En los últimos años estoy atestiguando un curioso proceso de reconciliación. Es una historia de amor que, como toda historia feliz, todavía no ha visto el final.
Los reconciliados amantes son, por un lado, muchos investigadores en el área de las ciencias sociales argentinas y, por el otro, el sistema capitalista de producción. En la juventud de los primeros la relación era más bien de crítica permanente y desprecio e incluso hoy, a pesar de los secretos arrumacos, estos investigadores no lo llaman por su nombre, sino que eligen un mote o sobrenombre que oculta su vieja cara de hechicero: lo llaman kirchnerismo.
El kirchnerismo es una de tantas formas que suele adoptar el capitalismo cuando la intervención de las agencias estatales es lo bastante intensa como para contener y reconducir ciertas tendencias de los mercados de bienes y servicios, financieros y de trabajo, como pueden ser la acumulación de capital financiero, la extensión de la tasa de explotación o la concentración de la riqueza social.
Como en toda historia de amor que se precie de ser apta para la novela, hay villanos. Por un lado, están los malvados representantes del capitalismo ultraliberal, que sólo a regañadientes han cedido las posiciones de privilegio que ostentaban en la última década del siglo XX y que contribuyeron al estrangulamiento del capitalismo argentino en los primeros años del XXI. Por otro lado, están los malvados que intentan descubrir detrás de la bella efigie del kirchnerismo la dura osamenta del peronismo, al cual se asocia con la restricción de libertades civiles y políticas, con autoritarismo y corporativismo emparentados quizá con el fascismo.
Como en los últimos años me he ocupado poco de la situación nacional, ha llegado la hora de volcar alguna opinión interesada en la materia, sobre todo teniendo en cuenta esta paradoja de vivir en un país al cual, de acuerdo a los parámetros capitalistas internacionales, le está “yendo bien” en el plano socioeconómico, al menos en comparación con el estado deplorable del capitalismo central y de las numerosas amenazas que sufren las poblaciones pauperizadas de otras periferias del capitalismo tardío. Eventualmente, tendré que utilizar esa mirada sociológica de mediano-largo alcance para explicar por qué, en el fondo, no puedo compartir esta relación amante que otros intelectuales del área social tienen con las actuales instituciones estatales.
En primer lugar, quizá, debo decir que no me molesta en lo absoluto que a mucha gente le vaya mejor en términos económicos con las actuales políticas. Ante la duda del porvenir, prefiero la inmediatez del achicamiento de la pobreza y la indigencia, a pesar del indudable coste en materia de consumismo exacerbado, propio del capitalismo tardío. Tampoco me molesta que le vaya bien a los investigadores sociales que consiguen un buen puesto fijo y razonablemente remunerado en el estado... aunque me asusta que con esos beneficios confundan la conveniencia personal con la observación objetiva de la situación (y digo objetiva en sentido técnico, sin pretender imposibles neutralidades valorativas).
En segundo lugar, desestimo la idea de que el peronismo que se ocultaría detrás del kirchnerismo sea antidemocrático. Este es un viejo discurso nacional de derecha que no comparto en lo absoluto. Ni el peronismo ni el kirchnerismo son en esencia antidemocráticos (de hecho, el presente gobierno encabezado por Cristina Fernández me parece ser el más respetuoso de las instituciones de la democracia formal desde el restablecimiento de la democracia). Lo que es antidemocrático en esencia es el capitalismo, y cuando digo “en esencia”, lo que quiero decir es que la distribución del poder que existe entre las principales corporaciones que componen su ciclo socioeconómico es tan asimétrica que contradice sin atenuantes las bases discursivas y las pretensiones de validez de cualquier democracia real. Deploro esa idea de que el peronismo arrastra consigo una carga tal de corporativismo que lo hace incompatible con la democracia formal. Muy por el contrario, creo que el siglo XX ha mostrado que las economías capitalistas centrales se han desarrollado mejor en el contexto de democracias corporativistas, en donde existen frenos a la volatilidad y a la voracidad de los mercados (desde la producción de materias primas a la especulación) que en el contexto de políticas ultra liberales cuyos efectos reactivadores casi siempre han sido útiles en cortos y explosivos períodos de tiempo, luego de los cuales una nueva ola de intervencionismo estatal ha sido necesaria para equilibrar el estado de la economía, ante la destrucción de los mercados de consumo interno (que el estado de los mercados externos no podían reemplazar).
Este último aspecto es la base de mi argumentación, en realidad, en mi interpretación particular de la situación argentina actual.
Desde hace al menos un siglo y cuarto existen interpretaciones críticas que asumen que el capitalismo no es un complejo social cuyas relaciones internas son estables y monolíticas. Muy por el contrario, se trata de un sistema internamente muy flexible y dinámico que goza de la posibilidad de atravesar diversas fases, que se distinguen unas de otras por el modo y la intensidad en que las relaciones de clase se disponen recíprocamente para redundar en formas particulares de explotación, expoliación, consumo, distribución de la riqueza y capacidad reguladora del estado, por ejemplo.
Es más, el capitalismo, en tanto sistema globalizado, generalmente atraviesa diferentes “fases” de manera simultánea, articulando las formas particulares de capitalismo en un país o región con las formas capitalistas particulares de otros países o regiones. El mayor control estatal en una zona del globo, por ejemplo, puede estimular una mayor liberalización de los controles en otra, mientras que un descenso en el consumo o el esquema de precios en una región puede detonar el efecto contrario en otra región.
Por esta razón, desestimo también la idea de que Argentina y Latinoamérica (a pesar de su aparente fortaleza económica relativa) están atravesando una época de independencia relativa en materia de políticas económicas. Hay, quizá, un mayor rango para la toma de decisiones políticas, los tiempos son más laxos y las urgencias menos graves que en otras épocas, pero eso se debe a la situación en el contexto global. La prueba de ello es que no todos los países de Latinoamérica están en la misma situación, sino que se han ido adaptando a las circunstancias de acuerdo a su trayectoria previa y a su inserción particular en el mercado mundial. El estado de muchos estados de bienestar europeos, al borde de la quiebra, son la prueba de que el proceso es perfectamente reversible.
El proceso de recomposición del capitalismo argentino desarrollado por el kirchnerismo (realidad de la cual es difícil dudar, con los resultados a la vista) supone en realidad el quiebre del modelo anterior y la imposibilidad de continuar por ese camino, a riesgo de socavar tanto las bases estructurales del capitalismo local que se corriera el riesgo de desarticularse respecto del capitalismo global, algo a lo cual ni siquiera las corporaciones económicas locales más conservadoras estuvieron nunca dispuestas, dada su dependencia de la colocación externa de buena parte de sus commodities.
En perspectiva, lo que puede insinuarse es que, a mediano plazo, en el capitalismo tardío al menos los estados no son libres de desarrollar políticas económicas autónomas. Más bien parece ocurrir que los problemas estructurales que pueden presentarse persisten y se profundizan hasta que el cambio de fase es forzado por las circunstancias, ya que la crisis readapta las expectativas de los actores sociales y nuevos acuerdos son posibles, al menos hasta que las tensiones internas del sistema se hacen insostenibles y un nuevo proceso de crisis las reordena. De allí la aparente (aunque nunca idéntica ni completa) oscilación del capitalismo entre etapas de alta intervención estatal (como ocurre con el kirchnerismo) y etapas más liberalizadas.
Esto ocurre porque ante la crisis de los mercados, es decir, cuando por sus propias tendencias internas vulneran las condiciones de regulación internamente sustentables, los recursos deben ser redistribuidos políticamente hasta alcanzar un nuevo punto de equilibrio dinámico (aunque tal vez sea mejor hablar de un nuevo desequilibrio con apariencia de sustentabilidad, porque en el capitalismo nada puede estabilizarse por más de unas pocas décadas). Dicho de otra forma: ante la crisis de producción y consumo las corporaciones capitalistas ceden posibilidades de acumulación máximas para mantener la posibilidad de acumulación mínima, y el excedente es controlado por la única forma organizacional conocida para la regulación de sociedades complejas: el estado.
No es magia, es ciencia.
El kirchnerismo, en lo que a sus políticas económicas se refiere, es el resultado de la trayectoria previa y de las circunstancias de inserción global y regional y, en cualquier caso, el resto de las políticas públicas (derechos humanos, educación, desarrollo sostenible, etc.) dependen de esa articulación al mismo tiempo que presentan continuidades ideológicas, en las cuales la auto-representación conlleva un diseño ideológico del esquema de expectativas éticas y morales.
No obstante, como lo demuestra el actual estado del capitalismo central, tampoco esta situación de regulación puede mantenerse indefinidamente y, antes o después, los sectores políticos más vinculados a la acumulación creciente de capital encontrarán la brecha para reclamar mayores beneficios y con ellos, necesariamente, la reducción de la intervención estatal en la economía.
Para demostrar esto, me sirvo de las expresiones de Cristina Kirchner en la última reunión cumbre del G20, en donde reclamaba, no un sistema global diferente y más justo, sino tan sólo el retorno a un “capitalismo en serio”, es decir, librado de la carga de los mercados y operadores financieros y especulativos. Sin embargo, este elemento no explica por qué persiste esta insólita (desde el punto de vista político) dependencia de grandes estados centrales a la opinión y calificación de entidades privadas y explícitamente vinculadas a la especulación financiera. La razón es que en el capitalismo tardío los estados limitan las políticas públicas a lo que permiten las carteras de inversión de los agentes privados, de tal manera que sólo se puede invertir desde el estado en aquellos “sitios” sociales en donde estos agentes perciban todavía posibilidades de generar ganancias aceptables. Si no fuera así, estaríamos frente a un verdadero proceso de revolución social encabezada por los estados.
Tengo que empezar el día, así que voy cerrando. Mi crítica al enamoramiento de los intelectuales en materias sociales con el kirchnerismo es, en cualquier caso, no ver el ciclo potencial del proceso político, por una parte y, por otra, no ver las implicancias del éxito. No extiendo esta crítica a otros observadores de la realidad, porque no es su área de conocimiento específico. Pero los “especialistas” no pueden ignorar esta tendencia al ciclo que se expresa en el capitalismo tardío y que, si no se opera políticamente para profundizar el cambio de modelo social, nos llevará tarde o temprano de vuelta al lugar en el cual el estado abandonará el campo económico a los intereses privados y esta etapa de verano será seguida por un insospechado otoño y luego por un crudo y oscuro invierno.
En el plano personal, cuando me preguntan por qué no soy oficialista o kirchnerista, estas son las principales razones.
Nota: para quienes se pregunten por el entrecomillado del título, los remito a la lectura de "La destrucción o el amor" de Aleixandre