Cuadro uno: macro-física
Recientemente, gracias a un enlace de A. Mallimaci, he repasado el informe de la UNFPA sobre el estado de la población mundial de 2011. De lo mucho que hay para comentar, sólo mencionaré ahora que en el prólogo, firmado por Babatunde Osotimehin, Director Ejecutivo del UNFPA, se considera que la aparición de un billón de personas vivas en el mundo cada aproximadamente trece años no es un auténtico problema, sino que el problema es la voluntad de los siete billones que hoy existen de hacer de este un mundo mejor. Sin ánimo de ofender, el planteo (que en alguna medida espero no haber malinterpretado) me parece cargado de una intencionalidad política oculta detrás de un voluntarismo moral que, como sociólogo, carezco de la posibilidad de juzgar positivamente. Esta carencia mía se debe a la observación de que el mundo humano es hoy el que es, al margen de las buenas intenciones y las altivas voluntades. En términos morales, si en el año 1800 (se calcula) habitaba el planeta un billón de personas y hoy es ese número el que la FAO informa que vive en condiciones de hambre crónico, considerando que cada vida humana tiene un valor moral propio, en términos absolutos estamos peor que hace cincuenta años y muchísimo peor que hace dos siglos. Casi cualquier escaramuza civil contemporánea mata más gente que la que murió en el sitio y la destrucción de Troya (sírvanse entender la imagen paralógica como metáfora explicativa).
Es fácil creer, para los que abrimos el grifo y tenemos agua potable y abrimos el refrigerador y tenemos alimentos para una semana, entre otras incontables comodidades y privilegios, que ninguna vida humana en el pasado podía ser mejor que la nuestra. En términos de estas facilidades, las clases medias del mundo son más ricas que muchos reyes medievales. Son cuatro billones de personas viviendo como príncipes, si descontamos sus vidas y trabajos alienados y alienantes y otras desviaciones psicológicas derivadas del consumismo, el exceso de relaciones sociales y la baja intensidad emocional de muchas de ellas, entre otras lindezas de la vida moderna.
No hace falta ser historiador ni sociólogo, por otra parte, para percatarse de la relación cuantitativa y cualitativa que existe entre el aumento explosivo de la población mundial y el desarrollo de ese sistema económico basado en la producción de excedentes en forma de mercancías y que se encuentra estimulado por el sostenimiento de la tasa de ganancia que permite el incremento del dinero invertido en factores de producción, eso que resumimos en el nombre de capitalismo (para quienes deploren el uso del viejo y querido concepto de Modo de Producción Capitalista). La ampliación de los mercados es doblemente demográfica, en este sentido: el capitalismo en su lógica estructural incorpora todos los que puede a su ámbito de producción y consumo e incrementa todo lo posible el tamaño e intensidad de cada uno de ellos: cualquier traba a este proceso de ampliación, por puntual y reducida que sea, es considerada al menos el atisbo de una crisis, de donde se deriva una paranoica e híper-quinésica pasión por el crecimiento económico que invade las inteligentes mentes de los poderosos del mundo.
Tal vez sea posible construir políticas globales a partir del voluntarismo moral aunque, hasta ahora, entre eliminar el hambre en el mundo y preservar las ganancias siempre ha triunfado el segundo término por un amplísimo margen. Estamos dispuestos a todo, absolutamente a todo, para que ningún niño muera de hambre... excepto a renunciar a comprarnos nueva indumentaria todos los años, invertir en bonos de la deuda de Kirguistán, procurarnos las últimas novedades electrónicas o ingerir una enorme cantidad relativa de proteínas y grasas animales, con lo que causamos algunas de las peores epidemias de la opulencia que podían ser concebidas... por no hablar del aire acondicionado, el transporte veloz, el entretenimiento automatizado y, por supuesto, las vacaciones estandarizadas para reponerse del esfuerzo necesario para conseguir todo esto.
Esta macro-física es temible, ciertamente, y debiera al menos considerarse cuando se habla de la situación de nuestros siete billones de prójimos.
Cuadro dos: física
Con las sucesivas revueltas en el mundo árabe y la participación geopolítica de países como Turquía e Irán, dotadas de sociedades muy diferentes entre sí y dirigidas actualmente por gobiernos vinculados a la religión islámica, renace en occidente la imagen del viejo “peligro verde”. Es un terror al fanatismo que me incomoda. No porque me guste el fanatismo, sino porque (parafraseando a Huxley) la severa mirada que dirigimos al mundo islámico se contrapone con la indulgente mirada con la que asumimos nuestros propios fanatismos occidentales. Tememos a gobiernos de determinado signo religioso cuando no nos preocupamos en lo más mínimo por nuestra propia situación. Más importante todavía: tememos a los contenidos sociales de esos gobiernos, tememos hordas fanáticas llevando la Jihad a cada rincón del planeta, cuando las preocupaciones de buena parte de esas poblaciones probablemente tienen más que ver con la macro-física del cuadro uno. Esas masas quieren consumir, aunque sea consumiendo mercancías con la forma exterior de la particularidad religiosa, porque las comunicaciones instantáneas les informan que en el mundo actual las clases medias viven como reyes de la antigüedad. Creo que la ola de revueltas del mundo árabe tiene más que ver con las promesas consumistas que con las promesas democráticas, y muy poco que ver con las promesas mesiánicas. Para usa una imagen: son materiales más que espirituales. Los gobiernos islamistas que pudieran surgir de esta situación, aunque se encuentren embebidos de honrados sentimientos espirituales, deberán igualmente enfrentar este reclamo de llegar al paraíso por el consumo y la opulencia, en vez de utilizar la vieja fórmula medieval de ganarlo por la constricción de los deseos mundanos, banales y venales a la vez. La democracia islamista no me parece un peligro particular, porque la democracia es actualmente democracia capitalista, y que tenga el signo de islamista, de judía, de católica o de protestante (Turquía o Irán, Israel, Argentina o los USA, respectivamente), a mediano plazo pesará lo mismo: la macro-física lo lleva todo a la mercancía y al sobre-consumo, o a nuevas revoluciones para conquistar estos trofeos, que representan un modo particular de funcionamiento de la vida social.
Muchos intelectuales en occidente están temiendo al islamismo. Puedo equivocarme, pero creo que hoy ese es el último de los problemas en una lista no muy larga, pero sí muy contundente de fenómenos sociales a los que hay que atender. Por otra parte, hay aquí otra tensión entre lo sociológico y lo político. Como sujetos que reflexionan moralmente, querríamos ver la posibilidad y la realidad de políticas que rápidamente erradicaran determinados defectos de las sociedades en las que vivimos o con las cuales interactuamos. Eso a menos que tengamos intereses nada encubiertos: el gobierno de los EUA teme por el estado de los derechos civiles y políticos en Cuba, pero ya casi no se acuerda de nombrar el estado de los derechos humanos en China, dado que del comportamiento chino depende buena parte de su propia sustentabilidad económica.
Pero lo cierto es que existen procesos sociales que ninguna política, aun contando con todos los recursos, puede cambiar rápidamente, sino que requieren hasta de generaciones enteras para que se perciba un cambio significativo. El machismo, que ha retrocedido en occidente más que en oriente, no ha desaparecido ni lo hará de inmediato, la lucha por la igualdad entre los sexos continúa y debe continuar. Igualmente, incluso considerando que el islamismo político sea algo intrínsecamente malo o perverso (perspectiva que no comparto) nada hará que desaparezca de un gobierno para el otro, como lo demuestra la propia “primavera árabe” donde la política islamista resurge luego de décadas de gobiernos laicos, dictatoriales, autoritarios, vulneradores de los derechos humanos... y amigos de occidente en muchos casos.
Cuadro tres: micro-física
Hoy por la mañana suena el timbre de mi casa y en la puerta me esperan dos mujeres que se declaran vecinas del barrio (a quienes yo nunca había visto) y se presentan preocupadas por la salud de los gatos de mi vecina (una mujer muy mayor que se encuentra internada). No se preocupaban por la anciana (que es una mujer, por lo demás, muy desagradable, manipuladora y xenófoba), sino por los “pobres gatitos” (un gatito no necesita riquezas y es, por lo tanto, rico en esencia y por definición). El hecho es que la anciana está internada hace más de un mes, de modo que tal preocupación es innecesaria: los gatos, después de tanto tiempo, o están bien o están muertos. Como prefiero a los gatos antes que a los roedores, me cuidé bastante de que estos animalitos desaparecieran (a pesar de las lindezas que me dejan en casa de tarde en tarde). Cuando les contesto a las señoras que los animales gozaban de una buena vida en general, me piden pasar a comprobar la situación. No sólo no confiaban en mi palabra, sino que querían que yo les facilitara el acceso a una propiedad que no es mía. Tan grande era la honrada preocupación y amor por los felinos de estas señoras que incluso se sorprendieron de mi negativa a cometer un delito en beneficio de los gatos.
Como su desconfianza me hirió, aproveché para responderles que, primero, ya hubiera sido tarde para preocuparse por los gatos y, segundo, que en cuatro años de vivir aquí nunca las había visto preocupada por éstos, ni mucho menos por la vieja persona que los cuidaba (y de la cual los gatos eran dueños). En resumen: me dijeron que “cada uno se preocupa de algo”, en su caso, de los animales (aunque malamente, como se infiere). Supongamos que no escondían ninguna otra intención. Muy bien. Esta es la micro-física de la tensión entre sociología y política. ¿Qué explicación, qué enseñanza podría haber modificado ese comportamiento en donde el derecho animal antecede al humano? Probablemente ninguna. Existimos en un contexto que nos otorga incontables situaciones en las cuales volcar nuestros afectos, pasiones y preocupaciones. Para todos existen situaciones máximas: cuidar de la situación de la mujer, de los indigentes, de los trabajadores, de los niños, de los animales, del medioambiente, de la seguridad pública, de los accidentes de tránsito, innumerables oportunidades para poner a prueba nuestra virtud y buenas intenciones, para mejorar el mundo siete billones de veces, como quiere el director ejecutivo del UNFPA.
Cuarta dimensión del tríptico: el observador
Yo, el creador y observador del tríptico precedente, no he querido mostrar círculos concéntricos de lo general a lo particular, o viceversa, porque en la consciencia las tres situaciones y problemas detallados pueden parecer inconexas. Es la tarea del observador en tanto sociólogo mostrar que, en realidad, se superponen y se componen recíprocamente. De la macro-física del sistema a la micro-física de los comportamientos interpersonales, pasando por la física de los fenómenos sociales, la realidad puede reintegrarse discursivamente y, sugiero, esta tarea es necesaria para establecer líneas de acción políticas que tengan razonables expectativas de éxito. Sostengo para mí que la mejor cualidad que puede tener una persona dedicada a la política es la claridad instrumental para reconocer qué es posible hacer en materia de acción pública sin que resulte contraproducente. En este sentido, todos somos responsables de nuestros actos políticos: debemos saber reconocer cuándo nuestras buenas intenciones se entremezclan con prejuicios y deseos de toda calaña.
Desearíamos que nuestros siete billones actuaran los unos a favor de los otros pero eso, simplemente, no es verdad. Desearíamos, quizá, que los estados nacionales adoptaran políticas públicas desligadas de los preceptos religiosos (en la medida en que muchos les atribuyen efectos nocivos para con los principios morales y las perspectivas que son la libertad, la igualdad y la equidad, por ejemplo) prefiriendo formas laicas y con base en el respeto por los derechos humanos, pero eso no se consigue gritando que la religión es mala cosa para la política y olvidando que la religión también se encuentra en un contexto específico, con el cual interactúa de manera necesaria. Desearíamos que la gente compartiera nuestras propias categorías y jerarquías morales, poniendo mayor énfasis en la justicia y el cuidado de las personas, antes que preocuparse por animales indiferentes a tal preocupación.
No obstante y sin embargo y pero... nuestra perspectiva no sería realista si no hacemos de la tolerancia un ejercicio permanente: la fragmentación ideológica ya existe, debemos trabajar políticamente con ella, y con conocimiento y sensatez, además. Porque la única otra alternativa es el reclamo y el uso de la fuerza. Y la humanidad ha crecido tanto, es tan poderosa en su entorno, pesa tanto en este planeta que por el momento es el único disponible, que cualquier exceso de violencia nos conduce a cataclismos sociales más o menos explícitos (no hablo sólo del futuro, ni siquiera principalmente del futuro) y de proporciones crecientes. Me vuelve a doler la espalda, los dejo aquí.