viernes, 25 de febrero de 2011

Así respira la bestia: Notas sobre las crisis capitalistas

Como esto sigue siendo material para un blog, puedo tranquilamente incorporar notas personales que ayuden a comprender el espíritu del texto.

Llevo varios días con bastante fiebre y una tos seca que cada vez que me sale me empuja levemente el cráneo para arriba y el cerebro para atrás. Son varios días con recalentamiento neuronal, varios días sin trabajar, varios días sin leer, ni tocar la guitarra, sin comer bien. ¿Tiene algo de esto relación con lo que sigue? Por supuesto. Pero no estoy en condiciones de establecer cuál es esa relación...

Es parte de la tradición en las ciencias sociales preocupadas por la estructura social y la macroeconomía de las sociedades contemporáneas hablar de “crisis del capitalismo”. Hay muchas versiones de lo que se entiende por crisis para este sistema social, pero es quizá posible rastrear elementos generales.

Puede proponerse que la crisis se presenta cuando se da el siguiente ciclo de circunstancias:

o Resulta imposible colocar en el mercado una masa de mercancías igual o superior a la del momento anterior (definido arbitrariamente: según el ciclo anual, trimestral, mensual), considerando en términos medios de producción, es decir, sin atender a las circunstancias particulares de ciertas mercancías, a pesar de lo que opinaba el amigo Castoriadis. Algunas mercancías se venderán más que antes, pero la masa agregada tenderá a la baja.

o Como consecuencia, ya no será posible tampoco realizar la masa de ganancia capitalista media, considerada en relación con un momento anterior (lo de “momento anterior” se destaca para mostrar el carácter dinámico del ciclo).

o Caen las expectativas de los poseedores y administradores de capital de colocar mercancías y generar ganancias en un momento posterior (un gran aporte teórico externo a la lógica estructural marxista es precisamente la incorporación de la expectativa racional e instrumental al desenvolvimiento de los actores sociales).

o Cede la producción de empleo y, principalmente, tienden a deteriorarse las condiciones de empleo. Parece lo mismo dicho al revés, pero no lo es: por una parte, no se generan nuevos empleos pero, por otra parte, los dueños y administradores del capital intentan recuperar la ganancia perdida deteriorando las condiciones laborales y salariales.

o Al aumentar la desocupación y deteriorarse el empleo, y considerando que las masas asalariadas son también las masas consumidoras, cae la masa de consumo potencial y, si no hay algún tipo de freno, se produce un regreso al primer elemento.


Pero esta caracterización dinámica no es histórica. Los puntos no están numerados porque el ciclo no comienza necesariamente en el primer punto. Además, no se ve claro como se recupera el ciclo descendente.

La caracterización marxista más tradicional, en donde la crisis capitalista se presentaba como un momento de sobreproducción de mercancías, tuvo innumerables desarrollos posteriores. Se puede aquí vincular la crisis con la innovación técnica y tecnológica, con el ciclo “normal” de la competencia capitalista y con la subsecuente tendencia a la caída de la tasa de ganancia y la búsqueda de nuevas competencias (incrementando la productividad y la competitividad), buscando o creando nuevos mercados que, cuando no son encontrados lo suficientemente rápido, producen la detención del ciclo y la aparición de la crisis.

Más adelante fue necesario reconsiderar el papel del estado en tanto agente de aprendizaje político, de freno, de controlador de los desequilibrios del mercado que podían conducir a la crisis, o como agente de poder para revertirla cuando se presentaba. El estado fue también el mecanismo de expansión de la lógica capitalista de reproducción social, es decir, de la conversión de los sistemas sociales de otras poblaciones humanas en capitalismos periféricos, secundarios, subsidiarios, dependientes, etcétera (también hay muchas posiciones teóricas en este aspecto).

También la lucha de clases (al menos cuando las masas trabajadoras tenían eso tan lindo de “consciencia de clase”) es un elemento que, en apariencia paradójicamente, contribuía para frenar la crisis. No hay tal paradoja: el interés inmediato del inversor capitalista es producir la ganancia y el subsiguiente es incrementarla. No tiene consciencia global del proceso de producción y consumo, sino que se preocupa por ese plazo que le marca el ciclo de producción y distribución de la mercancía. De manera general, agregada, eso produce un constante deterioro de las condiciones de los trabajadores que aportan el trabajo que constituye el sustrato del valor que el mercado traduce en el idioma monetario del dinero. Si esta tendencia permanece, el ciclo empieza por el último punto, pero alimenta la crisis de sobreproducción, porque las masas ya no pueden consumir lo que ellas mismas producen, al no bastar sus salarios agregados para ello (o al no tener tiempo material para consumir). En este punto, la lucha de clases, desarrollada por las masas trabajadoras y sus intelectuales orgánicos, cuando no consigue (y hasta ahora nunca consiguió realmente) cambiar la lógica de producción y reproducción social, puede alcanzar unos “derechos” para los trabajadores que los rehabilitan como consumidores, salvando a los capitalistas de su propia codicia (lo cual constituye la más cruel ironía trágica que pueda uno imaginarse).

Mirando el contexto del capitalismo contemporáneo, por ejemplo, desde el fin de la segunda guerra mundial, vemos que, en realidad, el capitalismo mundial es un conjunto interrelacionado de experiencias capitalistas muy disímiles entre sí que interactúan poderosamente, de tal manera que la crisis capitalista toma un aspecto muy diferente. Actualmente, se habla de crisis cuando afecta a un número considerable de “grandes economías” o, hablando llanamente, cuando sufren pánico no-ganancial los agentes capitalistas de Estados Unidos, Europa o Japón. Cuando la crisis ocurre (y casi siempre es más violenta) en la periferia, se habla de corrupción, de incorrección fiscal, de despilfarro, de falta de democracia. Calladamente, se habla también de oportunidades.

Si la crisis toma forma política (y casi siempre también termina por hacerlo, a menos que haya una dictadura muy firme) la preocupación es la forma en la que puede afectar a las economías centrales: ¿faltarán insumos esenciales? ¿Se cerrarán mercados? ¿Se promoverán horrendas políticas “populistas” que alimenten, eduquen y cuiden la salud de las poblaciones a un precio controlado por el estado?

Los esperanzados marxistas revolucionarios del pasado creían (¡Benditos sean sus inmensos, modernos e ingenuos cerebros!) que al fin llegaría una crisis que todo el capitalismo del mundo no podría superar, las masas trabajadoras tomarían el poder, terminarían con la existencia de las clases sociales y ya no existirían conflictos sociales estructurales, hasta el estado tal como lo conocemos terminaría por extinguirse. Créanme cuando les digo que envidio esa esperanza perdida como envidio al creyente que no cree en la muerte, sino en un deslizamiento vertical de la tierra al paraíso.

No voy a negar la existencia del ciclo de crisis esbozado más arriba, sino la premisa de que la crisis (la última, la decisiva) en el capitalismo es estructural porque depende del conflicto básico entre clases. Pero no es tampoco que niegue el conflicto entre clases. Simplemente, creo que la crisis última es una consecuencia estructural de un fenómeno más profundo y silencioso, diferente de estas crisis cíclicas que parecen y se superan.

Veamos primero mi principal diferencia con el pensamiento marxista respecto del punto límite al que llega la sociedad. El marxismo suponía que la crisis final sobrevenía cuando las relaciones de producción (significadas legalmente en las relaciones de propiedad) trababan, impedían, obstaculizaban el desarrollo de las fuerzas productivas o (lo que es otra forma de lo mismo) el proceso de división del trabajo social, tanto en sus aspectos cuantitativos como cualitativos. Según esta perspectiva, cuando unas relaciones de producción predominantes ya no permitían el aumento de la productividad o la división del trabajo, la lógica (naturalizada) de dicho aumento obligaban a un cambio revolucionario de las estructuras sociales.

Sin embargo, en ningún momento se explica por qué el desarrollo de las fuerzas productivas o el incremento de la división del trabajo son movimientos sociales tan imperativos y ello por una buena razón. Porque no lo son. Se trata de un problema de escala de observación. En última instancia, todo gran problema científico es un problema de escala de observación y todo gran cambio implica un cambio de escala, además de un cambio de configuración. Los pensadores modernos (marxistas o liberales) miraban la historia humana, su progreso técnico, artístico, científico, y asumían dos cosas erróneas: por un lado, que eso suponía un progreso ético-moral, por otro lado, que se trataba de un proceso necesario.

Muy por el contrario, sólo en circunstancias muy especiales la división del trabajo aumenta para resolver un problema social. Sólo en una particular configuración (aunque se prolongue por mil años) el aumento de la productividad permanente se convierte en un modo de funcionamiento sustentable de la sociedad humana. Al igual que el resto de los pensadores modernos, los optimistas marxistas observaban el proceso histórico precedente y lo interpretaron según su propia escala de observación: la productividad media parecía haber crecido sin cesar desde la antigüedad.

Desde el punto de vista de la historia económica es posible poner en duda esta apariencia pero, en todo caso, lo que puede desafiarse con limpieza es la interpretación de las causas y consecuencias de este aumento constante de la división del trabajo. No puede proponerse un movimiento natural en un proceso social complejo, sino que debe mostrarse la lógica social, la razón por la cual las fuerzas productivas tenderían siempre a desarrollarse.

Soy de la opinión siguiente: sólo en unas circunstancias muy restringidas el aumento constante de la división del trabajo es una respuesta eficiente para la reproducción social. Que este sea el caso del capitalismo (de lo cual no tengo dudas) no implica que sea el caso de toda sociedad humana.

¿Cuáles son esas circunstancias tan especiales? Básicamente, que las condiciones impuestas por el modo de producción y consumo de los bienes y servicios necesarios (los valores de uso) para reproducir el ciclo de la vida humana en sociedad impidan cualquier otra manera de vincular a la sociedad con el entorno, con sus integrantes y a estos entre sí que no sea la ampliación permanente de la interacción. Mientras la sociedad tenga alternativas más económicas, en términos de consumo de trabajo y energía, la circulación de sus tensiones internas optará, como lo hace cualquier sistema, por la vía de menor resistencia, de tal manera que sólo cuando no es posible mantener ¡ni tampoco disminuir! la división del trabajo (dos opciones mucho más “baratas” que incrementar permanentemente la tensión interna), el sistema se mantendrá funcionando en un régimen de creciente producción y creciente consumo.

Para apreciar este proceso tenemos que ir despacio. En toda sociedad, incluso en la de dos personas abandonadas en una isla, debe haber una distribución del esfuerzo que permita la supervivencia común. Una horda nómada divide el trabajo, por ejemplo, entre cazadores-recolectores y cuidadores de las crías (incluso si el trabajo lo realiza una misma persona en dos momentos distintos debe considerarse que existe división del trabajo, por el mero hecho de que existen dos trabajos imprescindibles al menos).

Si algún genio de la horda descubre que con una piedra se puede matar a un potencial alimento o espantar a un potencial predador a distancia, el macho o la hembra dominante le otorgarán el Nobel de la Horda y buscar piedras del peso adecuado será una nueva tarea social (y el entrenamiento de búsqueda y tiro de piedra nuevos aprendizajes sociales): un solo hecho simple no ha generado una simple división del trabajo, sino una compleja trama de divisiones vinculadas entre sí. No hablemos cuando se incorporan la alfarería, los principios de albañilería con excremento de buey, la curtiembre e innumerables tecnologías más. Ciertamente, algunas viejas tecnologías y aprendizajes desaparecen (finalmente, el Nobel de la Piedra es eclipsado por el Nobel de la Flecha, el Dardo o la Cerbatana). Pero cada tecnología que reemplaza a la anterior requerirá generalmente una ampliación de la división del trabajo. Finalmente, y he aquí la cuestión, para que exista una nueva división del trabajo debe existir un crecimiento de la población que cumpla dichas tareas y pueda sostener el nuevo esquema, socialmente más oneroso que el precedente.

No es la necesidad intrínseca de desarrollo de las fuerzas productivas lo que impulsa la división del trabajo, sino que la propia división del trabajo incrementa las necesidades sociales de consumo de energía humana y de recursos del medioambiente, incentivando una nueva división del trabajo en un ciclo ascendente, pero con el límite impuesto por: a) el acceso a los recursos, b) el aumento de la población, c) el mantenimiento de la supervivencia y d) el costo de socialización e integración de esa población. La división del trabajo no puede extenderse más allá de lo que su propia productividad pueda mantener y por esta razón se presenta la apariencia de que un modo general de producción vinculado con un tipo básico de relaciones sociales bloquea el desarrollo. No es así, ambos elementos no se “bloquean”, sino que se limitan de manera recíproca y compulsiva.

Sin embargo, este auto-impulso de la división del trabajo es también aparente: el aliciente para que se produzca una nueva forma o cantidad de trabajo (en el sentido de que exija dividir el mismo trabajo entre más personas) es la necesidad de una respuesta a determinadas condiciones de insatisfacción de la reproducción social de tal manera que se justifique el esfuerzo en descubrir e implementar una nueva tecnología o técnica. En otras palabras, una cosa es que un descubrimiento técnico tenga lugar y otra muy distinta es que la sociedad pueda permitirse el costo de su introducción en la división del trabajo. La excepción a la regla de la economía creciente (siempre las hay) es cuando una nueva tecnología reemplaza de manera completa a una anterior y aumenta la productividad sin incrementar realmente la división del trabajo pues no se agregan tareas, sino que desaparecen las antiguas.

Con el capitalismo esto ocurre con mucha frecuencia: las tecnologías dominantes del presente difieren mucho de las de generaciones precedentes. Pero aquí ocurre también una reversión de la lógica de sustentación de las sociedades humanas. Incluso las enormes civilizaciones antiguas y los imperios tenían la población que materialmente podían sostener y, como resultado de esta situación, la población mundial (y los trabajos en los que dividía su actividad) se mantuvo en niveles mucho más bajos que los requeridos por el principio de expansión constante que rige al capitalismo. De todas formas, ya esos niveles resultaron en muchos casos ambientalmente intolerables.

La reversión (como la división del trabajo) es cualitativa y cuantitativa. Existe una infinidad de actividades referidas a innumerables actividades productivas y administrativas que requieren de nuevas capacidades y existe una necesidad de que un número cada vez mayor de personas participen en la vida económica capitalista. Al ser un sistema que no regula a la baja la división del trabajo y la productividad media, sino que sólo puede permitirse ampliarlas para sostener la tasa de ganancia y la percepción de sustentabilidad, los pulmones del capitalismo buscan en cada respiración una expansión mayor de su ya descomunal tórax.

Nunca hubo bestia tan pesada de soportar para la tierra. Su enorme y creciente tamaño exige descomunales cantidades de energía y trabajo para funcionar. No hay ningún secreto en la relación que hay entre la expansión del capitalismo a escala global y la multiplicación de personas sobre la faz del mundo. Cuando escuchamos hablar de la explosión demográfica no es esa otra cosa que la tremenda inflación en la capacidad del sistema de hincharse de energía y gastarla.

Recordemos que aquí distinguimos entre energía (como potencial capacidad de trabajo) y el trabajo humano propiamente dicho, que adhiere a la fuerza la voluntad de decidir en dónde y cómo la energía potencial contenida en la naturaleza se aplica a la transformación de otras partes de la naturaleza para transformarla en su provecho (en lo que cree que es su provecho). Hoy, como siempre, es este trabajo vivo el que lo dirige todo. Pero es un sistema de incontrolado crecimiento el que orienta este trabajo humano, de modo que la racionalidad que le da forma a las acciones particulares contribuye a la irracionalidad de los resultados generales. A nadie le conviene que el sistema siga funcionando, porque conlleva la destrucción de todo el sustrato humano y natural que constituye su propio organismo, pero en la escala de observación particular una fracción muy importante (no hay que negarlo) de la población mundial percibe beneficios materiales y vitales que ningún otro sistema social preexistente podía proporcionar.

De esta manera, cuando los gurúes de las crisis nos alertan sobre los riesgos del estancamiento, de la falta de crecimiento económico y temen por la evolución de las ganancias y los dividendos, cuando nos alteramos por la caída del valor de las monedas de referencia, sufrimos por nuestros ahorros y tememos no terminar de remodelar nuestro baño, no debemos confundirnos: nuestro gran animal social suelta el aire (muy poco, en realidad, la crisis destruye generalmente una parte menor de la estructura). Pero probablemente volverá a tomar ese aire, y más aún, mientras no lo agote, se derrumbe, y nos aplaste en su caída. Y será difícil saber cuando este desmedido animal llenará el pecho saludablemente una y otra vez y cuando resollará pesadamente en agonía.

Así respira la bestia.