Ahora que está vigente en Argentina la ley que reconoce plenamente los matrimonios de personas del mismo sexo, ahora que no es necesario tomar una posición netamente política al respecto, tal vez podamos dedicarle algunas reflexiones a este acontecimiento. Sépase: mi mejor amigo no es gay, la mayor parte del tiempo no me atraen los hombres, como estoy reformando mi casa, ni siquiera tengo un armario de donde salir. No le debo nada a terceros comprometidos con la causa y, en este sentido, mi opinión es todo lo libre que puede ser una opinión en este mundo de ideologías deshilachadas, retorcidas y anudadas: no demasiado, por lo tanto.
Dejo constancia, antes de pasar a las razones y a los problemas que las razones proponen, mi posición al respecto (y ya viene tardando): Estoy a favor de este cambio normativo que habilita el reconocimiento pleno de esta clase de uniones humanas. Mi voto es no negativo. Es cierto que, en general, no siento simpatía por el matrimonio. Pero esta antipatía se aplica a todas las uniones contractuales de carácter vinculante entre seres humanos que delimitan los tipos legalmente legítimos de organización familiar, no a las de personas del mismo sexo en particular. Los que quieran casarse, que se casen y les deseo felicidad, salud y larga vida.
Muchas de mis razones son parte del discurso habitual. No deben dejar de expresarse, sin embargo, en un panegírico abstruso como este.
Están las razones jurídicas, humanas y prácticas. Aunque el matrimonio en sí es un acuerdo contractual y protocolar, su carácter vinculante frente al estado abre la posibilidad del disfrute de una serie bastante amplia de derechos importantes para las personas en las áreas de salud, previsibilidad económica, identidad personal, honor y seguridad jurídica, entre otros. Asentemos muy brevemente al respecto una contribución sociológica, al menos para que se sepa desde que perspectiva estoy pensando la cuestión. Los derechos concedidos no son triunfos ni son valores: dado un sistema normativo burocratizado, son elementos argumentales de confrontación que permiten a los jueces u otros operadores jurídicos decidir sobre deberes y obligaciones, sobre beneficios y privilegios que tengan las personas y las organizaciones frente a otros. Son elementos discursivos que orientan la acción social para resolver tensiones. En este sentido, mi opinión es que si no se reconocen derechos los problemas sociales permanecen abiertos y sin solución, los reclamos se eternizan. Ante la duda y ante la ausencia de daños a terceros, los derechos deben ser concedidos.
La duda existe, porque hay una división de aguas en las opiniones. No parece tampoco que se cause daño alguno a terceros: La posibilidad abierta por la nueva ley no obliga a nadie, no dilapida recursos sociales, no coarta la libertad de expresión, la religiosa o la ideológica. Por el contrario, es un reconocimiento que las refuerza, porque supone abolidas ciertas pretensiones negativamente discriminatorias. Favorece el estatus de las personas que hagan uso de los derechos adheridos y no restringe los derechos de nadie. De hecho, en principio y en este sentido, es la medida legislativa más inocente que se ha visto en mucho tiempo. Más importante todavía: ninguna de las razones por las cuales se suele denigrar a las parejas del mismo sexo y a las personas que disfrutan del homo-erotismo (ya explicaré por que no digo homosexualidad, que es un término más difundido y aceptado), ninguna de ellas, sostengo, invalida la aprobación de su enlace matrimonial reconocido plenamente y en igualdad con los demás. Nada impide a dos enfermos casarse mientras la enfermedad no sea una incapacidad mental tipificada y comprobada. Nada impide a dos desviados casarse: dos personas más hermosas que la media pueden casarse, pueden casarse las personas más inteligentes (aun cuando sean personas cínicas que no se consideran tan inteligentes precisamente por el hecho de casarse), pueden casarse personas desviadas del promedio normal de peso o estatura, incluso pueden casarse dos personas felices por pasar su vida juntos, y más desviado que eso, que se me ocurra ahora, no hay. Nada impide a dos condenados al tormento eterno de las llamas infernales casarse. Nada impide casarse a dos personas que practican el sexo oral, anal, vaginal, transversal o longitudinal, pues no hay control burocrático legal de estas prácticas antes o después de realizarse el casamiento habilitado para calificar las conductas.
Puede que a mucha gente no le guste la idea del matrimonio de personas del mismo sexo por otras razones. A ellas les digo dos palabras: TOLERANCIA DEMOCRÁTICA. La democracia supone aceptar pacíficamente y en igualdad de condiciones y derechos a personas, opiniones y corrientes de pensamiento que no nos gustan en lo absoluto, siempre y cuando se respeten nuestros derechos, opiniones y pensamiento. Sí no fuera así, no tendría sentido nuestro régimen libre de partidos, en el cual caben opiniones contrapuestas sobre todos los temas posibles que afecten a la vida pública y a muchísimos aspectos de la vida privada.
Personalmente, no necesito ser tolerante en este caso: no me disgusta para nada, no sacrifico nada al aceptar el matrimonio de personas del mismo sexo. Sin embargo, si debo tolerar a ultra-liberales, nacionalistas, fanáticos del fútbol, conductores viales y mediáticos neuróticos, estudiantes indolentes, programas de televisión carentes de buen gusto y sostenidos por una estética quirúrgicamente establecida, entre otras muchas cosas.
Las personas del mismo sexo pueden convivir y compartir azares y experiencias sin que nadie pueda ni deba hacer nada al respecto, de modo que concederles el matrimonio y los derechos asociados es, incluso para los intolerantes, una derrota menor, a estas alturas, mientras que para estas personas es una conquista importante. Sí pueden convivir, ya constituyen una unidad familiar de hecho. ¿Qué problema hay con eso? ¿Cuál es el obstáculo para concederles de derecho el estatus de familia? Se usa este argumento: “¡Los niños! ¡Es que nadie va a pensar en los niños! ¡Que se casen, pero no permitamos que los inocentes niños convivan con ellos!”. Claro que nos preocupan también los menores de edad, porque están indefensos ante la estupidez de los mayores. Además de la desgracia de nacer humanos, les tocó casualmente nacer entre los más débiles.
En resumen, como no puede prohibírsele a alguien que ya es padre o madre y que cría decentemente a su prole que disfrute de la compañía permanente de personas de su mismo sexo, la discusión se ha centrado erróneamente en la cuestión de la adopción. Para empezar, hay un pésimo planteo jurídico: los postulantes a ser padres por adopción no tienen derecho alguno a adoptar: son los niños los que tienen el derecho exigible ante el estado de vivir en forma plena su niñez, de recibir cuidados y atención, de ser educados y protegidos en su integridad física y mental, en todos los planos afectivos e intelectuales. Para continuar, hay un pésimo planteo ético: no puede alegarse sin contradicción que se respetan los deseos y decisiones en materia sexual si se asume que alguna de estas elecciones afectan a la capacidad de respetar o suponen afectar negativamente los derechos de menores de edad. No es sostenible decir: “Me parece bien lo que tú hagas, eres libre de hacerlo... siempre y cuando no permitamos que se reproduzca o extienda esa conducta”. Nótese al respecto que el 100% de las personas homosexuales nacen de uniones sexuales heterosexuales, de modo que este subgrupo representa un 100% de desviación, de tal manera que si sólo uno de cada cien niños criados por parejas del mismo sexo resultan ser heterosexuales, ya supone revertir la tendencia. Por lo tanto, en números relativos, las parejas del mismo sexo contribuyen a reproducir la heterosexualidad más que las parejas heterosexuales. Sí, el razonamiento es un poco absurdo, pero es divertido. Otro divertimento: Quienes acusan a las parejas homosexuales de no poder criar “correctamente” a un niño tienen lo que se llama la “carga de la prueba”. A ellos les toca demostrarlo, y no podrán mientras no haya casos que les permitan observar los resultados de la experiencia. Por lo tanto, las personas que se oponen a que las parejas del mismo sexo adopten niños deberían ser las primeras en desear que se les permita hacerlo, para poder probar su teoría. Para ello habría que esperar a que los niños adoptados se hagan adultos, con lo cual el problema se plantearía dentro de una década. Y perderían, porque lo peor que puede ocurrir es que se reproduzca la conducta de los padres, la cual está protegida por varios derechos importantes, y cualquier otro delito tipificado sería indiferente a la condición de estos padres en cuanto al sexo. Yo pienso en los niños y en este aspecto soy bastante conservador: prefiero ampliamente que tengan una familia a la cual recurrir a que sean criados en instituciones carcelarias, sin importar lo bienintencionadas y preocupadas que sean las personas que las componen.
No está demostrado que se cause daño alguno a los niños criados por gais, lesbianas, travestis, prostitutas, gigolós, etcétera (de hecho, no conozco casos de ningún chico criado por unos etcéteras). No hay razón para presumir un daño, a menos que se presuma que ser criado en prácticas homo-eróticas sea un daño... con lo cual dinamitaríamos alegremente toda nuestra tolerancia. No hay nada, absolutamente nada que demuestre que las parejas del mismo sexo no puedan brindar techo, comida, educación, amor, valores y alegría.
Es que además de un pésimo planteo jurídico y un pésimo planteo ético, esta prevención contra la adopción se basa en un pésimo planteo cultural: creemos que somos capaces de controlar las pautas genéticas y culturales dominantes que nos conforman, que nos hacen humanos diversos y valiosos por sobre las medusas y los maníes con cáscara. Craso error. Esas pautas son las dominantes con independencia de nuestra voluntad y en general también de nuestra conciencia; son estructurales, externas y coactivas. Como dice la tortuga de un dibujo animado, hay que abandonar la ilusión del control. Las parejas tienen hijos y los crían como pueden, no como quieren. Pretender saber cuál es la manera correcta de criar es soberbio e intentar imponerla es ilegal. Nuestro único parámetro para intervenir como sociedad son esos principios básicos reconocidos como derechos del niño (no es la gran cosa, pero es lo que hay) y las parejas de un solo sexo no infringen ninguno de ellos mientras no se demuestre lo contrario, exactamente igual que lo que ocurre en las demás parejas. Sí se alega que este modelo familiar puede causar daños psicológicos, responderé simplemente que el sufrimiento psíquico es inherente a la condición de todo ser humano viviente que no esté en coma profundo. Todos los modelos de organización familiar, al contribuir para imponer restricciones subjetivas (lo que los sociólogos llamamos hechos sociales) reprimen los instintos y causan “sufrimiento”. Por lo demás, las biografías de los chicos que deben ser criados en instituciones que suplantan a la familia están expuestas a cargas de sufrimiento mucho más importantes.
Ustedes me conocen. No suelo dejar las cosas tan en blanco y negro, me gustan los grises. No quiero causar una decepción. Pasemos, entonces, a mi tesis más absurda y alocada respecto de esta cuestión.
He dicho que el matrimonio no es un derecho: lo discutirán los juristas y filósofos del derecho. He dicho que es absurdo negar (o tan siquiera restringir) la posibilidad de adoptar a las parejas del mismo sexo: lo discutirán asistentes sociales y psicólogos.
Ahora diré algo más, que tal vez modifique levemente todo lo dicho hasta aquí: La homosexualidad no existe. Espere, no me grite. Espere, le digo. Un poco de paciencia.
Me refiero con esto a dos niveles. En primer lugar, creo que la homosexualidad no existe en un sentido llano: el sexo es la función orgánica que determina la reproducción de la especie humana mediante una composición de gametos, lo del óvulo y el espermatozoide (o lo de la semillita y el repollo, si su educación sexual es de antes de 1925). Lo que ocurre es que solemos confundir sexo con erotismo. Es cierto que el diccionario de la real academia de la lengua reconoce al placer venéreo (dicho así da asquito) como definición del sexo, pero el erotismo engloba a todas las formas de amor sensual. El erotismo es, en lo simbólico y en lo material, mucho más amplio, variado y multifacético que el sexo, lo cual nos lleva a la segunda cuestión. La homosexualidad no existe como criterio de demarcación de la experiencia vital del ser humano. Homosexual o heterosexual es una dicotomía esencialista con un claro sentido político (y en este sentido es valorable por su capacidad de orientar la defensa de intereses y derechos). No obstante, como casi todo lo esencial y dicotómico, supone una ruptura epistemológica inaceptable.
Obliga a las personas a adoptar para sí mismas una postura ontológica disruptiva, sin posibilidades intermedias, e impide que reconozcan formas de placer y afectividad legítimas y valiosas que circulen por la grieta planteada por la oposición “ser o no ser” de la homosexualidad. Sí estamos obligados a elegir entre posturas dicotómicas, siempre será más difícil aprender primero a ser tolerantes y a convivir pacíficamente con la diferencia después. En cambio, mi idea propone simplemente que asumamos graduaciones y mixturas entre el erotismo con personas del sexo opuesto y con personas del mismo sexo. Cariño, afecto, confianza, contacto, son experiencias que pueden compartirse más ampliamente en esta perspectiva y sin culpa ni duda de ninguna especie: ningún hombre es gay por darle un abrazo a un amigo que lo necesita y, sí lo es, entonces ser gay es decididamente lo más sano. Algunas actividades, como el placer venéreo, pueden ser consideradas sexo, pero existen muchas formas de placer sensual o físico no venéreo (que palabra más fea) que compartimos con gente de otro o del mismo sexo que no implica que tengamos que ser una cosa o la otra. Practicar un deporte o un juego entran en este nivel.
Claro, ahí está ese mal compañero en la vida que es la opinión experta vulgarizada. Hay quienes repiten que toda actividad sensual entre machos o entre hembras es una expresión de la “homosexualidad reprimida”. Yo coloco esta opinión en dos cajitas de mi archivo: la de la ignorancia y la de la boludez. Para empezar, si una actividad se expresa, por definición ya no está reprimida. Para continuar: la vida en sociedad se basa en la represión, se basa en la necesidad de que la inmensa mayoría de nosotros reprima sus impulsos agresivos y eróticos para permitirnos hacer otras cosas, como trabajar, estudiar, divertirnos en un teatro, escribir obras de teatro, actuar en ellas, construir el teatro. Todas las personas estamos condicionadas primero y educadas después, como refuerzo y orientación práctica, para reprimir y guiar (técnicamente: para desplazar) nuestras pulsiones sexuales hacia otros objetivos. Piensen por ejemplo en dos actores en la filmación de una película pornográfica (ya sé que usted en particular nunca ha visto ninguna, pero estoy seguro de que alguien le ha contado cómo son). Si no existiera la represión sexual, los actores bien dispuestos no prestarían atención a las cámaras, al director, a los asistentes de iluminación, a los apuntes de los guionistas egresados de Oxford o Cambridge. Sí no existiera la represión, los actores mal dispuestos no harían su trabajo y el mundo moderno perdería una de sus formas de arte más extendidas. Sí no existiera la represión todas las reuniones sociales terminarían siendo orgías o batallas campales, y lo cierto es que en la vida cotidiana andamos por la calle, trabajamos, nos divertimos y muy pocas veces asistimos, vemos o siquiera sabemos de orgías o batallas. Sin represión, el matrimonio monógamo sería imposible (y ya es bastante dificultoso), sin importar su carácter sexual. Hay una graduación invisible, la división extrema es ideológica y política. Todos somos un poquito (o un muchito) gais y lesbianas. Y hay más sobre esta cuestión que la mera y deliciosa vulgarización del psicoanálisis.
Aunque prefiero los grises, también me gustan los colores. Existe una deuda que todos tenemos con la historia gay y lesbiana reciente. Sus comunidades y partícipes han tomado elementos centrales de la cultura (véase la cultura pop), han ocupado posiciones creativas que involucran nuestro reconocimiento estético del mundo, que sostienen y conforman al arte tal como lo conocemos en sus expresiones más amplias y populares y en muchas de sus expresiones exclusivas y de “mayor nivel” (sea lo que sea eso). A partir de agruparse socialmente y políticamente, en la lucha por la identidad y el reconocimiento las comunidades de gais y lesbianas han hecho un aporte valiosísimo a nuestra cultura en formas que trascienden sus talentos particulares. Su calado es tan profundo que muchas personas que declaran su desprecio por la homosexualidad van a una fiesta y bailan alegremente canciones y melodías icónicas de esta cultura mixta y amplia, respetan a directores de cine que expresan las tensiones y las alegrías de la condición homosexual de manera explícita o velada, tararean canciones de amor que, para decirlo de algún modo, no son lo que ellos creen. En serio, si le gusta algo de la alegría de la cultura contemporánea, busque sus orígenes, es probable que deba agradecerle a un gay como yo debo agradecer la comida china a los chinos (yo agradezco la comida de todas partes, seamos sinceros) y las alfombras persas a los chinos y los relojes suizos... también a los chinos.
Con el matrimonio de personas del mismo sexo no llega el fin del mundo. De hecho, la resistencia a la nueva ley ha sido en Argentina bastante débil, de modo que no me parece que vaya a pasar gran cosa. Para dar mi visión apocalíptica voy a tener que esforzarme.
Hay un final, tal vez, que me preocupa. La ley concede el acceso a derechos formales, el disfrute de esos derechos suele ser bueno para las personas, pero tiene siempre una cara oculta. Cuando unos reclamos terminan porque los derechos reclamados son otorgados se acaba una lucha, porque ha sido arrancado un objetivo al sistema. Pero, al mismo tiempo, ese conflicto ha sido domesticado por el sistema, reglamentado, burocratizado. Los cuerpos en lucha se ablandan y se vuelven dóciles primero, pero después llega el anquilosamiento, la dureza del sometimiento a la reglamentación y el imperio del procedimiento condicionante. Yo detesto la discriminación involucrada en la resistencia a otorgar derechos, pero mi humana contradicción me hace temer el final de esa alegría. Busco alegría y lucha, es mi Valhalla, mi cielo vikingo donde miles de guerreros fuertes, musculoso, sudorosos, hábiles luchan permanentemente por el premio de seguir combatiendo... ¿Qué les parece? ¿Será mi lado gay que busca su expresión violenta de morir atravesado por la larga, brillante y espero que bien lubricada espada de Olaf? Me da pena que el objetivo conseguido se convierta en un eslabón más de la cadena que nos ata al mercado y al dinero y a la mezquindad del poder burocrático.
Busco otro fin del mundo en los argumentos de mis adversarios: “el matrimonio homosexual traerá el fin de la sociedad, porque pervierte su unidad fundamental que es la familia”. Intelectualmente y sociológicamente es un argumento de porquería, malísimo, pero tendré que trabajar con él. ¿Qué consecuencias terminales traerá este permiso social pleno a las uniones homosexuales? No veo ninguna, salvo en los posibles reclamos que vengan después. Ahora que ampliamos la tipología de familias legítimas podemos ahondar en ese pozo. No sé cuantas parejas del mismo sexo pasarán por el registro civil, pero me temo que no serán tantas como para cambiar toda nuestra vida social: los derechos concedidos, de hecho, refuerzan nuestra manera de transferir generacionalmente la riqueza, que es una de las funciones sociales más importantes de la subordinación de la familia al orden legal. Me alegra pensar que ahora podremos empezar a reclamar por ampliar más la tipología, pedir, por ejemplo, la legalidad de la poligamia y la poliandria. No siga pensando en el sexo, lector libidinoso, piense como hago yo, en términos de distribución de la riqueza y división del trabajo (¿!).
Si un grupo de personas quiere compartir sus riquezas de manera que su descendencia disfrute de una parte de su esfuerzo o herencia de manera común, tal vez una solución sea casarse en masa. No me importa para nada cómo se las arreglen quince personas en su vida sexual, me interesa que quince personas puedan decidir unirse todas con todas en sagrado matrimonio de manera que los hijos de todas ellas tomen parte equitativa de las riquezas producidas o acumuladas por todos. Es un nuevo camino al cooperativismo y al socialismo, este multimonio nosequésexual o queseyoquerótico. Por fin, cuando todos estemos casados con todos, la distribución de toda la riqueza será entre todos nuestros hijos.
No puedo hablar del futuro, lugar de donde no se obtienen pruebas empíricas. Por el momento, diré que existen muchísimas personas que de hecho ejercitan la poligamia y ello supone en algún lugar la vulneración de derechos de terceros o, al menos, les causan serias molestias que terminan en procesos judiciales, acuerdos vergonzantes, asesinatos múltiples: esposas, esposos, amantes, amantas, hijos legítimos, hijos naturales. Sin embargo, la legislación no avanza para dedicar más recursos públicos para reprimirla o para aceptarla, no aparece en la televisión el problema, no pasa nada. En cualquier caso, a quienes han luchado por estos derechos conquistados, mis felicitaciones y mi deseo de que no hayan conquistado una cómoda jaula de oro. Moraleja: ¡Ya lo tienen! Ahora: ¡Salgan corriendo de ahí!