¡Qué lunes de mierda! ¡Qué apetencia de muerte, de suicidio egoísta por agotamiento de la paciencia, por el tedio y el esplín del sinsentido cotidiano!
Hace un par de días, nada más, ha muerto Ernesto Sábato. No puedo ni siquiera empezar a detallar cuánto tacto, cuánta textura, cuánto espesor me dieron apenas dos de sus obras. De hecho, sólo El Túnel y la primera parte de Sobre Héroes y Tumbas le hacen un lugar tan grande en mi sensibilidad literaria que no quiero insistir: ¿De qué puede valer la imagen que de Ernesto Sábato tiene un aprendiz de sociólogo y cuentista aficionado, poeta de pulmón de manzana y antiguo aspirante a revolucionario de copetín?
Hace ya varios años (¡Qué cosa tiene la vida que cada vez más cosas pasaron “hace varios años”) casi una década y media, en realidad, me di ganas de plasmar esa impresión del trabajo de Sábato en un texto oscuro y, por intérprete de una obra mayor, traidor, como debe ser todo comentario. Como es un lunes de mierda, un lunes que me hace escribir de otras cosas, lo transcribo aquí bajo el título innecesariamente obvio que tuvo desde el principio.
Estudio sobre: “Sobre Héroes y Tumbas” de Ernesto Sábato
El cuerpo de Lavalle
Pudriéndose en el potro.
La huida hacia la muerte terminó.
Abajo el sur.
El grito en los carros mazorqueros,
Ernesto, es de tu voz.
La chica de los ojos gris–verdosos
Erguida sobre el pasto
Acude a las plegarias del adiós,
Su sádica ignorancia de asesina
Arranca la sonrisa
De un rostro singular.
Madrecloaca
No quiero estar aquí,
En el infierno de los ciegos todo es luz.
Abajo el sur.
No quiero estar aquí.
El pus del general abre la tierra.
Sus ojos sobre el pasto son el mar,
La amo y todavía no sé amar.
La senda del abismo no es eterna.
Los huesos se descarnan.
Las lanzas y los cascos
Se quiebran al final.
Arriba el sur
De estrellas que señalan el regreso,
De afectos que a la fosa se cayeron,
De un muerto que regala su infección.
El parque está vacío sin sus pasos
Y yo estoy sin trabajo.
Un hijo de inmigrantes me adoptó.
El loco desarmó su clarinete.
La reja está tan alta.
La llama en el altillo se apagó.
Haceme un café‚
Hablame de vos,
Contame tu peor historia
Y después, sí querés,
Tomás tus malditas pastillas
Y te desmayás.
Me quedo a mirarte dormir.
Me quedo a escucharte soñar.
Me quedo a sentirte morir si no me dejás.
En el infierno de los vivos no tengo lugar.
¿Quién canta en la noche cerrada de tu soledad?
Pensaste, Ernesto, que habían terminado
La historia y las matanzas
Sobre héroes y tumbas.
Son quince, veinte, treinta, ochenta mil
Que llevan tus gruesos anteojos,
¡Ah! Déjalos ir,
En el infierno de los ciegos no tienen lugar.
Dejá que se queden conmigo un ratito más.
Afuera el sur.
La carga de una tropa de fantasmas
Se aleja de la pampa
Con paso irregular.
Mi hembra de los ojos penetrantes
Descarga cuatro tiros
Al cuerpo de su padre
Y en su cuarto se acopla
Al fuego redentor.
Mi cabeza en la caja de sombreros
Junto a sus otros muertos
Y un misterio que nunca se resolvió.
Mi mano que tan débil se aferraba
A su muerte y su poesía, al pan y a la verdad.
La suerte de una extraña oligarquía
Uniéndose a la mía.
La amaba y ella no me dejó entrar.
Si fue quizás que quiso protegerme
Me da igual.
Afuera el sur,
En el infierno de los ciegos todo es luz.
Adentro el sur.
Si los crímenes se cubren con la gloria
De qué sirve que los guarde la memoria,
El espanto lleva un grito inmemorial.
Adentro el sur
Y el puerto es un cautivo del desierto.
Un potro carga un cuerpo desde el norte
De regreso con su escolta espectral.
Adentro el sur.
La casa que se quema.
Como una despedida
La chica de los ojos gris–verdosos
Convierte en humo negro
Su rostro singular.
La boca que se arranca la sonrisa
Quiso besar mi nombre
Poco antes de morder la oscuridad.
La amaba y ella no me dejó amar.
Cerrá los ojos, no veas nada,
Tu libro te da miedo como a mí.
Una ventana, en la pared,
Corta en el sol tu voz cansada de gritar.
No mires por la ventana,
El potro trae sombras y fantasmas.
Cerrá los ojos, ¿Ves? Adentro el sur,
Es el infierno de los ciegos
Y todo es luz.