Apolónides
Licio dedujo de una cita del Cinabarsis
(hoy perdido) que la lanza de Peleo de los mirmidones, la cual solo su hijo
Aquiles podía manejar, pesaba “no menos
que el mascarón de proa del Argo”. No muestra la impúdica incompetencia de Silonides
Acqve, quien por elevarse frente a Tiberio en Rodas tuvo que asegurar que la
lanza estaba hecha con el propio mascarón (que era mágico y parlante,
consagrado a la diosa Hera): hay una evidente incongruencia en cuanto al tipo
de madera, ya que la lanza fue hecha por Hefestos de fresno, mientras que Argos
construyó su nave de roble (es un tema que se reiterará). Tiberio no era tonto
ni ignorante, y sabía ser cruel. Con otra suerte, autorizado por Apolónides y
secundado por Lamprio, Timónides Cario (Dimotikía,
parágrafo 73) cifra el peso en “no menos
de ciento setenta silas” (unos ciento cuarenta y tres kilogramos). Tiberio
le promete un premio por tal hallazgo, jamás cumple su promesa.
Tampoco
Platón dejó escapar la importancia de este tema aparentemente irrelevante, pero
lo hizo con mayor dignidad e inteligencia. Tengo en este mismo momento una
edición –barata y triste– del Fedón
frente a mis ojos, en cuya página ciento veintidós Sócrates discute –lo cual
equivale a decir que Platón considera capital, pues nunca hace hablar a
Sócrates de lo que no es esencial– la importancia de la rareza de los extremos.
El peso de la lanza de Aquiles es un extremo en la historia mítica, como lo es
la tensión del arco de Odiseo.
Es
Timoleón el viejo, el general de Corinto que liberó finalmente a Siracusa de la
tiranía de Hicetas y de Dionisio II, el que instala el problema en su legado y
testamento, dictado a Téramo entre las ruinas de la isla Ortigia, la mayor fortaleza de su tiempo. Timoleón, revertido
en filósofo en sus últimos y gloriosos años, triunfa donde fracasaron Platón,
Espéusipo y Dión, pues comprende que la extensión de lo grande, por inmensa que sea, y la dimensión de lo primero o lo mayor, por notoria que sea la diferencia con lo segundo o con lo menor, no deben confundirse con el infinito, esto es, con la
perfección. No hay lanza (no hay falo, traduciría Freud) más pesada que la de
Aquiles, pero es sólo una lanza y será siempre no más que una lanza. También la
virtud y su fase práctica, la buena vida política (de la cual la lanza es
símbolo) será entonces un atributo grande
o mayor, pero siempre ligada al
límite imperfecto de lo humano, aunque éste se alce al borde de lo divino (de
lo cual el símbolo es Aquiles mismo). Téramo lleva el “testamento” de Timoleón,
a quien la edad ha cegado, a la Academia de Atenas el año en que Alejandro de
Macedonia cumple quince años de edad. Otros quince y será el amo del mundo
conocido, y su reinado durará menos de un lustro. Mientras tanto, Aristóteles es
su tutor.
Obsesionado
por refutar a Timoleón (ya anónimo y confundido con Policarpo de Esmirna) y
fundar una iglesia sobre sí mismo que se elevara y se separara esencialmente de
la suciedad del mundo, Justiniano (Sub
Hypozomata Hyperbos, 15:8) recurre a la sugerencia de Ireneo Hierapolitano:
la lanza de Aquiles pesaba exactamente lo mismo que la cruz de Cristo; su punta de bronce, lo mismo que los clavos férreos
que atravesaron la carne del redentor; el brazo de Aquiles, agigantado, pesaba
lo mismo que el cuerpo lacerado de dios. No está tan mal: Dragatsis (1917) calculó
que en madera de olivo la cruz pesaría entre ciento diez y ciento cuarenta kilogramos;
Whilheim Grotte (1973) concuerda con él.
El
de Justiniano es un ejercicio de magia simpática en donde lo semejante no
imita, sino que demuestra, lo semejante, con el simple recurso de negar la
casualidad y establecer una identidad trascendental. Ambos elementos estéticos
son entrañables.
Justiniano se anticipa
al renacimiento en este aspecto, aunque de un modo totalmente aislado, casual:
a fin de cuentas, el discurso de un emperador bizantino no debía su fuerza a la
verificabilidad de sus sentencias, ni siquiera a la correcta estructuración de
sus contenidos.
Para
el pensamiento abstracto que se sitúa junto al poder absoluto, casi siempre ha
sido suficiente lo que Mouffsignant (Quelques
mots: sur l'omniprésence du sens, Duveille, Serrailler, 1969) llamara “el aura de verosimilitud (...) la cual se
consigue, sobre todo, con elegancia y magnificencia, antes que con difíciles
hipótesis y comprobaciones lógicas”. El ideario de Justiniano es
pre-ideológico, es el sueño que pretende encontrar alguna vez la sombra de la
ideología.
El
problema del peso de la lanza de Aquiles (que es ya una metonimia de la santa
cruz y de la iglesia militante) se reproduce pero también se retuerce: el
milenarismo incinera literalmente a los apóstatas Aquilinos, que insinuaron que
la Ilíada era un anticipo de los evangelios, una alternativa a las viejas
escrituras hebraicas. Los Aquilinos vieron en el héroe heleno la primera venida
de Cristo; en su cólera, la ira de dios; vieron en Troya condenada a la
Jerusalén terrestre, en manos de los infieles y a la que solamente la sangre y
el fuego podían redimir. Entre los ejecutores templarios y la demencia de las
cruzadas, cuyas huellas macabras no llegó a borrar la Muerte Negra en el siglo
XI, la tesis apenas sobrevivió en un monasterio de madera de aliso situado relativamente
cerca del túmulo de Aquiles, próximo a donde hoy se alza Küçük Çamlíca, en Uskudar,
Estambul.
"La storia non è ciò che gli
uomini fanno, ma un vecchio pezzo di legno che va errando attraverso le
generazioni. Quando il fuoco ha consumato il legno, sarà la fine del
mondo."
(La
historia no es lo que hacen los hombres, sino una vieja pieza de madera que va
errando de generación en generación. Cuando el fuego la haya consumido, será el
fin del mundo).
¿En
qué pensaba Serafino Ubicce cuando escribió esta sentencia, que tiene el
inconfundible sabor clásico de los grandes mitos griegos en la imagen de
Meleagro y Altea? No quiere mantenerlo en secreto: unas páginas antes, su Ufficio dei Serpenti cita con falso
desprecio la Dimotikia del defraudado
Timónides; unas líneas después designa ostensiblemente a un bibliotecario ciego
“Orlando Greco”, homónimo del último líder de los Aquilinos y mítico fundador
del monasterio de Uskudar. Para quien sospeche una confusión argentina, ni Groussac
ni Borges tienen algo que ver (Nadie
rebaje a lágrima o reproche / Esta declaración de la maestría / De Dios, que
con magnífica ironía / Me dio a la vez los libros y la noche... –Borges, el hacedor, 1960–... dos famosos
bibliotecarios alcanzados, como Timoleón, por la ceguera): Ubicce y su espíritu
jacobino mueren en 1847, su viuda consigue publicar el “Ufficio” en 1863, pero no encuentra acogida hasta que Benedetto Croce
no lo saluda en un ensayo de 1933, disminuido y publicado como artículo antifascista
dos años más tarde, “Serpenti de Ubicce”, bajo el seudónimo de Giambattista Labriola
en Tribuno popolare nº2 (y último), Napoli,
febbraio 1935.
Ubicce
sostiene que el “pezzo di legno” es
de fresno, como el Yiggdrassil, el árbol del mundo de la mitología nórdica; Robert
Graves, en su King Jesus, dice que el
madero transversal de la cruz era de terebinto. Supongo que Graves se equivoca:
el terebinto es débil para ese uso y la madera disponible para cruces en Judea
era de olivo, algo en lo que insisten con pruebas Dragatsis y Grotte; la lanza
de Peleo era, sin dudas, de fresno también; el Argo, ya lo dije, fue construido con
roble.
Me
atrae este recuerdo de los Aquilinos: la imagen de un dios encarnado en cólera,
en una ira que proviene del amor, un dios terrenal, celoso de lo suyo. Tal como
se lo propuso Homero (ícono epónimo de quien o quienes fuera) mi sentimiento
siempre estuvo con Héctor y mi desprecio con Agamenón. El resto de Troya estaba
maldita y condenada, en Criseida, en Hécuba, en Casandra, en la fría pasión que
encendía Helena en sus hombres. Sin embargo, del enojo de Aquiles, en realidad,
de los juegos en honor a Patroclo al funeral de Héctor hay poco para construir
las bases de una teofanía sólida, especialmente una monoteísta. Hay demasiada
mezquindad divina y humana, demasiada vanidad y orgullo, demasiada ostentación
de sórdido coraje en ese trayecto que terminará con una deificación difícil de
entender.
Los
Aquilinos dan el gran salto. Un milenio después, dios deja las armas y baja a
la tierra a un establo y a una carpintería. Aquiles es ahora un maestro, un
pastor de hombres, un erudito y un manso, pues ha aprendido que su gloria no es
de este mundo. Es un dios que busca opciones como lo hace un hombre mortal que
aprende de sus errores y que invariablemente se equivoca. Aquiles, Alejandro de
Macedonia y Jesús mueren pronto, y el oráculo no les ha mentido: por esa breve
vida han ganado fama perdurable.
Lo
sé. Es una fábula débil. Insuficiente. El lenguaje mágico y pre-ideológico de
Justiniano es más claro, pero igualmente intrascendente (como Teodora nunca
cesó de remarcar en cada oportunidad) porque quiere la deificación sin osar a
compararse con dios, y para ello lo rebaja a un ser menor, un cuco de los
cuentos antiguos, un mercenario armado con un tremendo falo. Teodora ha sido víctima
de abusos, bailarina, prostituta, hetaira: conoce de los falos y de las
relaciones de los hombres con ellos todo lo que es posible saber. Pero no le
interesan ellos ni sus vínculos con la filosofía, sólo quiere el poder
terrenal, el gobierno de los hombres.
Cuántos
números y nombres, cuántos libros y referencias inútiles, mayoritariamente
falaces, porque me pesa el mundo en esta noche sin luna:
La
historia que he narrado aunque fingida,
Bien
puede figurar el maleficio
De
cuantos ejercemos el oficio
De
cambiar en palabras nuestra vida.
Nuevamente,
Borges, El hacedor, nuevamente.