Cada vez que puedo aprovecho para sublevarme contra las falsas dicotomías que se esbozan para intentar comprender diferentes aspectos de la realidad social argentina, judía, mundial y demás. La razón general de este rechazo es que el pensamiento dicotómico suele representar una simplificación de algo que es constitutivamente complejo, y cuya evolución no sólo depende de su evolución interna, sino también de su interacción con otros espacios complejos.
Es cierto que, en ocasiones, la tentación es fuerte. Por ejemplo, cuando aparecen ciertas cuestiones relacionadas con los derechos humanos, suelo responder que lo que más me preocupan son los humanos involucrados, antes que los derechos, porque son los humanos los que sufren las violaciones de esas construcciones ideológicas que son los derechos, y son los humanos los que interpretan y malinterpretan esos derechos, y son los humanos también los que vulneran los derechos de otros humanos. Mi crítica es, en realidad, a esos defensores de los derechos humanos que se preocupan más por el derecho que por las condiciones reales de existencia de los humanos que pretenden defender.
La experiencia me dice que la inteligencia y la racionalidad no son siempre suficientes. A veces, simplemente hay que ser razonables. En un mundo tan interdependiente como el nuestro, en donde el capital tecnológico de la humanidad ha multiplicado sus potencialidades, el riesgo no es un reblandecimiento progresivo de nuestro cerebro colectivo, ni la caída de la racionalidad instrumental. El riesgo es la incapacidad de comunicarnos para resolver problemas, de hacer renuncias razonables para que el futuro no sea una “escabechina”, un inmenso matadero de seres humanos y de sus derechos.
La pregunta que debemos hacernos es, por lo tanto, que factores llevan en el orden mundial y local al debilitamiento de la comunicabilidad razonable. Aquí, inmediatamente, nos enfrentaremos a dos factores interconectados de gran importancia. Por un lado, la magnitud de las partes involucradas, el tamaño de las poblaciones, impide toda comunicación directa, de lo cual colegimos un elemento clave: en estas condiciones no son las sociedades ni las personas las que se comunican entre sí. Por otro lado, el poder. Más precisamente, esa constitución del poder en la cual se presenta como saber legítimo, es decir, como inteligencia y razón prácticas con pretensión de incontestabilidad. Reunidos, estos dos factores determinan que, en realidad, las sociedades humanas no se comunican entre sí sino en la resultante de la influencia y poder de los sectores dominantes.
Dicho así, es casi como descubrir que el fuego quema si lo tocamos, pero es que, increíblemente, cuando hablamos de grandes organizaciones (estados, sindicatos, partidos políticos, corporaciones económicas, regiones del mundo y demás) solemos olvidarlo y damos características antropomórficas, singularmente en las capacidades de comunicación, a entidades conformadas por seres humanos, pero que no son en sí mismas seres humanos. Nada hay más difícil para el sociólogo que explicar a los demás que la sociedad a la que pertenecen no sólo es constituida por ellos, sino que los constituyen.
En líneas generales, la relación entre extensión social y poder es problemática: no necesariamente una mayor extensión social supone una mayor concentración del poder, ni mucho menos supone un incremento en la comunicabilidad entre poderosos. Es tragicómico ver cómo, en la actualidad, en Europa y los Estados Unidos los comportamientos políticos son casi infantiles, en el sentido de que las comunicaciones recíprocas son débiles de contenido. En los Estados Unidos, por ejemplo, ha renacido con el Tea Party la política parlamentaria de la no-comunicación, donde los sectores confrontados deben lidiar con un interlocutor que no confronta, sino que expresa su posición y luego se retira a rezar esperando que dios le de la victoria sobre sus enemigos. En Europa, por otra parte, el poder de ciertos países quiere imponer a sus amados socios más débiles políticas económicas que han causado estragos sociales en varias regiones del mundo (incluyendo nuestra sorprendentemente bien posicionada América Latina). No hay debate. Algunos funcionarios del gobierno alemán han llegado a proponer que la comunidad económica europea ocupe las funciones soberanas del estado griego (y eventualmente lo harían del irlandés, del portugués, del italiano y del español –de toda la zona euro, excepto de Alemania y quizá Francia (mientras Francia hace las cosas bien)–. ¿Para qué se plantea esta intromisión? Para esquivar el retraso impuesto por la comunicación que supone escuchar la resistencia y los reclamos del pueblo griego, que no quiere que sus hijos comiencen a pasar penurias para que al estado griego (o al alemán, o a Europa) les cierren las cuentas.
Ciertamente, si una ocupación de este tipo se produjera, estaríamos tentados a aplaudir, porque se trataría de una perfecta victoria militar, ya que el vencedor ni presentaría batalla, ni mataría un solo adversario, ni arrasaría la capacidad productiva del territorio conquistado, sino que limpiamente ganaría el derecho de imponer sus propios principios jurídicos y económicos. Las únicas renuncias son tonterías: soberanía, democracia, derechos humanos, civiles económicos y culturales. Todo ello es posible porque existe un contexto: la crisis económica.
Desde el tercer mundo haríamos el siguiente llamado a la reflexión: pueblos europeos, norteamericanos queridos: ustedes ya no se acuerdan lo que significa una verdadera crisis económica, esas que producen hambrunas y guerras globales. La crisis actual no es una crisis por la carestía de alimentos y otros insumos básicos, sino una crisis de expectativas de ganancias, en donde el capital financiero o productivo, aterrorizado, no sabe a dónde huir para mantener la tasa de ganancia, es el proceso de la crisis de sobreproducción. ¿Y cuál es la respuesta? Disminuir el alcance del único (y defectuoso) instrumento con el que cuentan las sociedades para enfrentar estas crisis: el estado empresario, que invierte a pérdida para mantener la actividad económica, llenando el impasse hasta que el reacomodamiento de las fuerzas productivas genera una reacción económica (que, digámoslo también, nadie puede asegurar que efectivamente llegará). Esta crisis no es una crisis de la economía de los pueblos, es una crisis de los poderosos que los dominan, que intentarán por todos los medios transferir las pérdidas a la población.
Indignados en España, huelgas en Italia, manifestaciones multitudinarias en Israel (de siete millones de habitantes se han movilizado cuatrocientos mil recientemente en las principales ciudades israelíes: la proporción relativa de movilizados es impactante, pues implica que uno de cada dieciocho ciudadanos has salido a contestar el rumbo elegido por su gobierno), ¿cómo podría esta situación ser sorprendente? Los “pueblos” en las democracias contemporáneas tienen menos posibilidades de comunicarse con los sectores del poder que la plebe romana ante la aristocracia gobernante.
Y los sectores dominantes no escuchan, no quieren escuchar, porque están aterrados: los altos cargos gubernamentales están aterrados porque temen perder sus cuotas de poder interna, temen que los alcancen los recortes presupuestarios, temen ser reemplazados por jóvenes, ambiciosos y austeros funcionarios; más aterrados todavía están los directivos de las grandes empresas y corporaciones, que no encuentran espacios productivos o especulativos para desarrollar las ganancias, y temen igualmente la reducción de los mercados de bienes y servicios.
Se nos comunican cosas que no nos deberían interesar en lo más mínimo. Se suele criticar que las masas están narcotizadas por los canales deportivos, pero los canales de noticias permanentemente bombardean con información financiera que sólo puede importar realmente a los poseedores de valores y divisas, es decir, a los sectores sociales más próximos al poder. En ningún lado se abren las alas democráticas para preguntar: ¿cuál es la mejor manera de superar esta crisis sin empeorar las condiciones de vida de la gente?
No es que falte información, no es que no haya canales de comunicación, sino que el miedo nos empuja lentamente a la comunicación poco razonable, a perder de vista la naturaleza social de los problemas económicos y políticos, y a confundir competidores y adversarios con enemigos.
El resultado de estos procesos reunidos es que perdemos imperceptiblemente, pero con firme progresión, la capacidad de comunicarnos razonablemente y, con esta pérdida, comenzamos también a perder la perspectiva y la memoria.
En épocas más felices de ingenuidad sociológica podríamos imaginarnos en la antesala de la realización de la utopía: la hora de los pueblos, la crisis terminal del capitalismo, el imperio de la razón universal después del caos, los huesos resecos que se levantan para formar una gran nación de hermanos y hermanas. Menos optimistas, podemos creernos más bien en la antesala de un nuevo período de sinrazón y estupidez globales, en donde una mala paz ya no parezca tanto mejor que una buena guerra, en donde la miseria creciente sea un campo de oportunidades económicas, en donde los derechos sigan siendo importantes, pero los seres humanos no.
Y nadie está a salvo, nadie puede tener la seguridad de que este proceso no terminará por afectarlo. Incluso si tal seguridad llegara a existir, en sociedades “blindadas” contra la crisis global (como se escucha por estas pampas, ante la clásica pasividad egoísta de muestras clases medias, que hasta hace un par de años imperaba también en los países centrales) nadie debería sentirse feliz por esta seguridad, que se contrastaría contra el sufrimiento de millones de personas.
En este panorama, muchos “líderes” políticos parecen cada vez más ciegos e idiotas. No lo son. Sólo tienen menos capacidad de maniobra, y menos poder. La crisis, en la que la neurosis reduce la razonabilidad de los actores económicos, reduce los elementos y los medios para el debate y la búsqueda de soluciones: la ley del mercado termina por imponer la ley del más fuerte, incluso cuando este cumplimiento debilita al más fuerte.
No obstante, en algunos lugares los líderes parecen bastante imbéciles de todas formas: obstinados y ajenos a la realidad social. Tampoco lo son en este caso: sólo ocurre que están cooptados por las corporaciones que les dan sustento político o están acorralados por el desarrollo de los acontecimientos: muchos líderes tradicionales de los países árabes, juzgados, amenazados, sancionados y perseguidos (al margen de que lo merezcan o no) podrían atestiguarlo.
En otros lados, la imbecilidad aparente se consuma y se consume en aires de victoria y prepotencia: el gobierno israelí, jaqueado por su propia población, acusa a las autoridades palestinas de renunciar a las negociaciones directas (que a la vez rechaza mientras todas las facciones palestinas no asuman determinadas posiciones que le parecen básicas) y debilita sus relaciones con sus hasta ayer aliados regionales. Ni siquiera parece capaz de aprovechar la tremenda debilidad de su principal adversario próximo, que era Siria después de la destrucción de Irak, y sus admoniciones contra Irán van cayendo en saco roto, porque los países centrales tienen ahora otras preocupaciones, más inmediatas y reales, que el peligro nuclear iraní o el islamo-fascismo, una caracterización que se va desmoronando con las rebeliones populares en el mundo árabe, aunque ni Cristo, Buda o Shaitán podrían decir en qué va a terminar este proceso.
En China o Rusia, cuyo crecimiento económico depende actualmente de su relación con occidente, la expectativa es ambigua. Reina también el temor por la recesión mundial, porque a fin de cuentas sus ganancias mercantiles son tan capitalistas como las de Wall Street o Frankfurt, pero sus fuertes cuadros políticos-estatales se relamen ante la debilidad de los clásicos adversarios.
Cuando el hambre se recrudece en África, cuando las crisis humanitarias y sociales se multiplican, la ONU vuelve a fallar miserablemente. Siento un gran respeto internacionalista por la idea de comunicación global que encarna esta organización, pero no parece una gran sorpresa decir que es probablemente la organización más orientada al fracaso de todos los actores globales. Sólo su antecesora, la Liga de las Naciones (todavía en un mundo dibujado por el lápiz del imperialismo) fracasó más miserablemente en sus objetivos al no poder impedir la segunda guerra mundial.
La debilidad de la ONU me parece alarmante como síntoma, porque es, en esencia, un espacio de comunicación. Pero no podemos sorprendernos, si ni el parlamento europeo parece estar sirviendo de mucho que digamos y hasta la larga y fructífera tradición parlamentaria estadounidense está en problemas evidentes (además de los no tan evidentes problemas de siempre).
En resumen, sin comunicación, sin voluntad de entendimiento recíproco, sin espacio para la renuncia consensuada de intereses propios en función de un menor mal futuro para muchos (nunca es correcto escribir aquí “todos”, porque de la guerra y del exterminio también unos cuantos se benefician), sin estas expectativas, la razón será únicamente razón instrumental, acordada según objetivos inmediatos y la inteligencia solamente razón operativa, razón para ganar una guerra y no para construir una paz diferente.
Hay quienes creen que es momento de abrir el paraguas. La idea quizá no es mala... a menos que el paraguas nos impida ver en donde están los botes salvavidas. Porque eso que nos salpica no es lluvia, es salado como las lágrimas, es lo que se desprende de las olas que golpean cada vez con más fuerza contra los costados de nuestro lujoso transatlántico.