(Se
aduce en el correo electrónico en que la recibí que esta carta fue publicada
por el Squire de Thrapston –Northamptonshire,
GB–, en su sección “solicitadas”, segunda semana de marzo de 2012. No he
confirmado la noticia.)
En la mitad del camino de esta amarga experiencia que es la
vida, entre el dolor por la muerte de mis padres y el miedo, el miedo visceral
e inevitable que toma siempre para mí una cara conocida de mi infancia, me
atrevo a escribir esta confesión que, vengo a descubrir, llevaba conmigo muchos
años, hibernando en la inconsciencia.
Los accidentes ocurren, pero no sin razón. Mi padre era
todavía un buen conductor y su vista estaba intacta. Era un hombre prudente.
Era un hombre que conocía el miedo también, que amaba la vida y era un hombre
prudente como consecuencia de este conocimiento y ese amor. Sin embargo, me
dicen que perdió el control de su viejo y poco potente vehículo a alta
velocidad en una carretera desierta, al mismo tiempo que sus frenos fallaron, y
que recorrió más de trescientas yardas antes de desbarrancar ciento cincuenta
pies hasta las rocas y la arena del fondo. Me dicen también que no averigüe
más, pues los accidentes tienden a ser, en ciertas familias, hereditarios.
Podré no saber nada más, pero ya no lo callaré todo.
Soy primo por parte de mi madre del mago más famoso de todos
los tiempos, aquél que tiene una cicatriz y cuyas letras capitales plagian el
logotipo de una famosa marca de suplementos informáticos. Cuando él era un
niño, había otro mago cuyo nombre no era dicho. Hoy es el nombre de mi primo el
que no puede ser proclamado sin terror. Soy un hombre simple, sé que camino
entre el miedo y la muerte, y ambos tienen sus reglas. Soy un apostador que
sabe que juega a perder.
Cuando éramos niños, no lo he ocultado en muchos años, envidiaba
a mi primo. Después aprendí que sus enormes dones, tan mal usados, eran casi
motivo de lástima. Dios me perdone: hoy sólo siento odio hacia él. Odio sin
envidia, casi sin malicia: odio por la consciencia de sus acciones. Y debo hablar,
debo limpiar la memoria de mis padres.
También mi madre envidiaba a su hermana, la hermosa, la
mágica, la poderosa. Pero cuando aquél que llamaron en francés “el vuelo de la
muerte” la asesinó (en un crimen político que nadie consideraría necesario) se hizo
cargo de su niño de pocos meses, lo cual no hizo la poderosa parentela de su padre.
He intentó protegerlo. No es ningún secreto que mi padre no lo quería. Porque
mi padre, un hombre prudente, temía las consecuencias de esa protección para su
familia. Y tuvo razón. También es cierto que mi padre fue mezquino con él. No
era un hombre perfecto: mientras fue apuesto tuvo varias amantes e hizo sufrir
mucho a mamá.
Pero yo no supe de pequeño nada de esto, porque mis padres siempre
intentaron sobre-compensar en mí los dones de mi primo: con mimos, con regalos,
con deferencia que para el pobre crío adoptivo debía parecer indiferencia y
desamor. Crearon para mí una ilusión de
mundo perfecto. Para mi primo, en cambio, reservaron frialdad y obligaciones,
no hay que ocultarlo. No obstante, durante años también él disfrutó de los
beneficios callados del trabajo de mis padres, y yo mismo no puedo decir que
tanta deferencia y cuidado fueran buenos para mí. Crecí torpe, consentido,
engordado y envidioso.
Cuando él creció, pero siendo todavía un niño, una de las
facciones de los magos intentó ganarlo para su bando pues, al parecer, hay
tanto de talento natural como de aprendizaje en el ejercicio de la magia, y mi
primo tenía mucho del primero, aun cuando siempre fue un estudiante mediocre.
Mis padres intentaron evitar que fuera entrenado, para que
no tuviera el destino de sus propios padres, torturados y asesinados con
crueldad insana. Este es el punto central de toda mi defensa. Sí no lo hubieran
querido, ¿habrían insistido en que se quedara con nosotros, corriendo riesgos
para nuestra salud y nuestras pertenencias de clase media baja británica? No
fue abandonado como un niño de Dickens, creció sano y bien, sin asesinos al pie
de su cama. Para peor, mis padres descubrieron que el chico heredaría una gran
suma de dinero, mientras que nadie había contribuido para su manutención. Los
insistentes ruegos de mi padre para conseguir una ayuda económica (era muy
terco cuando se trataba de asuntos pecuniarios) fueron siempre parejamente
desoídos.
Finalmente, por la
fuerza fue arrancado de nuestra casa. No importaba que en ella no pudiera “cumplir
su destino”. Legalmente, era un menor de edad arrancado de la casa de sus tutores
legítimos. ¿Qué derecho tenían de imponerle una educación basada en sus “dones
especiales”, que por entonces eran meramente presuntos?
Pero para los magos los derechos de los humanos no existen.
Nosotros, las personas no-mágicas, somos desdeñables para ellos, al menos para
la mayoría. Usan para referirse a nosotros un apodo burlón (que ya ha sido
admitido por la academia de la lengua inglesa), como los racistas del siglo
pasado hacían con la gente de color o los asiáticos: Nigger, Paki, Muggle. Sí incluso sus mestizos son tratados como “sangre
sucia”. Los magos toleran las diferencias de clases, las oligarquías, incluso
la esclavitud. Su organización política es miope y reaccionaria, profundamente
antidemocrática (y no es que nuestras democracias sean la gran cosa). Sí siento
alguna lealtad por nuestra vieja reina, es precisamente porque es “nuestra”, es
muggle y es vieja.
Su “ministerio de magia”, una especie de élite política tan
conservadora como ineficaz, insiste en ocultar el mundo mágico, como si nos
tuvieran miedo. Para ello manipulan permanentemente nuestra consciencia. Para
peor, parece evidente que poseen un método para evadir al menos el primer principio
de la termodinámica, si no para negarlo y crear energía directamente. ¡Cuántos
problemas de nuestro mundo encontrarían solución si se decidieran a compartir
sus atributos con nosotros! No obstante, prefieren borrarnos la memoria y
esconder sus propiedades, seguramente por miedo a nuestros recaudadores de
impuestos. ¿Quién debe temer a quién? Su sistema judicial omite los derechos
procesales, incluye la tortura y la delación, admite el nepotismo y el tráfico
de intereses extrajudiciales, sus cárceles son lugares tan abominables que
incluso para ellos están ocultas: su único criterio penal es que los criminales
son enfermos mentales. En resumen, quiero decir que he envidiado su magia, pero
no su injusto y retrógrado mundo mágico. El peor crimen de ese mundo, creo, es
el de tener poder para crearlo todo, y no haber creado nada: todas sus
criaturas las hemos ideado nosotros en los relatos y leyendas que dieron forma
a nuestros sueños y a nuestras culturas. Ellos las han saqueado solo para
darles una triste impresión de realidad.
Me costó mucho crecer. He sido un tonto y he sido un
bravucón. He intentado ser jugador de rugby, y me han faltado las fuerzas
espirituales, de modo que fui durante mucho tiempo tan sólo un jugador y un
corredor de apuestas. No me enorgullezco, vivo de ello. Ya grande, encontré en libros
cuyas letras no cambian un refugio. Tuve varias relaciones infructuosas y hoy
no tengo a nadie, salvo a algunos amigos que no quiero comprometer, para
compartir mi dolor y mi miedo. Me compadezco de los males de este mundo tanto
como cualquiera. Pero no soy cualquiera, porque a diferencia de muchos yo sé
que las soluciones, o al menos las promesas para las soluciones, se esconden en
un mundo paralelo lleno de inútiles y mezquinos diosecitos que juegan a hacer
crecer florcitas mientras nuestros bosques arden.