miércoles, 30 de noviembre de 2011

Pedido de auxilio para comprender la poesía visual: del Jason de Scuzzo al Saturno de Goya


“La poesía está por todas partes, pero llevarla a la tela es, por desgracia, más complicado que verla”
Vincent Van Gogh



Lo que sigue debe entenderse como un pedido de auxilio realizado con humildad.

Como desde hace mucho tiempo defiendo la idea de que la poesía se distingue por su cualidad de ser discurso sobre el concepto (sea general o particular), antes que un uso musical del lenguaje, y como de ninguna manera se me ocurriría restringir lo discursivo a lo meramente verbal, de tal manera que las percepciones vinculadas a lo táctil, lo visual, lo olfativo, lo gustativo y lo sonoro me resultan perfectamente comprensibles como “discurso”, junto con toda la serie de combinaciones posibles, no tengo ningún problema en aceptar como válido el concepto de “poesía visual” (véase, por ejemplo: http://boek861.com/index.shtml).

El problema que encuentro es el límite. En tanto idea en la cual la imagen trata de un concepto, me cuesta distinguir entre a) la poesía visual de una imagen tratada como poema visual por su autor de b) la poesía visual percibida por el observador en cualquier ilustración o cuadro visual, en la cual, tal vez, el autor no introdujo en su práctica la idea de “poesía” en ningún nivel.

En este contexto, poesía visual sería aquella imagen o contenido fílmico (sonoro o no, acompañado de lenguaje verbal o no) elaborada por un poeta visual, pero también lo sería un Jason Voorhees ilustrado por Scuzzo (una reinterpretación particular de una imagen que es un ícono generacional), El descendimiento de Van Der Weyden, cualquiera de los bisontes de Altamira (excepto quizá ese del medio que es demasiado lánguido para mi gusto), una foto del Arco del Triunfo con dos turistas canadienses que simulan sostenerlo y, si extendemos esta idea de lo poético, son también poemas:  el Pájaro Lunar de Miró, el aroma de un trozo de excremento de perro accidentalmente pisado y asociado en la imaginación de un transeúnte con un candidato a diputado, la imagen mental de una tela de araña fosilizada, la voz de los almuecines en una madrugada invernal de Estambul, el deslizamiento de la mano sobre la suavidad y el ronroneo de un minino consentido, un recuerdo algo vergonzante de la infancia, el sabor del agua de Roma cuando se enlaza al aroma una pizza de mozzarella, tomates frescos, albahaca y ajo, el temblor emocional de los morrones asados que preparaba mi abuela y el gusto y aspecto casi vaginal de los higos frescos cuando están en su punto perfecto.

(El párrafo anterior es también, por lo tanto, un poema dentro del texto, en donde se establece una enumeración que actúa como argumento sólo en un sentido desencadenante.)
     
En este sentido, poesía es aquello que se hace concepto a partir de la percepción del cosmos que nos rodea, un discurso conceptual que trata de una existencia asociada y diferenciada del fenómeno, lo cual es igualmente válido cuando el fenómeno es, al mismo tiempo, algo construido para ser percibido, por ejemplo, como poema visual.

Supongo que se debería ser muy ingenuo para asociar simplemente la idea de poesía visual al uso de técnicas específicas vinculadas a las nuevas tecnologías de la información o la comunicación, o al mero uso de símbolos convencionales cuya semántica se reelabora en el contexto de una imagen o recorrido visual más o menos elaborado. 

Tampoco me seduce la idea del distanciamiento respecto de la poesía verbal, en el sentido de representar la poesía visual una evolución de aquella. Menos todavía me importa el carácter supuestamente vanguardista o trasgresor de la poesía visual (aunque tampoco sería justo censurarlo como "arte de clase media"), ni me interesa demasiado como mecanismo de propaganda ideológico-política, pues, en este otro sentido, las viejas filmaciones propagandísticas nazis, con sus filas perfectamente encuadradas y de ritmo perfecto, sus banderas, sus planos amplios y generosos, su sentido de la estética en un orden marcial que figuraba un orden político que figuraba un orden social, serían también buenos ejemplos de poesía visual. Así como no hay nada ideológicamente neutro en el arte, tampoco hay en la poesía nada inherentemente bueno en una perspectiva moral. Algunos de mis escritores favoritos, como Tolkien, sostienen una ideología reaccionaria que no podría ni querría ocultar, Neruda es el gran poeta que es más allá y más acá de su sentido político del comunismo. Parece claro, al menos en sus líneas más generales, el contenido ideológico de la Navidad mística de Botticelli, y que personalmente no comparta ese contenido no lo hace menos poético para mi apreciación estética singular.

De aquí mi confusión y mi pedido de alivio mental, destinado a quienquiera se digne responder...

Son poemas visuales, El triunfo de la muerte de Brueghel y el Saturno de Goya, ¿qué otra cosa podrían ser? No creo que pueda decirse que son simplemente imágenes. Mi cara en el espejo es una imagen. Y no es lo mismo, ¿o sí? No. Sí. No sé.     

martes, 29 de noviembre de 2011

Los Dunbars: breve anhistoria poética bifronte y algo de teoría de las poblaciones



The calm,
Cool face of the river,
Asked me for a kiss.

Langston Hughes, Suicide´s note

No diré, porque sería mentir abiertamente, que la prosa y la poesía de Paul Laurence Dunbar sean de las que más me han impresionado. http://www.dunbarsite.org/

No se trata de sus defectos, sino de sus virtudes. Esa llaneza visual, esa aproximación directa y efectiva al sujeto poético, ese desprecio por la complejidad verbal y, muy a pesar de su preocupación por la sonoridad autóctona del dialecto y los modismos de enunciación oral, esa facilidad para encontrar el símbolo correspondiente al afecto, lo alejan irremisiblemente de mis preferencias. Incluso en esta madrugada de un último y sofocante mes de primavera austral en la cual pensar la complejidad comporta sentir más calor.

Siempre sería posible destacar sus virtudes biográficas para ensalzar su literatura: la de su juventud al morir de tuberculosis (quizá) sin alcanzar los treinta y cuatro años de edad, la de ser el primer afroamericano en recibir reconocimiento como poeta, la de su influencia sobre Langston Hughes (lo cual sería más que suficiente para mí). Pero esta sería una injusta amonestación: mi incapacidad para disfrutar de su lenguaje poético no debe ser obstáculo para otros. Porque incluso cuando retrata de manera lineal y específica las consecuencias del racismo más extremo (por encontrarse en extremo naturalizado, tanto para el opresor racista como para el oprimido asignado a una raza), da la impresión de que mira un mundo más hermoso que el nuestro, en donde las personas son potencialmente mejores de lo que son, y que sólo escapan de la más extrema bondad por la desgraciada debilidad de la condición humana y las trampas gigantescas del destino. La gente, la humanidad que retrata este primer Dunbar de mi anhistoria de hoy, es gente y humanidad con la cual casi merece la pena convivir.   

El segundo Dunbar es autor de un número. Un número curioso: el de la saturación de la capacidad humana de entablar relaciones.

Según  la idea de Robin Ian Mc Donald Dunbar, de Liverpool, aproximadamente 147.8 es el límite cognitivo de individuos con los cuales es posible mantener una relación estable. Más allá de este número y debido a una incapacidad constitutiva del cerebro humano, los vínculos sociales ganan en conflictividad o se debilitan necesariamente. Al margen de la sorpresa inicial y de las dudas que deben caber acerca de la precisión de este número, alcanzado con evidencia indirecta tanto en el plano biológico como en el histórico, no parece insensato postular que, efectivamente, existe un límite para nuestra capacidad de entablar vínculos significativos. De hecho, nuestras actuales sociedades de decenas y centenas de millones de individuos socializados de manera sistemática, asociado este número con el postulado del segundo Dunbar, fortalecen mi idea estructuralista de la prevalencia de la estructura histórica por sobre el sujeto biográfico y también hacen cosquillas en mi gusto por las formulaciones matemáticas, de tal modo que, en cierta medida, estoy bien predispuesto hacia él.

En el estado actual de las ciencias sociales, por otra parte, el intento del cálculo exacto del número límite para las interacciones humanas  me parece temerario. Me parece más que suficiente el tener un rango aproximado, porque la aproximación de Robin Dunbar se basa en ciertas características de la corteza cerebral humana que mide en términos de una topografía social muy lineal, cuando es necesaria una topología de ambos términos. Dicho de manera más sencilla: nuestra capacidad mental de entablar relaciones significativas esta indudablemente limitada por nuestra capacidad cerebral (aunque no conozcamos dicho límite en términos matemáticos precisos) pero esta capacidad cerebral estará también condicionada por la interacción de la estructura biológica con la estructura social, sin contar con la evidente incertidumbre conceptual encerrada en el concepto de “significativo”. ¿Qué significa que una relación social frecuente sea significativa? Porque una cosa es la relevancia emocional, por ejemplo, que pueda tener una relación para la experiencia de los sujetos que la compongan y otra muy diferente es su relevancia en términos de la reedición de las condiciones sociales de existencia de esos mismos sujetos.

En realidad no tiene mucho sentido intentar dar un número preciso para un objeto de pensamiento impreciso. Es como decir que en una canasta en donde hay tres naranjas, dos tomates, tres cachorritos de perro pekinés y doscientas mil huevas de pulga más trescientas trece de araña de cuatro especies diferentes hay “exactamente” 200.321 vástagos o productos naturales (o 200.322, según cómo consideremos a la propia canasta, y si no se nos objeta que hayamos dejado de lado a millones de otros microorganismos).

Lo que sí tiene sentido es considerar las diferencias cualitativas que pueden tener dos sociedades humanas de diferente escala poblacional. Toynbee destacó ya hace mucho la diferencia entre sociedad y comunidad, y esa distinción nos aporta cierta claridad para nuestro tema: el número de Robin Dunbar quizá sea el límite para la comunidad, pero las sociedades humanas han demostrado ser sistemas adaptativos que tienden a ignorar las limitaciones particulares, porque disciplinan y construyen sujetos adaptados a su estructura en posiciones diferentes pero articuladas por la propia lógica de reproducción estructural, de tal manera que el número de Dunbar las tiene sin cuidado (descontando que esta idea supone una lectura antropomórfica de la estructura, que carece de referencias auto-cognitivas reales).

Tiene sentido preguntarse si la ampliación de la división del trabajo que interactuó con el crecimiento poblacionallegislaciones indirectas y complejas y funciones sociales de regulación que determinaron la aparición del estado.  En este sentido, la pregunta sería: ¿cuál es el rango poblacional y de división del trabajo que puede alcanzar una sociedad sin necesidad de generar funciones sociales de regulación compatibles con la existencia de un estado? La pregunta de Dunbar se invierte, y el número máximo se convierte intuitivamente en número mínimo: ¿cuánta necesidad de regulación estatal tendría una sociedad de ciento cincuenta habitantes o menos?

Por supuesto, sí sabemos que una sociedad de este calibre poblacional sería incapaz de extender mucho más la división del trabajo y la renovación tecnológica (al menos sin la intervención de sociedades o comunidades externas y más complejas y numerosas). En realidad, el problema aquí es que la limitación no se encuentra en la cantidad de relaciones que pueda un ser humano realmente tener, sino en la cantidad de funciones sociales significativas que puede asumir de manera competente. Por ejemplo, la reproducción de nuestras grandes sociedades contemporáneas requiere de especializaciones que, por una parte, limitan las posibilidades de desarrollo personal autógeno y, por otra parte, hacen necesaria la coexistencia de muchísimos especialistas (mucho más que ciento cincuenta) para la reproducción social, de tal manera que el aislamiento y la incomunicación entre diferentes funciones sociales es una necesidad sistémica.

La conclusión preliminar sería que nuestras sociedades no sólo pueden sobrevivir en base a relaciones poco significativas, sino que necesariamente nos involucran a nivel subjetivo en este tipo de relaciones: los médicos y sus pacientes, los docentes y sus estudiantes, los productores y los consumidores. Esta es la gran trampa social de la economía de mercado: regula la entropía social de manera eficiente, pero al impedir la disgregación de las relaciones sociales lo hace debilitando la  importancia de cada relación en sí misma. Esta extensión de la liquidez social (tantas veces señalada por Zygmunt Bauman –basta, Zyggy, ya es suficiente, ya captamos la idea–) hace que la fragilidad de las relaciones sociales sea comprensible: cada una de ellas es menos significativa para la supervivencia del conjunto, se hace más débil y pasible de enfrentarse a esa realización de la entropía social que es la entropía manifiesta, es decir, aquella que no es controlada por ningún mecanismo o dispositivo de regulación social.

En Siete Días en Nueva Creta, Robert Graves asume el “número de Dunbar” (la novela es muy anterior al postulado) y postula además que, en una sociedad  bien regulada, la guerra sólo es posible entre poblaciones limitadas (no comete la imprecisión poética de dar un número) que se conozcan suficientemente entre sí. Esta presunción se alinea correctamente con la intuición de que, en algún lugar, la idea detrás del número de Dunbar es más relevante que el propio número, pues nos plantea problemas teóricos interesantes, incluso en términos materiales. La famosa discusión de los términos de Malthus en torno al crecimiento poblacional se amplia: ya no sólo es discutible en términos de la capacidad social de producción de excedentes alimenticios, sino que puede debatirse en términos de límites psicológicos y cognitivos.

El propio concepto de “relación social” gana en imprecisión en este contexto, pues estamos en condiciones en las cuales las relaciones emocionalmente significativas están divorciadas de las relaciones económicamente significativas: la producción de mercancías se ha encargado puntillosamente de reproducir este proceso, que es importante porque ya hace rato alcanza otro ámbito importante: el de la producción de los propios sujetos que intervienen en las relaciones sociales, pues deben ser sujetos cada vez más capaces de establecer relaciones “poco significativas”, para extender lo más posible su capacidad de entablar relaciones con otras personas, pero también con otros objetos. Por ejemplo, y aproximadamente, un sujeto que se apega mucho a sus propiedades consumirá menos que un sujeto que rápidamente las descarte emocionalmente; un sujeto muy aferrado a sus relaciones afectivas humanas (o animales, o vegetales, o artísticas) más inmediatas, consumirá menos que otro adaptado a la liquidez extrema de sus afectos. El sistema actual no puede permitirse el lujo de sujetos tan afectuosos y poco consumistas.

Este no es un mundo que la poética de Paul Laurence Dunbar pareciera capaz de captar. Ciertamente que no es ajeno a él, un descendiente de esclavos en esa fiebre de mercantilizar el cuerpo que era el precedente algo infantil y poco sofisticado de la actual mercantilización y cosificación de las mentes de los seres humanos “libres”. Toda otra relación entre mis dos Dunbars se hace caprichosa: ¿quién sabe si el afroamericano Dunbar debía su apellido a algún antiguo esclavista homónimo de ascendencia escocesa (me consta que muchas importantes familias escocesas se dedicaron a la trata de personas) que nombrara su mercancía o a algún otro accidente de la geografía norteamericana (al menos cinco localidades de los EUA se denominan Dunbar)?

El sol ha subido y, con él, la temperatura. Me espera lo cotidiano detrás de esta última línea y por eso es necesario que no diga nada más.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Las “clases medias” a escala global: ¿por qué les cuesta entender las crisis económicas?


La sociología puede aportar esa visión de gran escala para los problemas cotidianos que resulta personalmente compensatoria, porque la lectura de procesos prolongados incrementa la sensación subjetiva (y absolutamente ilusoria) de control y, al mismo tiempo, la contradictoria seguridad objetiva de estar acompañados en las desgracias.
No obstante, la visión general está puesta también en perspectiva ideológica y es, por lo tanto, igualmente engañosa. Este evento es particularmente importante porque los sociólogos nos agolpamos en la “clase media”, ese sector conceptualmente incómodo para la visión estructuralista del capitalismo que abarca profesionales independientes, trabajadores calificados o no calificados de ingresos “medios”, consumidores controlados y tendencialmente compulsivos y, henos aquí, intelectuales de toda área y especie. No es un sector improductivo. Por el contrario, es muy activo en la producción de bienes y servicios y, también, de productos simbólicos y discursivos. Entre estos últimos destacan los discursos de dos especies: la minoría de discursos de alta y mediana crítica social que expresan una indulgente auto-apreciación de una alta “consciencia” de lo social, por un lado y, por otro lado, una abrumadora mayoría de  discursos conservadores.
Las clases medias son sectores económicamente privilegiados y políticamente dependientes, situación de donde se dispara esa errática y oscilante ideología que acompaña a los concentradores de capital en las buenas épocas y se vuelca en un incondicional amor al  “pueblo” en las malas. De esta oscilación, claramente observable en cualquier proceso social de mediana escala, surge mi tradicional desconfianza hacia la actitud ideológico-política del sector, que necesariamente es también desconfianza refleja. ¿Dónde –tiendo a preguntarme- se revela mi propia condición de clase media?
Por ejemplo, en mis preocupaciones medioambientales, artísticas y culturales pero, más específicamente, en mis preocupaciones sociológicas. La sentencia que escupiré a continuación intenta provocarlo, querido y probablemente imaginario lector (o lectora), porque las probabilidades estadísticas de que usted pertenezca a estas clases medias es altísima, sencillamente porque las clases (más) subordinadas no leen estas cosas y las clases altas son poco numerosas. Recuerdo la contradicción de clase media más flagrante: Marx deseaba fervientemente que su gran obra, El Capital, alcanzara a las masas trabajadoras, razón por la cual aplaudió la idea de una edición francesa por fascículos; no obstante, su estilo de escritura y presentación de los resultados de la investigación requieren de ese capital simbólico del cual las clases trabajadoras de su época no podían apropiarse todavía.
Estamos aquí, como siempre, haciendo evidente nuestra situación social porque es esta la que determina nuestro rango de consciencia más probable, el espacio de lo social y lo real que podemos realmente pensar y criticar. ¡Ah, sí! La sentencia provocativa: “La crisis económica mundial es una crisis para las clases medias”.
Las razones son las siguientes: el concepto errático de crisis supone, en este contexto, una comparación desfavorable con un momento anterior y una evaluación desfavorable de las expectativas económicas en el futuro próximo. En este contexto, donde la comparación no es desfavorable y las expectativas no son malas, no hay crisis.
No obstante, debemos plantearlo así: la comparación y las expectativas no son tan nefastas para “todo el mundo”, de donde saldría el epíteto de “crisis mundial”. Esto, a su vez, encierra una trampa. Porque aunque las expectativas futuras sean infaustas, tal vez el momento presente no sea comparativamente peor que los momentos pasados, sencillamente porque no se aprecian cambios significativos en las tendencias sociales o personales. Hay al menos dos billones de personas en el mundo viviendo en tan malas condiciones que la crisis no ha afectado la lectura del momento presente ni de las expectativas futuras: todo es malo, es la vida cotidianamente arruinada, el hambre permanente, el miedo constante, la perpetua incomodidad vital. Aquí no hay crisis, hay normalidad.
Las clases medias no están acostumbradas a verse amenazadas por el hambre: cuando lo sienten, sienten la crisis. Para los que siempre pasan hambre, no hay crisis, hay normalidad. En el otro extremo, ni la recesión económica ni la volatilidad de los mercados implica necesariamente un empeoramiento real de las condiciones de vida y las expectativas futuras. Para los ricos, no hay crisis. Hay crisis sólo para las clases medias. Tal vez muchas personas de rango gerencial y político elevado tengan a la crisis como su mayor preocupación: esta preocupación  obedece a su condición de personas de clase media alta, que dependen de otros para seguir trabajando. Son ellos los que deben conseguir votos y balances contables completamente positivos para los gobiernos o empresas que integran. Entre los sectores dominantes, la crisis es la crisis de su clase media que teme perder su empleo o su prestigio, lo cual es válido incluso para el presidente de los EUA, del cual los propagandistas norteamericanos aseguran que es “la persona más poderosa del mundo”.  
Sin que importe todo eso, al mismo tiempo, las clases medias están gravemente obstaculizadas para comprender el propio proceso de la crisis. La razón principal es, quizá, esa tendencia ideológicamente integrada de comprender al capitalismo como una serie de buenos y malos ciclos económicos. Las clases medias no comprenden que si se preocupan por sus condiciones de existencia cotidiana durante las “crisis”, es decir, las fases negativas del crecimiento o el bienestar económicos, mucho más deben preocuparse por los momentos de crecimiento positivo y creciente bienestar. En ambos casos las clases dominantes continúan acumulando capital: en el ciclo de crecimiento, incrementan sus ganancias debido al aumento del volumen de transacciones productivas y comerciales (indispensables ante el aumento del consumo) cada una de las cuales les reporta una cuota de beneficios netos; en el ciclo de estancamiento, por otra parte, como su capacidad de consumo realmente no disminuye, la distancia con el resto de los sectores sociales se hace comparativamente más amplia, de modo que se posicionan mejor todavía para el siguiente ciclo de crecimiento, de tal manera que podrían conseguir todavía mejores tasas y volúmenes de ganancias netas.
En estas condiciones, las diferencias en la concentración económica aumentan, y con ellas se deteriora permanentemente el de por sí escaso y relativo contenido material y real de la democracia representativa. En esas condiciones, el trabajo de los gobiernos en países con mayorías electorales de clases medias es evaluado respecto de  las ideas de Crisis o No-Crisis, con la única consecuencia de que unos representantes pierden durante un tiempo su empleo, al no ser reelegidos y otros ocupan su lugar, mientras los expulsados se agazapan esperando la siguiente evaluación negativa para retomar el poder.    
Para peor, el miedo que genera la amenaza de la crisis en las clases medias habilita la ejecución periódica de políticas económicas neoliberales de ajuste y retracción del estado empresario y del estado distribuidor (en la figura de la decadencia del estado de bienestar), legitimando la ideología conservadora, aumentando los beneficios netos o relativos de los concentradores de capital (“flexibilizando” el trabajo, aumentando la plusvalía absoluta, disminuyendo las cargas impositivas progresivas o proporcionales a la riqueza). Así es: en tiempos de crisis son las clases medias las que legitiman su propio empobrecimiento relativo. El comportamiento podría parecer irracional (y no es del todo racional), pero debe tenerse en cuenta el campo de expectativas generado por la promesa de un nuevo ciclo de expansión económica.
Una consecuencia irónica y trágica será que cuanto más largo sea el ciclo de bienestar para las clases medias más vivo será el sentimiento de crisis cuando ésta finalmente se haga presente en la vida cotidiana, una sensación de “fin del mundo” que generalmente no tiene una auténtica justificación material, pues la gente de clase media no pasa de comer res y caviar a diario a  mendigar pan seco de un día para el otro (aunque esto bien puede pasar eventualmente). El tema es que la ideología del “alto consumo necesario” en tanto percepción implícita o explícita de lo que es “la buena vida” para la clase media permite una comparación inmediata entre dos momentos muy breves en el tiempo, mientras que la hegemonía de tal ideología hace el resto: el sujeto de clase media se vuelve ciclotímico y conservador ante la menor muestra de inestabilidad económica, incluso en las fases “buenas” del ciclo capitalista, y de un momento a otro pasa de sentirse feliz y programar el cambio del vehículo familiar por un cero kilómetro a intentar acumular bajo las tablas del piso cuanto dinerito caiga en sus manos.
En este contexto discursivo, es casi necesario que las clases medias carezcan de lealtad política, pues su propia ciclotimia los convierte en observadores poco cualificados que, o bien cambian de voto según sople el viento o bien se mantienen obcecadamente en sus intenciones de voto precedentes sin que ninguna prueba efectiva de la conducta errática de los partidos políticos pueda hacerles cambiar de parecer. Así, son votados los miembros de la oposición sólo porque están en la oposición y no son así percibidos como responsables de las desgracias presentes o son votados los miembros del partido gobernante, sin importar lo mucho que hayan traicionado el programa electoral que los llevó al poder.
Pero lo más importante de todo este mecanismo no es lo que ocurre con  la ideología de las clases medias durante la crisis. Lo más importante es lo que ocurre durante los ciclos de crecimiento: a las clases medias, incluidos muchos intelectuales de izquierda, se les extingue el sentido crítico a una velocidad pasmosa. Cuando el estado produce, distribuye, encuentra medios de mantener el equilibrio social, el sentido crítico se envuelve en una mortaja de conservadurismo cuya peor ventaja es que se remite a comparar con el ciclo de crisis anterior, como si el ciclo “benéfico” presente careciera de historia, burlara las reglas del capitalismo y nunca, nunca, nunca fuera a terminar.
Bruma y sombra, y vanidad. Un largo ciclo negativo no asegura un largo ciclo positivo, pero un largo ciclo positivo siempre prepara en el capitalismo las bases para un duro ciclo negativo. Incluso eso no es lo peor de todo: lo peor es la cantidad de elementos negativos que encierran los ciclos positivos (maldita ideología estúpida del menos y el más, el ganador y el perdedor, el comer o ser comido). En los ciclos de crecimiento económico y bienestar para las clases medias es cuando el consumo se dispara, la población multiplica sus esfuerzos por aumentar ese consumo y se producen dos consecuencias tremendas: la carga de entropía del sistema volcada al medio ambiente aumenta y aumenta la excitación interna del sistema: la depresión de la crisis es reemplazada por la nociva hiperactividad de la bonanza, en donde nada es lo bastante bueno, pudiendo haber más.
Tengo trabajo que hacer, otro día le buscamos solución a este asunto, cuya única alternativa es quizá una consciencia que nos permita mantener el sentido crítico en los momentos de crecimiento y aumentar nuestra tranquilidad en lo que ahora son ciclos de crisis. Sí le parece imposible, es simplemente porque el mercado y su ideología han colonizado sus ideas.   

sábado, 19 de noviembre de 2011

Los intermitentes: de los fantasmas virtuales o la metafísica del presente


Casi no hay duda alguna de que el mundo debe a mi querido tío o primo M...R... B..., poeta (el título más noble que puedo conceder a un ser humano) entre otras virtudes, y a quien he visto y oído y tocado, el descubrimiento de los Intermitentes. Sin duda hacía tiempo ya que deambulaban por ahí, apareciendo o desapareciendo a su antojo (o guiados por fuerzas desconocidas), inquietándonos con su presencia o ausencia y, lo que es más importante en nuestro caso, dejándonos de inquietar casi inmediatamente.
“Hoy” (si prefieren el ensayo) o “Desde este cercano futuro” (si prefieren el relato fantástico) les escribo para informarles, para alertarles, para entretenerlos un rato y explicar qué son, cómo debemos pensar, estas extrañas figuras de la mente, de la realidad, de la nada, que son los Intermitentes.
En algún momento de la prehistoria humana ocurrió algo relevante, en algún lugar. La ignorancia nos obliga a especular, por ejemplo, que una persona tuvo la brillantísima y triste idea de señalar algo en el mundo para que otros lo vieran a pesar de no encontrarse él presente. Tal vez fue algo tan simple como amontonar unas piedras o clavar un palo en el suelo para indicar alimento, agua, peligro, muerte, pero el hecho es que conscientemente marcó el mundo de tal manera que su mensaje llegó a alguien más sin que esta segunda persona viera a la primera, sin que pudiera tal vez reconocerlo. Este secreto Da Vinci creó la intermitencia. Mientras las piedras y el palo estuvieron solos, no eran más que mundo; cuando la persona segunda los vio, se transformaron en mensaje y recuperaron a la primera persona, ya desaparecida.
Luego llegó el lenguaje referencial, donde el yo y el no eran ya las únicas partículas significativas. Proliferó toda clase de símbolos e iconos que identificaban y representaban a la vez entidades que no se hallaban presentes. Sobrevino la escritura, en donde incluso el Yo y el pueden ser apenas referencias. Luego, la comunicación descansó unos miles de años y llegaron cerca de este presente, en donde acontece en tantas formas que incluso las referencias se diluyen en dudas que generalmente no intentamos siquiera plantear.
No obstante, un poeta en Madrid observó un día que en estas nuevas formas hay gente que aparece,  desaparece, reaparece. Estos son los Intermitentes. Ya no son susurros, pasos en habitaciones vacías, un sonido oxidado de cadenas arrastradas, manchas de sangre que el detergente Pinkerton vuelve también intermitentes. Ahora son nombres y fotografías en una pantalla electrónica, en la cual la tecnología ha domesticado los inquietos electrones, las erráticas frecuencias de la luz visible  y las ondas sonoras para convertirlas en información, pero casi nunca sabemos por medio de qué personas y muchas veces de qué personas llegan estos mensajes.
El mundo de la información se ha convertido en un  océano desolado, en donde billones de botellas viajan llevando mensajes, o simulando llevar mensajes, y cuyo fondo está crecientemente repleto de botellas cuyo sello ha fallado y se han sumergido para siempre con sus mensajes humedecidos y podridos. Y en ese mundo vivimos las personas más afortunadas. ¿Perciben, quizá, ese vago y dulzón y doloroso tufillo del sarcasmo?
Luego, han comenzado a ocurrir cosas. Han llegado de mensajes de desconocidos, que de pronto son familiares o amigos, han llegado fotografías de gente que sólo conoceremos por esas mismas fotografías, llegan informaciones de amores y odios maduros o infantiles que no nos interesan, comentarios, discursos, relatos, ensayos, exclamaciones y más comentarios. Sin siquiera darnos cuenta, naturalizamos la intermitencia de las personas y, hacia ellas, incrementamos nuestra propia intermitencia. Como ocurre con los fantasmas clásicos, que son transparentes y susurrantes, los Intermitentes son etéreos y su voz electrónica y débil  llega desde el más allá, un no-lugar y un no-tiempo, en realidad. Las informaciones más importantes tienden a perder fuerza, pues se desvanecen parcialmente en esta irrealidad, el afecto pierde color, porque tiene realmente menos materia, y sólo el recuerdo de lo visto, lo oído y lo tocado permanece con autentica sensación de realidad.
Salto accidental
Tiempo es todo lo que fue necesario para que comenzaran a llegar mensajes que parecían bromas de mal gusto. A los amigos y familiares que nunca vimos ni tocamos comenzaron a sumarse amigos y familiares fallecidos: los Intermitentes cruzaron la Gran Barrera y encontraron este mecanismo para comunicarse con nosotros, muy superior a los sueños, aunque menos significativo. Los muertos se acomodaron a las reglas. No demandaban ni brindaban información realmente relevante, no son esas las reglas del nuevo mundo. Para alcanzar esta nueva dimensión de realidad, debieron conformarse con la frugal disciplina del embotamiento mental de las comunicaciones insignificantes o, lo que es lo mismo, de las comunicaciones significativas que perdían inmediatamente importancia. La electrónica permitía informarse de todo, captarlo todo, hasta tal punto que resultaba ya imposible ocuparse realmente de nada.
Casi instantes después, incluso los muertos perdieron el control. Recibimos solicitudes y demandas, comentarios de muertos que jamás fueron nuestros conocidos y, como tales, no tuvimos ninguna manera de identificarlos como tales, hasta que un comentario colateral, incidental o accidental nos revelaba su condición. Para ese momento, justo es señalarlo, ya no nos importaba eso tampoco. Estábamos acostumbrados a que la información fuera falsa, dudosa o insípida, ¿qué más daba si el comentario era de un vivo desconocido o de un muerto al que conocimos una vez en una calleja de Lisboa o de Palancué? Mucha gente estaba ya acostumbrada también a convivir con desconocidos en mundos irreales, surrealistas, ultra-realistas, utópicos o distópicos. El mundo humano se transformó en una nueva dimensión de la metafísica, o viceversa. No soy filósofo, quiero que un vivo o un muerto más sabio o instruido me alcance una respuesta a esta cuestión.
En el mundo virtual se puede cambiar de sexo sin dolorosas operaciones, de altura, de facciones, de edad, de experiencias y, aunque la mentira y la fantasía ya existían en el mundo ordinario, es relevante destacar que en el nuevo mundo eso no tiene auténtica importancia, mientras no lo contradiga otra información igualmente irreal o irrelevante. El mundo de los intermitentes posee cualidades excepcionales, pues es un universo en donde conviven sin contradicción la coherencia y el caos, mientras cuenten con el sólo beneplácito de la indeterminación, mientras todo sea fantasmal, la figura puede atravesar la pared.
Llegados a este punto, nuestro devenir es la pura intermitencia: cuando existimos para otros, no existimos para nosotros mismos y lo que para otros existe puede o no parecerse o aproximarse a lo que percibimos de nosotros mismos, de tal manera que, en definitiva, lo que establece la posibilidad de la intermitencia es que lo significativo no lo sea.
No imprimiré en papel estas líneas (al menos no por el momento). Si se pierden, si nadie las percibe como mensaje, se hundirán en aquél océano y esta parte de mí se perderá. Sin embargo, si eso no ocurriera, ¿qué importancia tendría?
Tal vez las coincidencias no existan. Esta es la Aztlán y la Arcadia del nuevo Tlön, aunque ningún Urn Burial de Browne (que para mí es tan sólo una referencia fantástica) está aquí para acompañarme, sino tan sólo esta pantalla, con esas palabras que con el siguiente punto dejaré de escribir.  

jueves, 17 de noviembre de 2011

La crisis económica sigue: ¿por qué no nos sorprende?


Cuando estalló la crisis argentina en el año 2001 yo estaba residiendo en España. Conociendo el desarrollo de la segunda parte de la década de 1990, en la cual el ultra-liberalismo campante empezaba a mostrar con claridad sus consecuencias, la debilidad política del gobierno de coalición era una invitación a la catástrofe. No hacía falta ser sociólogo ni adivino para suponer cómo podía terminar ese proceso, aunque era más difícil saber cómo continuaría la historia.
La crisis fue violenta, efectivamente, pero no tanto como para alcanzar el grado de crisis orgánica, en el sentido de que ni las formas políticas ni mucho menos las relaciones sociales predominantes debieron cambiar para asegurar la reproducción de la vida social, como está ocurriendo actualmente en varios países árabes. En definitiva, a pesar de la crisis socio-económica, el sistema continuó siendo en el país el de una democracia capitalista y, lo que es más significativo, esa etapa crítica se superó siguiendo el camino inverso al que se implementara una década antes para superar la crisis híper-inflacionaria de los años 1989 a 1991.
En vez de liquidarse la capacidad económica del estado, privatizando o concesionando no sólo las empresas públicas sino también los sistemas de asistencia pública más generales (excepto al sistema de justicia, al menos en los papeles), desde el año 2003 en adelante el estado se fortaleció. La lógica sistémica no es misteriosa, si se manejan las herramientas conceptuales adecuadas para comprenderla: en un estado de crisis en el cual las relaciones sociales vinculadas a los mercados de trabajo, bienes y servicios tienden continuamente a desintegrarse, el único espacio de cohesión suplementaria es el estado (pues es el espacio al que en última instancia se atribuyen las necesidades de satisfacción de integración social mínima) y, si éste no se recompone y recompone a su vez los mecanismos de integración social, el sistema no puede sino continuar su espiral autodestructiva hasta que sobreviene la crisis orgánica.
Finalmente, la caída de la tasa de ganancia capitalista modifica las expectativas de los principales agentes económicos de acumulación ampliada de capital que, de la etapa de “capitalismo predador”, pasan a preferir una etapa de reconstrucción que supone sacrificar posibilidades inmediatas de ganancias extraordinarias para reorganizar un sistema de ganancias más moderadas, pero constantes. Este es el camino que recorrió la economía (y con ella la política) de Argentina en la primera década de este siglo. Por supuesto, la posibilidad de que este camino inverso al liberalismo se realice depende de una condición substancial: que la estructura productiva y la capacidad de trabajo no estén tan dañadas que el estado no pueda realizar la reconstitución en un plazo tolerable. La desconfianza en que el estado pueda generar esta reconstitución moderada del capitalismo es, al mismo tiempo, el principal punto de resistencia de aquellos sectores productivos o especulativos que deben renunciar a las ganancias extraordinarias precedentes.
En definitiva, poco importa si los gobiernos de turno se declaran de izquierda, de centro o de derecha, sus políticas económicas no pueden desvincularse de las expectativas de los mercados de capitales y de los gestores de la inversión (sea esta productiva o especulativa), a menos que el propio estado se convierta en un actor productivo principal, capaz de contribuir poderosamente a la reconstitución del consumo en el mercado interno: la pos-comunista Rusia y la comunista china son ejemplos en este sentido.
Hace muy poco tiempo un analista económico que no puedo citar correctamente porque no recuerdo su nombre señaló que la actual crisis en los países que supieron ser el corazón del capitalismo durante su edad dorada no es homogénea: la situación de la estructura productiva, en cuanto a potencialidades de renovación estructural y productividad promedio, eran diferentes para Europa y para Estados Unidos, pues este último país estaba mejor preparado para encarar la transformación interna necesaria para reactivar su economía (cosa que está por verse), mientras que Europa debía transformar profundamente sus estructuras para alcanzar siquiera esa posibilidad.
A esto se debe agregar que Europa no es Europa y (ya podemos decirlo) ni siquiera la eurozona es la eurozona: la interacción política y económica de la unión europea jamás alcanzó la integración estructural necesaria para que un mismo proceso de crisis pueda ser respondido de manera homogénea por una política económica común y unitaria, a tal punto que las propias diferencias internas (estructurales, no sólo políticas) determinan esa incapacidad interna de reacción que se ha hecho notable en las últimas semanas con los acontecimientos griegos, italianos y pronto veremos si también españoles y hasta franceses.
La crisis no es estrictamente mundial porque los estados en crisis no son actualmente los actuales motores del capitalismo mundial. Paradójicamente, esta puede ser a mediano plazo una buena noticia para el propio capitalismo europeo. Como le ocurrió hace poco tiempo a los propios Estados Unidos de Norteamérica (que hasta hace una década parecían destinados a ser los rectores del capitalismo global y hoy trastabillan) que exista una contraparte poderosa para actuar como motor suplementario puede salvarle el pellejo a una nave cuyo motor necesita repararse (sí se permite la horrible mezcla de metáforas). Pero es que en eso se ha convertido la economía mundial: una horrible mezcla de situaciones a las cuales aplicarle el epíteto de “caóticas” es casi un pleonasmo, al borde de la redundancia: el capitalismo no es un sistema fraguado racionalmente, de modo que sus circunstancias internas no tienen por qué seguir formas, circuitos ni procesos regulares.
Otra cosa es la regulación del sistema, en donde sí es posible diagramar políticas públicas que interfieran en el caos normal de la actividad capitalista (en la producción, la distribución y el consumo). Sin embargo, esta regulación siempre será parcial e insuficiente (porque el sistema en sí es más amplio y hace circular más energía que los sistemas de regulación que puedan crearse) de tal manera que el caos siempre encontrará una vía de entrada y, andando el tiempo, terminará por imponerse. Esta matemática elemental de la circulación energética en el capitalismo es algo que los actores socio-políticos deberían tener siempre en consideración en sus estrategias, lo cual es inconcebible si estas estrategias son siempre de corto y mediano plazo.
Sí me preguntan (y nadie lo hizo) cuál es el principal problema de Europa en este momento, diría que es el siguiente: que ninguna estructura regional o local está consiguiendo establecer pautas a largo plazo para reconsiderar la crisis económica y reevaluar la posición de las economías locales en el panorama regional y mundial. No es que en las demás regiones sí se esté haciendo, pero ellas no están atravesando la crisis capitalista con tanta evidencia. El precio de primera instancia, y no hay sorpresa, lo pagan las instituciones democráticas. Voy a intentar ser gráfico: hoy la democracia europea no vale una porción de excremento de perro montada en un poste seco. El pueblo griego no ha elegido ni gobierno ni política económica, lo mismo en Italia, en España podrían creer que sí, pero tampoco. A nadie se le ha preguntado: ¿Qué hacemos? ¿Aseguramos la ganancia capitalista o garantizamos un mínimo común denominador de vida digna, aunque ello suponga sacrificar consumo suntuario? En estas circunstancias, ni soñar con preguntar por colaborar con las regiones más pobres del mundo, con sancionar condiciones productivas menos agresivas con el medio ambiente, con verificar medios globales para contener los efectos adversos de la explosión demográfica.
Hace diez años, allá en España, quien más y quien menos, de manera más explícita o velada, con más sorna o sarcasmo, con más piedad o conmiseración, con frecuencia se interrogaba la realidad latinoamericana en el siguiente sentido: ¿Es que estaréis preparados para la democracia? A ver si dejamos de ser tontos de una vez por todas: el capitalismo no está preparado para la democracia. Ahora es el imperio crítico de los indignados de Wall Street o la Puerta del Sol o el Quirinale. La memoria es corta: hace diez años era el Foro Social Mundial el que ocupaba ese sitial, pero seguramente no era tan importante porque ocurría en la periferia del capitalismo. Lo curioso es que actualmente también ocurre en la periferia: los “indignados” representan una mirada de clase media amenazada que de ninguna manera constituye una entidad social o ideológica suficiente, ni mucho menos central, en el panorama internacional. Incluso a nivel local su impacto es más bien moderado.
Comparemos: la crisis argentina de 2001 siguió el lema “Que se vayan todos”, apuntando el dedo contra esas elites políticas ineficaces en permanente recambio que Schumpeter veía circulando en la democracia. Hubo cierto recambio, es verdad, pero los mismos nombres continúan circulando (a menos que perezcan víctimas de la inexorable fragilidad humana). Mientras tanto, no hay ningún atisbo de recambio político serio en Estados Unidos o Europa, pues los conglomerados políticos y partidarios están tan consolidados como las corporaciones económicas públicas y privadas, sin importar que partido o candidato consiga sumar más votos. En España probablemente triunfará un candidato de derecha que aplicará políticas ultra-liberales de reactivación a quien la crisis salva de ser un eterno derrotado político y le permite decir que el gobierno de turno, su adversario, “ha hecho todo mal”, cuando lo cierto es que las circunstancias impedían hacer nada bien. Si por algún milagro o error contable venciera el candidato socialista, no hay por qué creer que las recetas serían muy distintas, porque a fin de cuentas lo que se hace patente es la continua debilidad política del estado frente a los mercados, como ocurría en Argentina en el “entonces” del cual hablamos.
El recurso discursivo según el cual ahora “Europa debe aprender de Sudamérica” es totalmente falaz. Las realidades y circunstancias no son análogas. Tan falso como creer que Sudamérica se librará de la crisis en caso de que afecté todavía más el funcionamiento económico global y casi tan erróneo como suponer que las mejoras sociales desarrolladas en la última década son irreversibles, de lo cual sí es claro ejemplo el deterioro del estado social europeo.  
Los pesimistas sostienen que esta evolución negativa no tiene solución. Yo discrepo: solución tiene, el problema es que no vamos aplicarla porque quienes tienen el poder para solucionar las cosas no quieren pagar el precio que la solución les supondría. Voy a repetirlo una vez más, porque no tengo otra herramienta pedagógica a mano: La democracia no dará respuestas en este contexto, porque es una democracia nominal en el contexto de unas asimetrías de poder en las cuales la crisis actúa de manera muy diferente según la posición social del actor. Hay gente que sigue acumulando enormes riquezas con este sistema, sin que la crisis los amenace con el hambre, y esa gente no dice todavía: “Es suficiente. Soy lo bastante rico. Hagamos un mundo más justo”.
No sé por qué, no me sorprende.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El kirchnerismo y las fases regulatorias del capitalismo argentino o “el amor o la destrucción”


En los últimos años estoy atestiguando un curioso proceso de reconciliación. Es una historia de amor que, como toda historia feliz, todavía no ha visto el final.
Los reconciliados amantes son, por un lado, muchos investigadores en el área de las ciencias sociales argentinas y, por el otro, el sistema capitalista de producción. En la juventud de los primeros la relación era más bien de crítica permanente y desprecio e incluso hoy, a pesar de los secretos arrumacos, estos investigadores no lo llaman por su nombre, sino que eligen un mote o sobrenombre que oculta su vieja cara de hechicero: lo llaman kirchnerismo.
El kirchnerismo es una de tantas formas que suele adoptar el capitalismo cuando la intervención de las agencias estatales es lo bastante intensa como para contener y reconducir ciertas tendencias de los mercados de bienes y servicios, financieros y de trabajo, como pueden ser la acumulación de capital financiero, la extensión de la tasa de explotación o la concentración de la riqueza social.
Como en toda historia de amor que se precie de ser apta para la novela, hay villanos. Por un lado, están los malvados representantes del capitalismo ultraliberal, que sólo a regañadientes han cedido las posiciones de privilegio que ostentaban en la última década del siglo XX y que contribuyeron al estrangulamiento del capitalismo argentino en los primeros años del XXI. Por otro lado, están los malvados que intentan descubrir detrás de la bella efigie del kirchnerismo la dura osamenta del peronismo, al cual se asocia con la restricción de libertades civiles y políticas, con autoritarismo y corporativismo emparentados quizá con el fascismo.
Como en los últimos años me he ocupado poco de la situación nacional, ha llegado la hora de volcar alguna opinión interesada en la materia, sobre todo teniendo en cuenta esta paradoja de vivir en un país al cual, de acuerdo a los parámetros capitalistas internacionales, le está “yendo bien” en el plano socioeconómico, al menos en comparación con el estado deplorable del capitalismo central y de las numerosas amenazas que sufren las poblaciones pauperizadas de otras periferias del capitalismo tardío. Eventualmente, tendré que utilizar esa mirada sociológica de mediano-largo alcance para explicar por qué, en el fondo, no puedo compartir esta relación amante que otros intelectuales del área social tienen con las actuales instituciones estatales.
En primer lugar, quizá, debo decir que no me molesta en lo absoluto que a mucha gente le vaya mejor en términos económicos con las actuales políticas. Ante la duda del porvenir, prefiero la inmediatez del achicamiento de la pobreza y la indigencia, a pesar del indudable coste en materia de consumismo exacerbado, propio del capitalismo tardío. Tampoco me molesta que le vaya bien a los investigadores sociales que consiguen un buen puesto fijo y razonablemente remunerado en el estado... aunque me asusta que con esos beneficios confundan la conveniencia personal con la observación objetiva de la situación (y digo objetiva en sentido técnico, sin pretender imposibles neutralidades valorativas).
En segundo lugar, desestimo la idea de que el peronismo que se ocultaría detrás del kirchnerismo sea antidemocrático. Este es un viejo discurso nacional de derecha que no comparto en lo absoluto. Ni el peronismo ni el kirchnerismo son en esencia antidemocráticos (de hecho, el presente gobierno encabezado por Cristina Fernández me parece ser el más respetuoso de las instituciones de la democracia formal desde el restablecimiento de la democracia). Lo que es antidemocrático en esencia es el capitalismo, y cuando digo “en esencia”, lo que quiero decir es que la distribución del poder que existe entre las principales corporaciones que componen su ciclo socioeconómico es tan asimétrica que contradice sin atenuantes las bases discursivas y las pretensiones de validez de cualquier democracia real. Deploro esa idea de que el peronismo arrastra consigo una carga tal de corporativismo que lo hace incompatible con la democracia formal. Muy por el contrario, creo que el siglo XX ha mostrado que las economías capitalistas centrales se han desarrollado mejor en el contexto de democracias corporativistas, en donde existen frenos a la volatilidad y a la voracidad de los mercados (desde la producción de materias primas a la especulación) que en el contexto de políticas ultra liberales cuyos efectos reactivadores casi siempre han sido útiles en cortos y explosivos períodos de tiempo, luego de los cuales una nueva ola de intervencionismo estatal ha sido necesaria para equilibrar el estado de la economía, ante la destrucción de los mercados de consumo interno (que el estado de los mercados externos no podían reemplazar).
Este último aspecto es la base de mi argumentación, en realidad, en mi interpretación particular de la situación argentina actual.
Desde hace al menos un siglo y cuarto existen interpretaciones críticas que asumen que el capitalismo no es un complejo social cuyas relaciones internas son estables y monolíticas. Muy por el contrario, se trata de un sistema internamente muy flexible y dinámico que goza de la posibilidad de atravesar diversas fases, que se distinguen unas de otras por el modo y la intensidad en que las relaciones de clase se disponen recíprocamente para redundar en formas particulares de explotación, expoliación, consumo, distribución de la riqueza y capacidad reguladora del estado, por ejemplo.
Es más, el capitalismo, en tanto sistema globalizado, generalmente atraviesa diferentes “fases” de manera simultánea, articulando las formas particulares de capitalismo en un país o región con las formas capitalistas  particulares de otros países o regiones.  El mayor control estatal en una zona del globo, por ejemplo, puede estimular una mayor liberalización de los controles en otra, mientras que un descenso en el consumo o el esquema de precios en una región puede detonar el efecto contrario en otra región.
Por esta razón, desestimo también la idea de que Argentina y Latinoamérica (a pesar de su aparente fortaleza económica relativa) están atravesando una época de independencia relativa en materia de políticas económicas. Hay, quizá, un mayor rango para la toma de decisiones políticas, los tiempos son más laxos y las urgencias menos graves que en otras épocas, pero eso se debe a la situación en el contexto global. La prueba de ello es que no todos los países de Latinoamérica están en la misma situación, sino que se han ido adaptando a las circunstancias de acuerdo a su trayectoria previa y a su inserción particular en el mercado mundial. El estado de muchos estados de bienestar europeos, al borde de la quiebra, son la prueba de que el proceso es perfectamente reversible.
El proceso de recomposición del capitalismo argentino desarrollado por el kirchnerismo (realidad de la cual es difícil dudar, con los resultados a la vista) supone en realidad el quiebre del modelo anterior y la imposibilidad de continuar por ese camino, a riesgo de socavar tanto las bases estructurales del capitalismo local que se corriera el riesgo de desarticularse respecto del capitalismo global, algo a lo cual ni siquiera las corporaciones económicas locales más conservadoras estuvieron nunca dispuestas, dada su dependencia de la colocación externa de buena parte de sus commodities.   
En perspectiva, lo que puede insinuarse es que, a mediano plazo, en el capitalismo tardío al menos los estados no son libres de desarrollar políticas económicas autónomas. Más bien parece ocurrir que los problemas estructurales que pueden presentarse persisten y se profundizan hasta que el cambio de fase es forzado por las circunstancias, ya que la crisis readapta las expectativas de los actores sociales y nuevos acuerdos son posibles, al menos hasta que las tensiones internas del sistema se hacen insostenibles y un nuevo proceso de crisis las reordena. De allí la aparente (aunque nunca idéntica ni completa) oscilación del capitalismo entre etapas de alta intervención estatal (como ocurre con el kirchnerismo) y etapas más liberalizadas.
Esto ocurre porque ante la crisis de los mercados, es decir, cuando por sus propias tendencias internas vulneran las condiciones de regulación internamente sustentables, los recursos deben ser redistribuidos políticamente hasta alcanzar un nuevo punto de equilibrio dinámico (aunque tal vez sea mejor hablar de un nuevo desequilibrio con apariencia de sustentabilidad, porque en el capitalismo nada puede estabilizarse por más de unas pocas décadas). Dicho de otra forma: ante la crisis de producción y consumo las corporaciones capitalistas ceden posibilidades de acumulación máximas para mantener la posibilidad de acumulación mínima, y el excedente es controlado por la única forma organizacional conocida para la regulación de sociedades complejas: el estado.
No es magia, es ciencia.
El kirchnerismo, en lo que a sus políticas económicas se refiere, es el resultado de la trayectoria previa y de las circunstancias de inserción global y regional y, en cualquier caso, el resto de las políticas públicas (derechos humanos, educación, desarrollo sostenible, etc.) dependen de esa articulación al mismo tiempo que presentan continuidades ideológicas, en las cuales la auto-representación conlleva un diseño ideológico del esquema de expectativas éticas y morales.
No obstante, como lo demuestra el actual estado del capitalismo central, tampoco esta situación de regulación puede mantenerse indefinidamente y, antes o después, los sectores políticos más vinculados a la acumulación creciente de capital encontrarán la brecha para reclamar mayores beneficios y con ellos, necesariamente, la reducción de la intervención estatal en la economía.   
Para demostrar esto, me sirvo de las expresiones de Cristina Kirchner en la última reunión cumbre del G20, en donde reclamaba, no un sistema global diferente y más justo, sino tan sólo el retorno a un “capitalismo en serio”, es decir, librado de la carga de los mercados y operadores financieros y especulativos. Sin embargo, este elemento no explica por qué persiste esta insólita (desde el punto de vista político) dependencia de grandes estados centrales a la opinión y calificación de entidades privadas y explícitamente vinculadas a la especulación financiera. La razón es que en el capitalismo tardío los estados limitan las políticas públicas a lo que permiten las carteras de inversión de los agentes privados, de tal manera que sólo se puede invertir desde el estado en aquellos “sitios” sociales en donde estos agentes perciban todavía posibilidades de generar ganancias aceptables. Si no fuera así, estaríamos frente a un verdadero proceso de revolución social encabezada por los estados.
Tengo que empezar el día, así que voy cerrando. Mi crítica al enamoramiento de los intelectuales en materias sociales con el kirchnerismo es, en cualquier caso, no ver el ciclo potencial del proceso político, por una parte y, por otra, no ver las implicancias del éxito. No extiendo esta crítica a otros observadores de la realidad, porque no es su área de conocimiento específico. Pero los “especialistas” no pueden ignorar esta tendencia al ciclo que se expresa en el capitalismo tardío y que, si no se opera políticamente para profundizar el cambio de modelo social, nos llevará tarde o temprano de vuelta al lugar en el cual el estado abandonará el campo económico a los intereses privados y esta etapa de verano será seguida por un insospechado otoño y luego por un crudo y oscuro invierno.
En el plano personal, cuando me preguntan por qué no soy oficialista o kirchnerista, estas son las principales razones.


Nota: para quienes se pregunten por el entrecomillado del título, los remito a la lectura de "La destrucción o el amor" de Aleixandre