“Cuando el universo (la imagen del todo) parezca sumido en el caos / El momento habrá llegado de explicarte a ti mismo”.
De Los Upanishad Apócrifos
Introducción.
En ocasiones, cuando intento exponer mi actual posición en materia de sociología, encuentro dificultades para explicar de manera adecuada y sucinta qué intento decir cuando sostengo que la teoría que he venido desarrollando trata de comprender a la sociedad humana en términos de la regulación y el control (tal vez sea más adecuado resumir en: la gestión) del segundo principio de la termodinámica.
No es falta de modestia decir que he intentado desarrollar una teoría, desde el origen fue esa la cuestión, por las razones que constituyen la base de este artículo. He buscado muchas formas de definir de manera breve lo que es en realidad toda una vía diferente (en relación con las preexistentes) de análisis estructural de las sociedades humanas, pero nunca he contado la historia de este desarrollo de manera ordenada. Esta es la historia de los problemas que llevaron a la formulación de mis hipótesis de trabajo y mis ideas básicas, no es la historia de la teoría, en realidad, es mi propia historia.
El problema político.
En primer lugar, quiero recordar que en los últimos años del siglo veinte vine a terminar mis estudios de grado en sociología, pero este evento esconde motivaciones más profundas, aunque bastante lineales. A principios de la década de 1990, cuando comencé la carrera, creo recordar que tenía un auténtico apetito por saber. La voracidad juvenil por el conocimiento viene acompañada de una incontrolable ansiedad: la necesidad de hallar una fuente de conocimiento de lo social que lo explicara todo de manera rápida y precisa. Se intuía que la sociedad era algo complejo, pero estaba allí la esperanza de conocer su funcionamiento. ¿Conocer para qué? Conocer para cambiarla, para solucionar sus problemas. Es diferente esta voracidad al facilismo del profesional que ha madurado (y se ha podrido colgando de la rama) y pretende utilizar las mismas viejas recetas para todos los problemas, ocultando, principalmente a sí mismo, que completa las ausencias de sentido con sentido común, ese antiguo enemigo del conocimiento.
Esa voracidad y ese voluntarismo político juvenil explican parcialmente la tremenda atracción del marxismo: la precisión con la que describe los problemas sociales se une a la enorme capacidad de explicar sus causas y, principalmente, de exponer mecanismos de funcionamiento que parecen explicarlo todo, partiendo del análisis de las relaciones sociales de producción. En comparación, el resto de los grandes análisis sociológicos, funcionalistas o interaccionistas, parecen incompletos, insuficientes y (lo que sin duda es peor) parecen conservadores en términos políticos.
Sin embargo, no perdamos de vista el contexto: durante la década de 1990 se esfumaron los últimos retazos de esperanza (ya incinerados por la evidencia del autoritarismo de gran escala) de que las sociedades llamadas “socialismos reales” representaran una auténtica alternativa al capitalismo. He aquí el problema: me he criado sociológicamente admirando una teoría que fracasó en sus principales previsiones políticas, de manera colosal, espectacular. Por otra parte, no fracasó en lo que hace al diagnóstico de muchos problemas centrales en el desenvolvimiento de la estructura histórica capitalista.
Este fue mi primer aspecto a resolver: encontrar una respuesta a esta contradicción. La pregunta (que no recuerdo haber formulado hasta mucho más tarde) es la siguiente: ¿Por qué las teorías sociológicas disponibles no consiguieron explicar este proceso de manera satisfactoria, a los efectos de permitirnos establecer una línea política eficaz? El fracaso del socialismo real, que preocupó a una parte importantísima de los intelectuales de izquierda, marxistas, cuasi-marxistas o post-marxistas, fue también para mí un problema central.
El problema teórico
En el año dos mil me fui a España a realizar los cursos para un doctorado que no parece tener relación con este tema: un doctorado en derecho. He aquí el resumen de la cuestión: el problema político podía entenderse de dos formas. En la primera, la teoría marxista no era responsable del fracaso del socialismo revolucionario y la responsabilidad recaía en la estrategia política elegida. Esta respuesta nunca me convenció, porque el fracaso del socialismo de estado parecía demasiado contundente como para obedecer a causas que no fueran estructurales. Era una enorme masa social (cerca de un tercio de la población mundial), y no una granja de utópicos, la que había intentado el camino y ahora regresaba a las promesas capitalistas de progreso y riqueza. “Los social se explica por lo social” rezaba Durkheim, y este problema era demasiado social como para tener respuestas puramente políticas. En consecuencia, la falla había que buscarla en la teoría, para buscar luego nuevas vías de acción políticas.
Durante el siglo veinte numerosos autores y escuelas habían desarrollado intentos (generalmente inconscientes) de solventar los problemas de la sociología marxista incorporando elementos de diversas disciplinas (psicología, antropología, politología, economía) y esto incluyó el intento de incorporar al capital cognitivo marxista la herencia del interaccionismo y del funcionalismo. ¡Qué hermoso, qué diverso y complejo es este mundo de referencias! Enamorado a los veinte años de la simplicidad analítica, cuando me recibí de sociólogo era esta complejidad la que me seducía. En este proceso encontré una pregunta que me perseguía en realidad desde el comienzo de mi travesía como estudiante: sí la estructura económica que permitía la reproducción material de la sociedad (habilitando la consecución de las necesidades básicas de los individuos-sujetos que la componen) era tan determinante como parecía serlo (y ni el funcionalismo ni el interaccionismo refutaban totalmente este principio), ¿por qué las sociedades humanas complejas presentaban un gasto de trabajo tan importante en componentes no-estructurales? Luego de un tiempo lo reformulé así: ¿Es posible pensar que las grandes instituciones de regulación y control social no cumplen con una función estructural considerando el gasto de trabajo humano que suponen?
Simplemente, ya no me era posible pensar que el estado, el sistema jurídico complejo, los aparatos ideológicos y represivos de escala y los elementos de configuración subjetiva a escala micro-social (las tecnologías del yo, como las denominó Foucault) eran simplemente un reflejo de las necesidades de las clases dominantes para retener la hegemonía social. No sabía la respuesta. Simplemente me parecía que era una cuestión que merecía ser investigada en profundidad.
La elusiva respuesta y la obsesión por la pregunta genético-evolutiva.
Todo un doctorado estudié sin que apareciera la respuesta. A los estudios de sociología del derecho y las preocupaciones por los derechos humanos (que realmente me preocupan, pero que son una especie de cobertura para mis preocupaciones sociológicas de base) les sumé un constante trabajo paralelo de profundización en teoría social. Decidí que era momento de renunciar a todo dogmatismo y releí a los clásicos rivales de mi amado Marx, leí a los vástagos intelectuales de este proceso y en todas partes encontré un problema genético-evolutivo de la vida social que se transformó en mi siguiente obsesión.
Los padres de la sociología, sin que ninguno de sus herederos los contradijera, incorporaron en sus sistemas de pensamiento un principio de funcionamiento de lo social de tipo progresivo que comenzó a molestarme en términos intelectuales. Para Durkheim, era evidente que las sociedades se desarrollaban linealmente incrementando la división del trabajo, desarrollando nuevas y más complejas formas de integración social. Para Weber, era evidente que las sociedades humanas incrementaban progresivamente su racionalidad, tanto interna como en relación con el mundo exterior (en realidad, dos aspectos de un único proceso). Finalmente, para Marx la sociedad humana incrementaba permanentemente el desarrollo de las fuerzas productivas de sus relaciones sociales y, cuando ya no era esto posible, estas relaciones debían cambiar (lo cual se transformó tristemente en una guía política).
Parecía claro que estos autores estaban describiendo algo real, pero me negué a aceptar que se trataba de un proceso natural que se auto-explicaba o se auto-sustentaba. Por otra parte, parecía claro que el origen de este modo de pensar se vinculaba a la impronta de un positivismo ideológico muy fuerte, en el cual el conocimiento reconocía como evidente y natural lo que deseaba (o temía) que así fuera: el crecimiento de la sociedad en términos económico-productivos. Creer que es una coincidencia esta manera de pensar en el momento de expansión general de un sistema social como es el capitalismo era demasiado para mí. No obstante, no tenía una respuesta, los libros no me daban una explicación. Perfecto, entonces, la montaña no venía a mí, yo no sabía cómo ir a la montaña: empecé a amontonar puñados de tierra para hacer la montaña, decidí inventar una respuesta.
Volver al origen.
En Barcelona compramos un rompecabezas basado en un diseño de Gaudí, en la caja hay una frase atribuida a él. Está en catalán, traduzco a mi manera: “La originalidad consiste en retornar al origen”. Reuní mis problemas políticos y teóricos y, mientras comenzaba de redactar mi tesis doctoral, a finales del año 2003, tropecé con una posible invención de una posible respuesta. No me atrevo a confesar ahora qué es lo que estaba leyendo en aquél momento (no piensen en sociología, piensen en matemáticas, en física, en antropología de la religión) pero un día formulé la siguiente reflexión, que no volqué en papel hasta unos meses después: Si la sociedad es un sistema real, o puede ser considerada un sistema real, entonces debe responder a los principios que definen a todo sistema real, los principios que dicen que 1) ningún sistema crea o destruye energía, sino que la hace circular y 2) que todo sistema disipa una parte de la energía en su funcionamiento. Son dos formulaciones posibles de lo que se conocen como “leyes” (realmente prefiero hablar de principios) de la termodinámica: la ley de conservación de la energía y la entropía, las reglas básicas de la circulación de la energía en el universo y que están reputadas por ser las más solidas “verdades” conocidas por la ciencia.
La idea es la siguiente. Me pregunté: ¿realmente responde la teoría sociológica a estos principios, que son universales hasta que se demuestre lo contrario? Parece evidente que responden a la circulación del trabajo, porque describen o permiten describir como la sociedad se mantiene en el tiempo mediante el esfuerzo físico y mental de sus componentes humanos. Al mismo tiempo, al definir a la sociedad como un hecho histórico, parecen asegurar que, si la energía que se utiliza se disipa, este mismo trabajo la recupera del medio ambiente. El tema parece cerrado.
Sin embargo, al mirar más de cerca las relaciones sociales se percibe que el trabajo circula de manera específica, pero que la reproducción social se produce sin considerar la existencia de energía que, al mismo tiempo, está libre (es la que permite funcionar al organismo humano) y está cargada de sentido social, es decir, circula porque la memoria de los sujetos orienta el trabajo humano en direcciones determinadas, no aleatorias, que son relaciones sociales. Si las relaciones sociales no tienen energía propia, sino que utilizan el trabajo humano para funcionar, y esta energía es libre (ya que es cinética y no potencial) la tendencia de esta energía libre es a descargarse totalmente, a permanecer como movimiento. Si su inercia es interrumpida lo es por otro trabajo (que es también descarga de energía libre) y se corporiza en un cambio en el mundo que, en sí mismo, ya no es trabajo humano.
En definitiva, la “evidencia” de que la energía socialmente utilizada respondía a los principios de la termodinámica encerraba un error fundamental. Es cierto que la sociedad se mantiene en el tiempo haciendo circular la energía de manera “correcta” (es decir, adecuada para conseguir la reedición de las relaciones sociales), pero no es cierto que automáticamente se explique la continuidad por la circulación, que es una presunción implícita en el pensamiento sociológico clásico. Como las relaciones sociales (compuestas de energía que es, a la vez libre, y cargada de sentido socialmente reproductivo) permanecen ahí, debe asumirse que su trabajo no es simplemente hacer circular la energía, sino gestionar la tendencia a que esa energía se descargue totalmente, desapareciendo del sistema e impidiéndole continuar funcionando.
Este problema es el problema fundamental de todo organismo viviente: cómo gestionar su tendencia a la disolución (muerte) cuando para funcionar requiere de energía libre (cuya descarga completa impide la reabsorción de energía de manera correcta, iniciando la disolución irreversible). El hecho queda oculto por la evidencia de que la sociedad no es un organismo, sino un sistema compuesto por organismos. Así la transferencia del problema orgánico (que se ha denominado tensión orgánica básica) se suma al carácter y a los contenidos simbólicos de las relaciones sociales, que ponen en relación dos tensiones básicas, generando lo que he llamado la tensión social básica, es decir, la tendencia de las relaciones sociales a desaparecer, a disolverse, esto es: la entropía social.
La razón es la siguiente: como toda la masa de energía en las relaciones sociales es libre, la entropía total tiende a ser igual al trabajo social total: toda la energía debe volver a ponerse en funcionamiento cada vez que se restablecen las relaciones (que por eso considero “intermitencias”) porque toda la energía se descarga o se devuelve como tensión al medio ambiente o a los organismos humanos.
Ciertamente, el principio de transferencia de tensiones es el elemento fundamental de toda la teoría, que se resume en la siguiente cuestión: sí la energía social circula, su entropía debe ser gestionada; al mismo tiempo, como todo trabajo transfiere un parte de entropía social, el ciclo es inagotable hasta que el funcionamiento sistémico es inviable, los organismos lo abandonan o mueren... o lo cambian, en cuyo caso cambia la apariencia de las relaciones sociales.
Marx tenía razón y estaba equivocado: las sociedades cambian debido a que cambian las relaciones de producción, pero eso no se debe a que estas relaciones traben el desarrollo de las fuerzas productivas, sino a que se vuelven históricamente incapaces de gestionar la entropía social, algo que tarde o temprano (y casi siempre de manera permanente, inconstante y oculta) termina por ocurrir en un sistema real. Al mismo tiempo, las relaciones sociales que gestionan otras relaciones sociales (las relaciones jurídicas y políticas) son también gestoras de la circulación de la energía. No son, por lo tanto, relaciones estructuralmente dependientes, sino co-variantes y co-determinantes de las relaciones que permiten la reproducción meramente material, sencillamente porque la gestión de la entropía social es tan “material” como la gestión de la entropía orgánica que requiere de la satisfacción de las necesidades básicas de los sujetos.
Cuando comencé a trabajar para la redacción de mi segunda tesis doctoral estas ideas básicas se habían desarrollado mucho pero siempre alrededor de esta cuestión central: cómo gestionan las sociedades, como regulan y controlan (a veces evitando, a veces posponiendo, muchas veces realizando) su entropía social. Existen enormes límites, por supuesto, pero la idea me ha resultado sumamente productiva, principalmente porque es muy amplia e integradora, y permite leer a los clásicos y a los más inteligentes desarrolladores de teoría social de manera integrada.
Las conclusiones políticas no me han hecho feliz, porque la estructura social, al ser muy compleja por la interdependencia de sus partes, es frágil y se resiste a cambiar un funcionamiento eficiente, aunque sea injusto o inequitativo, incluso cruel. Un año después de defender esa segunda tesis, que enfrentó problemas de todo tipo (incluyendo principalmente una mala redacción y una mala elección de mi metodología de exposición) me veo en la obligación de trabajar nuevamente sobre algunos aspectos básicos. En fin, sigamos trabajando.
A. Soltonovich