viernes, 24 de agosto de 2012

Mientras nuestros bosques arden (carta abierta del primo de un famosísimo mago)

(Se aduce en el correo electrónico en que la recibí que esta carta fue publicada por el Squire de Thrapston –Northamptonshire, GB–, en su sección “solicitadas”, segunda semana de marzo de 2012. No he confirmado la noticia.)


En la mitad del camino de esta amarga experiencia que es la vida, entre el dolor por la muerte de mis padres y el miedo, el miedo visceral e inevitable que toma siempre para mí una cara conocida de mi infancia, me atrevo a escribir esta confesión que, vengo a descubrir, llevaba conmigo muchos años, hibernando en la inconsciencia.
Los accidentes ocurren, pero no sin razón. Mi padre era todavía un buen conductor y su vista estaba intacta. Era un hombre prudente. Era un hombre que conocía el miedo también, que amaba la vida y era un hombre prudente como consecuencia de este conocimiento y ese amor. Sin embargo, me dicen que perdió el control de su viejo y poco potente vehículo a alta velocidad en una carretera desierta, al mismo tiempo que sus frenos fallaron, y que recorrió más de trescientas yardas antes de desbarrancar ciento cincuenta pies hasta las rocas y la arena del fondo. Me dicen también que no averigüe más, pues los accidentes tienden a ser, en ciertas familias, hereditarios.
Podré no saber nada más, pero ya no lo callaré todo.
Soy primo por parte de mi madre del mago más famoso de todos los tiempos, aquél que tiene una cicatriz y cuyas letras capitales plagian el logotipo de una famosa marca de suplementos informáticos. Cuando él era un niño, había otro mago cuyo nombre no era dicho. Hoy es el nombre de mi primo el que no puede ser proclamado sin terror. Soy un hombre simple, sé que camino entre el miedo y la muerte, y ambos tienen sus reglas. Soy un apostador que sabe que juega a perder.
Cuando éramos niños, no lo he ocultado en muchos años, envidiaba a mi primo. Después aprendí que sus enormes dones, tan mal usados, eran casi motivo de lástima. Dios me perdone: hoy sólo siento odio hacia él. Odio sin envidia, casi sin malicia: odio por la consciencia de sus acciones. Y debo hablar, debo limpiar la memoria de mis padres.
También mi madre envidiaba a su hermana, la hermosa, la mágica, la poderosa. Pero cuando aquél que llamaron en francés “el vuelo de la muerte” la asesinó (en un crimen político que nadie consideraría necesario) se hizo cargo de su niño de pocos meses, lo cual no hizo la poderosa parentela de su padre. He intentó protegerlo. No es ningún secreto que mi padre no lo quería. Porque mi padre, un hombre prudente, temía las consecuencias de esa protección para su familia. Y tuvo razón. También es cierto que mi padre fue mezquino con él. No era un hombre perfecto: mientras fue apuesto tuvo varias amantes e hizo sufrir mucho a mamá.
Pero yo no supe de pequeño nada de esto, porque mis padres siempre intentaron sobre-compensar en mí los dones de mi primo: con mimos, con regalos, con deferencia que para el pobre crío adoptivo debía parecer indiferencia y desamor. Crearon  para mí una ilusión de mundo perfecto. Para mi primo, en cambio, reservaron frialdad y obligaciones, no hay que ocultarlo. No obstante, durante años también él disfrutó de los beneficios callados del trabajo de mis padres, y yo mismo no puedo decir que tanta deferencia y cuidado fueran buenos para mí. Crecí torpe, consentido, engordado y envidioso.
Cuando él creció, pero siendo todavía un niño, una de las facciones de los magos intentó ganarlo para su bando pues, al parecer, hay tanto de talento natural como de aprendizaje en el ejercicio de la magia, y mi primo tenía mucho del primero, aun cuando siempre fue un estudiante mediocre.
Mis padres intentaron evitar que fuera entrenado, para que no tuviera el destino de sus propios padres, torturados y asesinados con crueldad insana. Este es el punto central de toda mi defensa. Sí no lo hubieran querido, ¿habrían insistido en que se quedara con nosotros, corriendo riesgos para nuestra salud y nuestras pertenencias de clase media baja británica? No fue abandonado como un niño de Dickens, creció sano y bien, sin asesinos al pie de su cama. Para peor, mis padres descubrieron que el chico heredaría una gran suma de dinero, mientras que nadie había contribuido para su manutención. Los insistentes ruegos de mi padre para conseguir una ayuda económica (era muy terco cuando se trataba de asuntos pecuniarios) fueron siempre parejamente desoídos.
 Finalmente, por la fuerza fue arrancado de nuestra casa. No importaba que en ella no pudiera “cumplir su destino”. Legalmente, era un menor de edad arrancado de la casa de sus tutores legítimos. ¿Qué derecho tenían de imponerle una educación basada en sus “dones especiales”, que por entonces eran meramente presuntos?
Pero para los magos los derechos de los humanos no existen. Nosotros, las personas no-mágicas, somos desdeñables para ellos, al menos para la mayoría. Usan para referirse a nosotros un apodo burlón (que ya ha sido admitido por la academia de la lengua inglesa), como los racistas del siglo pasado hacían con la gente de color o los asiáticos: Nigger, Paki, Muggle. Sí incluso sus mestizos son tratados como “sangre sucia”. Los magos toleran las diferencias de clases, las oligarquías, incluso la esclavitud. Su organización política es miope y reaccionaria, profundamente antidemocrática (y no es que nuestras democracias sean la gran cosa). Sí siento alguna lealtad por nuestra vieja reina, es precisamente porque es “nuestra”, es muggle y es vieja.
Su “ministerio de magia”, una especie de élite política tan conservadora como ineficaz, insiste en ocultar el mundo mágico, como si nos tuvieran miedo. Para ello manipulan permanentemente nuestra consciencia. Para peor, parece evidente que poseen un método para evadir al menos el primer principio de la termodinámica, si no para negarlo y crear energía directamente. ¡Cuántos problemas de nuestro mundo encontrarían solución si se decidieran a compartir sus atributos con nosotros! No obstante, prefieren borrarnos la memoria y esconder sus propiedades, seguramente por miedo a nuestros recaudadores de impuestos. ¿Quién debe temer a quién? Su sistema judicial omite los derechos procesales, incluye la tortura y la delación, admite el nepotismo y el tráfico de intereses extrajudiciales, sus cárceles son lugares tan abominables que incluso para ellos están ocultas: su único criterio penal es que los criminales son enfermos mentales. En resumen, quiero decir que he envidiado su magia, pero no su injusto y retrógrado mundo mágico. El peor crimen de ese mundo, creo, es el de tener poder para crearlo todo, y no haber creado nada: todas sus criaturas las hemos ideado nosotros en los relatos y leyendas que dieron forma a nuestros sueños y a nuestras culturas. Ellos las han saqueado solo para darles una triste impresión de realidad.
Me costó mucho crecer. He sido un tonto y he sido un bravucón. He intentado ser jugador de rugby, y me han faltado las fuerzas espirituales, de modo que fui durante mucho tiempo tan sólo un jugador y un corredor de apuestas. No me enorgullezco, vivo de ello. Ya grande, encontré en libros cuyas letras no cambian un refugio. Tuve varias relaciones infructuosas y hoy no tengo a nadie, salvo a algunos amigos que no quiero comprometer, para compartir mi dolor y mi miedo. Me compadezco de los males de este mundo tanto como cualquiera. Pero no soy cualquiera, porque a diferencia de muchos yo sé que las soluciones, o al menos las promesas para las soluciones, se esconden en un mundo paralelo lleno de inútiles y mezquinos diosecitos que juegan a hacer crecer florcitas mientras nuestros bosques arden.  

jueves, 9 de agosto de 2012

La democracia como utopía o por qué no soy kirchnerista


Aunque este espacio lo reservo habitualmente para los restos de información que circulan por mi cerebro, súbitamente me encuentro en la necesidad de utilizarlo con otros fines, nada secretos por otra parte. Otro desafío, quizá, ahora que tengo una hora libre en esta madrugada húmeda y fresca, el clima que hace que a la ciudad de Buenos Aires se le aplique el epíteto de “asqueroso” antes de pensar en el juego de luces contra las calles empapadas y el brillo estremecedor del cielo nuboso y casi púrpura. Dos fenómenos ópticos bastante asquerosos, también.



Hablando de fenómenos asquerosos, en el plano político: ya he repetido bastantes veces mi sentencia acerca de la democracia como sistema de organización jurídico-política. Aquí va otra vez: no puede hablarse de democracia real sin una distribución relativamente homogénea del poder político, entendido como la capacidad de generar o condicionar regularidades sociales por medio de un sistema jurídico y administrativo. Bajo esta definición, la democracia como realidad no ha existido jamás en las sociedades complejas conocidas (definidas a su vez como aquellas sociedades en las que las series materiales y simbólicas de producción, distribución y consumo se extienden tanto, a causa del incremento de la división del trabajo social –producido a su vez por la imposibilidad de mantener procedimientos más simples para la gestión de la entropía del sistema-, que los sujetos implicados se vinculan principalmente por mecanismos orgánicos de solidaridad y cooperación). Lo que ha existido y existe son sociedades en las cuales el poder concentrado se ha fragmentado lo suficiente (también como consecuencia del grado alcanzado por la división del trabajo) como para generar un espacio muy dinámico, que necesita un sistema igualmente dinámico de producción de recursos para la regulación. Hace muchos años que insisto en que el principal mérito de la democracia es su flexibilidad y capacidad de reacción, comparado con otros sistemas de regulación de sociedades complejas, antes que características morales o éticas intrínsecas. Toda vinculación discursiva con “el pueblo”, es para la mayor parte del espectro político, mera ideología y, la mayor parte de las veces, mera fraseología y retórica electoralista, mucho más demagógica que democrática. 


Lo que existe, más bien, son oligocracias administrativas, burocráticas, con muy fuertes relaciones corporativas (tanto políticas como económicas y jurídicas), que están por lo general bastante concentradas. Sus elites circulan en el poder y sus mecanismos son más permeables al ascenso social que en otros sistemas, pero no por ello son menos restrictivos, considerando las enormes masas poblacionales cuya capacidad productiva se gestiona a través del estado y las luchas corporativas. Se ha sostenido muchas veces que la representación es necesaria en democracias tan “grandes” como la nuestra, donde aparentemente el ejercicio continuo de la democracia es imposible (podemos votar infinitas estupideces en Intenet, catorce veces por día, pero no podemos hacer lo propio con leyes que regulen la salud de la población) por lo cual sólo es viable la democracia “indirecta”, lo cual supone la creación cíclica de una elite legislativa y ejecutiva, conformada por profesionales cuasi-carismáticos de la política que encubren un cuerpo de legisladores profesionales interceptados ideológicamente por el mercado y las grandes corporaciones y grupos de interés.


Muy bien, dirán, el autor de estas líneas no es kirchnerista porque, por definición, el gobierno argentino de turno no es realmente democrático, y el tipo es de esos idealistas de la democracia que entendieron cualquier cosa con eso del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Y estarán equivocados. Puedo comprender todavía la democracia como utopía (aunque no sin un sistema que gestione la complejidad estructural al mismo tiempo que la complejidad organizacional), pero no puedo aceptar la ceguera constante dentro de los cuerpos de administradores del poder político, que no comprenden que los ciclos de expansión y crisis económica y social no se deben a gestiones gubernativas particulares sino a resultados parcialmente considerados de las tensiones históricas del sistema, especialmente derivados de las tensiones económicas estructurales. Porque la democracia contemporánea no es cualquier democracia: es democracia capitalista. Las principales corporaciones son fracciones de los poseedores de capital y las corporaciones políticas predominantes las representan de manera directa o indirecta, incluso cuando sustituyen el valor crecimiento con el valor “pueblo”, siguiendo la retórica del bienestar general en el capitalismo.


A ver si lo entendemos de una vez: en el capitalismo, el bienestar general constante no ha sido históricamente posible. Tarde o temprano la tendencia decreciente de la tasa de ganancia genera una crisis que es pagada con el sufrimiento de las masas asalariadas, y los momentos de expansión que no se preparan para este evento (como ocurre con el ciclo kirchnerista u ocurrió con el estado de bienestar europeo hasta hace un par de años) son funcionales a la expansión de la extracción de plusvalía absoluta en un momento posterior, cuando el ciclo expansivo se retrae y contrae otras formas de generar beneficios netos para los gestores del capital. No soy kirchnerista porque el kirchnerismo no ha venido a abrogar la ley, sino para cumplirla. Ha resucitado el capitalismo nacional y, con él, está alimentando las llamas del próximo infierno cíclico. Ni Cristina Fernández ni Néstor Kirchner, con independencia de lo que ellos mismos hayan creído (a fin de cuentas, no son astutos sociólogos) han llegado para reconstruir la democracia, sino para cumplir con un nuevo ciclo de expansión capitalista basada en la expansión del consumo interno (aunque sustentado en buena medida por la performance de las commodities –Qué cool me quedó, ¿viste?–). Sin embargo, jamás han querido ni intentado cambiar las reglas de juego de la concentración del poder político, económico o administrativo. Sus devaneos y flirteos con el nacionalismo corporativista son de opereta: esas expresiones patrioteras y populacheras, ese tono campante de soberbia de los justos, esa actualización permanente de la retórica demagógica son maquillaje. Detrás de este izquierdismo político, como detrás del derechismo de Macri, persiste la lógica del capital. 


Por supuesto, no son lo mismo. Dentro de los sectores propiamente capitalistas hay una eterna competencia y formas diferentes de administración se desprenden del predominio de facciones diferentes del gran capital agregado. En este sentido, el kirchnerismo ha alentado el predominio de aquella facción que, debido a su debilidad relativa, ha preferido la extracción continua aunque moderada de plusvalía antes que la acumulación explosiva y predadora que ha caracterizado varios ciclos del capitalismo nacional. Pero tarde o temprano el ciclo se estrangulará a través de una serie complejas de eventos internos y externos (que no son tan difíciles de prever, por otra parte) y deberemos volver a elegir como nos van a clavar en el poste una vez más: con clavos con punta o con clavos sin punta, a martillazo limpio.


Todo esto, sin nombrar los otros “problemitas”. Sustentado en el discurso de “crecimiento para todos”, la táctica del “crecimiento a cualquier precio” es ley estratégica, y las consecuencias indeseables las resolverán otros en el futuro. Están también las cuestiones ambientales, las cuestiones de organización política sectaria y los permanentes abusos de poder, la corrupción (que, sostengo, es inherente a la lógica de la democracia capitalista, la grasita que suaviza el movimiento de los engranajes) y otras costumbres. Casi me causan gracia los augures del “agotamiento del modelo”. ¡Genios! En el capitalismo, todos los modelos nacen para ser agotados.


Me gustaría ser Kirchnerista un rato, para saber qué se siente, por una vez, ir ganando. Pero la estúpida ideología y, quizá, la realidad no me dejan en paz. En cualquier caso, si Ustedes, Argentinos, sean K o anti-K, leen estas líneas, sepan que por el mero hecho de acceder a ellas pertenecen a sectores sociales que tienen buenas probabilidades de caer de pie (incluso leves posibilidades de subir un escaloncito) ante el cambio de ciclo que seguramente vendrá. Porque los que pagan de verdad los platos rotos de esta Danza Macabra son casi siempre los mismos, y no somos nosotros. ¡Ojo! Esto será cierto sólo hasta que la cuenta de la fiesta sea demasiado grande y no alcance con colgar a los pobres de los talones para sacarles el último cobre, como solemos hacer. ¿Opciones? La solidaridad como principio de poder en una democracia que merezca ese nombre. No. Claro que no en esta; es en la otra, en la democracia como utopía. Mi hora terminó. Los dejo con unos versos del romance clásico que Víctor Jara alguna vez hizo canción y que, no sé por qué, me suenan pertinentes: 

Un sueño soñaba anoche
Sueñito del alma mía,
Soñaba con mis amores,
Que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca,
Muy más que la nieve fría.
– ¿Por dónde has entrado, amor?
¿Cómo has entrado, mi vida?
 Las puertas están cerradas,
Ventanas y celosías.
–No soy el amor, amante:
Soy la Muerte, Dios me envía.
– ¡Ay, Muerte tan rigurosa,
Déjame vivir un día!
–Un día no puede ser,
Una hora tienes de vida.