sábado, 19 de noviembre de 2011

Los intermitentes: de los fantasmas virtuales o la metafísica del presente


Casi no hay duda alguna de que el mundo debe a mi querido tío o primo M...R... B..., poeta (el título más noble que puedo conceder a un ser humano) entre otras virtudes, y a quien he visto y oído y tocado, el descubrimiento de los Intermitentes. Sin duda hacía tiempo ya que deambulaban por ahí, apareciendo o desapareciendo a su antojo (o guiados por fuerzas desconocidas), inquietándonos con su presencia o ausencia y, lo que es más importante en nuestro caso, dejándonos de inquietar casi inmediatamente.
“Hoy” (si prefieren el ensayo) o “Desde este cercano futuro” (si prefieren el relato fantástico) les escribo para informarles, para alertarles, para entretenerlos un rato y explicar qué son, cómo debemos pensar, estas extrañas figuras de la mente, de la realidad, de la nada, que son los Intermitentes.
En algún momento de la prehistoria humana ocurrió algo relevante, en algún lugar. La ignorancia nos obliga a especular, por ejemplo, que una persona tuvo la brillantísima y triste idea de señalar algo en el mundo para que otros lo vieran a pesar de no encontrarse él presente. Tal vez fue algo tan simple como amontonar unas piedras o clavar un palo en el suelo para indicar alimento, agua, peligro, muerte, pero el hecho es que conscientemente marcó el mundo de tal manera que su mensaje llegó a alguien más sin que esta segunda persona viera a la primera, sin que pudiera tal vez reconocerlo. Este secreto Da Vinci creó la intermitencia. Mientras las piedras y el palo estuvieron solos, no eran más que mundo; cuando la persona segunda los vio, se transformaron en mensaje y recuperaron a la primera persona, ya desaparecida.
Luego llegó el lenguaje referencial, donde el yo y el no eran ya las únicas partículas significativas. Proliferó toda clase de símbolos e iconos que identificaban y representaban a la vez entidades que no se hallaban presentes. Sobrevino la escritura, en donde incluso el Yo y el pueden ser apenas referencias. Luego, la comunicación descansó unos miles de años y llegaron cerca de este presente, en donde acontece en tantas formas que incluso las referencias se diluyen en dudas que generalmente no intentamos siquiera plantear.
No obstante, un poeta en Madrid observó un día que en estas nuevas formas hay gente que aparece,  desaparece, reaparece. Estos son los Intermitentes. Ya no son susurros, pasos en habitaciones vacías, un sonido oxidado de cadenas arrastradas, manchas de sangre que el detergente Pinkerton vuelve también intermitentes. Ahora son nombres y fotografías en una pantalla electrónica, en la cual la tecnología ha domesticado los inquietos electrones, las erráticas frecuencias de la luz visible  y las ondas sonoras para convertirlas en información, pero casi nunca sabemos por medio de qué personas y muchas veces de qué personas llegan estos mensajes.
El mundo de la información se ha convertido en un  océano desolado, en donde billones de botellas viajan llevando mensajes, o simulando llevar mensajes, y cuyo fondo está crecientemente repleto de botellas cuyo sello ha fallado y se han sumergido para siempre con sus mensajes humedecidos y podridos. Y en ese mundo vivimos las personas más afortunadas. ¿Perciben, quizá, ese vago y dulzón y doloroso tufillo del sarcasmo?
Luego, han comenzado a ocurrir cosas. Han llegado de mensajes de desconocidos, que de pronto son familiares o amigos, han llegado fotografías de gente que sólo conoceremos por esas mismas fotografías, llegan informaciones de amores y odios maduros o infantiles que no nos interesan, comentarios, discursos, relatos, ensayos, exclamaciones y más comentarios. Sin siquiera darnos cuenta, naturalizamos la intermitencia de las personas y, hacia ellas, incrementamos nuestra propia intermitencia. Como ocurre con los fantasmas clásicos, que son transparentes y susurrantes, los Intermitentes son etéreos y su voz electrónica y débil  llega desde el más allá, un no-lugar y un no-tiempo, en realidad. Las informaciones más importantes tienden a perder fuerza, pues se desvanecen parcialmente en esta irrealidad, el afecto pierde color, porque tiene realmente menos materia, y sólo el recuerdo de lo visto, lo oído y lo tocado permanece con autentica sensación de realidad.
Salto accidental
Tiempo es todo lo que fue necesario para que comenzaran a llegar mensajes que parecían bromas de mal gusto. A los amigos y familiares que nunca vimos ni tocamos comenzaron a sumarse amigos y familiares fallecidos: los Intermitentes cruzaron la Gran Barrera y encontraron este mecanismo para comunicarse con nosotros, muy superior a los sueños, aunque menos significativo. Los muertos se acomodaron a las reglas. No demandaban ni brindaban información realmente relevante, no son esas las reglas del nuevo mundo. Para alcanzar esta nueva dimensión de realidad, debieron conformarse con la frugal disciplina del embotamiento mental de las comunicaciones insignificantes o, lo que es lo mismo, de las comunicaciones significativas que perdían inmediatamente importancia. La electrónica permitía informarse de todo, captarlo todo, hasta tal punto que resultaba ya imposible ocuparse realmente de nada.
Casi instantes después, incluso los muertos perdieron el control. Recibimos solicitudes y demandas, comentarios de muertos que jamás fueron nuestros conocidos y, como tales, no tuvimos ninguna manera de identificarlos como tales, hasta que un comentario colateral, incidental o accidental nos revelaba su condición. Para ese momento, justo es señalarlo, ya no nos importaba eso tampoco. Estábamos acostumbrados a que la información fuera falsa, dudosa o insípida, ¿qué más daba si el comentario era de un vivo desconocido o de un muerto al que conocimos una vez en una calleja de Lisboa o de Palancué? Mucha gente estaba ya acostumbrada también a convivir con desconocidos en mundos irreales, surrealistas, ultra-realistas, utópicos o distópicos. El mundo humano se transformó en una nueva dimensión de la metafísica, o viceversa. No soy filósofo, quiero que un vivo o un muerto más sabio o instruido me alcance una respuesta a esta cuestión.
En el mundo virtual se puede cambiar de sexo sin dolorosas operaciones, de altura, de facciones, de edad, de experiencias y, aunque la mentira y la fantasía ya existían en el mundo ordinario, es relevante destacar que en el nuevo mundo eso no tiene auténtica importancia, mientras no lo contradiga otra información igualmente irreal o irrelevante. El mundo de los intermitentes posee cualidades excepcionales, pues es un universo en donde conviven sin contradicción la coherencia y el caos, mientras cuenten con el sólo beneplácito de la indeterminación, mientras todo sea fantasmal, la figura puede atravesar la pared.
Llegados a este punto, nuestro devenir es la pura intermitencia: cuando existimos para otros, no existimos para nosotros mismos y lo que para otros existe puede o no parecerse o aproximarse a lo que percibimos de nosotros mismos, de tal manera que, en definitiva, lo que establece la posibilidad de la intermitencia es que lo significativo no lo sea.
No imprimiré en papel estas líneas (al menos no por el momento). Si se pierden, si nadie las percibe como mensaje, se hundirán en aquél océano y esta parte de mí se perderá. Sin embargo, si eso no ocurriera, ¿qué importancia tendría?
Tal vez las coincidencias no existan. Esta es la Aztlán y la Arcadia del nuevo Tlön, aunque ningún Urn Burial de Browne (que para mí es tan sólo una referencia fantástica) está aquí para acompañarme, sino tan sólo esta pantalla, con esas palabras que con el siguiente punto dejaré de escribir.