Probablemente porque en mis clases tiendo a exagerar los
alcances de la disciplina que amo –como le ocurre a todo enamorado que describe
las virtudes del sujeto/objeto de su amor– recibí una consulta de J. L. M., estudiante que piensa arruinar su
existencia futura estudiando derecho; esta consulta que me dejó cierta
inquietud.
En la película Yo
Robot, dirigida por Alex Proyas, protagonizada por Will Smith y basada en
un relato de Isaac Asimov, el protagonista humano interpela a su partenaire robótico con aspereza (el contexto
es adecuado, pues implica un presunto homicidio): “–¿Puede un robot hacer una
hermosa obra de arte?”. La respuesta del robot es igualmente dura, y tiene
como objeto situar todo el relato en la tensión que existe porque existe la
duda del lugar en donde se esconde el genio
humano, el duende, el misterio de la creatividad: “–¿Puede hacerla usted?”.
Comprometidos emocionalmente (sí, ese robot demuestra poseer
emociones, o algo muy parecido a ellas) ambos protagonistas confunden la
pregunta. Porque la cuestión no es quien puede crear una obra de arte, sino quien puede apreciar (en el amplio sentido de percibir y sentir) la realidad,
recortar parte de la realidad y sentir el impacto que produce en el propio ser
en tanto hecho no solamente material, sino comunicativo a la vez, sin que tenga
importancia en este caso (al contrario de lo que ocurre con las ideas) la
claridad y la distinción del fenómeno. En este sentido, el hecho o proceso
estético no es claro ni distinto, aun cuando su producción lo sea. Terrible dato
que nos acecha cuando recordamos que el sentimiento moral es principalmente un
hecho estético, y no meramente ético.
Con ese pensamiento enfrenté la consulta de si la sociología
es capaz de ayudar a componer un poema de amor. En la consulta original se denomina
al poema como “canción”, pero el caso es que se refiere al texto, al componente
verbal y no a la entidad musical. Tiendo a asumir en ocasiones que incluso la
gente que canta canciones en la ducha y llora con una letra muy querida
mientras aniquila atonalmente la melodía aleja de sí el término poesía. Muy bien, ese es su problema,
aquí no debemos temerle a las palabras, aunque sin duda la palabra”poema” debe
ser de las más peligrosas o temibles de la lengua castellana.
Tal vez la poesía como objeto de pensamiento todavía se
guarde del mundo tras un manto de sacralidad que pocas ideas tienen, y la gente
se sienta “profana” en su presencia, y descargue su nerviosismo con una sonrisa
torcida o una risita algo tonta, para no profanar precisamente la sacralidad
percibida en el concepto algo vago de poesía.
Ciertamente que esa vaguedad es constitutiva de las cosas sagradas, pues de lo
contrario se apegan demasiado al ser-aquí del mundo, a su tosca materialidad,
quedando des-encantadas e inútiles como espacios trascendentales. Si algo puede
ser precisamente definido por un hablante, puede tenerse la seguridad de que ya
no es considerado sagrado por el locutor, ya que la precisión del acto de habla
lo delata: el miedo y el desconcierto han sido matados por la literalidad y la
exhaustividad.
“Porque una siempre
mata lo que ama” aseguraba Wilde con razón en su Balada de la Prisión de Reading debo ingresar en ese terreno que es
sagrado también para mí, es decir, que en el terreno psicológico encierra los
terrores del tabú y las promesas del tótem: el miedo a la castración (la muerte
en vida, o muerte con consciencia) y el desplazamiento del placer sexual (la
realización del goce que, inmediatamente, se reconvierte en displacer, en agudo
y agresivo displacer). Yo no me engaño al escribir: cada texto escrito es una
serie de miedos desplazados y de coitos postergados. No hay vergüenza en ello,
pues lo mismo puede decirse de buena parte de las actividades humanas, y al
menos el poema se reviste del esfuerzo necesario para intentar la trascendencia
que, lamento reconocerlo, nunca logrará en el sujeto que lo trae a la realidad,
pues este ser subjetivo es en el poema sujeto de la ideología, de su tiempo, de
su contexto histórico, de ese entorno que ha conferido forma a sus pensamientos
en un espacio (el comunicativo) en el cual la forma es prácticamente más que el
contenido.
En efecto: la forma del discurso representa socialmente
mucho más que el mero gasto energético dispensado en su creación. En esto no
hay misterio ni sorpresa, pues el acto discursivo es trabajo humano y no mero cumplimiento del primer principio de la
termodinámica. Carl Sagan decía en su obra televisiva Cosmos que somos materia estelar. Lo decía poéticamente, como si
los miserables humanos debiéramos sentirnos agradecidos por ser polvo de
estrellas. Su ciencia de la naturaleza lo confundía: en todo caso, las
estrellas debieran agradecer que su materia pudiera en el azar cósmico alcanzar
esta complejidad propia únicamente de los componentes autoconscientes de
sistemas históricos. Las estrellas no pueden componer poemas; nosotros (y
quizás nuestros robots futuros) podemos, en cambio, percibirlas poéticamente,
hacerlas discurso poético. Y podemos hacerlo porque somos parte de una serie
histórica de capacidades sociales subjetivamente incorporadas. Así E quindi uscimmo a riveder le stelle (Dante,
Comedia, Infierno, Canto XXXIV, verso 139), salimos para redescubrir las
estrellas desde nuestro empotramiento histórico y las hacemos brillar en
nuestro discurso.
No hay problema, entonces, en este contexto: la sociología
puede ayudarnos a comprender los poemas de amor. ¡Un momento! No era esa la
pregunta. La consulta era otra: ¿la sociología es capaz de ayudar a componer un
poema de amor? Sí, el problema es otro, el problema no es explicar la aparición
del poema, el problema es responder acerca de su objeto, de su meta, y de la
capacidad de los conceptos sociológicos para aumentar la eficacia en la
construcción de los elementos internos del poema para que éste sea eficaz.
Es lo mismo que preguntar si la sociología puede ayudar a
construir un dios. La respuesta es la misma para la poesía y para dios: sí, la
sociología puede ayudar a construirlos, pero sus elementos no pueden, por si
mismos, asegurar su eficacia. La sociología más elemental nos dirá, por
ejemplo, que el discurso teológico no puede adolecer de infinitas
contradicciones en cada página de cada texto sagrado porque debe cumplir con
eficacia su tarea en la integración y la cohesión social. Pero, al mismo
tiempo, sabemos que ciertas contradicciones serán inevitables y necesarias.
Serán necesarias para que el dios resultante sea sagrado, y no un mero primer
motor (L´amor che move il sole e le altri
stelle) explicable como una maquinaria celeste; serán inevitables porque
serán resultado de procesos sociales de lucha y conflicto. Como descubrimiento
anexo habrá que destacar la inevitable aproximación de la teología a la
poética, pues sólo en este ámbito es posible construir conceptos potencialmente
dinámicos.
Otro problema consiste en descubrir el verdadero objetivo
del poema: consiste en hacer algo hermoso por sí mismo o, en el caso de un
poema de amor (no romántico, de
amor), una especie de conjuro capaz de enamorar. O ambos, quizá. No
prejuzguemos. Sería fácil decir que el poema no sirve para enamorar, pero a eso
podría responderse que no se ha probado con poemas suficientemente buenos, o
que han fallado otros elementos del contexto.
En cualquier caso, retomaremos una de nuestras ideas del
inicio. Si la sociología es útil para la creación poética, lo será porque es
capaz de habilitar la incorporación de elementos que conviertan al objeto/sujeto
del amor declarado en un auditorio positivamente receptivo del contenido del
poema. Es decir, si hay un campo en el cual la sociología es capaz de
contribuir a incrementar la eficacia del poema este es en el aspecto de
permitir crear un perfil de la persona-auditorio. Para ello contamos con las herramientas
más sencillas del reconocimiento del sujeto a través de su posición en la
estructura social, que indicarán probabilísticamente sus gustos y preferencias.
En otro aspecto, la sociología puede aproximar elementos
argumentativos al poema, tendientes a conseguir un objetivo. Repasemos, por
ejemplo, fragmentos del excelente “To his
coy mistress” de Marvell. Comienza diciendo en primera persona a su
pretendida que: “Si hubiera mundo y
tiempo suficientes tu esquivez, mi señora, aceptaría” hasta tal punto que
la eternidad pasaría lenta junto a un monumento quieto de ese amor pues
sostiene que “te amaría desde diez años
antes del Diluvio y, si quisieras, podrías rechazarme hasta la conversión de
los judíos”. Sin embargo, la evidencia de la muerte no permite estos
devaneos, esta esquivez que es explícitamente sexual porque “A mis espaldas oigo siempre el carro alado
del tiempo que se acerca de prisa” y, en consecuencia, “la tumba es un lugar íntimo y bueno, pero creo que allí nadie se
abraza”. Por lo tanto (el romanticismo de Marvell es clásicamente
racionalista): “mientras sea tu piel
joven, y viva en ella un matinal rocío” debemos “devorar el tiempo como amorosas aves de presa” y nunca “languidecer entre sus lentas fauces”.
El remate del poema es tan bueno que no pienso destrozarlo aquí.
Astutamente, Marvell recurre a la razón pero, más
profundamente, a lo inevitablemente sexual de la condición humana. Aun más profundamente
todavía, no intenta seducir con el obvio placer sexual inmediato, sino con el
miedo a la muerte y a sus hermanas menores: la vejez, la desdicha, la soledad,
el desamor. No tengo idea de si esta esquiva dama finalmente rodó con él en una
sola esfera con toda su dulzura y toda su fuerza, pero sí sé que el resultado
de los deseos de Andrew constituye una joya literaria.
Hay quienes recurren a sentimientos más próximos, más
cotidianos, y sus poemas terminan siendo declaraciones amorosas teñidas de
lástima: “Pero yo, siendo humilde, sólo
tengo mis sueños y he dejado esos sueños tendidos a tus pies. Camina
suavemente: cuando pisas, vas pisando mis sueños”. El auditorio auténtico
tal vez no desearía amar a un hombre que se arrastra a sus pies (y es una
habilidad sociológica registrar el contexto) pero la ejecución de Yeats (Cloths of heaven) es tan buena que la
idea casi se desvanece. Algo similar ocurre con el poema de amor que encuentra
su inspiración última en el abandono, en el rencor, en el fin del amor: “Pero mudo y absorto y de rodillas, como se
adora a Dios ante su altar, como yo te he querido... ¡Desengáñate! ¡Así no te
querrán!”. A nuestros oídos contemporáneos, la idea de “soy lo menos malo para ti” no es muy convincente tal vez. No obstante,
el tríptico de difíciles madrigales desencadenantes que dibuja Becquer con sus
nostálgicas (oscuras) golondrinas es una obra maestra para aquel a quien solo
le queda el goce de estar triste (v. Borges “1964” en El otro, el mismo). Las golondrinas tienen el lomo oscuro, es
cierto, pero el pecho oscila entre el blanco y el amarillo y, de hecho, cuando
vuelan tienden a verse claras. En mi opinión, sin embargo, la fuerza expresiva
de este poema está en su estrofa central, cuando habla nuevamente con
nostalgia, de las madreselvas “cuyas
gotas mirábamos temblar y caer como lágrimas del día”.
La razón ocupa un espacio que, a pesar de confundirse en
primera instancia con el terreno psicológico, es eminentemente sociológico. La
referencia como recuerdo compartido (“mirábamos temblar”) es más importante que
el símil “como lágrimas del día”. Es algo más, es acción social; es una
amortiguada esperanza de reacción a partir de la nostalgia del otro y genera lo
que considero es el elemento más importante en un poema de amor: la sensación
de intimidad.
La intimidad no es solamente la memoria de la desvergüenza ante
la desnudez que acostumbra seguir a un satisfactorio encuentro sexual: “Oh Mía!, ¡oh Mía! Tu sexo fundiste
con mi sexo fuerte, fundiendo dos bronces. Yo, triste; tú triste... ¿No has de
ser, entonces, Mía hasta la muerte?” (R. Darío, Mía) (hay mucho de eso, pero no es todo); la intimidad es la
posibilidad de crear empatía y la posibilidad de una vida compartida. La
intimidad es el referente social del amor porque es el único antídoto inventado
por la humanidad (la humanidad, digo,
no el hombre) contra la soledad (otra forma de muerte en vida, como la
castración). Esta idea tiene también reflejos religiosos (“No estás sólo si
dios anda contigo”) y en esto no hay nada sorprendente. La intimidad crea un
espacio sagrado en donde el yo aislado deja de existir para ser un yo
compartido con otro (en un mundo menos grotesco que el nuestro, tal vez con
varios, incluso con muchos). La intimidad puede ser homicida, pero es
indispensable. Como expresó Storni en su Romance de la Venganza (Ocre, 1925): “Lo até con mi cabellera Y dominé su
furor. Ya maniatado le dije: –Pájaros matasteis vos, Y voy a
tomar venganza Ahora que mío sois... Más no lo maté con armas, Le di
una muerte peor: ¡Lo besé tan dulcemente Que le partí el corazón!”. Puede
ser retratada de las más diversas maneras, incluso explotando el aspecto
meramente físico, ya que nunca será, en realidad, meramente físico: “A veces cierro mis ojos y toco leve tu
mano, leve toque que comprueba su forma, que tienta su estructura, sintiendo
bajo la piel alada el duro hueso insobornable, el triste hueso adonde no llega
nunca el amor. Oh carne dulce, que sí se empapa del amor hermoso.”
(Aleixandre, Mano entregada). Como
nota al margen: la edad nos cambia. No me causaba placer ninguno leer a
Aleixandre, hoy no entinedo la poesía sin “La destrucción o el amor”, qué cosa.
Otro ejemplo. Hay un verso de Borges que, al mismo tiempo, admiro
y detesto: “Virgen milagrosamente otra
vez por la virtud absolutoria del sueño”. Creo que fácilmente se me
perdonará la contradicción. ¡Qué tensión ética! (Para Borges, no para mí, la virginidad no es
una virtud en mi aparato ideológico, esperemos a ver qué pasa cuando crezca mi
hija): la intimidad en este texto está dada por la consumación del acto sexual,
pero inmediatamente esa pequeña muerte que es el sueño debe reparar el daño
pecaminoso hecho por el sexo, es una intimidad necesariamente triste. En otras ocasiones, la intimidad puede
mostrarse como un conocimiento exhaustivo del otro, un agotamiento descriptivo
que va bien con la enumeración y el verso explosivo y creativo: “Mi mujer de nalgas de espalda de cisne/ Mi
mujer de nalgas de primavera / De sexo gladiolo / Mi mujer de sexo de
yacimiento aurífero y de ornitorrinco / Mi mujer de sexo de alga y de
bombones antiguos / Mi mujer de sexo de espejo / Mi mujer de ojos
llenos de lágrimas” (A. Bretón, Unión
libre). Esta intimidad es más querible, más agridulce, mucho más cotidiana
y realista, aunque la enumeración no es narrativa.
Las expectativas recíprocas y la comunidad en la persecución
de un objetivo, eso es lo que muestra la intimidad como evento poético, y eso
es lo que debe mostrar el poema de amor. La gran pregunta es si es posible
crear el poema ex ante, una promesa
de intimidad satisfactoria, incluso necesaria. El poema de Marvell sugiere que
es una vía legítima para intentar escabullirse en la cama de la persona amada,
pero no seremos tan tontos como para confundir enamoramiento con amor. En este
sentido, el poema sólo será útil ex post
o, en el mejor de los casos, en la etapa de transición entre el enamoramiento
(una experiencia subjetiva) y el amor como experiencia compartida.
Pero queda un matiz más. El más importante. El poema como
expresión del ser fuera del ser. Ah, sí. Cuando se ha terminado de escribir
honestamente un poema no hay mejor medio de auto-conocimiento, si se lo analiza
correctamente, inmisericordemente, respecto del amor. Porque todo poema es el
resumen conceptual de un momento anímico, precisamente porque depende del doble
contexto social y psíquico que aqueja a todo ser humano. Ahí quedamos, en un plural mayestático válido:
expuestas las tripas de nuestros sentimientos.
De modo que aquí está la verdadera piedra filosofal, es
decir, la roca sociological del poema de amor. No creo que sea posible para el común
de los mortales conquistar un ser amado solo por efecto de una pulida escritura
(es más probable espantarlo, a menos que ese otro tenga una imagen muy positiva
ya formada). Pero si es posible reconocerse en el propio texto, verificar si
existe en el concepto de amor que estamos viviendo (oh, sí, amiguitos, los
poemas son expresiones de conceptos que se viven, resultados del doble proceso
psico-social) el principio de creación de intimidad, como comunión, como
compañerismo, como combate contra la soledad y la tristeza que nos da el
ser-aquí ante la necesidad última del no-ser-en –ninguna-parte.
Si escribimos un poema de amor y solo somos capaces de
describir ojos como el cielo y pensamientos como nubes, estamos acabados (y nos
quedaremos sin acabar): la intimidad requiere tener más a mano un pene o una
teta, aunque nada nos obliga a tratar con falta de delicadeza la situación. Aprendamos:
“Desnuda y adherida a tu desnudez. Mis
pechos como hielos recién cortados, en el agua plana de tu pecho. Mis hombros
abiertos bajo tus hombros. Y tú, flotante en mi desnudez.” (Carmen Conde, Hallazgo) o, si no, “Te esperaré desnuda. Seis túnicas de luz resbalando ante ti deshojarán
el ámbar moreno de mis hombros.”(Ernestina de Champourcin). No las conozco
y no puedo imaginarme que no sean hermosas.
Al escribir un poema, como al pensar un argumento o
construir una conjetura científica, no debemos (en el fondo no podemos)
aniquilar el deseo: debemos procesarlo como parte de nuestra condición humana y
transmitirlo como un compromiso con la intimidad. Nada es gratis: no podemos
mentir. Sea que escribamos nuestros propios versos o usemos los de otros si los
necesitamos (véase la película “il
postino”) para reflejar lo que nos ocurre o muy pronto las furias se
alzarán en nuestra contra.
Alguien podrá destacar con acierto que las reflexiones
previas son falaces en su propio recorrido: también la intimidad depende del
contexto histórico y social en el que se desarrollen las relaciones humanas. No
tengo que decir que esto es verdad. Es verdad. Pero es igualmente cierto que me
han preguntado si la sociología puede ayudar a escribir una canción de amor, y
este es un problema de este contexto, de este tiempo. Es bastante evidente que
no habría tenido sentido planteárselo a Garcilaso de Vega cuando escribió el
Soneto V...
No obstante, comparemos. En ese soneto Garcilaso esconde su
amor (”tan solo que aun de vos me guardo
en esto”) pero conserva la relación de intimidad: “Escrito está en mi alma vuestro gesto, y cuanto yo escribir de vos
deseo; vos sola lo escribisteis, yo lo leo...”. En cambio, el justamente
célebre soneto de Quevedo “Amor constante más allá de la muerte” carece de este
atributo. Y es que es diferente: este segundo, cuya ejecución es tan
destacable, no es un poema de amor, es un poema sobre el amor, propio de una época en la cual la poesía era todavía
vehículo aceptado para la filosofía.
Pero, ¿puede un poema ser ambas cosas? Creo que en un texto más largo es
perfectamente posible, como ocurre en las Coplas
a la muerte de su padre, de Manrique, o en la Oda a Francisco de Salinas, de Fray Luis de León. ¿Qué estos no son
poemas de amor? ¡Ay, por favor!