martes, 29 de noviembre de 2011

Los Dunbars: breve anhistoria poética bifronte y algo de teoría de las poblaciones



The calm,
Cool face of the river,
Asked me for a kiss.

Langston Hughes, Suicide´s note

No diré, porque sería mentir abiertamente, que la prosa y la poesía de Paul Laurence Dunbar sean de las que más me han impresionado. http://www.dunbarsite.org/

No se trata de sus defectos, sino de sus virtudes. Esa llaneza visual, esa aproximación directa y efectiva al sujeto poético, ese desprecio por la complejidad verbal y, muy a pesar de su preocupación por la sonoridad autóctona del dialecto y los modismos de enunciación oral, esa facilidad para encontrar el símbolo correspondiente al afecto, lo alejan irremisiblemente de mis preferencias. Incluso en esta madrugada de un último y sofocante mes de primavera austral en la cual pensar la complejidad comporta sentir más calor.

Siempre sería posible destacar sus virtudes biográficas para ensalzar su literatura: la de su juventud al morir de tuberculosis (quizá) sin alcanzar los treinta y cuatro años de edad, la de ser el primer afroamericano en recibir reconocimiento como poeta, la de su influencia sobre Langston Hughes (lo cual sería más que suficiente para mí). Pero esta sería una injusta amonestación: mi incapacidad para disfrutar de su lenguaje poético no debe ser obstáculo para otros. Porque incluso cuando retrata de manera lineal y específica las consecuencias del racismo más extremo (por encontrarse en extremo naturalizado, tanto para el opresor racista como para el oprimido asignado a una raza), da la impresión de que mira un mundo más hermoso que el nuestro, en donde las personas son potencialmente mejores de lo que son, y que sólo escapan de la más extrema bondad por la desgraciada debilidad de la condición humana y las trampas gigantescas del destino. La gente, la humanidad que retrata este primer Dunbar de mi anhistoria de hoy, es gente y humanidad con la cual casi merece la pena convivir.   

El segundo Dunbar es autor de un número. Un número curioso: el de la saturación de la capacidad humana de entablar relaciones.

Según  la idea de Robin Ian Mc Donald Dunbar, de Liverpool, aproximadamente 147.8 es el límite cognitivo de individuos con los cuales es posible mantener una relación estable. Más allá de este número y debido a una incapacidad constitutiva del cerebro humano, los vínculos sociales ganan en conflictividad o se debilitan necesariamente. Al margen de la sorpresa inicial y de las dudas que deben caber acerca de la precisión de este número, alcanzado con evidencia indirecta tanto en el plano biológico como en el histórico, no parece insensato postular que, efectivamente, existe un límite para nuestra capacidad de entablar vínculos significativos. De hecho, nuestras actuales sociedades de decenas y centenas de millones de individuos socializados de manera sistemática, asociado este número con el postulado del segundo Dunbar, fortalecen mi idea estructuralista de la prevalencia de la estructura histórica por sobre el sujeto biográfico y también hacen cosquillas en mi gusto por las formulaciones matemáticas, de tal modo que, en cierta medida, estoy bien predispuesto hacia él.

En el estado actual de las ciencias sociales, por otra parte, el intento del cálculo exacto del número límite para las interacciones humanas  me parece temerario. Me parece más que suficiente el tener un rango aproximado, porque la aproximación de Robin Dunbar se basa en ciertas características de la corteza cerebral humana que mide en términos de una topografía social muy lineal, cuando es necesaria una topología de ambos términos. Dicho de manera más sencilla: nuestra capacidad mental de entablar relaciones significativas esta indudablemente limitada por nuestra capacidad cerebral (aunque no conozcamos dicho límite en términos matemáticos precisos) pero esta capacidad cerebral estará también condicionada por la interacción de la estructura biológica con la estructura social, sin contar con la evidente incertidumbre conceptual encerrada en el concepto de “significativo”. ¿Qué significa que una relación social frecuente sea significativa? Porque una cosa es la relevancia emocional, por ejemplo, que pueda tener una relación para la experiencia de los sujetos que la compongan y otra muy diferente es su relevancia en términos de la reedición de las condiciones sociales de existencia de esos mismos sujetos.

En realidad no tiene mucho sentido intentar dar un número preciso para un objeto de pensamiento impreciso. Es como decir que en una canasta en donde hay tres naranjas, dos tomates, tres cachorritos de perro pekinés y doscientas mil huevas de pulga más trescientas trece de araña de cuatro especies diferentes hay “exactamente” 200.321 vástagos o productos naturales (o 200.322, según cómo consideremos a la propia canasta, y si no se nos objeta que hayamos dejado de lado a millones de otros microorganismos).

Lo que sí tiene sentido es considerar las diferencias cualitativas que pueden tener dos sociedades humanas de diferente escala poblacional. Toynbee destacó ya hace mucho la diferencia entre sociedad y comunidad, y esa distinción nos aporta cierta claridad para nuestro tema: el número de Robin Dunbar quizá sea el límite para la comunidad, pero las sociedades humanas han demostrado ser sistemas adaptativos que tienden a ignorar las limitaciones particulares, porque disciplinan y construyen sujetos adaptados a su estructura en posiciones diferentes pero articuladas por la propia lógica de reproducción estructural, de tal manera que el número de Dunbar las tiene sin cuidado (descontando que esta idea supone una lectura antropomórfica de la estructura, que carece de referencias auto-cognitivas reales).

Tiene sentido preguntarse si la ampliación de la división del trabajo que interactuó con el crecimiento poblacionallegislaciones indirectas y complejas y funciones sociales de regulación que determinaron la aparición del estado.  En este sentido, la pregunta sería: ¿cuál es el rango poblacional y de división del trabajo que puede alcanzar una sociedad sin necesidad de generar funciones sociales de regulación compatibles con la existencia de un estado? La pregunta de Dunbar se invierte, y el número máximo se convierte intuitivamente en número mínimo: ¿cuánta necesidad de regulación estatal tendría una sociedad de ciento cincuenta habitantes o menos?

Por supuesto, sí sabemos que una sociedad de este calibre poblacional sería incapaz de extender mucho más la división del trabajo y la renovación tecnológica (al menos sin la intervención de sociedades o comunidades externas y más complejas y numerosas). En realidad, el problema aquí es que la limitación no se encuentra en la cantidad de relaciones que pueda un ser humano realmente tener, sino en la cantidad de funciones sociales significativas que puede asumir de manera competente. Por ejemplo, la reproducción de nuestras grandes sociedades contemporáneas requiere de especializaciones que, por una parte, limitan las posibilidades de desarrollo personal autógeno y, por otra parte, hacen necesaria la coexistencia de muchísimos especialistas (mucho más que ciento cincuenta) para la reproducción social, de tal manera que el aislamiento y la incomunicación entre diferentes funciones sociales es una necesidad sistémica.

La conclusión preliminar sería que nuestras sociedades no sólo pueden sobrevivir en base a relaciones poco significativas, sino que necesariamente nos involucran a nivel subjetivo en este tipo de relaciones: los médicos y sus pacientes, los docentes y sus estudiantes, los productores y los consumidores. Esta es la gran trampa social de la economía de mercado: regula la entropía social de manera eficiente, pero al impedir la disgregación de las relaciones sociales lo hace debilitando la  importancia de cada relación en sí misma. Esta extensión de la liquidez social (tantas veces señalada por Zygmunt Bauman –basta, Zyggy, ya es suficiente, ya captamos la idea–) hace que la fragilidad de las relaciones sociales sea comprensible: cada una de ellas es menos significativa para la supervivencia del conjunto, se hace más débil y pasible de enfrentarse a esa realización de la entropía social que es la entropía manifiesta, es decir, aquella que no es controlada por ningún mecanismo o dispositivo de regulación social.

En Siete Días en Nueva Creta, Robert Graves asume el “número de Dunbar” (la novela es muy anterior al postulado) y postula además que, en una sociedad  bien regulada, la guerra sólo es posible entre poblaciones limitadas (no comete la imprecisión poética de dar un número) que se conozcan suficientemente entre sí. Esta presunción se alinea correctamente con la intuición de que, en algún lugar, la idea detrás del número de Dunbar es más relevante que el propio número, pues nos plantea problemas teóricos interesantes, incluso en términos materiales. La famosa discusión de los términos de Malthus en torno al crecimiento poblacional se amplia: ya no sólo es discutible en términos de la capacidad social de producción de excedentes alimenticios, sino que puede debatirse en términos de límites psicológicos y cognitivos.

El propio concepto de “relación social” gana en imprecisión en este contexto, pues estamos en condiciones en las cuales las relaciones emocionalmente significativas están divorciadas de las relaciones económicamente significativas: la producción de mercancías se ha encargado puntillosamente de reproducir este proceso, que es importante porque ya hace rato alcanza otro ámbito importante: el de la producción de los propios sujetos que intervienen en las relaciones sociales, pues deben ser sujetos cada vez más capaces de establecer relaciones “poco significativas”, para extender lo más posible su capacidad de entablar relaciones con otras personas, pero también con otros objetos. Por ejemplo, y aproximadamente, un sujeto que se apega mucho a sus propiedades consumirá menos que un sujeto que rápidamente las descarte emocionalmente; un sujeto muy aferrado a sus relaciones afectivas humanas (o animales, o vegetales, o artísticas) más inmediatas, consumirá menos que otro adaptado a la liquidez extrema de sus afectos. El sistema actual no puede permitirse el lujo de sujetos tan afectuosos y poco consumistas.

Este no es un mundo que la poética de Paul Laurence Dunbar pareciera capaz de captar. Ciertamente que no es ajeno a él, un descendiente de esclavos en esa fiebre de mercantilizar el cuerpo que era el precedente algo infantil y poco sofisticado de la actual mercantilización y cosificación de las mentes de los seres humanos “libres”. Toda otra relación entre mis dos Dunbars se hace caprichosa: ¿quién sabe si el afroamericano Dunbar debía su apellido a algún antiguo esclavista homónimo de ascendencia escocesa (me consta que muchas importantes familias escocesas se dedicaron a la trata de personas) que nombrara su mercancía o a algún otro accidente de la geografía norteamericana (al menos cinco localidades de los EUA se denominan Dunbar)?

El sol ha subido y, con él, la temperatura. Me espera lo cotidiano detrás de esta última línea y por eso es necesario que no diga nada más.