Cuando estalló la crisis argentina en el año 2001 yo estaba residiendo en España. Conociendo el desarrollo de la segunda parte de la década de 1990, en la cual el ultra-liberalismo campante empezaba a mostrar con claridad sus consecuencias, la debilidad política del gobierno de coalición era una invitación a la catástrofe. No hacía falta ser sociólogo ni adivino para suponer cómo podía terminar ese proceso, aunque era más difícil saber cómo continuaría la historia.
La crisis fue violenta, efectivamente, pero no tanto como para alcanzar el grado de crisis orgánica, en el sentido de que ni las formas políticas ni mucho menos las relaciones sociales predominantes debieron cambiar para asegurar la reproducción de la vida social, como está ocurriendo actualmente en varios países árabes. En definitiva, a pesar de la crisis socio-económica, el sistema continuó siendo en el país el de una democracia capitalista y, lo que es más significativo, esa etapa crítica se superó siguiendo el camino inverso al que se implementara una década antes para superar la crisis híper-inflacionaria de los años 1989 a 1991.
En vez de liquidarse la capacidad económica del estado, privatizando o concesionando no sólo las empresas públicas sino también los sistemas de asistencia pública más generales (excepto al sistema de justicia, al menos en los papeles), desde el año 2003 en adelante el estado se fortaleció. La lógica sistémica no es misteriosa, si se manejan las herramientas conceptuales adecuadas para comprenderla: en un estado de crisis en el cual las relaciones sociales vinculadas a los mercados de trabajo, bienes y servicios tienden continuamente a desintegrarse, el único espacio de cohesión suplementaria es el estado (pues es el espacio al que en última instancia se atribuyen las necesidades de satisfacción de integración social mínima) y, si éste no se recompone y recompone a su vez los mecanismos de integración social, el sistema no puede sino continuar su espiral autodestructiva hasta que sobreviene la crisis orgánica.
Finalmente, la caída de la tasa de ganancia capitalista modifica las expectativas de los principales agentes económicos de acumulación ampliada de capital que, de la etapa de “capitalismo predador”, pasan a preferir una etapa de reconstrucción que supone sacrificar posibilidades inmediatas de ganancias extraordinarias para reorganizar un sistema de ganancias más moderadas, pero constantes. Este es el camino que recorrió la economía (y con ella la política) de Argentina en la primera década de este siglo. Por supuesto, la posibilidad de que este camino inverso al liberalismo se realice depende de una condición substancial: que la estructura productiva y la capacidad de trabajo no estén tan dañadas que el estado no pueda realizar la reconstitución en un plazo tolerable. La desconfianza en que el estado pueda generar esta reconstitución moderada del capitalismo es, al mismo tiempo, el principal punto de resistencia de aquellos sectores productivos o especulativos que deben renunciar a las ganancias extraordinarias precedentes.
En definitiva, poco importa si los gobiernos de turno se declaran de izquierda, de centro o de derecha, sus políticas económicas no pueden desvincularse de las expectativas de los mercados de capitales y de los gestores de la inversión (sea esta productiva o especulativa), a menos que el propio estado se convierta en un actor productivo principal, capaz de contribuir poderosamente a la reconstitución del consumo en el mercado interno: la pos-comunista Rusia y la comunista china son ejemplos en este sentido.
Hace muy poco tiempo un analista económico que no puedo citar correctamente porque no recuerdo su nombre señaló que la actual crisis en los países que supieron ser el corazón del capitalismo durante su edad dorada no es homogénea: la situación de la estructura productiva, en cuanto a potencialidades de renovación estructural y productividad promedio, eran diferentes para Europa y para Estados Unidos, pues este último país estaba mejor preparado para encarar la transformación interna necesaria para reactivar su economía (cosa que está por verse), mientras que Europa debía transformar profundamente sus estructuras para alcanzar siquiera esa posibilidad.
A esto se debe agregar que Europa no es Europa y (ya podemos decirlo) ni siquiera la eurozona es la eurozona: la interacción política y económica de la unión europea jamás alcanzó la integración estructural necesaria para que un mismo proceso de crisis pueda ser respondido de manera homogénea por una política económica común y unitaria, a tal punto que las propias diferencias internas (estructurales, no sólo políticas) determinan esa incapacidad interna de reacción que se ha hecho notable en las últimas semanas con los acontecimientos griegos, italianos y pronto veremos si también españoles y hasta franceses.
La crisis no es estrictamente mundial porque los estados en crisis no son actualmente los actuales motores del capitalismo mundial. Paradójicamente, esta puede ser a mediano plazo una buena noticia para el propio capitalismo europeo. Como le ocurrió hace poco tiempo a los propios Estados Unidos de Norteamérica (que hasta hace una década parecían destinados a ser los rectores del capitalismo global y hoy trastabillan) que exista una contraparte poderosa para actuar como motor suplementario puede salvarle el pellejo a una nave cuyo motor necesita repararse (sí se permite la horrible mezcla de metáforas). Pero es que en eso se ha convertido la economía mundial: una horrible mezcla de situaciones a las cuales aplicarle el epíteto de “caóticas” es casi un pleonasmo, al borde de la redundancia: el capitalismo no es un sistema fraguado racionalmente, de modo que sus circunstancias internas no tienen por qué seguir formas, circuitos ni procesos regulares.
Otra cosa es la regulación del sistema, en donde sí es posible diagramar políticas públicas que interfieran en el caos normal de la actividad capitalista (en la producción, la distribución y el consumo). Sin embargo, esta regulación siempre será parcial e insuficiente (porque el sistema en sí es más amplio y hace circular más energía que los sistemas de regulación que puedan crearse) de tal manera que el caos siempre encontrará una vía de entrada y, andando el tiempo, terminará por imponerse. Esta matemática elemental de la circulación energética en el capitalismo es algo que los actores socio-políticos deberían tener siempre en consideración en sus estrategias, lo cual es inconcebible si estas estrategias son siempre de corto y mediano plazo.
Sí me preguntan (y nadie lo hizo) cuál es el principal problema de Europa en este momento, diría que es el siguiente: que ninguna estructura regional o local está consiguiendo establecer pautas a largo plazo para reconsiderar la crisis económica y reevaluar la posición de las economías locales en el panorama regional y mundial. No es que en las demás regiones sí se esté haciendo, pero ellas no están atravesando la crisis capitalista con tanta evidencia. El precio de primera instancia, y no hay sorpresa, lo pagan las instituciones democráticas. Voy a intentar ser gráfico: hoy la democracia europea no vale una porción de excremento de perro montada en un poste seco. El pueblo griego no ha elegido ni gobierno ni política económica, lo mismo en Italia, en España podrían creer que sí, pero tampoco. A nadie se le ha preguntado: ¿Qué hacemos? ¿Aseguramos la ganancia capitalista o garantizamos un mínimo común denominador de vida digna, aunque ello suponga sacrificar consumo suntuario? En estas circunstancias, ni soñar con preguntar por colaborar con las regiones más pobres del mundo, con sancionar condiciones productivas menos agresivas con el medio ambiente, con verificar medios globales para contener los efectos adversos de la explosión demográfica.
Hace diez años, allá en España, quien más y quien menos, de manera más explícita o velada, con más sorna o sarcasmo, con más piedad o conmiseración, con frecuencia se interrogaba la realidad latinoamericana en el siguiente sentido: ¿Es que estaréis preparados para la democracia? A ver si dejamos de ser tontos de una vez por todas: el capitalismo no está preparado para la democracia. Ahora es el imperio crítico de los indignados de Wall Street o la Puerta del Sol o el Quirinale. La memoria es corta: hace diez años era el Foro Social Mundial el que ocupaba ese sitial, pero seguramente no era tan importante porque ocurría en la periferia del capitalismo. Lo curioso es que actualmente también ocurre en la periferia: los “indignados” representan una mirada de clase media amenazada que de ninguna manera constituye una entidad social o ideológica suficiente, ni mucho menos central, en el panorama internacional. Incluso a nivel local su impacto es más bien moderado.
Comparemos: la crisis argentina de 2001 siguió el lema “Que se vayan todos”, apuntando el dedo contra esas elites políticas ineficaces en permanente recambio que Schumpeter veía circulando en la democracia. Hubo cierto recambio, es verdad, pero los mismos nombres continúan circulando (a menos que perezcan víctimas de la inexorable fragilidad humana). Mientras tanto, no hay ningún atisbo de recambio político serio en Estados Unidos o Europa, pues los conglomerados políticos y partidarios están tan consolidados como las corporaciones económicas públicas y privadas, sin importar que partido o candidato consiga sumar más votos. En España probablemente triunfará un candidato de derecha que aplicará políticas ultra-liberales de reactivación a quien la crisis salva de ser un eterno derrotado político y le permite decir que el gobierno de turno, su adversario, “ha hecho todo mal”, cuando lo cierto es que las circunstancias impedían hacer nada bien. Si por algún milagro o error contable venciera el candidato socialista, no hay por qué creer que las recetas serían muy distintas, porque a fin de cuentas lo que se hace patente es la continua debilidad política del estado frente a los mercados, como ocurría en Argentina en el “entonces” del cual hablamos.
El recurso discursivo según el cual ahora “Europa debe aprender de Sudamérica” es totalmente falaz. Las realidades y circunstancias no son análogas. Tan falso como creer que Sudamérica se librará de la crisis en caso de que afecté todavía más el funcionamiento económico global y casi tan erróneo como suponer que las mejoras sociales desarrolladas en la última década son irreversibles, de lo cual sí es claro ejemplo el deterioro del estado social europeo.
Los pesimistas sostienen que esta evolución negativa no tiene solución. Yo discrepo: solución tiene, el problema es que no vamos aplicarla porque quienes tienen el poder para solucionar las cosas no quieren pagar el precio que la solución les supondría. Voy a repetirlo una vez más, porque no tengo otra herramienta pedagógica a mano: La democracia no dará respuestas en este contexto, porque es una democracia nominal en el contexto de unas asimetrías de poder en las cuales la crisis actúa de manera muy diferente según la posición social del actor. Hay gente que sigue acumulando enormes riquezas con este sistema, sin que la crisis los amenace con el hambre, y esa gente no dice todavía: “Es suficiente. Soy lo bastante rico. Hagamos un mundo más justo”.
No sé por qué, no me sorprende.