(Nota: Diversos
temas y varios recuerdos atípicos se entrecruzan en este texto. Sin embargo, el
tema central me resulta claro, al menos como proyecto: la dificultad de la
felicidad, de la realización personal, de la satisfacción con el propio ser en
estos tiempos de gloria ex machina. Creo
que no es filosofía; sé que no es ficción).
Mientras
el reloj filosófico de Erasmo adelantaba un par de siglos al redactar
apresuradamente su “Elogio de la estupidez”, otro tanto y algo más atrasaba el
de Inazio Forli, sacerdote católico originario de Tredozio que por sus malos
modales en Roma llegó, en 1486 y con treinta y siete años de edad, a ser pastor
espiritual de la villa de Trollhättan, en la que es actualmente la provincia sueca
de Västra Götaland. Ni el río ni la calmada decepción de la villa amortiguaron
su actitud agria y soberbia, de tal modo que la soledad se convirtió en su vida
cotidiana y a través de ese cristal contempló el mundo. En 1491 decidió poner
por escrito el resultado intelectual de estas contemplaciones, para lo cual no
estaba capacitado. Así fraguó y sorprendentemente imprimió su Deus et Imperii, cuyo subtítulo me llamó
la atención porque “Scriptum in Dominion”,
excedía mis capacidades en latín, incluso en el tardío y comprensible de
Inazio. Mientras el texto no se resistía, el vocablo irregular Dominion, era inexplicable para mí. Peor
aún, porque es el objeto central del breve escrito, que no abarca más de ocho
folios en prensa menor. Lógicamente, pensé en primera instancia en una mala
transcripción de dominium, incluso de
dominico. Pero la respuesta era más
simple (y que debo y agradezco a Amande Bartolè): Inazio Forli reinterpretó el
término de una lengua galorromance, el picardo (en base a textos carlovingios
tardíos), en el cual la expresión Dominion
se hallaba presente y es equivalente ético del universo, es decir, el tiempo y el espacio como reino de dios. A
partir de esta incorporación terminológica Inazio Forli desarrolla su amarga
respuesta a los poderes eclesiásticos que lo habían exiliado a Trollhättan,
oponiendo pacientemente la relación entre Dios y el imperio, que termina por
comprender como el espacio de poder de todos los seres que no son el único y
auténtico soberano universal. La claridad y el método no distinguen al tredoziesi, tampoco el estilo. Hay huecos
sospechosos, huecos de los que hacemos en el texto para aliviarlo de
contradicciones u ocultar a nuestra propia mirada errores importantes. Lo que
sigue es apenas mi interpretación y si la transcribo aquí es porque derivó en
algunas reflexiones que quiero compartir.
Inazio
Forli plantea una tesis en la cual nos ordena aceptar sus premisas: el imperio
legítimo sólo se deriva del Dominion.
Esa es la relación preexistente entre Dios y su vicario en Roma: en abierta y
desapercibida herejía, entiende que los edictos y mandatos que se oponen al Dominion (entendido de súbito como única
y verdadera justicia) anulan el propio imperio, de lo cual deduce que no hay
estado sin dios. En este sentido, el imperio es el ejercicio del poder,
mientras que el Dominion es la fuente
de su legitimidad. Idéntica relación establece como continuidad entre el poder
espiritual y el poder temporal: éste es legítimo sólo si se deriva de aquél.
Esta sustentación medieval del imperio político pone al papa por encima de
cualquier emperador, pues de su palabra como vice regente del Señor depende la
legitimidad en última instancia. El estado cristiano y el imperio apostólico
son, por lo tanto, las únicas alternativas políticas legítimas para el mundo.
Forli es un retrógrado intelectual que anticipa la reacción radical a la
modernidad pero, al mismo tiempo, sienta las bases para la actitud
revolucionaria (y conservadora) del protestantismo. Porque alcanza con
proclamar que la iglesia (cualquier iglesia) se aleja del Dominion por el camino del Imperio
para declarar su ilegitimidad. Así, el Dominion
es un terreno filosófico que, como cualquier dogma, sirve a quien lo sostiene
y, en última instancia, es siempre sostenido por el más fuerte. Una categoría
más introduce el exiliado: el modo de funcionamiento de la realidad, lo que
permite alejarse tanto del Dominio de Dios al mundo (político, filosófico, social, la confusión de Inazio es
absoluta). En su concepción, Dios es inextricable del Dominion, pero Satanás tiene el Imperio. Por eso el mundo anda tan
mal para él (y desde su fortaleza solitaria: para todos). Dios tiene el poder
verdadero, pero Satanás lo ejerce por la sencilla razón de que los
continuamente renovados pecados del hombre así lo quieren, así lo mandan. Dios
resigna el imperio porque su intervención no permitiría que el hombre por sí
mismo salve su alma. De este modo, entiende que sólo retornando al Dominion (ahora reconvertido en una
categoría moral) puede el hombre construir el imperio legítimo (universalmente
cristiano pero también universalmente eclesiástico y estatal) sobre el mundo y
expulsar al falso soberano (lo cual implica combatir a todos los falsos
soberanos del mundo: al papa que lo expulsa, al emperador que lo permite, a ese
frío río de Götaland que lo atormenta con su paso constante). Sin remisión,
también sin condena, Inazio Forli muere en las cercanías de Velanda en 1532. Su
tumba se ha perdido, pero queda anotado que no se hallaba lejos de la piedra
que con sus runas sostiene la memoria de Ôgmundr.
¿Qué
es lo que busco en esta sátira de teología política? Un enfoque diferente para
un problema actual. Es que veo mucha gente infeliz. Y no me refiero a ese
ochenta por ciento de la población mundial que tiene auténticas razones para
sentirse infeliz. No. Veo mucha gente infeliz, insatisfecha consigo misma,
gente que se siente incapaz de realizarse a pesar de que las pruebas objetivas
indican que ha alcanzado sus metas vitales. Y cuando digo “mucha” quiero
encuadrar en la indeterminación de la palabra una regularidad, una constancia
en la realidad plural que despierta mi curiosidad sociológica. Sin embargo, ya
me harté de repetir (aunque lo haré) que es la cultura de masas y la sobreexposición
al consumo y al trabajo, ambos alienados, la que nos oprime a escala subjetiva
y nos convierte en componentes del sistema que no pueden autodefinirse. Busco,
repito, una nueva perspectiva. Para explicar la infelicidad de los presuntamente
felices, entonces, me parece útil reubicar las categorías de Imperio y Dominion.
Una
de las razones es que quiero tomar por caminos que eludan parcialmente el
lenguaje ordinario, al mismo tiempo que no se entrometa con el lenguaje
científico o seudo-científico. No quiero delinear un discurso psicologista, al mismo tiempo que
quiero alejarme de esa perspectiva estructuralista que en sociología es tan cómoda
como absorbente. Prefiero el riesgo (casi gratuito aquí, por otra parte) de
enfrentarnos con la realidad con otras herramientas discursivas lo cual, en
definitiva, al menos puede proveernos de algún entretenimiento.
Partiré
de la idea de que todos tenemos, al mismo tiempo, cuotas de Imperio y de Dominion. La diferencia esencial es que,
como se escribe más arriba, el imperio se da en la relación con otros, es poder, mientras que el Dominion es una cualidad inherente al
sujeto. Sin duda es resultado de una construcción situada tanto en lo histórico
como en lo ideológico, pero es Dominion
en tanto se expresa como la capacidad individualmente desplegada de
relacionarse con el mundo. Para el Dominion
no existe un otro que ponga límites a
nuestra felicidad, ya sea en el sentido del no desear-no hacer (afín al Nirvana)
como en el sentido del hacer para vencer una oposición. Aunque sea situado en
un contexto histórico y producido por él, si soy capaz de realizar una resta,
hacer un dibujo, componer un verso o tararear una canción, todo ello pertenece
a mi Dominion. Distinto será si la
resta se realiza en el trabajo, o en un examen, si el dibujo competirá con
otros, si el verso es parte de una poema que pretende algo de alguien o si la
canción que se tararea quiere venderse en el mercado de la música: en todas
estas operaciones ya hay otros y el resultado dependerá del poder relativo, de
la relación de fuerzas, del imperio resultante. Por el contrario, satisfacción
en sí y para sí es lo que reclama el Dominion,
incluso cuando esa satisfacción es masoquista. En este sentido, el Dominion es intransferible, aunque puede
ser compartido, mientras que el imperio reclama una transferencia de fuerza y,
con ella, de tensiones.
El
caso es que la estructura de nuestro mundo impide vivir en el puro Dominion, ya que dependemos de la
socialización de la producción y el consumo para vivir, y el problema consiste
en que precisamente los que alcanzan un auténtico imperio (de conocimiento y de
poder sobre otros) tienden a desprenderse del Dominion que han conseguido, para convertirlo en poder. Detrás del
conocimiento y del poder hay cualidades humanamente instaladas, pero en cuanto
se ponen en juego en un campo social cualquiera, con sus objetivos
particulares, sus reglas internas y sus jerarquías, son ya materia del imperio,
del ser fuera del ser en sí y para sí; es ya de los otros y más, en nuestro
caso, ya no es de nadie en particular: es del sistema, del mercado, del
universo de las cosas que es puro imperio, sin Dominion. Tristemente, la ideología hace inclusive que nos
comparemos y compitamos con nosotros mismos. Y solemos perder, porque ya no
seremos más jóvenes, ni más rápidos, ni más audaces. Solemos perder porque
tenemos ya demasiado para perder: nuestro pequeño y casi sin excepción mezquino
imperio. Compartir y solidarizarse se hace difícil, porque en vez de sentirse
como una expansión del Dominion se
percibe como una restricción del imperio. Al abandonar nuestro Dominion para perseguir el imperio,
abandonamos la gran cualidad de la infancia que es disfrutar de los juegos que
creamos de manera parcialmente autónoma. Y sin esos juegos, en donde la
realidad sintoniza con el deseo, la felicidad es un horizonte en permanente
escape.
En
esta perspectiva me resulta más fácil comprender fenómenos como la ambición y
la codicia, que son formas imperiales de perseguir el Dominion perdido. Porque, insisto, detrás de cada éxito hay
cualidades que se asientan en los sujetos. No se trata simplemente de que al
perder dominio sobre nosotros mismos perseguimos el dominio sobre otros, en
forma de poder, sino principalmente de identificar el mecanismo de la insatisfacción
estructural que promueve relaciones imperialistas con los demás, toda vez que
el juego satisfactorio con las cualidades adquiridas queda interrumpido.
Pienso
en un caso concreto. Acaba de fallecer en Asturias el ex rector de la
universidad Carlos III de Madrid, Gregorio Peces-Barba, persona que no gozaba
de mi afecto (y a quien esto no le importaba en lo más mínimo) que dirigía la
universidad como si fuera su imperio mientras cursé en ella mis años de
doctorando. Era un hombre, quizá como todos, tan dotado de cualidades como de
contradicciones. En su campo, sin duda, fue un hombre exitoso: ponente
constitucional (de la constitución española de 1978), diputado por el PSOE, catedrático
de derecho, rector, rodeado de personas de diferente categoría (del zángano al
discípulo) que le rendían culto hipócrita o le ofrendaban sincera lealtad. Era
también un hombre autoritario que se proclamaba campeón de la democracia, un
aristócrata del conocimiento que clamaba por la igualdad, un déspota ilustrado
que llamaba a la libertad, un liberal con piel de socialista. Sé más, pero no
lo digo. Un hombre real, fue lo que no fue Inazio Forli (que está inspirado en
él, sin embargo): un sujeto con una cuota de poder muy grande en comparación con
la mayoría de nosotros, los de la clase media llana. Sin embargo, tal era su
imperio y su modo de ejercerlo que su Dominion
se hallaba disminuido. Más de cuatro veces no conversé con él, nunca estuvimos
a solas. En el culto a sí mismo que divulgaba frente a los estudiantes
(considerados como una especie de acólitos menores, ínfimos) traslucía
permanentemente dos sensaciones: insatisfacción y tristeza. La primera se
disfrazaba de una altanería muy señorial, la segunda, con una insaciable sed de
pleitesía de sus subordinados. Sí pudiera pensarlo entonces como ahora habría
dicho: “He aquí un emperador sin dominio”.
Pero
es un caso extremo, también. Todos los días veo profesionales sin nombre en los
periódicos que no disfrutan de haber alcanzado puestos o sueldos más altos, niveles
de consumo superiores, más tiempo libre (al margen de la contradicción), veo
académicos que pugnan por más prestigio o más espacios, científicos que sufren
por no ser capaces de imponer sus paradigmas, filósofos que se pierden porque
los demás no comprenden sus discursos tan sobrecargados de espíritu lacaniano
que dicen cualquier cosa que uno se atreva a leer. Veo empresarios arruinados
no por la economía, sino por su ambición, que los hace sentirse arruinados sin
importar cuánto hayan acumulado. Veo la permanente persecución del imperio y el
constante vaciamiento del Dominion.
Esto, por supuesto, es lo que significa la alienación, del extrañamiento del propio
ser. El imperio nos convierte, a nuestro propio entender, en sujetos de poder,
y no de juego.
No
debemos ser ingenuos: en todo proceso biográfico hay también dialéctica
histórica. El Dominion, al ser
sustrato del poder, se convierte fácilmente en tentación para establecer un
imperio. Pero aquí también está la ventana de la oportunidad: el imperio puede
revertirse en Dominion en la medida
en que contengamos el impulso y la ilusión de imponerlo a otros. ¡Qué cosa tan terrible
estoy obligado a escribir! Si quiere vivir más feliz, más realizado, renuncie
usted al poder y a la riqueza, siquiera en forma parcial, para retornar a ese
terreno donde la lucha no es contra otros, en donde es usted vencedor o víctima
de sus propios impulsos lúdicos. Reconstruya su Dominion antes de que su propio imperio lo aplaste. Empiece a
perder el tiempo antes de que ganarlo lo extermine.
Será
en la imposibilidad de retornar a nuestros dominios donde se registrará esa
doble cadena estructural y psicológica del deseo vinculado a la mercancía, al consumo,
al prestigio, a la necesidad de mostrar el ser, en otras palabras, al mundo
exterior en donde, aun cuando lo gobernemos, no podemos realmente ser.
Una
larga ausencia de este querido espacio de escribir ensayos, que es mi Dominion predilecto, no podía hacerse
sin problemas. Disfrutaré de las críticas, sí las hay, tanto como me permitiré
olvidarlas, que esas son las reglas de este divertimento.