Cuando varios periódicos de primera línea anunciaron la publicación a través de Wikileaks de la mayor fuga de documentos clasificados del departamento de estado de los EUA hasta el momento, me puse tan contento como cualquier otro criticón de dichas políticas de estado. Como todos, abrí grandes mis ojos para captar las grandes revelaciones que se avecinaban; también, seguí con atención el extraordinariamente poco sutil operativo de represión y desprestigio desarrollado contra el portal de internet signado como responsable principal de la fuga y su súper-villano ultra-mente criminal Julián Assange, fundador del mismo, un enemigo del sistema algo más sofisticado que el casi mítico Osama Bin Laden.
Los días fueron pasando y la estrategia de los periódicos, con sus publicaciones medidas de los grandes “secretos” de la diplomacia internacional, fue dejando al descubierto un número considerable de tristes obviedades que ahora merecen algún comentario. No voy a repasar siquiera los contenidos de las “revelaciones” realizadas hasta ahora. Apenas enumerar, para mi propio orden mental, esas obviedades encerradas en los secretos del mundo.
En primer lugar, los documentos publicados casi no aportan novedades. Se trata más bien de mostrar un modo poco elegante y directo de decir lo que, por otra parte, es OBVIO. A los EUA les preocupa el estilo del presidente francés, a Israel le preocupa la capacidad nuclear iraní, a los EUA no les caen en gracia varios presidentes latinoamericanos. Nada, ninguna información realmente nueva. Hasta de las opiniones más personales aparecidas en los documentos puede encontrarse alguna expresión más diplomática y elegante en lo que es realmente la política exterior estadounidense.
En segundo lugar, siguiendo lo anterior, casi nada de lo publicado debe estrictamente ser considerado “secreto”. No hay datos de interés militar o geoestratégico y la tan cacareada amenaza contra las relaciones internacionales es casi ridícula, a menos que todos los grandes líderes mundiales sean tan susceptibles que no puedan tolerar la menor afrenta contra su honor personal, pero... ¡la enorme mayoría de los implicados son dirigentes políticos exitosos! Por lo tanto, están más que acostumbrados a la maledicencia ajena de enemigos e íntimos amigos o no podrían haber alcanzado los puestos elevados que los distinguen.
En tercer lugar, se ha revelado la triste obviedad de que los gobiernos democráticos engañan y ocultan información relevante a los pueblos que formalmente ostentan la soberanía. Sólo que casi ninguna persona inteligente realmente cree en el mantra democrático de “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Todos los analistas rigurosos del régimen democrático comprenden que el secretismo, el elitismo en el tráfico de información y la restricción al acceso de la toma de decisiones políticas son parte misma del funcionamiento del sistema, bajo la máscara del “secreto de estado” que es parte de la razón de estado. Esta doctrina encubre dos cosas. Por un lado, encubre la tendencia a la oligocracia que pervive en la democracia formal, en la cual unas elites políticas circulan de cargo en cargo eligiendo a sus nuevos integrantes por abyectos mecanismos recargados de nepotismo y clientelismo, de donde nadie sale completamente limpio. Por otro lado, encubre el permanente estado de guerra fría que continúa vigente en casi todas las relaciones internacionales (en realidad, en todas las relaciones políticas), la desconfianza respecto de los aliados, el desprecio por las formas ajenas de conducta política, la exacerbación de las presuntas amenazas. Sobre todo, la inoperancia respecto de los grandes problemas, cada vez más globales, que aquejan a la humanidad, lo cual puede deducirse simplemente de su ausencia como parte del discurso.
En cuarto y último lugar, se ha hecho evidente la enorme desidia de la población de los países centrales frente al propio régimen democrático: a casi nadie parece importarle que los estados tengan esos secretos, que se despreocupen de los grandes problemas globales, que se burlen de las más mínimas formalidades democráticas. Tampoco causa gran repercusión la vulneración de los derechos de las personas implicadas en la publicación de los contenidos: si se juzga a Assange lo mismo debería ocurrir con los periódicos que difundieron la información. Sin embargo, nada de eso ocurre. Tal vez la campaña de promoción de los grandes periódicos no fue buena, tal vez la censura y las presiones funcionaron demasiado bien... pero existe una dosis de desgana y apatía social que no puede soslayarse. “Idiota”, creo, era la palabra que los griegos utilizaban en su antigua democracia esclavista para designar al ciudadano que no participaba de los asuntos públicos. Lo inmediato vence, porque es prepotente.
Hay una gran crisis económica en curso en occidente ¿qué importa lo que (obviamente) se opinaba de Julio César Chávez o Evo Morales hace ya dos años en los servicios diplomáticos de los EUA o Europa? Los gobiernos elegidos por el pueblo esconden información, trafican con ella de manera poco elegante ¿a quién le importa? Ni siquiera a los políticos, preocupados por las siguientes elecciones, en la coyuntura en donde importa la noticia de último momento y no la trayectoria, el programa de gobierno, la agenda propuesta para las prioridades de las políticas públicas. En cada país, las revelaciones de Wikileaks son utilizadas por gobiernos u oposiciones políticas de toda índole para su propio provecho. Los grandes secretos no son más que una nueva herramienta para la dolorosamente banal competición política en las democracias de occidente.
En su relato sobre el juicio a Eichmann en Jerusalén, subtitulado con prosa preciosista como “un ensayo sobre la banalidad del mal”, Hanna Arendt alcanza a desentrañar esta misma sensación de estupidez profunda que se esconde detrás de los sucesos más relevantes. Ahora la banalidad es la norma: la actitud de periódicos y periodistas frente a los secretos revelados es banal, la actitud de sus lectores es banal, incluso la represión de los causantes de la fuga es banal, es como apreciar un interminable y global programa de chimentos, no de información que puede cambiar las perspectivas sobre la realidad política.
Por supuesto, no es inconcebible un acuerdo previo para restringir la aparición de los cables o documentos más interesantes y comprometedores porque, a fin de cuentas, los grandes periódicos que negociaron con Assange son empresas en manos de la élite de poder mundial y tienen más intereses en conservar el statu quo que en iniciar una revolución democrática. De hecho, el resultado es una novela publicada por fascículos de capítulos poco interesantes. “Kaddafi es hipocondríaco”, “Merkel es eficiente”, “En África hay escaso control de la circulación de material radiactivo”, “El petróleo es importante”. La información “secreta” es banal o es obvia.
Mientras tanto, la crisis económica sigue su curso, la crisis demográfica sigue su curso, la crisis medioambiental sigue su curso e incontables crisis humanitarias, con sus casi inevitables conflictos armados de alta o baja intensidad anexos, siguen su curso. La cumbre de Cancún para el control del cambio climático ha sido estruendosamente olvidada en su ruidoso fracaso, no hay discusión política (democrática o no democrática) sobre los grandes problemas (excepto la crisis, cuando impide reproducir las ganancias de los grandes conglomerados económicos o en sus aspectos más urgentes), no hay interés popular que supere la inmediatez. Hasta las élites intelectuales están dormidas, confusas, no saben si criticar estructuralmente al sistema (cuyas fallas funcionales y humanitarias son tan evidentes como siempre) porque es algo fuera de moda o sí criticar la coyuntura banal.
Actualmente, creo, el modelo Gramsciano de hegemonía está quebrado o, al menos, dislocado. El gran pensador italiano sugirió que la lucha ideológica se apoyaba en discursos de creciente complejidad, hasta llegar al lenguaje filosófico. Sin embargo, la actitud general, la de los afectados directos y la de los pasivos observadores, parece discrepar de este criterio. No se trata de un “Brave new world” en el cual la élite Alfa dominante controla a la población estúpidamente feliz, porque nuestras propias élites dominantes están bastante idiotizadas.
No están idiotizadas porque sus integrantes sean menos inteligentes. No. Lo están porque el poder está dislocado y a cada quien sólo le interesa el aspecto que lo ocupa: al líder político su situación política y al capitán económico la reproducción de la ganancia. Sinceramente, creo que no hay un “gran plan” de control social y, al mismo tiempo, persiste esa sensación que, incluso entre los poderosos, cada uno intenta salvarse como puede. Esto hace que el enemigo sea difuso, que no exista un discurso dominante contra el cual presentar batalla. Sin discurso dominante, el discurso contra-hegemónico se fragmenta y pierde fuerza: la debilidad discursiva del gran adversario (que es el sistema social y no un grupo de poderosos) lo hace estructuralmente fuerte, porque engendra la debilidad intelectual en las organizaciones que pueden ejercer una crítica superadora.
En definitiva, el affaire de wikileaks es peor de lo que se pensaba. Pero no por lo que revela directamente, sino por lo que indirectamente denuncia acerca de la composición y funcionamiento de nuestros sistemas políticos. En las condiciones actuales, la política no puede ser realmente agonal, sustentada en antagonismos relevantes, sino solamente tangencial y agónica (sepan disculparme el juego de palabras).
El affaire, que prometía un retorno a los grandes y épicos relatos de la lucha política internacional, se disuelve en la sucesión cotidiana de la obscena banalidad. Es una especie de pornografía geopolítica: muestra más de lo necesario, muestra lo que es más que sabido, no muestra nada de lo importante, convierte en mercancía lo que era riqueza colectiva (oh sí, la capacidad agonal de debate político es riqueza social, porque permite encarar la resolución de problemas complejos).
Si van a prohibir eventos informativos como wikileaks, que sea por su contenido pornográfico de evidencias banales, no por la razón de estado, porque hasta ahora sólo ha demostrado la banalidad y la sinrazón. ¿Qué pasa con los grandes temas de la política? La equidad, la justicia, la libertad (casi ni me atrevo a nombrar la igualdad y la solidaridad). Mis poco estimados líderes mundiales, públicos o secretos, mis queridas gentes de los pueblos del mundo: no se preocupen por lo que este goteo de mierda diplomática significa: preocúpense (y ocúpense) profundamente ¡y pronto! De lo que sus silencios y ausencia delatan.