vida o destruir sus hábitats. Conservemos algunas
estupideces: el deporte favorito local, Internet, las películas ya filmadas,
los artículos en blogs que leerán tres personas... y recuperemos otras: la
música de cámara tocada en vivo, la poesía, cualquier entretenimiento que
requiera poco consumo de energía o escasa destrucción del entorno. Propongamos
un catálogo de conservación de ocio no-industrial si quieren. No quememos
ningún libro, no persigamos con un hacha a quienes no puedan dejar de ajustar
las tuercas como Chaplin en Tiempos Modernos[10],
descendamos simplemente al des-consumo de todo aquello que no tenga a la
riqueza humana y la dignidad humana como criterio de valor[11].
Medidas
adicionales pueden tomarse: restrinjamos a lo elemental la producción
estandarizada: vacunas para todos, sí; Channel nº5i para todos, no. Paguemos
pensión completa durante dos generaciones a los dueños de las fábricas de
armas, para que puedan cultivar su jardín o dispararle a sus propios hijos. No
arranquemos el dinero de las manos de los ricos… dejemos que lentamente vaya
disminuyendo su apariencia de valor, hasta que regrese al seno del trabajo
humano que le dio origen. Así no sufrirán capullitos del arte como Gerardo
Depardieu, que prefiere esconderse bajo el ala capitalista postsoviética de un
santo varón como Vlad (Ras)Putín antes que dar al estado el producto del
esfuerzo de los espectadores de cine y los dégustateurs de vino Merdique[12]
¿Es que no es suficiente con representar a Dantón
y al minero con pulmón negro en Germinal?
¿Hay que serlo además?
No seamos
cínicos criticones ni aspirantes a pícricos cicerones. Todos tenemos contradicciones:
una vida de vagancia como la que aquí queda propuesta debe vivirse con calma o
muy pronto la adornaremos con guerras tribales y sacrificios humanos o, aun
peor, recaeremos en el paroxismo productivo, en la compulsión del consumo. No
obstante, si no nos apresuramos a comenzar a dejar de hacer cosas tal vez sea
demasiado tarde y dejemos de hacer demasiadas cosas demasiado deprisa. Como
vivir, por ejemplo.
[2] Para una aguda
crítica véase a Fromm, Tener y ser: http://www.cenfotur.edu.pe/bibliotecaweb/documentos/tener-y-ser-erich-fromm.pdf
[3] Véase Mandel,
Democracia burguesa y democracia proletaria, en Introducción al marxismo, www. Revoltaglobal.net
[4] http://www.corrienteshoy.com/vernota.asp?id_noticia=124054
[5] http://espaciomarxista.blogspot.com.ar/2011/10/grundrisse-tomo-i.html
(no encontré uno mejor, todavía. Si alguien los quiere, los tengo en pdf, en
algún lado)
[6]J. Herrera
flores, La riqueza humana como criterio de valor en http://sintrai.cl/files/la%20riqueza%20humana%20como%20criterio%20de%20valor.pdf
[7] Desparrafrasear: Vrb. Se
dice del acto de parafrasear en forma tan libre y confusa que la frase original
queda desparramada por ahí. Diccionario de mi academia personal de lengua
castellana.
[11] Además del ya citado texto de Herrera Flores, véase el prólogo de
Marcuse a la edición francesa de El hombre unidimensional. http://espanol.free-ebooks.net/ebook/El-hombre-unidimensional/pdf/view
También lo tengo completo en pdf
[12] http://www.espectador.com/noticias/255767/gerard-depardieu-declara-su-admiracion-por-putin