lunes, 7 de febrero de 2011

Notas sobre el sindicalismo en Argentina que terminan promoviendo la calvicie

Me mandaron un muy buen artículo titulado “La presencia sindical en el lugar de trabajo: Dinamismo organizativo y efectos políticos”, de Paula Lenguita (Amiga, socióloga, investigadora (CEIL-PIETTE) del CONICET. En él se traza una interesante caracterización de la evolución de la vida sindical argentina. Me gusta el artículo porque narra la historia sin ser historicista y desarrolla contenidos teóricos sin abrumar la mirada (como me suele pasar a mí. Como soy como soy, me animé a hacer algunos comentarios, dialogando con el escrito (cuyas citas están entre comillas) y el resultado es el que sigue.

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“Reconocemos en la fábrica un ámbito privilegiado para disputar el control patronal”... pero no para disputar realmente la lógica del sistema, función que, según Gramsci, estaba en manos del partido político. Por sí mismo, el sindicalismo que disputa con el capitalista particular, e incluso con la patronal en términos de lucha por la distribución de la riqueza, pero sin cambiar las bases de funcionamiento del sistema, es, en la práctica un dispositivo regulador y conservador del capitalismo (razón por la cual, en última instancia, yo no puedo ser kirchnerista).

Pero se dice: “la fábrica es el territorio natural de materialización de la acción gremial, orientándola hacia la disputa por subvertir el orden patronal”. O puede verse desde esta perspectiva: al menos en lo que entiendo de la lógica general de la lucha contra-hegemónica en Gramsci, el territorio natural para la verdadera subversión es el estado (en donde actúa “el príncipe moderno”). Por otra parte, en la práctica, rara vez el sindicalismo ha sido un medio de lucha realmente subversiva si una fuerza política no vinculaba su acción al estado de manera directa y firme (como en el bolcheviquismo). De otra forma, el sindicalismo podía convertirse fácilmente en un instrumento puramente regulador en manos del estado corporativo, como en el caso de los Sindicatos Franquistas en España, el Fascismo en Italia, el Nacionalsocialismo en Alemania y buena parte del sindicalismo en Inglaterra y EEUU. En mi opinión, el peronismo de los 40 y 50 (del siglo pasado ya, que viejos estamos) seguía aproximadamente esta tendencia.

Es cierto, como se dice en el texto, que “el potencial organizativo de la clase obrera se hace efectivo con la huelga, situación frente a la cual se establecen los límites de la explotación y se cuestiona la autoridad patronal sobre el orden productivo. Ese cuestionamiento del poder patronal queda establecido por la organización obrera en la fábrica”. Sin embargo, por sí misma la huelga no es un instrumento de subversión, aunque sea fundamental en la lucha clasista. Simplemente regula la tasa de explotación modificando las condiciones laborales o salariales, pero no alterando las características estructurales de la relación básica capitalista. Si el sindicalismo rompe las relaciones de propiedad, deja de ser sindicalismo, porque los trabajadores dejan de referirse a los patrones como gestores de la producción para ser ellos mismos los gestores o (nuevamente en la práctica) son las oficinas burocráticas del estado las que ocupan este papel de gestión.

De acuerdo: “estudiar a las comisiones internas y a los cuerpos de delegados permite delimitar una parte de la experiencia política de la clase obrera, porque da cuenta de esa capacidad gremial sobre el espacio fabril”. Pero de aquí a que “los alcances de esa disputa gremial son definitivos sobre la explotación y la subordinación capitalista” hay mucho trecho, porque para el sindicalismo en general “defender el trabajo” aunque sea en mejores condiciones, es generalmente dentro de los límites en los cuales el capitalista sigue posicionado estructuralmente como dueño de los medios de producción e, ideológicamente, como dueño de los puestos de trabajo, como “dador de empleo”. Así, decir que “la lucha obrera “en” los establecimientos productivos está en condiciones de revertir la opresión patronal, en la medida en que logra imponer un límite a esa autoridad, y su ordenamiento productivo” tiene dos caras. Por un lado, la lucha obrera puede poner límites a la tasa de explotación, pero no revertir el flujo del esfuerzo no pagado que el mercado refunde en la plusvalía. Por otra parte, mientras la gestión de la producción en sí (el modo y el objeto de la actividad productiva) no sean desafiadas por la lucha obrera, aunque varíen las condiciones de explotación y subordinación las condiciones de alienación de casi todo nivel permanecen intactas.

Todo esto aparece bastante claro en cuanto se describe en el artículo el desarrollo en Argentina: las uniones de trabajadores de socialistas y anarquistas eran de un corte diferente a la del sindicalismo de los años 40 (también la estructura productiva y las características socio-demográficas de la clase obrera y la clase media habían cambiado mucho con el proceso de sustitución de importaciones). Por otra parte, se indica que es la orientación del peronismo (es decir, la ocupación del aparato del estado, al menos parcialmente, por parte de una ideología corporativista y no liberal-conservadora) la que habilita el crecimiento de un nuevo tipo de sindicalismo. Dicho de otra forma, el sindicalismo con el peronismo se vuelve mucho más fuerte, pero también menos revolucionario, por no señalar que la profesionalización de los cuadros sindicales fue paralela a su burocratización y corruptibilidad. Así: “esa articulación política entre un gremialismo floreciente y un partido de arraigo popular explica el porqué de ese poder sindical en Argentina, impuesto tanto dentro como fuera de las fábricas” hace aparecer el desarrollo como dos procesos diferenciados y, en una estructura económica donde la exportación primaria era todavía muy importante, relega el impacto del contexto internacional.
A fin de cuentas, argentina no le declaró la guerra al eje corporativista Roma-Berlín-Tokio sino hasta el final de la guerra, Perón se exilio en la España franquista y no en Rusia bolchevique y los gobiernos militares argentinos (tan profundamente anticomunistas y represores del sindicalismo) no dejaron de vender carnes y granos al bloque comunista. Si el sindicalismo peronista encontró tanta resistencia en los sectores privilegiados, no hay que olvidar que eso ocurrió también porque los sectores privilegiados argentinos estaban fracturados en la gran burguesía agraria y la mediana burguesía industrial, que es en donde actúa el sindicalismo de fábrica. Es decir que, con la expulsión de Perón no sólo se estableció una lucha contra el sindicalismo, sino también contra un modelo de desarrollo de base industrial-fabril. No era una lucha por defender un sistema de producción (que con el peronismo nunca estuvo en disputa), sino un conflicto por dirimir el régimen de explotación en base al predominio de una orientación general de la producción.

Como consecuencia, la lucha clandestina del peronismo evolucionó desde 1955 en esa fractura tan notable del justicialismo: el sindicalismo corporativista, el peronismo ideológico revolucionario y el peronismo político anticomunista (que es el que termina eligiendo Perón a su regreso, con figuras como Ruckauf, López Rega, el viejo Cafiero, Duhalde y demás, también vinculadas a las familias feudales “peronistas” del interior del país, como los Menem, sin ir más lejos). Así, decir que “La limitación de ese poder interno del sindicalismo, comenzó, paradójicamente, con la vuelta de Perón al poder” no es en realidad una paradoja, sino el resultado de una readecuación de los vínculos entre fracciones sindicales ideológicamente diferentes entre sí y el aparato del estado en su fase política. El propio informe de la CONADEP refleja que el grueso de las desapariciones de sindicalistas en la dictadura era de trabajadores de base y no de “gordos” que, de hecho, facilitaron (si no contribuyeron) con la purga del sindicalismo peronista y el peronismo ideológico revolucionario.

En el primer análisis del impacto de la represión del Proceso de Reorganización Nacional no tengo objeciones, aunque me cuesta un poco ver la “debilidad” frente a la lucha obrera más allá de un cierto desconcierto ideológico en el contexto de la guerra fría. En alguna medida, los sectores conservadores sobreestimaron el potencial revolucionario de las fuerzas de izquierda para que su contraataque respecto de la base industrial argentina fuera más contundente, a tal punto que sólo veinte años después del fin de la dictadura se dieron las condiciones para desafiar una vez más (y en el contexto de una crisis brutal) la estructura del capitalismo argentino, aunque siempre teniendo como horizonte su rearticulación y nunca su desaparición.

Es cierto que la ofensiva conservadora no supo controlar ideológicamente a la clase obrera (y de allí el uso taxativo de la capacidad represiva del estado. Pero eso no es tan raro, el propio Gramsci balancea la tensión entre poder (ideológico) y fuerza (militar), como después Althusser distinguió los aparatos ideológicos de los represivos. Por otro lado, no creo que solamente a ese uso de la fuerza deba atribuirse la debilidad sindical en los 90. A fin de cuentas, el sindicalismo fue una fuerza importante del justicialismo contra el radicalismo. En buena medida, esa dependencia ideológica del sindicalismo de las fuerzas políticas dominantes en el peronismo vinculado al estado (en donde triunfó un peronismo de derecha cada vez menos corporativista y más pragmático) también es responsable y motivadora de la fractura de la CGT y la aparición de la CTA, que fue en su momento un intento de reconstruir la capacidad contra-hegemónica del sindicalismo. Por supuesto, la destrucción acentuada de empleo industrial y el crecimiento del sector servicios (mucho más permeado por trabajadores de clase media desvinculados del peronismo y muy reacios o incapaces de articularse sindicalmente) no pudieron menos que debilitar la capacidad sindical en su conjunto.

No puedo estar más de acuerdo en que las “alternativas de análisis gramsciano tienen que ser recuperadas con cautela. Porque los puntos de vista teóricos que sustenta, respecto a la disputa de la autoridad fabril y sus formas de control, no deben forzarse”. Muchos factores alteran ese análisis cifrado por la lucha para el control del aparato del estado y la construcción de la hegemonía. El “bloque histórico” nunca respetó (pero ahora menos que nunca) las intermitentes y frágiles fronteras económicas de los estados nacionales en el capitalismo. La globalización y el carácter inconsciente de buena parte de la constitución ideológica de los sujetos en la actualidad refuerzan esta sensación de incomodidad frente al pensamiento de Gramsci, cuando se trata de evaluar la actuación de una serie de actores sociales interconectados por campos de lucha social mucho menos definidos (aunque mucho más definidores) que en el pasado.

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Algo aparte: sobre la mirada de la clase media con mucho pelo en el pecho, en la espalda, en todos lados.

En Argentina se habla mucho de “Clase media”. En un sentido económico, eso define estructuralmente a gente muy diversa (trabajadores independientes y dependientes, profesionales de actividad exclusiva o mixta, etc., las alternativas son muchas) y, monetariamente, ubica a la gente que, por su nivel de ingresos, cae en la franja media respecto de su posición frente al mercado de bienes y servicios (incluyendo su capacidad de ahorro).

Sin embargo, la heterogeneidad no es solamente en cuanto a tipo de actividad, contrato o vinculo con las agencias del estado, gremios o sindicatos. La heterogeneidad es también profundamente ideológica y simbólica. Para dibujar la cuestión, diré que hay dos clases medias, cuya diferencia es difusa y de tipo ideológico donde la frontera, podría decirse, es el vínculo con el estado. Por un lado, está la clase media trabajadora que pide al estado (sobre todo a través de la ideología corporativista peronista) por sus derechos sociales y económicos y, por otro lado, está la clase media que suele definirse en contra de esta tendencia (lo que en la jerga se asocia al conservadurismo, la gran industria, la burguesía agraria) y que en la práctica directa o indirecta opone a los derechos económicos y sociales los derechos liberales, que generalmente colisionan en el papel del estado en cuanto a la recolección de impuestos y, principalmente, el modo de distribución del ingreso público.

Para esta segunda clase media, tradicionalmente y de manera poco crítica, el sindicalismo y el peronismo son lo peor que le paso al país y, a menos que aparezca un “peronista atípico” (no tan atípico), ultra-liberal en lo económico y políticamente conservador en aspectos sociales (como fue Carlos Saúl Menem y son hoy muchos otros), prefieren votar a un Yacaré Muerto antes que a un “peronista de verdad”. La amenaza a la que temen, claro está, es a eso que se llama débilmente “populismo”, interpretado como una tendencia a satisfacer las exigencias holgazanas y ventajistas de una población percibida no como proletaria, sino como lumpen-proletaria, periférica al sistema. En esta caracterización, lamento decirlo, persisten una buena dosis de racismo, elitismo y una pretensión de pertenencia a los sectores dominantes que hacen ver con mal ojo cualquier progreso de los “sectores populares”. En una palabra, a una buena parte de esta clase media le patea el hígado ver que los pobres de siempre se le acercan en la escala social, la desespera esa idea de equidad distributiva y (aunque lo nieguen) prefieren vivir en un país con fuertes diferencias sociales que en uno solidario y equitativo, donde el progreso sea humano y no sólo material.

Tal es la fuerza de su convicción ideológica en el “gorilismo” que no hay ningún dato económico de crecimiento, estabilidad, empleo o lo que sea que convenza a esta segunda clase media de que todo lo que huela a peronismo o sindicalismo es malo (excepto a quienes se han criado en estructuras amigables al peronismo, claro está). El problema principal es que el gorilismo de clase media cae en la lógica maniquea de que “todo enemigo de mi enemigo es mi amigo”, por lo que suelen apoyar posiciones políticas e ideológicas que les son ajenas e incluso claramente perjudiciales, o se dejan comprar con la promesa de que a ellos no los afectará el ajuste.

Últimamente, esta clase media se ha refugiado el discurso de los medios masivos de comunicación, tras la amenaza de la inseguridad ciudadana (que realmente existe, por otro lado), asociándola con más o menos fuerza al populismo y olvidando la correlación que suele existir entre criminalidad y pobreza, de tal manera que subsanando la segunda se limita la primera. Será que les gusta la tensión social, y prefieren vivir en México, ricos y rodeados de seguridad privada, antes que en Suecia, consumiendo medianamente y sin terror a salir a la calle.

Es bien cierto que el estilo de confrontación y prepotencia que suele caracterizar al sindicalismo argentino y a sus aliados en el sector político no contribuyen a modificar este imaginario, de tal manera que la fractura ideológica y política de la clase media permanece incluso cuando se disuelven algunas contradicciones estructurales y culturales.

A mí, personalmente, nadie va a acusarme de peronista o de kirchnerista (de hecho, a nadie le importa acusarme políticamente de nada). En fin, lo que quiero decir es que, en el país de los ciegos, el tuerto es rey. De manera que invito a aquellos que tienen demasiado pelo delante de los ojos, al menos, a reconocer que no todo lo que se opone al peronismo es bueno porque sí. No creo que deban bautizarse en el peronismo, que es una hostia y un vino que no hacen tampoco a mi alimento cotidiano, pero no me anden apoyando a la derecha ultra-liberal que destruye la educación y la salud, que revienta la justicia, que se pasa los derechos humanos por... la suela de los zapatos, solamente porque no son peronistas. Ahora que viene año electoral, tenga cuidado también con esos que parecen oponerse al ultra-liberalismo y al populismo pero que, como no tienen poder, convicción ni programa, terminan siendo la cereza del postre que se comen los verdaderos gorilas. No sea zapallo, persona de clase media antiperonista: los gorilas son otros, no usted... para esos gorilotes usted, con suerte, llega a chimpancé. En serio, si hay que elegir un homínido para pensar en política, elijamos al homo sapiens, ¿Sabe cual le digo? Es el que tiene menos pelo en el cuerpo.