jueves, 9 de agosto de 2012

La democracia como utopía o por qué no soy kirchnerista


Aunque este espacio lo reservo habitualmente para los restos de información que circulan por mi cerebro, súbitamente me encuentro en la necesidad de utilizarlo con otros fines, nada secretos por otra parte. Otro desafío, quizá, ahora que tengo una hora libre en esta madrugada húmeda y fresca, el clima que hace que a la ciudad de Buenos Aires se le aplique el epíteto de “asqueroso” antes de pensar en el juego de luces contra las calles empapadas y el brillo estremecedor del cielo nuboso y casi púrpura. Dos fenómenos ópticos bastante asquerosos, también.



Hablando de fenómenos asquerosos, en el plano político: ya he repetido bastantes veces mi sentencia acerca de la democracia como sistema de organización jurídico-política. Aquí va otra vez: no puede hablarse de democracia real sin una distribución relativamente homogénea del poder político, entendido como la capacidad de generar o condicionar regularidades sociales por medio de un sistema jurídico y administrativo. Bajo esta definición, la democracia como realidad no ha existido jamás en las sociedades complejas conocidas (definidas a su vez como aquellas sociedades en las que las series materiales y simbólicas de producción, distribución y consumo se extienden tanto, a causa del incremento de la división del trabajo social –producido a su vez por la imposibilidad de mantener procedimientos más simples para la gestión de la entropía del sistema-, que los sujetos implicados se vinculan principalmente por mecanismos orgánicos de solidaridad y cooperación). Lo que ha existido y existe son sociedades en las cuales el poder concentrado se ha fragmentado lo suficiente (también como consecuencia del grado alcanzado por la división del trabajo) como para generar un espacio muy dinámico, que necesita un sistema igualmente dinámico de producción de recursos para la regulación. Hace muchos años que insisto en que el principal mérito de la democracia es su flexibilidad y capacidad de reacción, comparado con otros sistemas de regulación de sociedades complejas, antes que características morales o éticas intrínsecas. Toda vinculación discursiva con “el pueblo”, es para la mayor parte del espectro político, mera ideología y, la mayor parte de las veces, mera fraseología y retórica electoralista, mucho más demagógica que democrática. 


Lo que existe, más bien, son oligocracias administrativas, burocráticas, con muy fuertes relaciones corporativas (tanto políticas como económicas y jurídicas), que están por lo general bastante concentradas. Sus elites circulan en el poder y sus mecanismos son más permeables al ascenso social que en otros sistemas, pero no por ello son menos restrictivos, considerando las enormes masas poblacionales cuya capacidad productiva se gestiona a través del estado y las luchas corporativas. Se ha sostenido muchas veces que la representación es necesaria en democracias tan “grandes” como la nuestra, donde aparentemente el ejercicio continuo de la democracia es imposible (podemos votar infinitas estupideces en Intenet, catorce veces por día, pero no podemos hacer lo propio con leyes que regulen la salud de la población) por lo cual sólo es viable la democracia “indirecta”, lo cual supone la creación cíclica de una elite legislativa y ejecutiva, conformada por profesionales cuasi-carismáticos de la política que encubren un cuerpo de legisladores profesionales interceptados ideológicamente por el mercado y las grandes corporaciones y grupos de interés.


Muy bien, dirán, el autor de estas líneas no es kirchnerista porque, por definición, el gobierno argentino de turno no es realmente democrático, y el tipo es de esos idealistas de la democracia que entendieron cualquier cosa con eso del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Y estarán equivocados. Puedo comprender todavía la democracia como utopía (aunque no sin un sistema que gestione la complejidad estructural al mismo tiempo que la complejidad organizacional), pero no puedo aceptar la ceguera constante dentro de los cuerpos de administradores del poder político, que no comprenden que los ciclos de expansión y crisis económica y social no se deben a gestiones gubernativas particulares sino a resultados parcialmente considerados de las tensiones históricas del sistema, especialmente derivados de las tensiones económicas estructurales. Porque la democracia contemporánea no es cualquier democracia: es democracia capitalista. Las principales corporaciones son fracciones de los poseedores de capital y las corporaciones políticas predominantes las representan de manera directa o indirecta, incluso cuando sustituyen el valor crecimiento con el valor “pueblo”, siguiendo la retórica del bienestar general en el capitalismo.


A ver si lo entendemos de una vez: en el capitalismo, el bienestar general constante no ha sido históricamente posible. Tarde o temprano la tendencia decreciente de la tasa de ganancia genera una crisis que es pagada con el sufrimiento de las masas asalariadas, y los momentos de expansión que no se preparan para este evento (como ocurre con el ciclo kirchnerista u ocurrió con el estado de bienestar europeo hasta hace un par de años) son funcionales a la expansión de la extracción de plusvalía absoluta en un momento posterior, cuando el ciclo expansivo se retrae y contrae otras formas de generar beneficios netos para los gestores del capital. No soy kirchnerista porque el kirchnerismo no ha venido a abrogar la ley, sino para cumplirla. Ha resucitado el capitalismo nacional y, con él, está alimentando las llamas del próximo infierno cíclico. Ni Cristina Fernández ni Néstor Kirchner, con independencia de lo que ellos mismos hayan creído (a fin de cuentas, no son astutos sociólogos) han llegado para reconstruir la democracia, sino para cumplir con un nuevo ciclo de expansión capitalista basada en la expansión del consumo interno (aunque sustentado en buena medida por la performance de las commodities –Qué cool me quedó, ¿viste?–). Sin embargo, jamás han querido ni intentado cambiar las reglas de juego de la concentración del poder político, económico o administrativo. Sus devaneos y flirteos con el nacionalismo corporativista son de opereta: esas expresiones patrioteras y populacheras, ese tono campante de soberbia de los justos, esa actualización permanente de la retórica demagógica son maquillaje. Detrás de este izquierdismo político, como detrás del derechismo de Macri, persiste la lógica del capital. 


Por supuesto, no son lo mismo. Dentro de los sectores propiamente capitalistas hay una eterna competencia y formas diferentes de administración se desprenden del predominio de facciones diferentes del gran capital agregado. En este sentido, el kirchnerismo ha alentado el predominio de aquella facción que, debido a su debilidad relativa, ha preferido la extracción continua aunque moderada de plusvalía antes que la acumulación explosiva y predadora que ha caracterizado varios ciclos del capitalismo nacional. Pero tarde o temprano el ciclo se estrangulará a través de una serie complejas de eventos internos y externos (que no son tan difíciles de prever, por otra parte) y deberemos volver a elegir como nos van a clavar en el poste una vez más: con clavos con punta o con clavos sin punta, a martillazo limpio.


Todo esto, sin nombrar los otros “problemitas”. Sustentado en el discurso de “crecimiento para todos”, la táctica del “crecimiento a cualquier precio” es ley estratégica, y las consecuencias indeseables las resolverán otros en el futuro. Están también las cuestiones ambientales, las cuestiones de organización política sectaria y los permanentes abusos de poder, la corrupción (que, sostengo, es inherente a la lógica de la democracia capitalista, la grasita que suaviza el movimiento de los engranajes) y otras costumbres. Casi me causan gracia los augures del “agotamiento del modelo”. ¡Genios! En el capitalismo, todos los modelos nacen para ser agotados.


Me gustaría ser Kirchnerista un rato, para saber qué se siente, por una vez, ir ganando. Pero la estúpida ideología y, quizá, la realidad no me dejan en paz. En cualquier caso, si Ustedes, Argentinos, sean K o anti-K, leen estas líneas, sepan que por el mero hecho de acceder a ellas pertenecen a sectores sociales que tienen buenas probabilidades de caer de pie (incluso leves posibilidades de subir un escaloncito) ante el cambio de ciclo que seguramente vendrá. Porque los que pagan de verdad los platos rotos de esta Danza Macabra son casi siempre los mismos, y no somos nosotros. ¡Ojo! Esto será cierto sólo hasta que la cuenta de la fiesta sea demasiado grande y no alcance con colgar a los pobres de los talones para sacarles el último cobre, como solemos hacer. ¿Opciones? La solidaridad como principio de poder en una democracia que merezca ese nombre. No. Claro que no en esta; es en la otra, en la democracia como utopía. Mi hora terminó. Los dejo con unos versos del romance clásico que Víctor Jara alguna vez hizo canción y que, no sé por qué, me suenan pertinentes: 

Un sueño soñaba anoche
Sueñito del alma mía,
Soñaba con mis amores,
Que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca,
Muy más que la nieve fría.
– ¿Por dónde has entrado, amor?
¿Cómo has entrado, mi vida?
 Las puertas están cerradas,
Ventanas y celosías.
–No soy el amor, amante:
Soy la Muerte, Dios me envía.
– ¡Ay, Muerte tan rigurosa,
Déjame vivir un día!
–Un día no puede ser,
Una hora tienes de vida.