Cuando la incertidumbre es una fiesta un poco fúnebre
Hace un mes y medio comentaba aquí que la actual crisis económica no era una crisis de superproducción clásica (aquellas que Ernest Mandel considerara como parte de la lógica de las "ondas largas" del capitalismo), sino una crisis de confianza general en la capacidad del sistema en reproducir la ganancia capitalista. Es decir, no es que se esté produciendo o se haya estado produciendo más de lo que la gente del mundo global podía consumir (según sus fracciones capacitadas de manera diferencial para realizar ese consumo), sino que no importa cuanto se produzca o consuma, los operadores capitalistas no consideran que el crecimiento pueda mantenerse en el futuro. En este sentido, la crisis financiera no es, como se desprende de la teoría clásica, un reflejo de la economía real, sino un sistema de regulación que anticipa la dislocación entre las expectativas de crecimiento y las capacidades de reproducción del capital.
Recientemente, Atilio Borón publicó en su Sitio web (http://www.atilioboron.com/) un análisis bien ordenado de este fenómeno. Asume (y no lo considera temerario) que esta crisis actual puede evolucionar en una crisis civilizatoria (el escribe "civilizacional" pero, modestamente, no pienso acompañarlo en esa aventura). Sin embargo, el conjunto del análisis preserva las líneas clásicas que le hacen anticipar una incertidumbre. El capitalismo global está en serias dificultades, pero no existe hoy en día un actor que pueda "empujarlo" en su caída (según recuerda Borón de Lenin) y eso nos remite al viejo axioma marxiano que Gramsci también recordó y utilizó: "ninguna sociedad desaparece hasta que no ha agotado todas las formas sociales que caben en seno".
Recuerda también que hoy no existe la URSS para reforzar a los sindicatos y las fuerzas de izquierda, obligando a un nuevo "new deal" o un nuevo imperio del keynesianismo, a pesar de que los estados están ganando aceleradamente lugar en la gestión de las economías nacionales en los países centrales. Sin embargo, tanto la sentencia anterior como el análisis de Borón omiten, por razones teóricas, una conexión que me parece importante para comprender el actual estado de cosas.
Esta conexión es la coincidencia entre los estados capitalistas y el socialismo de estado en la base de sus respectivos modos productivos. La experiencia soviética, y actualmente la china, mostraron que los dispositivos de regulación social podían forzar una producción de excedentes incluso sin el estímulo de la ganancia capitalista.
Es decir que, en cierta medida, el estado capitalista podría ocupar el lugar del interés capitalista. Esta forma ideológica es algo que supera a la definición de modo de producción, y se refiere al modo en que la sociedad pugna por permitir que sus relaciones internas continúen reproduciéndose y, en virtud de una economía energética esencial, esta reproducción, especialmente en tiempos de crisis, debe tender a ser lo más "barata" posible, es decir, exigir la menor cantidad posible de recursos de las relaciones sociales existentes (o supervivientes) para preservar, primero, la capacidad reproductiva del sistema y, segundo, el modo de producción preexistente.
Borón critica a Schumpeter la noción de "destrucción creadora", como la que habría ocurrido en la primera mitad del siglo pasado en términos de "renovación" de los regímenes capitalistas de acumulación (y esta destrucción se repitió en buena parte de la periferia desde entonces y hasta la actualidad, aunque ideológicamente eso no ha sido considerado una "guerra mundial"). No hablemos de "destrucción creadora", pero confiemos en las necesidades sistémicas: si el sistema no puede mantener las relaciones sociales que lo constituyen, éstas se desintegran en forma de conflictos y generando nuevos conflictos y necesidades de regulación, que son cada vez más caras de satisfacer, en el contexto de una economía reducida o, al menos, fuertemente desacelerada.
Entonces, Borón crítica a Schumpeter correctamente, pero de manera insuficiente. La destrucción no es creadora en sí misma, pero sí es necesaria y, en estas circunstancias, es necesaria para una ulterior re-creación del sistema capitalista, que puede existir o no. La economía basada en el consumo de hidrocarburos nos ha llevado al mismo tiempo a otros límites de tolerancia sistémica, en este caso de carácter medioambiental, pero su reemplazo por otro complejo tecnológico de base (recordando vagamente a Mumford y Babini) será costosísimo y, además, inevitable: o responderá a esta crisis o a una subsiguiente, o la detonará: el precio del petróleo se ha derrumbado últimamente, pero el enorme precio que había alcanzado hasta el semestre anterior anticipaba esta crisis, como bien es señalado, mucho más allá del desplome de las inversiones hipotecarias o de alto riesgo.
La deuda acumulada por las economías centrales, que parcialmente se "escondía" en la sobre-valoración de los paquetes accionarios de muchas grandes corporaciones financieras, no suponía el origen de la crisis económica solamente: suponía también el agotamiento de las vías de producción de excedentes. La diferencia es sutil pero determinante: la economía capitalista comenzó a experimentar las crisis paralelas de sobreproducción y sub-consumo cuando se hizo evidente que la posibilidad de continuar regulando las relaciones que sostenían la fase anterior disminuía.
La teoría marxista buscaba en la "realidad" de las relaciones sociales de producción el origen de muchas crisis sociales, pero este análisis (enormemente fructífero) omite que las relaciones de producción se encuentran articuladas por expectativas y pretensiones que no hacen a la mera producción de bienes y valores de cambio, sino a la regulación de las propias relaciones sociales.
Los sectores políticos en las economías centrales ya han visto los números presentes: están comprensiblemente aterrados y deambulando a medio camino entre el pánico y la hiperquinesis, cualquier acción que no solucione la crisis reducirá el caudal de votos de los partidos gobernantes, cualquier profundización de la crisis dejará a los partidos opositores triunfos relativamente fáciles, pero que concederán estados en terribles condiciones de gobernabilidad. Destruidos por la apatía política de la democracia los canales de participación colectiva de verdadero alcance, no habría a quien recurrir: incluso los inmigrantes estarán muertos de miedo o de hambre y retornando a sus países a vivir (o a morir) en su propia heredad.
Curiosamente, a ningún gobierno del mundo, democrático o no, se le ha ocurrido hasta ahora preguntarle a los pueblos qué hacer para salir de la crisis: ¿Han preguntado a la gente si está dispuesta, por ejemplo, a reducir sus consumos a cambio de una mayor seguridad para un mayor número de personas? ¿Han preguntado si ha llegado el tiempo de la acción colectiva de carácter global? Por supuesto que no lo han hecho, porque las bases sociales de la democracia son, en realidad, insoportablemente leves y difusas, con apoyos erráticos y endebles en la "voluntad popular". Personalmente, creo que es tarde para recurrir a esta alternativa, pero tal vez alguien con mucha tradición social de republicanismo o solidaridad pudiera probar: Francia o los países escandinavos serían candidatos (lo escribo no sin una pizca de sarcasmo). El resto de las soluciones que miren "a lo popular" serán facilistas, populistas y, tendencialmente, fascistas.
El estado puede ganarle posiciones políticas a las corporaciones económicas y al mercado, pero eso no es gratuito. En todo caso, si la crisis continúa su marcha, la destrucción (creadora o no) llegará de la mano de una nueva "larga recesión" o de una destrucción masiva y veloz de relaciones sociales y de factores productivos (las primeras importan algo más, porque están constituidas por gente viva). La solución del siglo XX fue una fuerte combinación de ambas y, en este sentido, los desajustes de regulación forman parte de la naturaleza social del capitalismo: su hipertrofia y la tremenda extensión de la socialización del trabajo hacen que las cadenas de relaciones sociales que se destruyen sean larguísimas y den varias veces la vuelta al globo terráqueo.
Termino respondiendo a una consulta: ¿Por que los gobiernos, en vez de dar plata a los bancos y al sistema financiero para "rescatarlos" no entregan ese dinero a la gente, lo cual nos haría millonarios a todos? (Me llegó por mail de J.A.)
Es simple, repartiendo el dinero (fetiche del fetiche de la mercancía) todos tendríamos en las manos millones que inmediatamente perderían su valor en el mercado de oferta y demanda, por causa del exceso de liquidez. Además, ningún millonario querría mantener su puesto de trabajo: nada se produciría, nada se podría comprar, los millones perderían su valor en un contexto de infinidad de relaciones de producción disueltas. El sistema financiero, que -insisto- no es mero reflejo, se encargaría de colocar ese dinero en donde realmente la economía real pueda reactivar las funciones productivas. Si no lo hace, ese dinero volvería a perder valor hasta alcanzar un equilibrio con las condiciones reales de producción.
Esto nos revela dos cosas. En primer lugar, los encargados de los estados son conscientes de los mecanismos socio-económicos involucrados, pero no tienen certezas, porque de otra forma podrían realizar ellos mismos las inversiones sin pasar por intermediarios tremendamente poco fiables. En segundo lugar, la dinámica macroeconómica de la globalización es compleja, y se necesitan agentes especializados, que no son estatales hasta el momento, para su regulación, aunque sea considerada ineficiente e insuficiente.
Hasta hace poco el foro social mundial advertía que "otro mundo es posible". Ahora sabemos que "otro mundo es probable"... y es probable que este otro tampoco nos guste. Hobsbawm nos recordó que, para la generación de sus padres (es un activo nonagenario) "paz significaba `antes de 1914' "y que "lo que vino después no merecía ese nombre". Si la advertencia no nos llega fuerte y clara como un imperativo kantiano, entonces cambiemos de canal para ver como salió el partido de fútbol, que es una manera de no ver como va yendo el partido de la vida.
Hace un mes y medio comentaba aquí que la actual crisis económica no era una crisis de superproducción clásica (aquellas que Ernest Mandel considerara como parte de la lógica de las "ondas largas" del capitalismo), sino una crisis de confianza general en la capacidad del sistema en reproducir la ganancia capitalista. Es decir, no es que se esté produciendo o se haya estado produciendo más de lo que la gente del mundo global podía consumir (según sus fracciones capacitadas de manera diferencial para realizar ese consumo), sino que no importa cuanto se produzca o consuma, los operadores capitalistas no consideran que el crecimiento pueda mantenerse en el futuro. En este sentido, la crisis financiera no es, como se desprende de la teoría clásica, un reflejo de la economía real, sino un sistema de regulación que anticipa la dislocación entre las expectativas de crecimiento y las capacidades de reproducción del capital.
Recientemente, Atilio Borón publicó en su Sitio web (http://www.atilioboron.com/) un análisis bien ordenado de este fenómeno. Asume (y no lo considera temerario) que esta crisis actual puede evolucionar en una crisis civilizatoria (el escribe "civilizacional" pero, modestamente, no pienso acompañarlo en esa aventura). Sin embargo, el conjunto del análisis preserva las líneas clásicas que le hacen anticipar una incertidumbre. El capitalismo global está en serias dificultades, pero no existe hoy en día un actor que pueda "empujarlo" en su caída (según recuerda Borón de Lenin) y eso nos remite al viejo axioma marxiano que Gramsci también recordó y utilizó: "ninguna sociedad desaparece hasta que no ha agotado todas las formas sociales que caben en seno".
Recuerda también que hoy no existe la URSS para reforzar a los sindicatos y las fuerzas de izquierda, obligando a un nuevo "new deal" o un nuevo imperio del keynesianismo, a pesar de que los estados están ganando aceleradamente lugar en la gestión de las economías nacionales en los países centrales. Sin embargo, tanto la sentencia anterior como el análisis de Borón omiten, por razones teóricas, una conexión que me parece importante para comprender el actual estado de cosas.
Esta conexión es la coincidencia entre los estados capitalistas y el socialismo de estado en la base de sus respectivos modos productivos. La experiencia soviética, y actualmente la china, mostraron que los dispositivos de regulación social podían forzar una producción de excedentes incluso sin el estímulo de la ganancia capitalista.
Es decir que, en cierta medida, el estado capitalista podría ocupar el lugar del interés capitalista. Esta forma ideológica es algo que supera a la definición de modo de producción, y se refiere al modo en que la sociedad pugna por permitir que sus relaciones internas continúen reproduciéndose y, en virtud de una economía energética esencial, esta reproducción, especialmente en tiempos de crisis, debe tender a ser lo más "barata" posible, es decir, exigir la menor cantidad posible de recursos de las relaciones sociales existentes (o supervivientes) para preservar, primero, la capacidad reproductiva del sistema y, segundo, el modo de producción preexistente.
Borón critica a Schumpeter la noción de "destrucción creadora", como la que habría ocurrido en la primera mitad del siglo pasado en términos de "renovación" de los regímenes capitalistas de acumulación (y esta destrucción se repitió en buena parte de la periferia desde entonces y hasta la actualidad, aunque ideológicamente eso no ha sido considerado una "guerra mundial"). No hablemos de "destrucción creadora", pero confiemos en las necesidades sistémicas: si el sistema no puede mantener las relaciones sociales que lo constituyen, éstas se desintegran en forma de conflictos y generando nuevos conflictos y necesidades de regulación, que son cada vez más caras de satisfacer, en el contexto de una economía reducida o, al menos, fuertemente desacelerada.
Entonces, Borón crítica a Schumpeter correctamente, pero de manera insuficiente. La destrucción no es creadora en sí misma, pero sí es necesaria y, en estas circunstancias, es necesaria para una ulterior re-creación del sistema capitalista, que puede existir o no. La economía basada en el consumo de hidrocarburos nos ha llevado al mismo tiempo a otros límites de tolerancia sistémica, en este caso de carácter medioambiental, pero su reemplazo por otro complejo tecnológico de base (recordando vagamente a Mumford y Babini) será costosísimo y, además, inevitable: o responderá a esta crisis o a una subsiguiente, o la detonará: el precio del petróleo se ha derrumbado últimamente, pero el enorme precio que había alcanzado hasta el semestre anterior anticipaba esta crisis, como bien es señalado, mucho más allá del desplome de las inversiones hipotecarias o de alto riesgo.
La deuda acumulada por las economías centrales, que parcialmente se "escondía" en la sobre-valoración de los paquetes accionarios de muchas grandes corporaciones financieras, no suponía el origen de la crisis económica solamente: suponía también el agotamiento de las vías de producción de excedentes. La diferencia es sutil pero determinante: la economía capitalista comenzó a experimentar las crisis paralelas de sobreproducción y sub-consumo cuando se hizo evidente que la posibilidad de continuar regulando las relaciones que sostenían la fase anterior disminuía.
La teoría marxista buscaba en la "realidad" de las relaciones sociales de producción el origen de muchas crisis sociales, pero este análisis (enormemente fructífero) omite que las relaciones de producción se encuentran articuladas por expectativas y pretensiones que no hacen a la mera producción de bienes y valores de cambio, sino a la regulación de las propias relaciones sociales.
Los sectores políticos en las economías centrales ya han visto los números presentes: están comprensiblemente aterrados y deambulando a medio camino entre el pánico y la hiperquinesis, cualquier acción que no solucione la crisis reducirá el caudal de votos de los partidos gobernantes, cualquier profundización de la crisis dejará a los partidos opositores triunfos relativamente fáciles, pero que concederán estados en terribles condiciones de gobernabilidad. Destruidos por la apatía política de la democracia los canales de participación colectiva de verdadero alcance, no habría a quien recurrir: incluso los inmigrantes estarán muertos de miedo o de hambre y retornando a sus países a vivir (o a morir) en su propia heredad.
Curiosamente, a ningún gobierno del mundo, democrático o no, se le ha ocurrido hasta ahora preguntarle a los pueblos qué hacer para salir de la crisis: ¿Han preguntado a la gente si está dispuesta, por ejemplo, a reducir sus consumos a cambio de una mayor seguridad para un mayor número de personas? ¿Han preguntado si ha llegado el tiempo de la acción colectiva de carácter global? Por supuesto que no lo han hecho, porque las bases sociales de la democracia son, en realidad, insoportablemente leves y difusas, con apoyos erráticos y endebles en la "voluntad popular". Personalmente, creo que es tarde para recurrir a esta alternativa, pero tal vez alguien con mucha tradición social de republicanismo o solidaridad pudiera probar: Francia o los países escandinavos serían candidatos (lo escribo no sin una pizca de sarcasmo). El resto de las soluciones que miren "a lo popular" serán facilistas, populistas y, tendencialmente, fascistas.
El estado puede ganarle posiciones políticas a las corporaciones económicas y al mercado, pero eso no es gratuito. En todo caso, si la crisis continúa su marcha, la destrucción (creadora o no) llegará de la mano de una nueva "larga recesión" o de una destrucción masiva y veloz de relaciones sociales y de factores productivos (las primeras importan algo más, porque están constituidas por gente viva). La solución del siglo XX fue una fuerte combinación de ambas y, en este sentido, los desajustes de regulación forman parte de la naturaleza social del capitalismo: su hipertrofia y la tremenda extensión de la socialización del trabajo hacen que las cadenas de relaciones sociales que se destruyen sean larguísimas y den varias veces la vuelta al globo terráqueo.
Termino respondiendo a una consulta: ¿Por que los gobiernos, en vez de dar plata a los bancos y al sistema financiero para "rescatarlos" no entregan ese dinero a la gente, lo cual nos haría millonarios a todos? (Me llegó por mail de J.A.)
Es simple, repartiendo el dinero (fetiche del fetiche de la mercancía) todos tendríamos en las manos millones que inmediatamente perderían su valor en el mercado de oferta y demanda, por causa del exceso de liquidez. Además, ningún millonario querría mantener su puesto de trabajo: nada se produciría, nada se podría comprar, los millones perderían su valor en un contexto de infinidad de relaciones de producción disueltas. El sistema financiero, que -insisto- no es mero reflejo, se encargaría de colocar ese dinero en donde realmente la economía real pueda reactivar las funciones productivas. Si no lo hace, ese dinero volvería a perder valor hasta alcanzar un equilibrio con las condiciones reales de producción.
Esto nos revela dos cosas. En primer lugar, los encargados de los estados son conscientes de los mecanismos socio-económicos involucrados, pero no tienen certezas, porque de otra forma podrían realizar ellos mismos las inversiones sin pasar por intermediarios tremendamente poco fiables. En segundo lugar, la dinámica macroeconómica de la globalización es compleja, y se necesitan agentes especializados, que no son estatales hasta el momento, para su regulación, aunque sea considerada ineficiente e insuficiente.
Hasta hace poco el foro social mundial advertía que "otro mundo es posible". Ahora sabemos que "otro mundo es probable"... y es probable que este otro tampoco nos guste. Hobsbawm nos recordó que, para la generación de sus padres (es un activo nonagenario) "paz significaba `antes de 1914' "y que "lo que vino después no merecía ese nombre". Si la advertencia no nos llega fuerte y clara como un imperativo kantiano, entonces cambiemos de canal para ver como salió el partido de fútbol, que es una manera de no ver como va yendo el partido de la vida.