Ayer o anteayer iba caminando por Avenida Rivadavia cerca de mi casa y a eso de la una de la tarde, apurado y con cincuenta conectores de caño corrugado de ¾ en una bolsita a punto de romperse, me obstruye levemente el paso un sujeto y me entrega un papelito diminuto. Mirando de reojo, veo que va acompañado de dos o tres jóvenes más, que obstaculizan a otros transeúntes masculinos y les entregan sendos papelitos. Al menos uno de estos acompañantes era de sexo femenino.
En muchas zonas de mi ciudad un papelito de esas características suele representar una sola cosa bien definida: acompañada de una representación gráfica de pobre calidad que retrata a una chica de cuerpo escultural y escasez de vestuario (que una expresión emergente sin certificar por escribano público asegura que se trata de una “foto real”) se encuentra de manera implícita una oferta de comercio carnal (y no me refiero a carnicerías), en la forma de un número telefónico o una dirección.
Considerando esta regularidad, y que la zona por donde vivo no carece de sitios en donde se realiza este tipo de tráfico, iba yo a deshacerme inmediatamente del papelito. No obstante, ni el joven que me lo había entregado ni sus acompañantes tenían aspecto patibulario ni mucho menso prostibulario, de modo que dejé que mis ojos recorrieran el papelito antes de destruirlo.
El papelito contenía, efectivamente, la foto de una niña y se refería a la prostitución, pero en un sentido opuesto al que había esperado. En él parecía presentarse una campaña en contra de dicha práctica y la chica de la foto se anunciaba como “desaparecida” (o equivalente), y no sé por qué razón se asumía que tal desaparición estaba vinculada con la trata de mujeres. La contracara del panfletito daba unos teléfonos o direcciones electrónicas para realizar denuncias y una advertencia práctica bastante sorprendente: “si no hay clientes, no hay prostitución”. Sorprendente, digo, por lo obvio y por lo inútil.
En el momento, preocupado por mis conectores de ¾, resoplé, arrugué el papelito, hice una bolita y lo tiré (supongan ustedes que a un contenedor apropiado para tales efectos, tal vez acierten). Pero este día patrio de madrugada espero que el sol suba para entregarme al trabajo de contribuir a la construcción de mi casa y, mientras espero la hora propicia, me encuentro reflexionando sobre este acontecimiento.
Debo admitir que la cuestión de la prostitución me trae problemas intelectuales, éticos y morales. La trata de mujeres, la prostitución infantil o compulsiva, la esclavitud sexual, el proxenetismo y otras prácticas asociadas me parecen todas ellas criminales en sentido fuerte, y la sociedad y el estado deben dedicar recursos a combatirlas. No obstante, en algún lugar creo que existe una distancia entre estas prácticas y el ejercicio libre del comercio sexual considerado como servicio.
Mi problema, creo yo, es que no consigo cargar a la sexualidad de la noción de pecado carnal, de manera que, en el fondo, no me parece otra cosa que un uso particular del cuerpo para brindar un servicio: un médico dedicado a la rehabilitación física no es un prostituto porque nos toca el cuerpo y, la última vez que me fijé, el pene de uno era también parte del cuerpo de uno. Además, puedo comprender perfectamente la necesidad que una persona puede tener de recibir este tipo de servicio y, mientras sea ofrecido libremente y ejercido en términos que no se vulneren otros derechos de los participantes, no soy capaz de pensar ni la oferta ni la demanda como delitos en sí mismos, ni siquiera como una referencia desagradable, como no me resulta desagradable que haya gente dedicada al aeromodelismo, a la composición de conciertos para chelo y triángulo o a la búsqueda de presencias extraterrestres .
Se puede argumentar que las mujeres que ejercen este oficio, incluso en estas condiciones de libre albedrío, se ven obligadas por “la vida”, y que merecerían hacer otra cosa con su plan de existencia. Tal vez eso sea cierto, pero en nuestro sistema social y por sus patentes asimetrías (que es lo que se esconde generalmente detrás de la expresión “la vida”) vender el cuerpo y las habilidades intelectuales en él contenidas es la regla y no la excepción. Por ejemplo, ser recolector de residuos es una tarea fundamental en las grandes ciudades, suele implicar trabajo nocturno, sobreesfuerzo y muchos riesgos potenciales para la salud del trabajador o trabajadora, y no conozco ningún chico que diga: “cuando sea grande quiero ser recolector de residuos”, pero “la vida” lleva a mucha gente a realizar esta tarea.
En este sentido, si definimos a la prostitución como una compra-venta de servicios en forma de habilidades corporales, en el capitalismo la mayor parte de la gente se prostituye de alguna manera. Y esto sin contar los numerosos casos en los que el cuerpo, e incluso la mera apariencia exterior, son utilizados para conseguir ventajas en el campo laboral o el económico.
En Argentina existe una asociación de meretrices, cuya líder recientemente denunció (a propósito de otro tema, vinculado a la difusión de la oferta sexual en medios masivos de comunicación) que se confunde el trabajo sexual con la trata de personas, empujando a las trabajadoras sexuales a la ilegalidad (véase: http://www.clarin.com/sociedad/mezclando-trata-personas-trabajo-sexual_0_513548755.html). En principio, estoy de acuerdo con que debe evitarse esta confusión y extender una regulación que garantice el bienestar de estas trabajadoras (y trabajadores afines), porque al hacerlo se evita utilizar recursos públicos de manera errónea, reprimiendo lo que no se debe y dejando de perseguir lo que se debe. Porque no hay que ser ingenuos, la prostitución, quizá por causa de esta falta de regulación, está más cerca que otras actividades de numerosas violaciones de derechos humanos.
En esta bendita ciudad de Buenos Aires, por otra parte, reprimir la prostitución sería una escandalosa muestra de hipocresía. Hasta los más tontos e inocentes de cada barrio saben dónde funcionan los prostíbulos, a qué esquinas se puede acudir para solicitar qué servicios. Ciertamente, si lo sabemos los tontos e inocentes lo saben las fuerzas represivas del estado, como ocurre en todas las ciudades del mundo, probablemente incluyendo Teherán, y las actividades no solo continúan, sino que medran, constituyendo un mercado marginal de bienes, servicios y trabajo bastante importante.
En conclusión, porque ya hay bastante luz y los conectores de ¾ no se conectan solos, debo decir que las cosas deben aclararse: en un sistema que promueve el consumismo y el individualismo, en el cual las relaciones humanas pierden notablemente calidad, en donde la elección de planes de vida es un disfraz de libertad que se ponen los trabajadores orientados por “la vida” y conducidos por la necesidad, en donde la soledad es mucha y el estrés constante, opino: muchachos y muchachas idealistas que conocen una verdad: “si no hay clientes, no hay prostitución”, creo que están equivocando el camino de su lucha. ¿Quieren terminar con la prostitución? Pues deben intentar erradicarla en todas sus formas, contribuyendo a cambiar un sistema que promueve que las personas, y sus cuerpos, y sus trabajos y habilidades sean tratadas como cosas.
En fin, agotada mi vena trotskista de hoy, me voy a hacer lo que les dije.