miércoles, 23 de noviembre de 2011

Las “clases medias” a escala global: ¿por qué les cuesta entender las crisis económicas?


La sociología puede aportar esa visión de gran escala para los problemas cotidianos que resulta personalmente compensatoria, porque la lectura de procesos prolongados incrementa la sensación subjetiva (y absolutamente ilusoria) de control y, al mismo tiempo, la contradictoria seguridad objetiva de estar acompañados en las desgracias.
No obstante, la visión general está puesta también en perspectiva ideológica y es, por lo tanto, igualmente engañosa. Este evento es particularmente importante porque los sociólogos nos agolpamos en la “clase media”, ese sector conceptualmente incómodo para la visión estructuralista del capitalismo que abarca profesionales independientes, trabajadores calificados o no calificados de ingresos “medios”, consumidores controlados y tendencialmente compulsivos y, henos aquí, intelectuales de toda área y especie. No es un sector improductivo. Por el contrario, es muy activo en la producción de bienes y servicios y, también, de productos simbólicos y discursivos. Entre estos últimos destacan los discursos de dos especies: la minoría de discursos de alta y mediana crítica social que expresan una indulgente auto-apreciación de una alta “consciencia” de lo social, por un lado y, por otro lado, una abrumadora mayoría de  discursos conservadores.
Las clases medias son sectores económicamente privilegiados y políticamente dependientes, situación de donde se dispara esa errática y oscilante ideología que acompaña a los concentradores de capital en las buenas épocas y se vuelca en un incondicional amor al  “pueblo” en las malas. De esta oscilación, claramente observable en cualquier proceso social de mediana escala, surge mi tradicional desconfianza hacia la actitud ideológico-política del sector, que necesariamente es también desconfianza refleja. ¿Dónde –tiendo a preguntarme- se revela mi propia condición de clase media?
Por ejemplo, en mis preocupaciones medioambientales, artísticas y culturales pero, más específicamente, en mis preocupaciones sociológicas. La sentencia que escupiré a continuación intenta provocarlo, querido y probablemente imaginario lector (o lectora), porque las probabilidades estadísticas de que usted pertenezca a estas clases medias es altísima, sencillamente porque las clases (más) subordinadas no leen estas cosas y las clases altas son poco numerosas. Recuerdo la contradicción de clase media más flagrante: Marx deseaba fervientemente que su gran obra, El Capital, alcanzara a las masas trabajadoras, razón por la cual aplaudió la idea de una edición francesa por fascículos; no obstante, su estilo de escritura y presentación de los resultados de la investigación requieren de ese capital simbólico del cual las clases trabajadoras de su época no podían apropiarse todavía.
Estamos aquí, como siempre, haciendo evidente nuestra situación social porque es esta la que determina nuestro rango de consciencia más probable, el espacio de lo social y lo real que podemos realmente pensar y criticar. ¡Ah, sí! La sentencia provocativa: “La crisis económica mundial es una crisis para las clases medias”.
Las razones son las siguientes: el concepto errático de crisis supone, en este contexto, una comparación desfavorable con un momento anterior y una evaluación desfavorable de las expectativas económicas en el futuro próximo. En este contexto, donde la comparación no es desfavorable y las expectativas no son malas, no hay crisis.
No obstante, debemos plantearlo así: la comparación y las expectativas no son tan nefastas para “todo el mundo”, de donde saldría el epíteto de “crisis mundial”. Esto, a su vez, encierra una trampa. Porque aunque las expectativas futuras sean infaustas, tal vez el momento presente no sea comparativamente peor que los momentos pasados, sencillamente porque no se aprecian cambios significativos en las tendencias sociales o personales. Hay al menos dos billones de personas en el mundo viviendo en tan malas condiciones que la crisis no ha afectado la lectura del momento presente ni de las expectativas futuras: todo es malo, es la vida cotidianamente arruinada, el hambre permanente, el miedo constante, la perpetua incomodidad vital. Aquí no hay crisis, hay normalidad.
Las clases medias no están acostumbradas a verse amenazadas por el hambre: cuando lo sienten, sienten la crisis. Para los que siempre pasan hambre, no hay crisis, hay normalidad. En el otro extremo, ni la recesión económica ni la volatilidad de los mercados implica necesariamente un empeoramiento real de las condiciones de vida y las expectativas futuras. Para los ricos, no hay crisis. Hay crisis sólo para las clases medias. Tal vez muchas personas de rango gerencial y político elevado tengan a la crisis como su mayor preocupación: esta preocupación  obedece a su condición de personas de clase media alta, que dependen de otros para seguir trabajando. Son ellos los que deben conseguir votos y balances contables completamente positivos para los gobiernos o empresas que integran. Entre los sectores dominantes, la crisis es la crisis de su clase media que teme perder su empleo o su prestigio, lo cual es válido incluso para el presidente de los EUA, del cual los propagandistas norteamericanos aseguran que es “la persona más poderosa del mundo”.  
Sin que importe todo eso, al mismo tiempo, las clases medias están gravemente obstaculizadas para comprender el propio proceso de la crisis. La razón principal es, quizá, esa tendencia ideológicamente integrada de comprender al capitalismo como una serie de buenos y malos ciclos económicos. Las clases medias no comprenden que si se preocupan por sus condiciones de existencia cotidiana durante las “crisis”, es decir, las fases negativas del crecimiento o el bienestar económicos, mucho más deben preocuparse por los momentos de crecimiento positivo y creciente bienestar. En ambos casos las clases dominantes continúan acumulando capital: en el ciclo de crecimiento, incrementan sus ganancias debido al aumento del volumen de transacciones productivas y comerciales (indispensables ante el aumento del consumo) cada una de las cuales les reporta una cuota de beneficios netos; en el ciclo de estancamiento, por otra parte, como su capacidad de consumo realmente no disminuye, la distancia con el resto de los sectores sociales se hace comparativamente más amplia, de modo que se posicionan mejor todavía para el siguiente ciclo de crecimiento, de tal manera que podrían conseguir todavía mejores tasas y volúmenes de ganancias netas.
En estas condiciones, las diferencias en la concentración económica aumentan, y con ellas se deteriora permanentemente el de por sí escaso y relativo contenido material y real de la democracia representativa. En esas condiciones, el trabajo de los gobiernos en países con mayorías electorales de clases medias es evaluado respecto de  las ideas de Crisis o No-Crisis, con la única consecuencia de que unos representantes pierden durante un tiempo su empleo, al no ser reelegidos y otros ocupan su lugar, mientras los expulsados se agazapan esperando la siguiente evaluación negativa para retomar el poder.    
Para peor, el miedo que genera la amenaza de la crisis en las clases medias habilita la ejecución periódica de políticas económicas neoliberales de ajuste y retracción del estado empresario y del estado distribuidor (en la figura de la decadencia del estado de bienestar), legitimando la ideología conservadora, aumentando los beneficios netos o relativos de los concentradores de capital (“flexibilizando” el trabajo, aumentando la plusvalía absoluta, disminuyendo las cargas impositivas progresivas o proporcionales a la riqueza). Así es: en tiempos de crisis son las clases medias las que legitiman su propio empobrecimiento relativo. El comportamiento podría parecer irracional (y no es del todo racional), pero debe tenerse en cuenta el campo de expectativas generado por la promesa de un nuevo ciclo de expansión económica.
Una consecuencia irónica y trágica será que cuanto más largo sea el ciclo de bienestar para las clases medias más vivo será el sentimiento de crisis cuando ésta finalmente se haga presente en la vida cotidiana, una sensación de “fin del mundo” que generalmente no tiene una auténtica justificación material, pues la gente de clase media no pasa de comer res y caviar a diario a  mendigar pan seco de un día para el otro (aunque esto bien puede pasar eventualmente). El tema es que la ideología del “alto consumo necesario” en tanto percepción implícita o explícita de lo que es “la buena vida” para la clase media permite una comparación inmediata entre dos momentos muy breves en el tiempo, mientras que la hegemonía de tal ideología hace el resto: el sujeto de clase media se vuelve ciclotímico y conservador ante la menor muestra de inestabilidad económica, incluso en las fases “buenas” del ciclo capitalista, y de un momento a otro pasa de sentirse feliz y programar el cambio del vehículo familiar por un cero kilómetro a intentar acumular bajo las tablas del piso cuanto dinerito caiga en sus manos.
En este contexto discursivo, es casi necesario que las clases medias carezcan de lealtad política, pues su propia ciclotimia los convierte en observadores poco cualificados que, o bien cambian de voto según sople el viento o bien se mantienen obcecadamente en sus intenciones de voto precedentes sin que ninguna prueba efectiva de la conducta errática de los partidos políticos pueda hacerles cambiar de parecer. Así, son votados los miembros de la oposición sólo porque están en la oposición y no son así percibidos como responsables de las desgracias presentes o son votados los miembros del partido gobernante, sin importar lo mucho que hayan traicionado el programa electoral que los llevó al poder.
Pero lo más importante de todo este mecanismo no es lo que ocurre con  la ideología de las clases medias durante la crisis. Lo más importante es lo que ocurre durante los ciclos de crecimiento: a las clases medias, incluidos muchos intelectuales de izquierda, se les extingue el sentido crítico a una velocidad pasmosa. Cuando el estado produce, distribuye, encuentra medios de mantener el equilibrio social, el sentido crítico se envuelve en una mortaja de conservadurismo cuya peor ventaja es que se remite a comparar con el ciclo de crisis anterior, como si el ciclo “benéfico” presente careciera de historia, burlara las reglas del capitalismo y nunca, nunca, nunca fuera a terminar.
Bruma y sombra, y vanidad. Un largo ciclo negativo no asegura un largo ciclo positivo, pero un largo ciclo positivo siempre prepara en el capitalismo las bases para un duro ciclo negativo. Incluso eso no es lo peor de todo: lo peor es la cantidad de elementos negativos que encierran los ciclos positivos (maldita ideología estúpida del menos y el más, el ganador y el perdedor, el comer o ser comido). En los ciclos de crecimiento económico y bienestar para las clases medias es cuando el consumo se dispara, la población multiplica sus esfuerzos por aumentar ese consumo y se producen dos consecuencias tremendas: la carga de entropía del sistema volcada al medio ambiente aumenta y aumenta la excitación interna del sistema: la depresión de la crisis es reemplazada por la nociva hiperactividad de la bonanza, en donde nada es lo bastante bueno, pudiendo haber más.
Tengo trabajo que hacer, otro día le buscamos solución a este asunto, cuya única alternativa es quizá una consciencia que nos permita mantener el sentido crítico en los momentos de crecimiento y aumentar nuestra tranquilidad en lo que ahora son ciclos de crisis. Sí le parece imposible, es simplemente porque el mercado y su ideología han colonizado sus ideas.